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CAPÍTULO 2
Transgresión y reparación: dos vertientes del arte y de la vida cotidiana

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La tendencia a alinear al psicoanálisis tras el modelo del arte, en el contexto de la omnipresencia de los fenómenos de hiperrealidad en la actual era de los medios, me lleva a reflexionar acerca de las variadas incidencias del modelo del arte sobre la vida cotidiana. El punto de partida de mi reflexión lo dan las explosivas declaraciones de Karlheinz Stockhausen poco después del Martes Negro −los ataques terroristas sobre la costa Este de los Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001− dejando en claro −y forzando al extremo− una postura surgida con el romanticismo: la visión del arte como transgresión, impactando en la experiencia límite como vía hacia la autocreación. La contrapartida de tal postura es la visión del arte como reparación, para lo cual tomaré como modelo las reflexiones de Andrew Peto en su trabajo –memorable y casi olvidado− sobre la Pietà Rondanini de Miguel Ángel.1

La violencia inusitada de los acontecimientos del Martes Negro, golpeando como una maza sobre el diapasón de nuestro adormilado universo, despertó ecos disímiles. Entre los más insólitos están las declaraciones del célebre compositor Karlheinz Stockhausen, quien provocó una ola de escándalo al sostener desde Alemania que los ataques terroristas del 11 de septiembre fueron la mayor obra de arte en el curso de la historia:

“Esa gente provoca en un solo acto lo que en la música no alcanzamos siquiera a soñar, pues practicamos durante diez años de modo fanático para un concierto y luego morimos. Es la mayor obra de arte de todo el cosmos. Yo no podría hacerla. Si nos comparamos con eso, los compositores no somos nada.”2

Por su parte, comentando en la Sociedad Británica de Psicoanálisis las palabras de Osama bin Laden “la tormenta de aviones no se detendrá, y hay miles de jóvenes dispuestos a morir tal como los americanos están dispuestos a vivir”, se preguntaba el psicoanalista inglés Ronald Britton3 qué de útil, si es que algo, podemos aportar los analistas ante tales asuntos. Recordaba Britton viejas sagas nórdicas del siglo IX que anticipan el credo de Al-Qaeda: “Quienes mueren al servicio del dios en muerte violenta en batalla o en el sacrificio tienen entrada en su ámbito... el héroe será bienvenido con festines y hospitalidad pues murió libre de temor”. También hacía memoria de la primera analista que describió el impulso destructivo, Sabina Spielrein, en su trabajo La destrucción como causa del devenir del ser4 quien apoyando en Nietzsche afirmaba que el amor y la muerte están juntos desde la eternidad y la voluntad de amar implica la voluntad de morir. En las sagas nórdicas y en las óperas wagnerianas que ahí se fundan, las mujeres solo entraban al Valhalla como siervas de Odín, ofreciendo carne y su cuerpo a los guerreros: no siendo así solo las autorizaba a entrar la muerte sacrificial y al quemarse en la pira del guerrero accedían en la otra vida al matrimonio vedado en esta. Vida y muerte pasaban a revertirse pues, anota Britton, en tales ámbitos la idea de la muerte evocaba una unión eterna más que una pérdida, mientras que la continuación de la vida se vivía como persistencia de la separación.

Viene también aquí al caso un paciente de otro psicoanalista inglés, John Steiner,5 quien ante el desastre de las Torres recordó que su hermano solía construir torres de cubos para luego destruirlas triunfalmente, poniéndolo a él tan nervioso que apenas participaba del juego. Lo cual −salvadas las notorias diferencias de edad y método− no difiere en demasía del nihilismo apocalíptico que Stockhausen asume y adjudica al arte.

Intentando encontrar el contexto para hacer inteligible tan explosiva postura, y bajo el título La violencia ¿una obra de arte?, el crítico de arte Fermín Fèvre6 concluía que una visión a vuelo de pájaro del arte del siglo XX con sus sempiternas rupturas y sus forcejeos desacralizantes lo muestra insertado en un paradigma de violencia. Desde los esfuerzos de los fauves (fieras) para destruir las armonías cromáticas hasta los expresionistas, desde la prosecución de los automatismos psíquicos por parte de los dadaístas y la fragmentación del plano por los cubistas, se asumió que los impulsos heroicos hacia la transgresión de lo dado se verían legitimados en un futuro, asentando en una especie de infalibilidad hegeliana alimentada por todas las ideologías dominantes desde el marxismo hasta el capitalismo liberal, en tanto que las tecnologías de los medios masivos arrimaban la violencia a la vida cotidiana. Así, dice Fèvre, nos vemos rodeados de violencia tanto en la vida como en el arte.

