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Capítulo 1 Hacer escuela.
La voz y la vía del profesor7

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Jan Masschelein

Hace tiempo, con Maarten Simons, ensayamos una exploración y una elaboración de qué podría significar hacer escuela, es decir, organizar y dar cuerpo a un encuentro entre los seres humanos y un mundo a partir de condiciones de libertad y de igualdad pedagógicas. Y eso de tal manera que el mundo se abra o sea des-cubierto, que comience a hablar, a interesar y a formar a los estudiantes (o escolares) que emergen como tales en el hecho mismo de encontrarse alrededor de la mesa donde se presenta ese mundo (Masschelein 2011, Simons y Masschelein 2014, Larrosa 2017). En lo que llamamos una defensa de la escuela, subrayábamos también el papel esencial de la tecnología y del ethos del profesor en ese trabajo de hacer escuela (y tomábamos la noción de ethos en un sentido foucaultiano, como la manera de relacionarse consigo mismo, con el mundo y con los otros). En esa perspectiva, quisiera apenas ofrecer algunas consideraciones complementarias a propósito de la tecnología del maestro o del profesor, particularmente a propósito de su modo de hablar y de su voz en tanto que, de cierto modo, pueden ponerse en relación con su vía. Y es con esa vía con lo que voy a comenzar.

La vía del profesor. Una perspectiva pedagógica

Es importante indicar que voy a hablar del maestro/profesor desde un punto de vista pedagógico. Pienso que eso implica que el profesor es tomado siempre como un maestro de escuela, es decir, que no sólo enseña una disciplina, sino que da un curso (y no sostiene un discurso) y hace escuela (ver también Larrosa, 1998). Y eso exige precisar qué quiere decir perspectiva pedagógica (para una clarificación más elaborada, ver Masschelein, 2015).

La noción de pedagogía suele ponerse en relación con la instrucción y con la enseñanza. Pueden encontrarse muchas definiciones donde la pedagogía o la ciencia pedagógica es entendida como constituida por los métodos y prácticas de enseñar en relación con una comprensión sistemática de los procesos de aprendizaje. El Oxford Dictionary of English, por ejemplo, confirma claramente que pedagogía significa el método y la práctica de la enseñanza. Pero pienso que es importante proponer otro modo de entender la pedagogía para poder activar otro modo de imaginar el oficio del maestro/profesor. Para eso voy a relacionar la noción de pedagogía con la figura del pedagogo griego. Una de las imágenes del pedagogo más antiguas que existen muestra claramente que no hay que identificar inmediatamente esa figura con la del maestro/profesor.

En la imagen se ve claramente que el pedagogo (representado típicamente, con su bastón) está detrás de uno de los alumnos. Eso ha sido señalado muchas veces, claro (Castle, 1961; Roberts y Steiner, 2010), pero también ha sido casi siempre ignorado. Quisiera hacer revivir esa distinción (aunque hay que tener en cuenta que las figuras del maestro y del pedagogo pueden estar reunidas en la misma persona) y subrayar dos puntos que tienen que ver con el carácter público de la escuela. Por decirlo de un modo simplificado, los maestros pueden existir sin lo público y sin la escuela, pero los pedagogos tienen una relación crucial con lo público y con la escuela. La palabra pedagogo viene de pais (niño) y ago (conducir, con-ducere) o poner en movimiento. El pedagogo acompaña al niño, lo conduce, lo pone en movimiento. Por eso el profesor de escuela da un curso y no sostiene un discurso. El dis de dis-curso es un privativo que señala la detención del movimiento, del curso, mientras que el curso señala la suspensión del discurso, es decir, la puesta en movimiento. Y eso debe entenderse primero como un desplazamiento, es decir, como un acompañar en un camino, en una vía, en la vía que va a la escuela. Tanto para el pedagogo como para el niño se trataba de dejar la casa (el oikos) para ir no al ágora (o al mercado) sino al lugar del ejercicio (al gimnasio que, según Michel Serres, era también el lugar de la profanación de los dioses) y del estudio, es decir, para ir a la escuela. El espacio-tiempo en el que se situaba el pedagogo era, primero, el que había entre la casa y la escuela y, después, como puede verse en la siguiente imagen, en los asientos al fondo de la clase (Harten 1999: 8-27).


