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Interpretación y emancipación
ОглавлениеEn una breve intervención en el coloquio de Royaumont en 1964 donde se le propuso el tema “Nietzsche, Freud, Marx”, Michel Foucault articula la idea posmoderna de la interpretación y sienta las bases que retomaría años más tarde Paul Ricoeur46 en términos de “hermenéutica de la sospecha”.
Aduciendo que el lenguaje desborda su forma propiamente verbal pues en el mundo muchas cosas hablan sin ser lenguaje, tales como la naturaleza, el mar, el murmullo de los árboles, los animales, los rostros, las máscaras, los gestos mudos, las enfermedades, aventura Foucault que Marx, Nietzsche y Freud abrieron una nueva posibilidad de interpretación, fundamentando la posibilidad de una hermenéutica donde nosotros, intérpretes, nos interpretamos a nosotros mismos tal como debemos interrogar a esos intérpretes que fueron Freud, Nietzsche y Marx. De ese modo, dice, “somos perpetuamente reenviados en un perpetuo juego de espejos”,47 donde la interpretación se refleja siempre sobre sí misma y modifica la naturaleza misma del signo. La interpretación, afirma, llega a ser al fin una tarea infinita, en tanto que su carácter inacabado, siempre recortado, permaneciendo en suspenso al borde de ella misma, determina un rechazo del comienzo. Tomando como modelo lo inacabado de la interpretación en psicoanálisis por “la inagotabilidad, en el carácter infinito e infinitamente problemático de la relación del analizado y del analista”, y citando la idea de Nietzsche de que “perecer por el conocimiento absoluto podría bien ser parte del fundamento del ser”, afirma que cuanto más lejos va la interpretación tanto más se avecina la hermenéutica interpretativa a una región absolutamente peligrosa “donde no sólo la interpretación alcanza su punto de retroceso sino que va a desaparecer como interpretación, causando tal vez la desaparición del intérprete mismo.”48 Lo que está en juego en dicho punto de ruptura de la interpretación podría muy bien, afirma, ser algo así como la experiencia de la locura que fascinó a Nietzsche: la experiencia de la locura sancionaría un movimiento de la interpretación, acercándose al infinito de su centro, donde el intérprete se hundiría calcinado.
Absolutizando la autonomía de la interpretación sostendrá que
“si la interpretación no puede lograrse del todo es, simplemente, porque no hay nada que interpretar. No hay nada de absolutamente primario que interpretar pues en el fondo todo es interpretación; cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación, sino interpretación de otros signos.”49
Y luego continúa: “la interpretación no aclara una materia a interpretar que se le ofrece pasivamente; no puede sino apoderarse violentamente, en una interpretación ya hecha que debe invertir, revolver, despedazar a golpes de martillo.”50 Tal como él lo entiende,
“Freud no interpreta signos sino interpretaciones. En efecto, bajo los síntomas, ¿qué descubre Freud? No descubre, como suele decirse, ‘traumatismos’; pone al descubierto fantasmas, con su carga de angustia, es decir, un núcleo que es ya en sí una interpretación. La anorexia, por ejemplo, no reenvía al destete como el significante reenviaría al significado, sino que la anorexia como signo, síntoma al que hay que interpretar, reenvía a los fantasmas del mal seno materno, que es en sí mismo una interpretación, que es en sí mismo un cuerpo parlante. Por eso Freud no interpreta otra cosa en el lenguaje de sus enfermos que lo que éstos le ofrecen como síntomas; su interpretación es la interpretación de una interpretación.”51
Y añade que la interpretación precede al signo, que este no es sino una interpretación que no se asume como tal, una verdad que tiene por función recubrir, con lo cual pierde su ser simple de significante. Concluirá, siguiendo a Nietzsche, que la interpretación vuelve siempre sobre quien la plantea y que el principio de la interpretación no es otro que el intérprete, debiendo interpretarse siempre ella misma en un tiempo circular. Los signos son, por ende, el peligro supremo de la interpretación. La muerte de la interpretación consiste en creer que hay signos originarios, primarios, señales coherentes y sistemáticas, en tanto que la vida de la interpretación es creer que no hay sino interpretaciones en una hermenéutica donde el lenguaje no cesa de implicarse a sí mismo en la región medianera de la locura y el puro lenguaje donde, afirma, podemos reconocer a Nietzsche.52
