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Capítulo 2 Noticias del interior de un aula.
Desde un cierto amor
por el estudio

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Fernando Bárcena

Usted es el profesor Kien, pero sin colegio.

Mamá dice que usted no es profesor.

Pero yo creo que sí, porque tiene una biblioteca.

Elias Canetti.

Escribir después de haber hablado:

el tono, el amor y la melancolía

Escribo o, mejor dicho, reescribo este texto después de haberlo “hablado”, después de haber contado lo que se me había encargado que hiciese. Asunto curioso ese gesto de escribir después de haber hablado, después de haber contado. Muchas cosas regresan a mi memoria tan pronto me pongo a recordar lo que nos pasó en ese encuentro, amistoso y cortés, que nos reunió, primero en Juiz de Fora, y luego en Florianópolis, para hacer un elogio de la escuela a través del estudio en el oficio de profesor.

No puedo, ahora, empezar de forma inmediata, volviendo a enviar (la misma idea del envío es fascinante, como sabemos) lo que hace ya muchos meses escribí. Déjame pues (lector, lectora) que me demore un instante. Te ruego cierta paciencia.

Jan Masschelein, en su conferencia de Florianópolis (“Hacer escuela. La voz y la vía del profesor”, en este mismo libro), nos habló de la voz del profesor, y yo me conmoví serenamente. La voz, como voz de profesor, nadie nos la enseña. Se aprende, o quizá nos la encontramos por el camino y en el transcurrir del tiempo. En estos términos me llegó a mí lo que Jan nos dijo. Y yo traduje: es un asunto de carácter. Quiero decir: es una forma de vida, el resultado de una elección en cierto modo existencial. Ser profesor o profesora es una elección de la existencia.

Entonces pensé en varias cosas, mientras escuchaba a Jan. Lo primero fue que, tal vez, quien dispone de carácter no necesita un método. Eso se lo leí a Albert Camus en La chute: “Cuando no se tiene carácter hay que seguir un método” (2008: 701). Y no necesita un método porque ya está en el camino, aunque a menudo se pierda en él o pierda el rumbo. Nos encontramos con nuestra propia voz, con nuestro propio tono. Para mí se trata de una cierta tonalidad musical. Cuando canto algunas de mis composiciones, mi voz tiende a colocarse en modo sostenido. Me gusta, por ejemplo, el do sostenido menor. Muchas de mis canciones rondan ese acorde. Sostenido y menor. Es como si la melancolía de ese acorde, la mía propia, necesitase sostenerse ahí para mantener su propio carácter y naturaleza, su ser, su modo de expresarse. Quiere resistir en ella. Se eleva mi voz en ese sostenido, y busca su propio timbre ahí.

Luego consideré otra palabra. La palabra amor. Esa palabra aparece en la versión inicial de mi conferencia. Tengo en mente dos clases de amores. Un amor por las prácticas del estudio, por los ejercicios que sostienen el estudio como actividad: leer, escribir, tomar notas en cuadernos, no muy grandes y sin anillas. Un amor por sus rituales, tal vez un poco obsesivos y maniáticos. Y, después, un amor del profesor por lo que hace y por los jóvenes con quienes hace lo que hace. Dos amores, pues.

Alguien dijo que en el libro de Proust En busca del tiempo perdido casi la única cuestión importante en él es saber si para el narrador (Marcel, que es un aprendiz del y en el tiempo) el amor permite escribir o impide la escritura. Podemos parafrasear esta afirmación en forma de pregunta: ¿el amor en el profesor permite la transmisión o la entorpece? Me estoy refiriendo a su amor por los nuevos, por los recién llegados; a su amor por lo que hace; al amor por lo que permite hacer lo que hace: su leer, su escribir, su tomar notas, su pararse a pensar y a meditar, sus rituales cada vez que prepara amorosamente los cursos y las sesiones. Su amor al aula.

Entregado en su estudio (Studiolo) al estudio (Studium), el profesor, cuando tiene que entrar en el aula para impartir su clase, interrumpe su estudio. Dar clase es una interrupción y una especie de molestia. El amor por el estudio olvida, pero a la vez permite, el amor por el aula y por sus estudiantes. Amores rivales y en liza, sin embargo. El amor al estudio sostiene, y se sostiene, por ese otro amor. El profesor no es monógamo. Tiene dos amantes, y si estudia, es fácilmente corruptible: pues su amor por el estudio rivaliza y vuelve celoso su amor por el aula. Extraño ser ese profesor que estudia llevando consigo sus lecturas, sus cuadernos de notas y su amor por los que empiezan y se inician en el mundo. Amor al estudio, entendido como una forma de vida y como una forma que la vida toma, y amor al oficio de ser un profesor, de tratar de serlo y no saber cómo, pues no hay método, pero sí camino y un carácter. Un camino que impone una marcha, una regla, determinadas consignas, algunos ejercicios, determinadas maneras de hacer y ser.

Por último, me vino a la mente una tercera palabra: melancolía. El estudio, al mismo tiempo que la cura, propicia la melancolía. El melancólico meditabundo frecuentemente tiene ideas negras, oscuras, apartadas del mundo, del todo inútiles, poco productivas, y sobre todo quejosas. La “bilis negra” (eso es lo que significa melancolía, melascholós) está caracterizada por la heterogeneidad, la pesadumbre y la sequedad, imita la tierra, se incrementa en otoño y predomina en la edad madura de la vida. La melancolía fue consideraba como un sentimiento sagrado, obra de los dioses e impronta de la sabiduría y la genialidad.