Figura: School scene. 480 bce. Antikensammlung, Staatliche Museen, Berlin, Germany. Source: Art Resource.

Podríamos decir, a partir de esa imagen, que el pedagogo hace salir de casa, pero de una forma que suaviza la salida y la exposición (al mismo tiempo que él mismo, siendo esclavo y, por tanto, asociado a la casa, se expone también en público). El pedagogo sostiene al niño (que puede estar ansioso o ser demasiado curioso) para entrar en la escuela. Permanece también en la escuela para velar y mirar y, por lo tanto, para cuidar de que la escuela sea escuela, de que el amor del profesor por el niño permanezca como un amor justo, es decir, como un amor pedagógico –y no pederástico–), y de que el niño permanezca como un escolar o como un pupilo. La figura del pedagogo es una figura liminar (en el límite) que a la vez hace posible e imposible la autoridad democrática en tanto que es un siervo-conductor que ocupa el espacio pedagógico entre el mundo privado de la casa y el mundo público de la escuela. Protege también la escuela de la posibilidad de convertirse en una institución total, la protege para que permanezca siendo escuela (una forma pedagógica) y no se convierta en un dispositivo político del estado. Y protege al niño para que se convierta en escolar (y no sea ya hijo o hija de sus padres) y para que permanezca escolar (y no se convierta en un discípulo, en un adepto a una doctrina). El pedagogo, por tanto, cuida de la escuela y del escolar.

Podría decirse entonces que el pedagogo no sólo está atento al aprendizaje y al interés por aprender, sino que lo está al aprender en el medio escolar (al aprendizaje escolar) y ese cuidado implica siempre la salida de la casa y la relación con lo público. Por eso el pedagogo está ligado esencialmente a un viaje afuera, es la vía del profesor que comparte la vía del niño. Y este viaje, según Michel Serres, supone dejar el lugar del nacimiento (del latín nasci, que significa nacer y está relacionado con la noción de naturaleza): salir del vientre de la madre, pero también de la sombra de la casa y del paisaje de la infancia. “El viaje de los niños, ese es el sentido desnudo de la palabra griega ‘pedagogía’. Aprender impulsa la errancia” (Serres, 1991: 28). Ser conducido y seducido. “Seducir: conducir a otra parte. Bifurcar de la dirección natural… Bifurcar, necesariamente, quiere decir comprometerse en un camino de través que conduce a un lugar ignorado” (Idem: 28-29). Nacer por segunda vez.

Y Serres añade que son muchas las cosas que cambian en ese viaje. El esclavo se convierte de algún modo en maestro, la vía se convierte en escuela y la migración se convierte en educación. El esclavo sabe del exterior, de la exclusión (eso quiere decir migrar), es adulto y más fuerte, captura un poco al niño afortunado, y establece una cierta igualdad temporal (producida por la situación de estar expuestos juntos a una situación compartida) que hace posible la comunicación. El niño rico habla desde arriba al esclavo adulto y pobre, pero éste responde también desde arriba, desde su estatura más alta. Quizá, dice Serres, de repente van a darse la mano, en el viento y bajo la lluvia, forzados a encontrar refugio bajo la copa de un árbol donde la tercera persona truena: “truena”, “hace frío”8. En tanto que ha hecho más dolorosamente la experiencia de la alteridad, el esclavo está familiarizado con el exterior, ha vivido afuera. Y es con él que el mundo entra en el cuerpo y en el alma del nuevo, del novicio: con el tiempo impersonal y la extranjeridad del excluido, del esclavo despreciado, y con la extrañeza del maestro, todavía lejos, al final del viaje: “Antes de llegar ya no es el mismo, ha renacido. La primera persona se ha convertido en la tercera persona antes de franquear la puerta de la escuela (Idem: 86-87).