Superponiendo significados metafóricos y literales −esto es, prescindiendo de todo rigor− tal variada conjunción de elementos de disímiles niveles (la naturaleza, el mar, el murmullo de los árboles, los animales, los rostros, las máscaras, los gestos mudos, los traumatismos psíquicos) pasa a ser hablante, con lo cual Foucault plantea una vigorosa hipérbole del voluntarismo interpretativo y de la omnipresencia de la interpretación que, dejando de ser instrumento de indagación, deviene fin en sí misma. Comentando este trabajo crucial, el filósofo francés Vincent Descombes destaca que allí se resumen las tesis centrales del “nietzscheanismo francés” de la posguerra, añadiendo que Foucault presenta sus tesis en el tono de quien aporta la vía de una liberación gozosa en la buena nueva de una “vida de la interpretación”.53
Cierto es que, como detalla el Capítulo 6, en un sentido amplio todo lo psíquico es interpretativo y esto abarca nuestra naturaleza instintiva: desde el comienzo de la vida animal y más aún en los mamíferos superiores los instintos son inferenciales, pero esto difiere del todo de lo que plantea Foucault. El aforismo romano Res ipsa loquitur (los hechos hablan por sí) que introdujo Cicerón y tiene amplio uso jurídico, no remite a que las piedras o las nubes se expresen, sino a que, en la evaluación de los asuntos humanos, la articulación de los eventos adquiere primacía. Volviendo a los instintos, el término alemán Trieb deriva de la forma verbal Treiben, con fuerte connotación de ser llevado por o arrastrado por, al modo en que es arrastrado un trozo de madera en un arroyo o un barco a la deriva por los vientos, las corrientes y las olas. Los impulsos instintivos son, pues, aquello que nos arrastra, que nos arrastra sin que lo sepamos, y son, insiste Freud, la parte más oscura y más importante del psicoanálisis.
Lo cual signa dos vertientes harto diferenciables en cuanto al pluralismo: por un lado, el reconocimiento de la pluralidad de métodos e interpretaciones en los ámbitos científicos, intelectuales y académicos, al no existir formas definitorias de resolver diferencias sino a través de la progresiva indagación y evaluación de las distintas evidencias en juego y, por el otro lado, la ideología posmodernista (que, con base en la infinitud de los significados posibles y de los métodos, tomados como equiparables y sustituibles)54 impone al modo de mandato la irrelevancia de cualquier planteo evidencial.
Tal como ocurría con Nietzsche, una concepción formalístico−mecanicista de qué es ciencia rige el pensamiento de Foucault,55 quien contrapone ámbitos científicos formalizados que proveen conocimiento científico (connaissance) y ámbitos arqueológicos puramente discursivos donde el saber (savoir) surge en prácticas diversas ubicadas a un mismo nivel: la ficción, la reflexión, las narraciones, las reglas institucionales y las decisiones políticas. Aquí no se trata de ciencias sino de “disciplinas” cuyas “prácticas discursivas” se emancipan de evidencias.56
Con lo cual, en el universo foucaultiano, solo la formalización imprime carácter de cientificidad y solamente en las ciencias formalizadas –esto es, las ciencias puramente ideativas desligadas de la empiria como las matemáticas y las lógicas y, además, en las ciencias exactas− admitirá la existencia de evidencias a las cuales atenerse. La pregnancia del “realismo teórico” adjudicado a la formalización se desplaza al lenguaje discursivo −en el caso de Foucault, bajo el rótulo de “discursividad”. Este realismo retórico puramente verbal supone substituir de pleno derecho a la indagación de las evidencias pertinentes: estamos de lleno en el ámbito de la posverdad.
Cuando el lenguaje desborda su forma verbal (pues para Foucault en el mundo las cosas hablan sin ser lenguaje) la oratoria interpretativo-discursiva desborda a su vez sobre las cosas, interpretándose indefinidamente a sí misma en forma circular en una deriva interminable donde –como ya cité− “somos perpetuamente reenviados en un perpetuo juego de espejos.”57 Y atestigua la violencia que se autoatribuye tal “realismo retórico” lo que mencioné pero merece retomarse: que en esta nueva versión de la filosofía del martillo nietzcheana “la interpretación no aclara una materia a interpretar que le se ofrece pasivamente; no puede sino apoderarse violentamente, en una interpretación ya hecha, que debe invertir, revolver, despedazar a golpes de martillo.”58 La violencia protagónica del apoderamiento retórico asume, pues, libre vía.