Esta conexión entre el estudio y la melancolía se encuentra fuertemente establecida en la obra del clérigo y erudito inglés (él mismo un melancólico estudioso y lector) Robert Burton (1577-1640), que publica su Anatomía de la melancolía en 1621. Burton, que se sabe melancólico, también quiere exiliarse: “Si tuviera que ser un prisionero, si pudiera realizar mi anhelo, desearía no tener otra prisión que esta biblioteca y estar encadenado a tantos buenos autores y maestros ya muertos” (Burton, 2015 II, IV, I: 271). Más adelante de esta cita, aconseja esto otro: “A cualquiera que se sienta invadido por la soledad, o arrastrado por una agradable melancolía y por vanas fantasías (…) no puedo prescribirle mejor remedio que el estudio, que se organice él mismo para aprender un arte o una ciencia” (Idem, I: 273).

El melancólico puede parecer, al mismo tiempo, por su modo de comportarse, un genio, un loco, o un estúpido incluso. La pregunta principal, aquí, me decía a mí mismo, es si es el estudio lo que provoca la melancolía o a la inversa. Recordé, entonces, a una mujer: Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, amiga de Gustave Flaubert, que al parecer debió quejarse a su amigo del estado del mundo. Ha debido compartir su ánimo quejoso con su amigo Flaubert. Y en una carta del 18 de mayo de 1857, éste le dice: “Se rebela usted contra las injusticias del mundo, contra su bajeza, su tiranía y contra toda la infamia y fetidez de la existencia. ¿Las conoce bien? ¿Lo ha estudiado todo? ¿Es usted Dios?” (Flaubert, 2009: 106). Flaubert le prescribe, entonces, su propia receta, haciéndole notar que, como ella quizá carece del hábito del “amor a la contemplación”, tal vez sea conveniente ponerse a estudiar:

«Tómese la vida, las pasiones y a usted misma como un motivo para el ejercicio intelectual», le dice. Si queremos vivir, «hay que renunciar a tener una idea tan clara de todo. La humanidad es así, no se trata de cambiarla, sino de conocerla. No piense tanto en usted. Abandone la esperanza de una solución (…) En el ardor del estudio hay alegrías a la medida de las almas nobles. A través del pensamiento, únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja todos sus sufrimientos, todos sus sueños, y sentirá cómo se ensanchan, al mismo tiempo, el corazón y la inteligencia (…) Haga grandes lecturas. Adopte un plan de estudios que sea riguroso y sostenido (…) Impóngase un trabajo regular y fatigoso. Lea a los grandes maestros y trate de captar su conducta, de acercarse a su alma. De ese estudio saldrá deslumbrada y alegre». (Flaubert, 2009: 106-107)

Flaubert le propone a su amiga un régimen de estudio. Le dice que se atreva a la contemplación, al pensamiento, a la vida intelectual. Le dice que es mejor conocer el mundo que pretender cambiarlo. Le está diciendo que estudie; y le observa que ese estudio es un cierto ejercicio intelectual, un ejercicio “espiritual”, un poco como los griegos entendieron que era la actividad del filósofo enamorado de la sabiduría: en suma, una forma de vida.

A la tribu de los melancólicos –la melancolía es una pena que no tiene nombre, decía Joseph Joubert (2009: 304)18 pertenecen, según Lepenies, aquellos pensadores (eruditos, estudiosos o intelectuales) que hacen de su desdicha el fundamento de su existencia: “Está crónicamente insatisfecho; sufre por el estado del mundo. La queja es su oficio (…) Sólo puede reflexionar y no actuar” (Lepenies, 2007: 28). El melancólico se halla un poco al margen de las leyes habituales de la vida (Földényi, 1986: 20). Como le pasa a quien estudia. Su cuerpo no es solo el cuerpo biológico, sino un cuerpo extendido: en él lleva los libros leídos, anotados, engullidos: su biblioteca. Un ser de lo más extraño. Su reino no es de este mundo.

De un tiempo que es libre

Cuando recibí la invitación para participar en este seminario sobre el oficio de profesor se me abrieron varios frentes. Me solicitaron presentar un texto sobre la vida estudiosa, pero en un sentido muy particular, pues debía llevarlo, en la medida de lo posible, hacia el lado del profesor que lleva un régimen de vida estudioso y que traslada a la enseñanza lo ganado en el estudio, a la relación con sus estudiantes, no tanto, quizá, para que aprendan (asunto que puede o no ocurrir) como para que ellos mismos, a su vez, estudien.

Como mis clases en la Universidad no comenzaban hasta el mes de febrero de 2019, disponía de bastante tiempo “libre” –Dulcius ocio studiorum– para ponerme a considerar mi asunto. Pasé meses amaneciendo muy temprano, un poco exiliado en mi cuarto de estudio, en una especie de régimen de vida monacal, leyendo, tomando notas, reflexionando y escribiendo múltiples borradores. Acumulé mucho material, escribí muchas páginas, rellené algunos cuadernos, que funcionaron como “diarios de una vida estudiosa” y luego, lo más difícil, tuve que reestructurarlo todo y decidir qué versión final leería en ese encuentro. La verdad es que no estaba muy seguro de lo que iba a contar allí, por dos razones.