Cabe suponer que Walter Benjamin y Georges Bataille coincidirían desde el surrealismo. En un artículo escrito entre las dos guerras, titulado Surrealismo, Benjamin planteaba que tanto el futurismo como el dadaísmo y luego el surrealismo tomaron como objetivo llevar a cabo una política poética para “ganar las energías de la intoxicación para la revolución”,7 que el surrealismo descubría en la escena política una esfera reservada en un ciento por ciento a la imagen y que con la fusión de arte y tecnología, la acción, apoyando en la tecnología, “pone en juego su propia imagen y existe en el absorberla y consumirla” hasta que no queda miembro sin arrancar en una descarga donde la realidad se transciende a sí misma.8 Bataille, por su parte, sostuvo en 1945 que el objeto surrealista “se encuentra esencialmente en la agresión, siendo su tarea aniquilar o reducir a la nada.”9 La nada, afirmaba, monta un juego sin motivo o razón, implementado en la rivalidad.

Tanto desde la izquierda –tal el caso de los suprematistas rusos− cuanto desde el llamado “modernismo reaccionario” del nazismo, la estetización de la política adoptó a partir de la primera década del siglo XX la forma de obra de arte total, apuntando a la creación de un espacio social congregante: Hitler –dice Sebreli en Las aventuras de la vanguardia− había aprendido de Gustave Le Bon y de Georges Sorel que “la imagen, antes que la palabra, es el más poderoso instrumento para movilizar a las masas.”10

Por extraño que parezca, no faltaron tras los atentados del Martes Negro comentarios periodísticos en veta similar. Planteando la autoexpresión como la tarea esencial del artista contemporáneo, para Plagens (2001) el videoclip del segundo avión explotando en la torre posee una belleza indudable y terrible, comparable con las fotografías de la detonación del dirigible Hindenburg en 1937. Recordaba Plagens al futurista fanático Filippo Marinetti, admirador de Mussolini, quien sostuvo que “la guerra es bella porque crea nuevas arquitecturas tales como ... las espirales de humo de las aldeas incendiadas.”11 En verdad, mucho antes del surgimiento de Mussolini y extremando la guerra nietzcheana entre arte y conocimieno, Marinetti había sido pionero de los belicismos de toda índole. Ya en 1909, en su Manifiesto del Futurismo, sostuvo que

“ahora el arte sólo existe en la lucha. Queremos glorificar la guerra –única higiene de este mundo− el nihilismo, el patriotismo, la tarea destructiva de los anarquistas, las bellas ideas por las que uno muere y el desprecio hacia las mujeres. Queremos destruir los museos, las bibliotecas y las academias de todo tipo”12.

En esta visión apocalíptica del arte, ubicable en los comienzos del siglo XX en el futurismo de Marinetti, quien fue inspirador del dadaísmo y el surrealismo y en no desdeñable medida también del fascismo, se inscriben las también sorprendentes declaraciones de Jean Baudrillard: “Si el arte es bueno, es fundamentalista. Es radical y destruye la realidad. Pero cuando el terrorismo de verdad llega, el arte se repliega.”13

Cabe acercar la queja fundamentalista –y a la vez tan pueril− de Stockhausen al no conseguir emular en la música la potencia destructiva y la supuesta belleza del ataque terrorista, a las explosiones agresivas del hermanito del paciente de John Steiner. Una comparación similar efectuó la crítica literaria Angela Leighton recordando una frase del poeta T. S. Elliot: “Es preferible, de un modo paradójico, hacer el mal que no hacer nada: eso, al menos, nos hace existir.”14 Se trata, dice Leighton, del grito del enfant terrible inflándose en la excitación exultante de la transgresión.