Toda pedagogía se juega en el re-engendramiento o en el segundo nacimiento del niño. Por eso el viaje hacia un lugar en cuyo umbral uno se convierte en una tercera persona, esa que está ligada a una preposición personal indeterminada: uno9. Si seguimos las indicaciones de Serres podríamos decir que cuando la escuela opera como escuela se convierte en la materialización de un lugar indeterminado y de indeterminación, el lugar al que entra una persona no determinada, sin determinación natural, donde uno se convierte en pupilo, una palabra que viene del latín pupillus y cuyo primer significado es: huérfano. Lo que indica que en la escuela no sólo se está sin determinación (sin destino natural, ha habido una bifurcación) sino también sin familia natural (tanto si se trata de la familia ordinaria como de la familia “nacional”).

De ahí que la comunidad escolar sea una comunidad por-venir, una comunidad que no está constituida por una identidad o por un pasado compartido. En ese sentido, la escuela constituye una comunidad radicalmente contemporánea (lo único que hay es una lengua común y una historia común por-venir): los ojos y las manos de los escolares se encuentran demasiado ocupados con lo que hay en la mesa o en la pizarra como para que puedan tener una conciencia clara de la identidad que los constituiría.

La vía hacia la escuela y la vía de la escuela tienen que ver con una fuerza que nos aleja, que nos hace desviarnos de nuestra dirección natural (por ejemplo, en el caso personal de Michel Serres, un zurdo que se convierte en diestro: un cambio que agradece a su maestro de escuela al comienzo de su libro). En la vía del pedagogo no se trata de ir de la ignorancia al saber. La figura del pedagogo no reposa sobre la diferencia entre el ignorante y el sabio, sino que es el que arranca al niño fuera de la familia y de la sociedad (de sus desigualdades, de sus lógicas identitarias, de sus inscripciones y compromisos presuntamente naturales, de sus proyectos) para conducirlo a la escuela. Y la escuela es el lugar de la igualdad por excelencia, en tanto que ofrece a todo el mundo la posibilidad de bifurcar, de encontrar su propio destino (de no estar encerrado en un destino, una naturaleza o una identidad natural o predefinida, de no ser el proyecto de una familia), de determinarse a sí mismo (lo que no quiere decir ser todopoderoso, sino, justamente, un ser que puede ser educado) y, por tanto, de renovar (y de cuestionar) el mundo. La escuela ofrece esa posibilidad porque es el lugar en el que el mundo es abierto y ofrecido de un modo particular: poniéndolo sobre la mesa, es decir, entre las manos o al alcance de las manos.

La escuela como forma pedagógica

Voy a retomar aquí el ejemplo de los pájaros de nuestra Defensa de la escuela:

Ella ha visto estos animales muchas veces. A algunos los conoce por su nombre. El gato y el perro, claro: pululan por la casa. También conoce a los pájaros. Podría distinguir a un gorrión de un herrerillo y a un mirlo de un cuervo. Y, por supuesto, los animales de granja. Nunca pensó mucho en ello. Era simplemente así. Todos los de su edad sabían estas cosas. Era de sentido común. Hasta ese momento. Una lección sólo con grabados. Ni fotografías, ni películas. Hermosos grabados que convertían la clase en un zoo, salvo que no había jaulas ni barrotes. Y la voz de la profesora que pedía nuestra atención porque dejaba hablar a los grabados. Los pájaros tienen pico y el pico una forma, y la forma revelaba el tipo de alimentación: comedores de insectos, de semillas, de pescado... Se sumergió en el mundo animal, que se tornó real. Lo que una vez le pareció obvio se le hizo extraño y seductor. Los pájaros hablaron de nuevo, y de pronto ella pudo hablar de ellos de otra forma. Que algunos pájaros emigran y otros se quedan. Que el kiwi es un pájaro, un pájaro sin alas de Nueva Zelanda. Que los pájaros pueden extinguirse. Le presentaron al dodo. Y todo esto en una clase, con la puerta cerrada, sentada en su pupitre. Un mundo que no conocía. Un mundo al que nunca había prestado mucha atención. Un mundo que surgía como de la nada, invocado por los mágicos grabados y por una voz hechizante. No sabía qué la sorprendía más: este nuevo mundo que le había sido revelado o el creciente interés que descubría en sí misma. No importaba. Caminando a casa aquel día, algo había cambiado. Ella había cambiado.