La primera tiene que ver con la larga tradición en la que se inscribe una vida estudiosa, la Vie du lettré, de la que habla en un ensayo del mismo título William Marx, profesor de literatura comparada de la Universidad de Nanterre. Este libro, que es la dedicatoria que un discípulo le hace a su maestro (Roland Barthes) describe la vida de esos seres extraños que “n’appartient pas à l’ordre des choses” (Marx, 2009: 11), que leen libros y los coleccionan, que los editan, comentan, anotan, los transmiten y los enseñan a las nuevas generaciones, los cuales, a su vez, producirán otros textos y tal vez nuevos libros. Aunque no en todos los casos, esos seres estudiosos parecen disponer de un tiempo suficientemente libre como para poderlo dedicar a los trabajos del espíritu. La segunda razón se encuentra en el hecho de que, al tratar este asunto, uno corre el riesgo de hablar un poco “en general”19 y terminar perdiéndose en las múltiples ramificaciones que se abren por el camino. En realidad, esto último forma parte de un componente central de la vida estudiosa, un rasgo que se encuentra también en esa otra forma de vida que es la filosófica; porque es verdad que el tiempo de los filósofos no es siervo de una temporalidad cronometrada, sino que, inexcusablemente, consiste en una modalidad de tiempo libre: no es neg-otium, sino otium.

Me puse a considerar, entonces, la diferencia entre tiempo libre y tiempo esclavo, y me fui directo al diálogo de Platón Teeteto, que versa sobre la naturaleza del saber. En un momento determinado, cuando la conversación parece haberse desviado de su rumbo inicial, Sócrates advierte a su interlocutor, Teododo, que es mejor no seguir esa vía que se les ha abierto pues los llevaría muy lejos. Entonces, Teodoro, alarmado, pregunta: “¿Es que acaso no tenemos tiempo libre, Sócrates?”. Esta pregunta obliga al maestro a referirse al tiempo esclavo de los que rondan por tribunales y lugares semejantes, “que parecen haber sido educados como criados, si los comparas con hombres libres, educados en la filosofía y en esta clase de preocupaciones” (172d). Esta clase de hombres disfrutan del tiempo libre, y sus discursos los componen en paz y en un tiempo definido por el ocio: no les preocupa nada la extensión de sus razonamientos, sino solamente alcanzar la verdad. Los otros, en cambio, son esclavos de un tiempo medido: no pueden hablar de lo que desean porque están bajo presión. Deben alcanzar determinados resultados, y por eso a menudo se buscan sus atajos, “se vuelen violentos y sagaces, y saben cómo adular a su señor con palabras y seducirlo con obras. Pero, a cambio, hacen mezquinas sus almas y pierden toda rectitud. La esclavitud que han sufrido desde jóvenes les ha arrebatado la grandeza del alma, así como la honestidad y la libertad” (173a). Esos jóvenes, dice Sócrates, “llegan a la madurez sin nada sano en el pensamiento” (173b). Podríamos decir entonces que bajo la modalidad de un tiempo esclavo y medido el individuo carece de carácter (pues no ha tenido tiempo suficiente para formarlo debidamente, incluso puede tenerlo corrompido), y por eso necesita que le señalen un método de antemano; en el tiempo de los hombres libres, en cambio, sencillamente no se necesita que prescriban de antemano método alguno, por la simple razón de que ahí siempre, y sin saber cómo, ya se está en camino, aunque uno se pierda con frecuencia en su recorrido.

Por tanto, el tiempo del filósofo, que es el que lleva una forma de vida orientada por cierta clase de amor, es el que se demora largo tiempo en un mismo asunto (como si dijéramos, estudiándolo), el que sabe esperar y no pasa rápidamente de una actividad a otra. No parece que padezca del vicio de la stultitia, de la que habla Séneca en su famosa carta (nº 52) a Lucilio. Los filósofos, como los estudiosos, son libres para componer sus discursos sobre lo que quieran porque para la sabiduría y la verdad no hay tiempo prestablecido (la verdad no tiene prisa). O lo que es igual: veritas filia temporis, la verdad es hija del tiempo; del tiempo de las generaciones que se encuentran y se suceden.

Ahora bien, ese tiempo es libre porque, aparentemente, tales individuos pertenecen a un grupo en cierto modo privilegiado, a una especie de aristocracia filosófica que se concede el poder dedicarse a los trabajos del espíritu al no tener que preocuparse de otras necesidades vitales mediante el trabajo o la labor. Como el tiempo es de ocio, en realidad parece que lo que hacen es lo más parecido a una fiesta (incluso un juego), algo que tiene que ver con la relajación y la falta de esfuerzo (de esa clase de esfuerzo en que consiste trabajar o laborar). En el “mundo totalitario del trabajo”, como lo llama Josef Pieper (2017), no hay lugar para la relajación, para ninguna clase de fiesta ni juegos, para un espacio inutilizado o inutilizable: en el trabajo, la fiesta es una especie de falso ocio, pues la relajación que en él se ofrece está destinada a reponer las fuerzas para seguir trabajando con ahínco al día siguiente.