El clamor de Stockhausen por los panteones de lo cósmico y lo eterno es útil por ilustrativo, al mostrar a viva luz que el artista puede alimentar en forma sea solapada, sea manifiesta, el disfrute del papel del héroe guerrero. Hace ya más de un siglo el historiador del arte Jacob Burckhardt exponía, en sus conferencias en la Universidad de Basilea, publicadas póstumamente en 1905, que el dicho de Heráclito “la guerra es el padre de todas las cosas” solía citarse como prueba del carácter divino de la guerra, ley suprema de la naturaleza. El guerrero, agregaba, está henchido del gozo de la destrucción: la guerra limpia el aire como las tormentas, acera los ánimos y restaura las virtudes heroicas.15 Si el terrorista-héroe pretende devenir artista del futuro, a su vez y, tal como surge con claridad meridiana de los explosivos comentarios de Stockhausen, el artista intenta asumir el rol del héroe guerrero.

En cuanto al tema de la violencia en las idolatrías de la vida cotidiana en esta Sociedad del Espectáculo viene al caso por ilustrativo un comentario periodístico de Osvaldo Barone16 narrando la visita de cortesía a un expresidente argentino preso, enjuiciado por delitos en la función pública, que realizó ese ídolo persistente, el exfutbolista Diego Maradona luciendo con total desparpajo una iconografía hereje: en su cabeza un turbante a la bin Laden y en su cuerpo sendos vistosos tatuajes del Che Guevara y Fidel Castro. El ídolo Maradona consiguió convertirse, decía Barone, en un ser inenjuiciable, lo cual remite a su vez a un público o a un mundo que no puede o no quiere discernir entre el acto genial y el disparate: lo sublime y lo perverso se vuelven igualmente populares y susceptibles de compartir cualquier escenario. El ídolo se asume en el papel de una desproporción heroica al encarnar y enfrentarse por sí con el mundo en el marco de un nuevo ámbito: la hegemonía de una realidad de la imagen a la vez ficcional y fáctica17 donde todo puede borrarse con la tecla Delete. De ahí que la eternizada y eufórica imagen del ídolo, por gordinflona y sofocada que esté, se emplee con éxito para todo uso.

Viene aquí al caso lo señalado hace un cuarto de siglo por Baudrillard:

“hoy, la realidad misma es hiperrealística. El secreto del surrealismo era que la realidad más banal podía volverse surreal en momentos privilegiados, que todavía derivaban del arte y de lo imaginario. Ahora toda la realidad cotidiana, sea política, histórica, o económica se incorpora a la dimensión simulativa del hiperrealismo; vivimos ya en la alucinación ‘estética’ de la realidad... la fascinación estética está en todos lados.”18

Como lo ejemplifica esa breve imagen de Maradona, en el reino hiperrealista de lo efímero a futuro presente –para usar una expresión de Habermas−19 los ídolos, fábulas vivientes, encarnan contra toda evidencia una versión mítica del futuro, un preámbulo viviente de la eternidad.

Henos aquí frente a un mito central de la posmodernidad, entendida como la época que sigue al olvido del sentido histórico. Hemos perdido, dice Fredric Jameson, la capacidad de retener el pasado, viviendo un perpetuo presente y un perpetuo cambio. La función de los medios de información es relegar las experiencias históricas lo más rápido posible, esto es, ayudarnos a olvidar; los medios, agentes de la amnesia de la historia, convierten la realidad en imágenes y fragmentan el tiempo en una perpetua serie de presentes.20 La omnipresente eclosión jubilosa de la novedad configura una orgía de obliteración eufórica del decurso del tiempo. La euforia de la posmodernidad asienta, pues, en un sempiterno canibalismo, en una apoteosis transgresiva desde la novedad, en un gozoso papel de aniquilar y reducir a la nada.

Señalaba André Green en un escrito final que “el hombre no sólo depende de su animalidad originaria, sino que ésta adopta en él una tonalidad de locura”21 y, como destacó el literato austro-norteamericano George Steiner, los ambientes académicos no son ajenos a la violencia: el odium permea las disputas y una acidez sin perdón signa las luchas de los mandarines, aun ante lo efímero o lo trivial.22 Con lo cual este abanderado del esteticismo y desde siempre enemigo acérrimo del psicoanálisis se aventura a pensar que en las luchas académicas se pone en juego −de modo, concede por una vez, “quizás subconciente”− la envidia del intelectual enclaustrado ante quienes son capaces de poner a prueba sus capacidades y creencias en una pragmática de la vida cotidiana.