A partir de este ejemplo puede verse que la escuela como forma pedagógica (no como institución, puesto que se puede encontrar la escuela fuera de la institución) es una composición artificial de personas, tiempos, espacios y materialidades que constituye un medio en el que las personas son puestas en compañía las unas de las otras y en relación con el mundo de un modo particular. 1) Un mundo se abre y 2) ellas comienzan a pertenecer10 a un mundo (y no a una comunidad o una identidad). La escuela podría describirse como la materialización de la skholé, del tiempo libre, del tiempo de espera, del tiempo no económico, del tiempo en el que, en palabras de Hannah Arendt, “estamos libres para el mundo” (Arendt, 1960/2006: 202). Las operaciones que hace la escuela como forma pedagógica podrían resumirse así: 1) la operación de considerar a cada uno como escolar y no como hijo; 2) la operación de suspender (es decir, de poner temporalmente fuera de funcionamiento) el uso habitual de las cosas; 3) la operación de hacer tiempo libre, es decir, de materializar el tiempo para el estudio y el ejercicio; 4) la operación de hacer pública alguna cosa (el saber y el saber-hacer) poniéndola sobre la mesa, al alcance de la mano, en una forma gramatizada o, dicho de otro modo, la operación de convertir cualquier cosa en materia de estudio, en materia escolar, en materia pública; 5) la operación central de formar la atención (esa que reposa sobre un doble amor, el amor al mundo y el amor a la nueva generación) a través de las prácticas disciplinadas que la hacen posible.

Esa importancia de la atención puede ser formulada también así: la escuela no sólo hace conocer las cosas, sino que expone a los estudiantes a las cosas y, dándoles autoridad y presencia, hace que esas cosas se conviertan en nuestra compañía, en el sentido fuerte de la palabra. En la escuela los estudiantes son expuestos al mundo o, más precisamente, en la escuela alguien se convierte en estudiante precisamente en relación a esa apertura (a ese des-cubrimiento) del mundo. Podemos pensar en el mundo de los números, en el de la naturaleza, en el de las letras… Pero en la escuela no se trata solo de transmitir saberes acerca de esos mundos sino de ofrecer a la nueva generación la posibilidad, en primer lugar, de ponerse en relación (y, por tanto, a distancia) con esos mundos y, en segundo lugar, de vincularse con ellos, de sentirse concernido o implicado con ellos. Se podría decir así: en la escuela los mundos (convertidos en materias de estudio) empiezan a hablar, a decirnos alguna cosa, a inscribirse en nosotros y, por tanto, a formarnos.

El arte de hacer escuela (ese arte que supone procedimientos, artefactos, tecnologías y un cierto ethos) podría concebirse como un arte de magia en el sentido de que trae un mundo a la presencia, un mundo que cambia nuestra relación con las cosas, que hace que nos vinculemos con ellas, que comencemos a pertenecer a ese mundo y a sentirnos obligados hacia ese mundo. Esa presencia no nos dice lo que debemos hacer, pero se convierte en la causa (la cosa) que nos pide encontrar la medida justa, el modo justo de hacerle frente o de actuar con ella, es decir de vivir-con (por eso se trata siempre de una cuestión de vivir-juntos).

Por eso no es el estudiante el que se encuentra en el centro y se pregunta qué puede hacer (qué es lo que esa cosa le aporta o puede aportarle) sino que es justamente al revés. Las obligaciones derivan de los vínculos, y los vínculos son los que constituyen las causas (las cosas) a sentir y a pensar. La causa (la cosa) obliga, aunque el cómo obliga no está definido sino que es, precisamente, lo que hay que buscar o probar (o ejercitar). Eso es lo que quiere decir que “alguna cosa del mundo” tiene autoridad. Quiere decir que la dirección cambia: no es el estudiante y sus necesidades o sus proyectos los que son el punto de partida sino que el punto de partida está, por ejemplo, en la lengua o en la matemática… que se ofrecen en la medida en que obligan. La escuela es el nombre de un espacio-tiempo, de un medio11, que no es productivo, pero que da al mundo (a alguna cosa del mundo) el poder de hablarnos (y por tanto de hacernos pensar), el poder de volvernos atentos y de obligarnos.