Dedicarse, en consecuencia, a una actividad estudiosa, tiene el extraño carácter “del mero lujo intelectual, incluso de algo verdaderamente intolerable e injustificable” (Pieper, 2017: 71). Lo que hace el estudioso no es un trabajo, y su actividad, como sugiere Agamben en un muy citado fragmento, parece (y por eso es agotadora) interminable:

El estudio es, de hecho, en sí interminable. Cualquiera que haya vivido las largas horas de vagabundeo entre los libros, cuando cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa parece abrir un nuevo camino, que se pierde de repente tras un nuevo encuentro, o haya probado la laberíntica ilusión de la “ley del buen vecino”, que Aby Warburg había establecido en su biblioteca, sabe que el estudio no solo no puede tener propiamente fin, sino que tampoco desea tenerlo. (Agamben, 1989: 46)

Hay que notar que Agamben habla de un estudioso que “vagabundea” entre los libros, y que “cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa parece abrir un nuevo camino”, como les pasó a Sócrates y Teododo en el diálogo de Platón. Pero entonces, ¿cómo pedirle al profesor, cuya actividad, bajo las coordenadas contemporáneas, es menos un arte, un oficio o una vocación y sí, en cambio, cada vez más una función laboral profesionalizable, lo que el estudio implica? O como dice el filósofo español José Luis Pardo: “¿Cómo podrían las enseñanzas de estos hombres ser comprimidas en los rígidos moldes de una ‘clase’, de un ‘curso’ o de un ‘programa’, siempre con sus límites explícitos y cronométricos y con su estructura clientelar?” (Pardo, 2004: 115).

¿Acaso dedicarse a una vida estudiosa no nos hace acreedores del calificativo de “ociosos diletantes”? Podríamos preguntarnos si en un contexto donde todo está organizado en torno al mundo totalitario del trabajo es posible ofrecer al sujeto un ámbito de actuación que no sea ya exclusivamente trabajo sino ocio (para que se ejercite en el tiempo de los hombres libres). Lo interesante del asunto consiste en saber ejercitarse en él: en disponerlo como ocio. En definitiva, lo que me estoy preguntando es lo siguiente: ¿Podemos llevar al ámbito de la vida del profesor el espíritu, el estilo, el carácter, el ánimo que gobierna el régimen de vida estudiosa? ¿Y en qué consiste ese régimen de vida, ese estilo y ese carácter?

Inquietudes y preguntas

Al regresar de mis clases en la Facultad me asaltaban algunas preguntas: ¿Qué es estudiar? ¿En qué consiste una vida estudiosa? ¿Cuáles son sus ritos, sus ritmos, sus modos, sus maneras y sus hábitos? ¿Cómo son las noches de los estudiosos y cómo sus jornadas? ¿Y cómo es el gabinete del estudioso (Studiolo)? ¿Cómo se organiza el tiempo y los horarios? El extraño erudito Peter Kien, de la novela de Canetti, comienza a las ocho de la mañana en punto “su labor al servicio de la verdad. Ciencia y verdad eran para él conceptos idénticos. Y uno se aproximaba a la verdad aislándose por completo de los hombres” (Canetti, 2003: 14).

Esas preguntas que yo me hacía, y las cosas que estaba leyendo, rivalizaban con la jerga que domina a diario en los ambientes universitarios, y que también escuchaba a menudo: “Grupos de investigación de alto rendimiento”, “crédito”, “competencia”, “cualificación”, “gestión del conocimiento”, “índice de impacto”, “transferencia de conocimiento”. Yo escuchaba estas expresiones y no sabía a qué atenerme.

Así que me encontraba pensando en la vida estudiosa, y me obligaba a poner, como lector y como profesor, al lado de lo que estaba haciendo este otro decorado, mientras seguía ensalzando mi particular elogio de la lectura; mientras leía con mis alumnos en clase textos antiguos en voz alta y les obligaba a detenerse en cada frase; mientras les forzaba a escribir cada día en sus diarios filosóficos o volver a leer la cita, el fragmento o el texto que ya habíamos leído en una clase anterior en la siguiente semana. En fin, que mientras hacía todo esto también sentía que estaba recitando, pongamos por caso, La vida es sueño, mientras unos anónimos espectadores reían de buena gana al observar que detrás de mí, y sin yo apenas notarlo, el decorado estaba cambiando, no teniendo ya nada que ver con lo que yo estaba declamando.

A pesar de todo, había una cierta clase de insistencia o de terquedad en mí, una especie de no querer ceder a determinadas presiones. Un día, por casualidad, cayó en mis manos una antología de escritos de Maquiavelo donde encontré una carta, fechada el 10 de diciembre de 1513, dirigida a su amigo Francesco Vettori. Le describe su día y, en un momento determinado, dice:

Llegada la noche, me vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en el umbral me quito la ropa de cada día, llena de barro y de lodo, y me pongo paños reales y curiales. Vestido decentemente entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde –recibido por ellos amistosamente– me nutro con aquel alimento que solo (solum) es mío y para el cual nací: no me avergüenzo de hablar con ellos y de preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos con su humanidad me responden; durante cuatro horas no siento pesar alguno, me olvido de toda preocupación, no temo a la pobreza, no me da miedo la muerte: me transfiero enteramente en ellos. (Maquiavelo, 2009: 396)

No pude sino asentir a lo que esta epístola me estaba diciendo y, casi de memoria, se la recitaba a mis estudiantes queriéndoles convencerles de las verdades que la misma contenía. Pero, claro está, en realidad se trataba de “mi verdad”, no la suya. Me repetía a menudo que el centro de todo en mi vida como profesor de Universidad es la transmisión, el encuentro con los estudiantes y el aula. Pero también me recordaba que, en realidad, ese momento comienza mucho antes: se anticipa mediante la imaginación y el deseo. Se adelanta y se prepara en el cuarto de estudio o en la biblioteca; en las pequeñas librerías donde adquiero libros o en la cafetería donde leo y escribo en mi diario y mis cuadernos; en mis paseos y en mi cuaderno de notas. Se anticipa en un régimen de vida, en determinados hábitos y pequeños rituales que convocan la lectura y la escritura, en la preparación de las clases, en la elección de las lecturas y los motivos, en la historia que, en mi caso, cada año quiero contar a mis estudiantes de filosofía de la educación. Me pregunto si en esos hábitos y rituales hay una especie de cuidado de sí que se orienta al cuidado de ese otro momento del aula. Con el tiempo he aprendido a tratar de no moralizar en exceso mi propia actitud sobre estos asuntos, pues la relación que yo mantengo con los libros que me dan una forma no puedo pretender trasladarla tal cual a mis estudiantes. Y, sin embargo, sabía que podía sostener el libro entre mis manos en el aula, y que podíamos leer en voz alta, deteniéndonos aquí o allá, y que, quizá (y este “quizá” es esencial), podía ocurrirnos algo parecido a lo que dice el personaje de una novela de Ph. Roth, El profesor del deseo:

Pocas veces me siento tan feliz y contento como cuando estoy aquí con mis páginas de anotaciones y mis textos llenos de marcas y con personas como ustedes. En mi opinión, no hay en la vida nada que pueda compararse a un aula. A veces, en mitad de un intercambio verbal –digamos, por ejemplo, cuando alguno de ustedes acaba de penetrar, con una sola frase, en lo más profundo de un libro me viene el impulso de exclamar: “¡Queridos amigos, graben esto a fuego en sus memorias!”. Porque una vez que salgan de aquí, raro será que alguien les hable o los escuche del modo en que ahora y se hablan y se escuchan entre ustedes, incluyéndome a mí, en esta pequeña habitación luminosa y yerma. (Roth, 2012: 181)

El gesto del estudio:

seducción e intimidad

Si el estudio es, como antes decía, una actividad interminable, ¿cómo sostenerse en una actividad de semejantes características? En realidad, en una actividad interminable de esta naturaleza lo único que podemos hacer es encontrar un modo de soportarla y asumirla.

En un ensayo sobre el gesto, Agamben sugiere, siguiendo unas indicaciones de Varrón (De lingua latina Vi, VIII: 77), que “la característica del gesto es que por medio de él no se produce ni se actúa, sino que se asume y se soporta. Es decir, el gesto abre la esfera del ethos como esfera propia por excelencia de lo humano” (Agamben, 2001: 53). El gesto ha de comprenderse, dice, no como una serie de medios encaminados a un fin; tampoco pertenece a una esfera, superior a la anterior, que tendría el fin en sí misma. Como en la danza, la actividad estudiosa no sería otra cosa, en tanto que gesto, que la exposición de los movimientos que la hacen posible y en los que el estudio mismo, en su fatiga, se soporta y se asume.

Nuestro cuerpo y nuestro rostro pueden dar señales de que el paso del tiempo se ha depositado definitivamente en nosotros. Y, sin embargo, hay gestos que nos alcanzan bajo la forma de una especie de encanto que se aloja en un cuerpo que ya ha perdido parcialmente su anterior jovialidad. El encanto (o la magia) de ese gesto nos hace olvidar lo que ya hemos perdido, o estamos a punto de perder; tal vez, incluso, hace que nos olvidemos de nuestro profundo cansancio. Como esa señora de más de sesenta años de la que habla Milan Kundera en La inmortalidad: tras su clase de natación, se despide de su instructor con un saludo y una sonrisa que claramente no son los que, por su edad, deberían pertenecerle, pues eran, más bien, propios de una joven de veinte años. En ese momento, la señora se olvidó de su propia edad, y otro tiempo pareció, por unos instantes, definitivamente habitarla. Hay gestos que conceden ese milagro (Kundera, 1998: 11-12).

El estudio, como actividad, está pues próximo a cierto animus, y en esto es diferente del aprender. Tratemos de aclararlo recurriendo a sus respectivas etimologías: las del aprender y las del estudiar.20

La palabra “aprendizaje” proviene del latín apprehendere, compuesto por ad (hacia) y prendere (atrapar), que deriva, en francés, en prendre. De prendere proviene la palabra “preso”. Apprehendere quiere decir, pues, “agarrar”, “asir algo con la mano”. Poco a poco la palabra va adquiriendo un sentido metafórico y empieza a significar “coger con la mente”, “comprender”, “abarcar”, “abrazar” incluso.

La palabra “estudio”, del latín Studium¸ significó “empeño”, “aplicación”, “celo”, “ansia”, “cuidado”, “desvelo”, “afán”, y también posee el sentido de “afecto” (studia habere alicuius quería decir “gozar del afecto de alguien”). En su Didascalicon de Studio legendi, Hugo de San Víctor comenta que la filosofía es el “afán” por la sabiduría: “La Filosofía es, en efecto, el amor, el afán y, en cierto modo, la amistad hacia la sabiduría” (Est autem philosophia amor est studium et amictitia quodammodo patientiae) (San Víctor, 2011: 15). Estudiar es poner el alma en algo que a uno le gusta y, además, hacerlo libremente.

La palabra “estudiante” es un participio de presente del verbo “estudiar”, esto es: “el que estudia”. En español (al contrario que en otras lenguas, en las que se forma directamente a partir del verbo latino studeo: en italiano, studente; en inglés, student, etc.), el participio se forma a partir del sustantivo “estudio”. Studium, en un principio, no significaba “estudiar”, en el sentido moderno del término, sino más bien “dedicarse con atención (a algo)”, “tener gran gusto (por algo)”, “estar deseoso (de algo)”, “realizar algo con afán”, etc.