Tomar contacto en la vida diaria, además del arte y de la academia, con las vastas áreas de superposición entre lo sublime y el disparate y entre el esteticismo y un belicismo con el cual las desvariadas expresiones de Stockhausen no dejan de ser consonantes, sirve para aproximarnos, apuntando a recobrar algún grado de sensatez, a lo subrayado por Richard Wollheim –uno de los muy pocos filósofos con conocimiento profundo del psicoanálisis− en cuanto a los límites del modelo del arte y de la creatividad artística: que para ser viable la creatividad del artista debe tener como componente central el autoconocimiento, pues si al realizar su obra el artista fracasa en acceder a un insight se deslizará hacia el error o el delirio en una visión ideal de sí mismo, que debiera haber podido reconocer y rechazar como falsa.23 En otros términos, para Wollheim la obra de arte no goza de un más allá respecto de lo que desde otros ámbitos conocemos en términos de la articulación y los interjuegos entre la posición depresiva y la posición esquizoparanoide: puede funcionar en ambos sentidos, hacia el insight y hacia el delirio. La realización de la obra de arte pone en tensión, muchas veces extrema, dicha articulación y, por ende, las interfases entre cordura y locura.

Sirva como ejemplo de esto último lo observable en la vasta exposición retrospectiva de uno de los pintores argentinos mayores de la primera mitad del siglo XX, Benito Quinquela Martín, realizada en Buenos Aires. Quinquela, hijo de padres desconocidos criado en un orfelinato hasta los seis años y pintor por antonomasia de la boca del Riachuelo, el antiguo puerto de Buenos Aires, realizó durante una larga estadía en Europa su mejor ciclo, que culminó con un célebre cuadro, Atardecer en la Boca, un verdadero descenso a los infiernos. A partir de allí, Quinquela fue dejando los colores violentísimos que en medida creciente signaron ese ciclo, volviendo de a poco hacia la dominancia de los azules de su pintura anterior. Cabe conjeturar que sintió en carne propia que en las turbulencias emocionales de su descenso hacia sus infiernos interiores arriesgaba perder pie en la cordura.

Valdría, creo, para ejemplificar ciertos aspectos del papel de la reparación en el proceso artístico que se plasma en la postura de Wollheim, el trabajo señero de Freud “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”24 mostrando que la rememoración del vínculo con la madre en su pintura era la condición de creatividad de su arte; pero, habiéndome ocupado del tema en otra ocasión,25 prefiero retomar un magistral trabajo de Andrew Peto La Pietà Rondanini. La neurosis infantil de Miguel Ángel26 que recorre la historia de la última y más trágica labor del artista, ocupado en los últimos diez años de su vida en el intento de resolver el dilema inconciente básico: si el pecho materno era dador de vida en eterna unión extática o si, por el contrario, la unidad dual de la madre y el niño implicaba la aniquilación del hijo.

Repasemos, pues, dicho trabajo, aunque esta breve glosa no aspire a hacerle justicia. Relata Peto que en fecha 3 de diciembre de 1555 murió Urbino, el fiel sirviente que lo había cuidado durante 24 años. Antes de morir pidió a Miguel Ángel, llegado ya a sus 80 años, que diera conclusión a su Piedad. Cegado por una de sus terribles furias ante la muerte de quien lo atendía, Miguel Ángel atacó el grupo escultórico −destinado a ser parte de su sepulcro− destrozando una pierna del Cristo y causando otros daños. Se le aportó entonces otro mármol donde esbozó una nueva Piedad en la cual trabajó hasta 1564, seis días antes de su muerte. Peto muestra que su ataque a la anterior Piedad, la llamada Piedad florentina, y luego su sostenido esfuerzo en sus últimos diez años para crear entre cortes y amputaciones esa otra Piedad, representan la sublimación de sus conflictos infantiles principales, intentando a través de tres, o quizás cuatro versiones de la Pietà Rondanini, dar una solución creativa a su sempiterno tema: unirse en amor eterno a la madre que lo había abandonado, al tiempo que luchaba contra la fusión aniquilante con ella.

La rabia aniquilante por el abandono y el deseo amoroso de fusión se entrelazan en Miguel Ángel de forma inextricable con el deseo de ser el único poseedor de la madre y el único poseído por ella, por un lado, y por el otro, con el deseo de retener al padre o de ser simultáneamente el padre y el hijo: esto se condensa en su Piedad florentina, donde resultan poco distinguibles las facciones de la cara del Cristo y la de José de Arimatea −que es su autorretrato.