Y creo que es el hablar del profesor, lo que podríamos llamar el habla pedagógica, la voz pedagógica, la que juega un papel fundamental en esta operación de dar a las cosas el poder de hablarnos, de decirnos alguna cosa, de tal modo que nos sintamos concernidos y obligados, de abrirnos el mundo y de hacer que podamos pertenecer a él.

La voz del profesor

En un breve texto sobre la relación entre filosofía y política, Hannah Arendt habla de la relación con la ciudad y hace una observación sobre los modos de hablar de Platón y de Sócrates:

Cuando el filósofo sometía su verdad a la ciudad, esa se convertía inmediatamente en una opinión entre otras. Perdía su cualidad distintiva, puesto que no hay una característica visible que marque la distinción entre verdad y opinión. Es como si la verdad eterna se convirtiera en temporal al introducirse entre los hombres (en plural), y así la simple discusión con otros a propósito de esa verdad desafiase ya la existencia de ese dominio separado de la verdad en el que los amantes del saber actúan (Arendt, 1990: 432).

Cuando algo se discute entre los hombres (en plural) la relatividad entra en escena. Según Arendt, es por eso que Platón desarrolló una forma particular de hablar, la de la filosofía, la llamada dialegesthai, el diálogo dialéctico, como lo opuesto a la persuasión y a la retórica (que es la forma política de hablar, de ese hablar que lo que quiere, en primer lugar, es convencer). Arendt escribe que, de cierto modo, la forma filosófica puede ser performada sin contraparte real, pero con una contraparte imaginada o proyectada, puesto que la dialéctica es el curso de los argumentos en sí mismos (en cierto sentido, el quién y el qué como seres reales no tienen la menor importancia). Y continúa diciendo que la diferencia más importante entre la persuasión y la dialéctica es que la primera se dirige a una multitud, peitheintapléthé, mientras que la dialéctica sólo es posible entre dos personas. A partir de esta observación de Arendt, me gustaría proponer una diferencia, no sólo entre la forma retórica (política) y la forma filosófica (dialéctica) de hablar, sino entre ambas y la forma escolar o pedagógica12.

El arte pedagógico de hablar no quiere ni convencer ni desarrollar un argumento (encerrar en una cadena de razones) ni instruir (dar instrucciones), ni dirigir el cuidado de sí (el decir-la-verdad en el sentido analizado por Foucault13), aunque tiene relación con una cierta verdad y con una cierta relatividad (puesto que quiere ofrecer el mundo existente de una forma en que la nueva generación pueda cuestionarlo, pueda encontrar su propio destino y pueda relativizarlo). El hablar pedagógico expone alguna cosa, la deja aparecer, deja entender un mundo, pero manteniéndolo al mismo tiempo como enigma, como algo que intriga y que puede fascinar. Podría decirse quizás que no ofrece argumentos sino retablos14 y que es quizás la fábula (la historia que es siempre la combinación paradójica de un relato y de una imagen, la que es siempre ambigua, que no contiene ninguna moral –eso que se añade a la historia justamente para resolver su ambigüedad–, que a la vez solicita y confirma la capacidad del lector o del oyente de leer, de entender, de ver y de pensar por sí mismo) la que puede considerarse como el paradigma del hablar pedagógico (una fábula que no es medio o instrumento, como en el las formas de hablar filosóficas y políticas).

El hablar pedagógico des-cubre el mundo, hace que empiece a hablar, le da el poder de decirnos alguna cosa (los animales, las plantas, los árboles, las nubes, los números), ofrece relatos e imágenes sin nunca resolver completamente la ambigüedad. El hablar pedagógico busca hacer algo (como lo hace el hablar filosófico o el hablar político) pero de un modo diferente. Busca traer algo a la presencia y, al mismo tiempo, confirmar o presuponer que las personas a las que se dirige tienen la capacidad de mirar, de escuchar y de pensar por sí mismas, que son capaces de… comenzar, de comenzar un idilio y un quehacer15 con eso que se presenta.