Existe, en definitiva, una enorme diferencia entre aprender una cosa y estudiarla. En el aprender el acento está colocado en el sujeto que aprende (en sus intereses, inquietudes, deseos y propósitos). Pero en el estudio la cuestión se centra en el objeto estudiado, que se apodera del alma del estudioso. Agamben lo dice así:

Aquí la etimología del término Studium se hace transparente. Se remonta a una raíz st- o sp- que indica los choques, los shocks. Estudiar y asombrar son, es este sentido, parientes: quien estudia se encuentra en las condiciones de aquel que ha recibido un golpe y permanece estupefacto frente a lo que le ha golpeado sin ser capaz de reaccionar, y al mismo tiempo impotente para separarse de él. Por lo tanto, el estudioso es al mismo tiempo también un estúpido (Agamben, 1989: 46).

Se estudia porque no se puede dejar de hacerlo, porque uno ha sido hipnotizado por algo y, entonces, uno siente que está como encantado, hechizado, seducido. Seducere, dice Pascal Quignard en Vie secrète, es un antiguo verbo romano que significa “llevar a un lugar apartado”: “Atraer hacia sí fuera del mundo. Ser dux aparte. Seducir no es ‘desposar’, pues en romano casarse se dice ducere, o sea, llevar a la esposa a casa (conducir, guiar, como en la palabra educere). Seducere, entonces, es ‘separar a una mujer del domus, conducirla a un lugar apartado, a un lugar secreto’” (Quignard, 2017: 227-8): fuera de sí y lejos de la vista de los demás hombres, del resto de las miradas.

El asunto que ha seducido al estudioso se lo lleva a un lugar aparte: fuera de sí, primero, y después a un mundo que él mismo crea. Está y no está en el mundo, y por eso resulta, en sus gestos, incomprensible, como si estuviese fuera de la realidad.

Se establece una extraña intimidad entre el estudioso y su afán, que hace que se rompan las relaciones, antes amables y corteses, con su entorno. No es raro que el estudioso sea un poco antisocial. Y como en el estudio no se busca la producción de nada concreto, el estudioso no se sirve de aquello que estudia, sino que se desvive por ello, le entrega su vida; gasta su vida y su tiempo en eso que hace y le entre-tiene. Se agota en esa actividad, y hay algo a la vez placentero y doloroso en lo que hace. Una suerte de alternancia de sufrimiento, pasión y terca insistencia. Ahí reside el ritmo del estudio: “Si por un lado permanece tan atónito y absorto, si el estudio es pues esencialmente sufrimiento y pasión, por el otro (…) lo empuja hacia la conclusión (…) Este alternarse de estupor y lucidez, de descubrimiento y de turbación, de pasión y de acción es el ritmo del estudio” (Agamben, 1989: 46-47).

El amor por el estudio lo atraviesa todo. Y es ese amor el que le concede tiempo. Amar es dar(se) tiempo. ¿Qué permite a un individuo dotarse de la fuerza necesaria para entregarse con tanto celo y empeño a una actividad de escritura, lectura y estudio? ¿Qué sostiene la realización de un proyecto que exige el abandono de casi toda convención social y la aceptación de un exilio autoelegido?

Proust nos ofrece una posible respuesta. El narrador de À la recherche du temps perdu, en medio de la fiesta social, de las siete que a lo largo del libro encontramos, acepta la revelación definitiva que dará impulso a la escritura de su obra, tantas veces demorada, y es entonces cuando experimenta la necesidad de retirada y exilio: “Tenía la sensación de que el desencadenamiento de la vida intelectual era bastante intenso en mí en aquel momento para continuar tanto en el salón, en medio de los invitados, como a solas en la biblioteca” (Proust, 2011: 497). El narrador descubre que ha de ponerse por fin a la tarea de escribir su libro. No tiene dudas del tremendo alcance de su empeño: “¡Qué tarea tendría por delante!”, señala (Idem: 609); “¿Estaría a tiempo? ¿No sería demasiado tarde?” (Idem: 621). Y añade: “Para dar una idea de ella, habría que recurrir a las comparaciones con las artes más elevadas y más diferentes (…) Soportarlo como una fatiga, aceptarlo como una regla, construirlo como una iglesia, seguirlo como un régimen, vencerlo como un obstáculo, conquistarlo como una amistad, sobrealimentarlo como a un niño, crearlo como un mundo” (Idem: 609-610). Las imágenes son prodigiosas: soportar, aceptar, conquistar, alimentar, crear… amistad. Realmente se trata de un auténtico trabajo de áskēsis, a la vez de renuncia y de ejercitación.

El estudioso necesita apartarse del mundo. Ivan Illich señala en su comentario del libro de Hugo de San Victor que “el lector es alguien que se ha hecho a sí mismo dentro de un exilio para poder concentrar toda su atención y deseo en la sabiduría, que se convierte así en el hogar anhelado” (Illich, 2002: 27). El aislamiento, como en el caso de Proust, es del todo necesario para la vida estudiosa, pues, como dice Barthes, “para tener tiempo de escribir, es necesario luchar a muerte contra los enemigos que amenazan ese tiempo, hay que arrancarle ese tiempo al mundo, a la vez por una elección decisiva y por una vigilancia incesante” (Barthes, 2005: 267).

William Marx, en el ensayo que ya cité, dedica un capítulo a este asunto, “Le cabinet”, en el que describe esas estancias repletas de objetos diversos (instrumentos de escritura, libros, objetos de arte, relojes, curiosidades varias) y que conforma un espacio destinado a “marcar el espacio de trabajo del estudioso y a poner en escena, menos para los otros que para sí mismo, una difícil y exigente actividad (la lectura, la escritura)” (2009: 58).