Pasemos ahora a los tres usos que Nietzsche adscribió a la genealogía y retoma Foucault en Nietzsche, la genealogía, la historia. El primero, el uso paródico o farsesco, es destructor de la realidad, oponiéndose al tema de la historia como rememoración o reconocimiento. El segundo uso apunta contra la identidad buscando su disolución sistemática, se opone a los eventos históricos como continuidad o representantes de una tradición y toma la forma del carnaval o la charada. El tercer uso sacrifica al sujeto del conocimiento, dirigiéndose contra la verdad y la historia en cuanto conocimiento, en la idea de que todo conocimiento asienta en la injusticia por no lograr acceder a una verdad universal. El término alemán Schadenfreude (alegrarse con el mal de otros o con el daño causado a otros), emergiendo una y otra vez en la obra de Nietzsche, está al servicio de estos usos retomando, a más de 20 siglos de distancia, el uso que en la antigüedad griega el sofista Gorgias de Leontini adjudicaba al risus sophisticus: destruir con la risa la seriedad de los argumentos del adversario, pues al destruir la seriedad de lo que está en juego se destruye cualquier planteo evidencial. La burla y la coerción habitan el núcleo del escritor-guerrero nietzscheano, como afirma en Así habló Zarathustra: “Valientes, despreocupados, burlones, coercitivos −así nos desea la sabiduría: pues la sabiduría es mujer y ama solo a los guerreros.”59 Y hacia el final, en Ecce Homo,60 su autobiografía intelectual, reitera: “Mucho más allá de todo terror y de toda lástima, convertirse uno mismo en la eterna alegría del Devenir –esa alegría que incluye también la alegría de la destrucción.” 61 A esto se unen el odio a la idea de desarrollo y el rol de la genealogía como ciencia curativa, rastreando trazas residuales de venenos para prescribir el mejor antídoto.62
Se abre así el camino el libre juego de la voluntad de ilusión, como indicó ya en 1913 Hans Vaihinger respecto de Nietzsche.63 Marcando las diferencias, en el psicoanálisis, la indagación de la historia personal a través de la reminiscencia y de la historicidad que se va desplegando en los recuerdos y en la relación transferencial, apunta a reintegrar lo hasta ahí desconocido, posibilitando el desarrollo de un sujeto de conocimiento, del todo a contracorriente de los tres usos nietzscheanos.
El desbocamiento de la voluntad de ilusión revierte la valuación de cordura y locura: la cordura deviene una carga injusta a la libertad primordial del sujeto en tanto que el delirio, el discurso que libera a la pasión de todo límite se convierte en principio moral. Ya en su Historia de la locura, Foucault64 celebró en la locura de Sade, Goya y Nietzsche una afirmación soberana de la subjetividad y en su violencia, la verdad del descubrimiento de un magno poder aniquilatorio, contrabalanceando la violencia que se halla, insiste, ínsita en la razón. Convertido el borramiento de los límites en principio moral, sostendrá que tras la experiencia de mayo del 68 deben abrogarse las barreras entre el bien y el mal, entre la inocencia y la culpa, entre la normalidad y la anormalidad, eyectando todo lo relacionado con el conocimiento por ser cómplice con lo sucedido “hasta ahora”. Lo existente “hasta ahora” se toma por falso y eminentemente injusto al atarnos a una identidad: blandiendo el martillo filosófico de la demolición interpretativa, afirma en una entrevista, trayendo a plena luz la estría anárquica que subtiende su obra que
“La sociedad futura se esboza, quizás, a través de experiencias como la droga, el sexo, la vida comunitaria, otra conciencia, otro tipo de individualidad… El ‘conjunto de la sociedad’ sólo debe tomarse en cuenta como el objetivo a destruir (…) un emprendimiento revolucionario se dirige precisamente no sólo contra el presente sino contra la ley de lo ‘hasta hoy’ presente.”65
Siendo que para Foucault la sexualidad apunta centralmente a maximizar el placer, veamos sus aportes finales sobre el placer y la política de la identidad.