En relación con el hablar pedagógico es también importante señalar que tiene que ver con una pluralidad que no es la de la política. En la escuela se habla ante una multiplicidad de estudiantes, ante una reunión encarnada, y el habla pedagógica no es el hablar cara a cara de una persona a otra persona, no es una relación individual o personal. La clase puede ser descrita como una performatividad plural y encarnada. Y como recuerdan Butler (2015) y Espósito (2015), una reunión de personas encarnada16 significa también de un modo no discursivo o pre-discursivo, dice algo aunque ese “algo” no sea expresado. La clase opera entonces también como una asociación (una composición o una reunión) de cuerpos que dicen: no somos una familia ni nos convertimos en una familia, somos singulares (en plural). Sin decir una palabra, esos cuerpos dicen, como una acción encarnada: no estamos disponibles, pero pedimos atención y mirada. Lo que quiere decir que la iniciación y la socialización, que son las formas de aprendizaje fundamentales en las formas familiares, son interrumpidas y complicadas (y en absoluto facilitadas) por la educación, es decir, por el hecho de llevar a los niños a la escuela.

Y habrá que añadir que la pluralidad en la escuela no es un estado natural, sino que aparece dirigiéndose a cada uno como cada uno y no como “representante” o “descendiente”. No concierne entonces al reconocimiento de cada persona por sus propias propiedades, sus propios talentos o capacidades, sus propias necesidades, su propia identidad o su propia naturaleza. Se trata justamente de rechazar toda conexión predefinida entre los cuerpos y las propiedades que se les atribuye. La pragmática de la escuela es exactamente esa: ofrecer la experiencia de ser “sin destino” y al mismo tiempo la de “ser capaz” de encontrar el propio destino. En la escuela somos Julia, Maximiliano, Inés, Jorge, Clara, Marta. Se nos llama por nuestros nombres propios y no por nuestros nombres de familia, lo que indica un movimiento no genealógico. Desde el lado del profesor, convertirse en maestro de escuela significa que hay que dirigirse a una asociación de pupilos, a una pluralidad de singularidades, lo que le obliga a hablar públicamente (y no personalmente). El profesor habla a todos en general y a nadie en particular.

Voces escolares

La voz del profesor merece nuestra atención también en el contexto de la revolución digital que afecta a la escuela y a sus habitantes. El desarrollo creciente de los entornos digitales de aprendizaje y, más particularmente, los “problemas” de falta de motivación y de interés que parecen acompañar su despliegue (y a los que se intenta responder con diferentes estrategias de estímulo o de ludificación) nos recuerdan la importancia de la voz del profesor para hacer escuela. Para clarificar eso voy a partir, como un ejemplo, del modo como la voz está presente en los documentales de Werner Herzog y, más precisamente, de la presencia de su propia voz en muchas de sus películas.

Herzog es un cineasta alemán que ha rodado muchos documentales, un género que supuestamente nos habla de un mundo, nos hace descubrir un mundo, el mundo, nuestro mundo, al que podríamos llamar, de cierto modo, escolar. Los documentales de Herzog, como muchos otros, tienen una voz en off, es decir, una voz que comenta y acompaña las imágenes articulando historias y saberes. Lo que es especial es que la que se escucha es la voz del propio Herzog, pero no sólo en la versión alemana (donde podría hablar su propia lengua materna) sino también en la inglesa, en la que habla un inglés de un modo (por la entonación y el acento) que está muy claro que no es su lengua materna, que no es un hablante nativo, que esa voz no es natural (y lo mismo vale para la versión francesa). Si escuchamos la voz de Herzog que acompaña sus documentales (especialmente La cueva de los sueños olvidados, sobre el descubrimiento de las pinturas en la gruta de Chauvet, en Francia) veremos que su singularidad es mucho más “pronunciada” (otra bella palabra en español y en francés) en inglés que en alemán.