El que yo tengo ahora, con mi último cambio de casa, es una especie de gabinete razonablemente espacioso unido a mi dormitorio que, al no disponer de una pared que sirva de separación de las dos estancias, he separado con un biombo, que descubrí que tenía, escondido tras una pequeña estantería plegable, en mi anterior domicilio. En esa estantería, colocada en la esquina derecha de la pared que ahora mismo observo desde mi mesa de trabajo, he colocado mis cuadernos de trabajo: mis diarios, mis cuadernos de notas, mis libretas de apuntes. A la izquierda de esa estantería, cubriendo el resto del muro que hay frente a mí, están tres estanterías grandes de madera repletas de libros, y a mi espalda otras dos, con otros tantos libros, del mismo material. A mi izquierda una ventana alargada se abre a un pequeño balcón que da a la tranquila calle donde vivo, y adonde me asomo para ver pasar a la gente y fumar, de vez en cuando, un cigarrillo. Y además están mis tres guitarras en sus respectivos pies: una Fender acústica, y dos guitarras clásicas, una de la casa Manuel Contreras y otra, ecualizada, de la casa Martínez.

De algunas cosas no basta con hablar “en general”. La vida estudiosa es una de ellas. Tengo que hablar yo, hacerlo como profesor que escribe casi a diario, que lee, que un día descubrió que deseaba escribir una novela y que ha dudado de su capacidad para poder hacerla, que quisiera escribir de otro modo y que le gusta esa cosa tan extraña que es ponerse a estudiar, un poco sin plan y sin método, sin programa y sin tener las ideas muy claras; alguien, en fin, que organiza sus cursos, que prepara sus clases, que conversa con sus alumnos, y que no sabe si les servirá o no para algo útil a sus, en muchos casos, desorientados y perplejos estudiantes que están culminando sus estudios de pedagogía.

De una vida, de cualquier vida, se puede escribir una biografía. Me pregunto si podemos hacer lo mismo de un aula: ¿Podemos escribir, dicho todo lo anterior, y teniéndolo presente, la biografía de un aula, en la que alguien deposita todo lo que ha tratado de estudiar para ver qué pasa?

Biografía de un aula

Filosofía como forma de vida. Esa era la fórmula. O bien: filosofía como educación (la Paidea de los griegos, quizá; la Bildung de los románticos). Estas palabras son muy antiguas, y su historia es larga. ¿De qué nos sirven hoy? Lo que yo quería era tratar de pensar con mis estudiantes de tercer curso del grado de pedagogía una cierta idea de la filosofía de la educación a partir de esa fórmula.

Me puse a estudiar, leer, anotar. A Pierre Hadot y los últimos cursos de Michel Foucault; a Jean Greish y Jacques Schlanger; a Alexander Nehamas. Todos ellos han repensado y renovado esas antiguas enseñanzas de formas muy sugerentes. Al leer los textos de estos profesores, uno constata que son estudiosos, que han dedicado una vida al estudio de sus asuntos. Ellos me llevaron, con fuerzas renovadas, a los autores que ellos mismos comentaban en sus obras, alguno de los cuales ya había parcialmente leído: Marco Aurelio, Séneca, Epicteto, Plutarco, Platón, y a otros, como Montaigne. A leer estos libros, uno se da cuenta de que en ese mundo antiguo no había filósofos sin discípulos, sin aprendices, sin estudiantes, sin una comunidad en la que profesores y alumnos vivían juntos y se interpelaban en un diálogo amable y cortés. La conquista de ese modo de vida filosófica pasaba por la transmisión y por la enseñanza.

Así pues, yo trataba de enseñar filosofía de la educación, y lo que tenía en mi cabeza era esa fórmula: filosofía como forma de vida; y el espacio en el que todo esto debía ocurrir era el aula, el lugar donde se estudia junto a otro(s), donde se aprende junto a alguien, y no como el otro (hace).

Es el mes de febrero. Ha comenzado el curso y hoy es mi primera clase. El tiempo es frío ahí afuera. Me presento a los alumnos. Les digo mi nombre y que soy su profesor de filosofía de la educación, aunque eso, por supuesto, ya lo saben. Todos callan. Les observo, me miran. Esas primeras miradas son cruciales. Estamos a la expectativa.

Filosofía como forma de vida, digo: “esta es la fórmula de la que vamos a hablar casi todo el tiempo; ¿Imagináis qué puede querer decir?”, les pregunto. No se trata de llegar a una definición de la esencia de la filosofía, claro. ¿Quién podría hacer eso? ¿Y, además, de qué serviría? El proverbio latino Primum vivere, deinde philosophari, es esto mismo lo que viene a indicar: que antes de ponerse a filosofar hay que acumular cierta experiencia vital. El proverbio tiene como trasfondo la fórmula que describe por entero a Sócrates, y de la que se servía para definir su vocación filosófica: vivir filosofando, una vida examinada.