En la obra de su vejez extrema el artista abandona la figura del padre y se identifica con Cristo, cuyo peso muerto descansa casi totalmente en brazos de la madre (en vez de identificarse, como en su Piedad florentina, con José de Arimatea) y es notable que en la versión final el cuerpo de Cristo proviene de lo que había sido el cuerpo de la madre, en tanto que la cabeza de este Cristo último (quizás otro autorretrato de Miguel Ángel) se talló a partir del seno derecho de la Virgen.

Lo cual recrea ante el contacto con la muerte la unidad fantaseada y perdida con la madre, intentando revertir en forma completa el trauma del abandono infantil. La fusión extática se paga con una emaciación creciente de madre e hijo acercándose la fusión a la muerte. Aquí, dice Peto, la emaciación final y la muerte coinciden con el amor eterno y la unidad con la madre.

Vemos que la reparación no se logra en plenitud, ni se agota el interjuego de amor y odio. Pero muy lejos está esto de la destrucción en pro de la autocreación por la que clama Stockhausen y cuya dinámica señalara Ronald Britton: la destrucción en busca de una autocreación −en oculta fusión con la madre primordial− por parte del héroe guerrero. A esa destrucción se acerca en todo caso Miguel Ángel actuando la violencia de la transgresión hacia sus objetos de amor en las crisis de furia al atacar el grupo familiar de la Pietà del Duomo florentino, acercándose a la actitud ideologizada por Stockhausen y Baudrillard y a la del hermanito del paciente de John Steiner derribando sus torres de cubos. A tales infinitizaciones de la dinámica fálica cabe contraponer la interminabilidad del proceso de duelo, magistralmente ilustrada por su tarea final en la Pietà Rondanini. Las dinámicas fálicas, dice con razón Fausta Ferraro, se absolutizan por no tolerar dependencias, vulnerabilidades ni límites;27 cabe agregar que tales dinámicas fálicas entran en juego en ambos sexos, como mostró más arriba el ejemplo de Medea. Y aún antes, en la prehistoria de la Grecia antigua, en magno ejemplo de falicismo femenino las amazonas, míticas guerreras escitas, cabalgantes infatigables, amputaban un atributo de su femineidad, su seno derecho, que obstruía el libre manejo del arco y las flechas.

Que las vivencias fusionales coexisten con la implosión del choque con la muerte lo avala la convicción de los terroristas del Martes Negro de que 40 vírgenes los esperaban en el paraíso. Pero, aunque Stockhausen pretendiera colocar las imágenes del Martes Negro en el contexto de una apoteosis del arte, corresponde enmarcar su exabrupto –así como su fascinación por las imágenes y por la espectacularidad de los atentados mismos− en el marco más amplio de la apoteosis de la dinámica fálica en los protagonismos de la Sociedad del Espectáculo.

No importa cuántas vírgenes entren en juego en los escenarios celestiales para restaurar la mítica vivencia de Unidad Primordial: esto será parte de las autoterapias del delirio buscando atajos militantes o artísticos hacia la eternidad. Ninguna obra de arte traerá a la vida a los muertos, ni podrá calmar el dolor de los deudos o atenuar los desgarros en nuestra condición humana.

1 Peto A. 1979.

2 New York Times, 2001.

3 Britton R. 2001.

4 Spielrein S. 1912.

5 Steiner J. 2001.

6 Fèvre F. 2001.

7 Benjamin W. 1955, p. 190.

8 Benjamin W. 1955, pp. 191-192.

9 Bataille G. 1945, p. 190.

10 Sebreli J. J. 2000, p. 304

11 Plagens P. 2001, p. 55.

12 Burrow J. W. 2000, p. 234.

13 Libedinsky J. 2001, p. 10.

14 Leighton A. 2001, p. 14.

15 Burckhardt J. 1905, p. 232.

16 Barone O. 2001.

17 Jameson F. 1991, p. 277.

18 Baudrillard J. 1976, p. 146.

19 Habermas J. 1985.

20 Jameson F. 1983, p. 125.

21 Green A. 2010, p. 158.

22 Steiner G. 2001.

23 Wollheim R. 1993, p. 11.

24 Freud S. 1910.

25 Ahumada J. L. 1990.

26 Peto A. 1979.

27 Ferraro F. 2001.

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