Quizá su voz podría describirse como una voz escolar, como la voz de un maestro de escuela. Pero lo que aquí estoy entendiendo como una característica positiva de su voz en tanto que escolar no es que sea una voz servil, dócil, pretenciosa, docta, aburrida o de viejo, sino que tiene que ver con lo que la escuela hace cuando opera como escuela, es decir, como lugar del tiempo libre, del tiempo para el estudio y el ejercicio: abre, des-cubre, ex-pone un mundo, comunica un mundo despertando la atención y el interés hacia algo, desligándolo o liberándolo de su utilidad inmediata. Por eso la escuela nos lleva fuera de nosotros mismos, nos ex-pone, nos entraña en el mundo, más cerca y más próximos del mundo (lo que hemos dicho antes a propósito de la vía). Nos aproxima, nos coloca en la proximidad, hace que las cosas comiencen a hablar (que los animales hablen, como se dice), a decirnos alguna cosa, al mismo tiempo que esa cosa comienza a tocarnos, a inscribirse en nosotros y a formarnos, de modo que hacemos la experiencia de olvidar de algún modo el tiempo y podemos hacer la experiencia de poder comenzar, de comenzar “de nuevo” con alguna cosa.

La escuela se hace por composiciones y agenciamientos temporales y espaciales, por tecnologías que ayudan a producir atención y presencia, que incitan a estudiar y a ejercitarse, a disciplinarse. El maestro de escuela es entonces un “maestro”, alguien que encarna cierta maestría, cierto saber y cierto saber-hacer, pero es también alguien que “hace escuela”. Como he señalado antes, es quizá en el tiempo de la pantalla y de la comunicación a distancia que nos hacemos más conscientes de la importancia de la voz del profesor para hacer escuela, para hacer hablar al mundo en un sentido fuerte. Lo que la voz de Herzog parece hacer (como otras voces en otros documentales, al menos cuando esas voces no celebran a los que hablan en ellas y a lo que saben, sino que celebran eso de lo que hablan, eso que nos presentan, y Herzog a veces se celebra a sí mismo y entonces el mundo se queda mudo) es aumentar o reforzar la realidad de lo que se presenta en la pantalla.

Podía decirse que contribuye a hacer una realidad aumentada, no en el sentido en el que esa expresión se utiliza hoy día para indicar el efecto de un cierto procedimiento virtual, sino en el sentido subrayado por Hannah Arendt cuando dice que la noción de autoridad (del latín auctoritas) viene de la palabra augere que significa aumentar (Arendt, 1960/2006: 121). En ese sentido, una realidad aumentada es una realidad que ha recibido cierta fuerza, a la que la voz le ha dado cierta autoridad para que comience a decirnos alguna cosa de manera que nosotros –o algunos de nosotros– quedemos fascinados por esa realidad (por esa res, esa causa o esa cosa) y sintamos el deseo de saber más, de conocerla mejor, de ocuparnos mejor de ella y con ella. En neerlandés la palabra para autoridad es gezag, una palabra que viene del verbo zeggen cuya traducción es decir. Lo que tiene autoridad es, literalmente, lo que tiene algo que decirnos.

Entonces, la voz del maestro no es simplemente el instrumento para enviar un mensaje (una significación codificada) que será captado por el oído del escolar y después descodificado, descifrado o comprendido por su mente (es decir, un mensaje que también podría ser dado de otro modo). La voz no es simplemente portadora de significado (como podría serlo el texto) sino que constituye una fuerza en sí misma. Por eso la voz no es sólo interpretada, sino que está, por decirlo así, ahí, inmediatamente clara y límpida (Nancy, 1982). No es visual ni es primeramente leída (o interpretada), sino oída, escuchada, y recibida como fuerza.

La fuerza de la voz del maestro de escuela está en que hace alguna cosa presente en el sentido fuerte, en que la constituye (y la convoca) como una realidad compartida, en que engendra la presencia de las cosas y la atención a las cosas. Escuchando esa voz, lo que hacen los escolares no es sólo entender algo (en el sentido de aprender un significado) sino también escuchar en el sentido de recibir, de prestar atención, de tomar en consideración y, entonces, también es una cuestión de compartir, de formar parte de una comunidad que viene a anunciarse alrededor de algo que nos habla.