En una entrevista hacia el fin de sus días, en 1983, ahonda en su problemática personal respecto de las vivencias de placer:
“Tengo siempre la impresión de no experimentar el verdadero placer, el placer completo y total que, para mí, se liga a la muerte. El verdadero placer sería tan profundo, tan intenso, me sumergiría tan totalmente que no sobreviría. Un ejemplo, claro y simple: una vez me atropelló un auto en la calle, y durante dos segundos quizás tuve la impresión de que iba a morir y experimenté un placer muy, muy intenso (...) hasta hoy éste es uno de mis mejores recuerdos. Están también ciertas drogas que me permiten acceder a alegrías terriblemente intensas que no soy capaz de lograr por mí mismo (...) no puedo darme, no puedo dar a otros los placeres intermedios cotidianos que no significan nada para mí, y soy incapaz de organizar mi vida dándoles un lugar.”66
En otra entrevista, poco después, hablando de la política de la identidad, sostiene que la sexualidad es parte de la libertad que gozamos en este mundo: es nuestra propia creación, mucho más que un aspecto secreto de nuestro deseo; el sexo no es una fatalidad sino una posibilidad de acceder a una vida creativa, a un permanente devenir donde nos creamos a nosotros mismos como obra de arte. Se trata de crear una nueva vida cultural donde las drogas deben convertirse en elemento de nuestra cultura (son ya un elemento de nuestra cultura) y donde cualquier identidad dada restringe nuestro derecho de ser libres. La relación con uno mismo, dice, no debe ser de identidad sino de diferenciación, de creación, de innovación: “Es muy fastidioso ser siempre el mismo.”67 La estética desplaza a la ética, en camino a constituirse en “el obrero de la belleza de la propia vida.”68
Foucault es taxativo en cuanto a lo que apunta a destruir: la identidad, el “conjunto de la sociedad”, lo hoy presente junto con las normas de lo “hasta hoy” presente, además de todo lo relacionado con el conocimiento por ser cómplice con lo sucedido “hasta ahora”: instituye, pues, un mandato global de destrucción de lo recibido y lo dado. Lo cual retoma una línea no solo presente en Nietzsche sino también en el inicio mismo del movimiento romántico, pues la obliteración de lo existente como apertura hacia un futuro edénico precede en décadas a Nietzsche: así, Isaiah Berlin cita a Jakob Lenz, voz inicial del Sturm und Drang: “Dios caviló ante el vacío y de allí surgió un mundo. Destruyan. Algo surgirá. Oh, sentirse como Dios.”69 Es, en cambio, de una desopilante vacuidad en sus propuestas sobre el futuro social: el borramiento de los límites como principio moral, experiencias como la droga, el sexo, la vida comunitaria, otra conciencia, otra individualidad y la sustitución de la ética por una estética de la propia vida. Tal es la conclusión final de la “filosofía con el martillo”.
Recordemos la frase de Hölderlin, que el hombre es un dios mientras sueña y un mendigo mientras piensa: Foucault –quien se describe en más de una ocasión como simplemente nietscheano− vehiculiza en lo cultural al modo de una “obra de arte total” la admonición de Nietzsche: “Imaginar otro mundo más valioso como expresión del odio hacia un mundo que nos hace sufrir: el ressentiment de los metafísicos contra el presente es aquí creativo”.70 Aunque lo escriba en francés en el original alemán, el tema es que el resentimiento surgido del odio deviene fuente de inocencia. Pese, pues, a sus intentos de deslindarse del romanticismo, vemos que, como señala Habermas,71 allí las fuerzas vitales clivadas redescubriertas por el romanticismo −los sueños, las fantasías, la locura, la excitación orgiástica, el éxtasis− alojan a un Otro de la razón, encarnando la felicidad primordial de una completud fusional. Se apunta, como reclamara Foucault72 en el prefacio de Historia de la locura, a un acto de escisión para instituir una cesura entre lo inmisericorde de la cordura y la experiencia de los placeres edénicos del punto cero de unidad mítica originaria.
Abolido el sujeto del conocimiento, lo que no existió hasta ahora toma la posta a través de la frescura del deseo, volviéndose asertórico. Si la noción sartreana de la libertad asentaba en el poder teológico de autocrearse desde la nada, ya mucho antes, en Nietzsche, el juego de los renaceres asentaba en la inocencia en cuanto voluntad de poder en ascenso: siendo la verdad puramente expresiva se volatilizan conocimiento y método. Como afirma en Zarathustra: “La inocencia del niño, y el olvido, un nuevo inicio, un juego, una rueda que se mueve por sí, un primer movimiento, un Sí sagrado.”73 La finalidad redentora última implica, en términos freudianos, la vigencia soberana del principio de placer: “Transformar cada ‘Eso era’ en un ‘Así quiero que sea’ −sólo a esto llamo redención.”74
La “astucia de la razón” hegeliana cede su lugar a la astucia de lo espontáneo, de lo novedoso y de lo transgresivo, en tanto que el desdén hacia el aprendizaje por la experiencia eyecta el crecimiento psíquico y la sensatez. Hay aquí poco o ningún lugar para hacer consciente lo inconsciente, si nos atenemos al aforismo 426 de La voluntad de poder: “No debemos analizarnos, no debemos ‘conocernos’.... debemos desconfiar de corazón de mirarse el ombligo, pues para nosotros cualquier forma de autoobservación cuenta como una forma de degeneración del genio psicológico.”75