Un hablar escolar que fracasa es un hablar en el que nada pasa, en el que ninguna realidad compartida se anuncia, donde la voz no marcha, no abre vía, no tiene fuerza, no tiene nada que decir porque, por ejemplo, el profesor habla solamente de algo o a propósito de algo y, por tanto, ese “algo” no habla por sí mismo, no se deja escuchar a través de la voz de un profesor que, por eso mismo, no es capaz de hacer escuela.

Pienso que todos reconocemos una voz escolar en el sentido que le he dado aquí, como una voz que es de escuela y que hace escuela. Una voz que opera escolarmente es una voz que da testimonio ella misma de atención y de curiosidad (una palabra que viene del latín cura que quiere decir cuidar), que da testimonio de un fuera de sí; una voz a través de la que el mundo habla y que sabe incluso que algo de lo universal es tocado y por tanto comunicado (por eso está quizá muy próxima de la Musa y de ese entusiasmo que comparte y anuncia alguna cosa), que deja aparecer un mundo. Me parece que es eso lo que experimentamos en los documentales “escolares” de Herzog, que es eso a lo que su voz contribuye (aunque no sólo su voz, claro). Y me parece también que esa fuerza de la voz es aún más pronunciada cuando Herzog habla en inglés, en una lengua que le es extranjera y de la que está, de alguna manera, ausente, una extrañeza que se percibe y que contribuye, creo, a despertar el sentido de un mundo del que no nos apropiamos, pero cuyo carácter compartido se nos anuncia por la fuerza de la voz que nos llega. En ese sentido, el profesor (en su hablar pedagógico) es una flecha hacia más allá. Hace ver y oír alguna cosa, la hace existir, hace que un mundo ausente se haga presente (esa es la magia) porque él mismo debe permanecer ausente. El cuerpo enseñante evoca e invoca siempre otro centro que él mismo, no lleva hacia sí mismo el pensamiento de los que escuchan (aunque a veces Herzog está presente, demasiado presente, en sus documentales).

No creo que el hablar escolar o pedagógico se pueda aprender de la manera como se adquiere una capacidad o una competencia. Desde luego, puede y debe ejercitarse e, incluso, se puede cambiar el uso de la voz. Pero su fuerza de aumentar la realidad, su autoridad escolar, no puede ser aprendida metódicamente y de una vez por todas. Su operación depende del grado de autoridad y de presencia de las cosas de las que da testimonio. Un testimonio que se manifiesta no en lo que se dice, sino en el tono de la voz, eso que está en relación con la vibración y con el temblor que nos comunica por el hecho de que nos hace co-vibrar y co-temblar con ella, o no. Es una cuestión de ejercicio, sí, pero también de experiencia, es decir, de los trazos que el mundo ha inscrito en el cuerpo y en el alma del maestro de escuela.

Me referiré una vez más a Michel Serres que nos invita a recordar que, si se quiere llegar a ser profesor, es decir, a ejercer un oficio de la voz, a proyectar la voz más allá de su cuerpo para llenar el espacio, a hacer oír y escuchar (y no solamente ver) el mundo, hay que ser consciente de que la voz sale del cuerpo, viene de su fundamento, de su conexión con la tierra, y que sólo dirá alguna cosa si se man-tiene y se sos-tiene ob-teniendo su inspiración de ese fundamento, es decir, de la co-vibración y el co-temblor con el ruido y la música de la tierra. Y que hay que ser consciente de que, de cierto modo, para poder significar, para hacer que el mundo resuene en lo que se dice, hay que vaciar paradójicamente la lengua de su significación en el sentido de definición o de delimitación. Las palabras, por el contrario, deben in-definir y tejer, deben dejar oír que la lengua misma tiene oído (Serres, 2012: 12-13), deben hacer de eco del mundo. La vía que lleva a la escuela donde el mundo se hace presente está entonces, ella misma, relacionada con un hablar y con una voz que dan curso, y así exponen el mundo y lo ofrecen para que sea compartido como un idilio y un quehacer17, como ob-ligación.

Referencias bibliográficas

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Elogio del profesor

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