Vivir filosofando. Repito despacio esta frase al terminar la clase. Me pongo a considerarla con detenimiento mientras salgo a la terraza a fumar ni primer cigarrillo del día. ¿Qué puedo decir sobre esto? ¿No se ha dicho todo ya, o casi todo? ¿Qué puedo recuperar que sea mío? ¿Y por qué esa pretensión de propiedad? Si la filosofía es una forma de vida, ¿de qué vida se trata? ¿Qué significa “ser uno mismo” y que significa “ocuparse” de uno mismo? Es algo que no está en los libros y, sin embargo, hay toneladas de ellos que hablan de lo mismo. Sócrates; ¿Qué hemos heredado de Sócrates, que es una figura literaria en los diálogos platónicos? Eso es lo que me pregunto. La idea de que, en el fondo, la felicidad del ser humano depende exclusivamente del individuo concreto y singular. Esa idea de una apasionada concentración en un fin único, la virtud (cierta fuerza, cierto estilo), decían los griegos, como camino para alcanzar la sabiduría. Si hemos de concentrarnos en lo que depende de nosotros, entonces lo que se coloca en el centro de la filosofía, entendida como una forma de vida, es la existencia humana, el arte de tomar elecciones adecuadas. La filosofía como una opción existencial. ¡Eso es! Me prometo hablarles de todo esto a mis alumnos.

Entro en el aula otro día. Empiezo la clase. Me digo a mí mismo que se trata de jóvenes de poco más de veinte años que estudian Pedagogía. Se supone que quieren saber cosas sobre educación. Para eso están allí. ¿Cómo, entonces, no hablarles de filosofía? Me gusta pensar que al entrar en un aula entramos en una Skholè, con todo lo que esto supone. Suelo decirles que esta palabra griega significa en realidad apartamiento o separación del mundo y, por extensión, “ocio”, aunque no cualquier clase de ocio o de “tiempo libre”, sino ese tiempo en el que el joven muestra lo mejor de su carácter, desplegando su buena disposición y manifestando el tipo de ser humano que aspira llegar a ser. Entrar ahí es ponerse a “estudiar al lado de alguien”. Se lo trato de explicar, recordando lo que he leído el día anterior en algunos libros que me han interesado: “En el mundo griego había muchas escuelas de filosofía, cada una con su estilo propio defendiendo su propia doctrina. Pero en todas ellas pasaba lo mismo: en su interior reinaba un vínculo de amor y amistad que unía a maestros y a discípulos. En ellas no se buscaba preparar individuos disponibles para cargos públicos. En este sentido, lo que allí se hacía (teniendo en cuenta las especiales características del mundo griego) era perfectamente ‘inútil’. En todo caso, lo que se hacía era formar seres humanos capaces de compartir un cierto modelo de vida. Se dedicaban a la filosofía porque se querían, porque eran amigos, y era la amistad la que les permitía pensar juntos. Les recuerdo lo que Epicuro decía cuando hablaba de una relación ética libremente escogida entre los amigos, y que esta relación era la base de todo filosofar”.

Les he dicho que presten atención durante el curso; a ver si hay algo que les haya enamorado, seducido. Una alumna se ha enamorado de Foucault: quiere estudiar si ese “cuidado de sí” tiene o no límites. Pero de repente se acuerda de algunas cosas que hemos pensando a partir de Nietzsche. Me escribe un correo electrónico: “Llevo toda la mañana dándole vueltas al tema que estoy trabajando, y leyéndome las notas que cogí en clase sobre Nietzsche, me he enredado bastante tiempo sin salir de ahí, de la parte animal y la parte racional, el sujeto educado, la norma. Creo que Nietzsche y Foucault se pisan los talones y quiero llevar el tema por esta línea, aunque no sé si me atrevo a enfrentarme a Nietzsche, me impone, porque me da la razón y pone palabras a según qué cosas que pienso. Apunté, casi por casualidad, Tratado de las pasiones, Eugenio Trías, y todo lo que he podido encontrar de él, son textos ya tratados y analizados. Espero una pronta respuesta, quiero seguir cocinando todo esto, aunque sea a fuego lento”.

Cada año escojo los motivos, pienso en la historia que quiero contar a mis alumnos y compartir con ellos. Elijo con cuidado los personajes: los escritores, los filósofos y las filósofas, los poetas y cineastas, los textos. Renuevo mi Casa de Citas: este documento tiene este año un centenar de fragmentos (siempre digo que son demasiados). Está compuesto por quienes me han acompañado a lo largo de mis años de lectura y estudio. Les pido que las lean, que busquen su cita, la que les pertenece, y que se fijen si quizá la que les está destinada no se encuentra justo al lado de la que están leyendo ahora mismo. Les pido que la habiten durante una semana, que escriban en su diario filosófico, en su cuaderno de mano, y que se dejen llevar. Que se recreen en lo que están leyendo. Y me reprocho: “Pero ¿qué estoy haciendo? ¡No les estoy enseñando a hacer nada! ¿De qué sirve todo esto? ¿Entenderán algo de lo que digo?” Me observan.

Un día, una alumna, mientras hablamos de Nietzsche y nos centramos en un párrafo de las primeras secciones de Schopenhauer como educador, derrama unas lágrimas. Caen lágrimas abundantes por sus mejillas. He dicho algo, no recuerdo qué. Algo sobre los padres y los hijos, algo sobre los maestros y los discípulos, algo sobre mi amor por Nietzsche, sobre irse de casa y regresar con otra mirada. Algo sobre buscar en el fondo de los ojos de los padres con quienes discutimos a los padres originales que todavía amamos. Ella llora. Y no deja de mirarme. Me detengo, Me callo, miro al chico que se sienta a su lado; es su novio. Le estoy diciendo: “¡Abrázala, muchacho, abrázala, no la dejes así!”. Y lo hace: ella se deshace, y al salir de clase me pide, ella, que sigue llorando: “¿Puedo abrazarme un minuto a ti?” Y consiento. Y todo por Nietzsche. Todo por él, que medió en nuestro deseo, que confundió nuestra perplejidad, que calmó nuestra sed.

Escucho lo que me dicen. Atiendo sus quejas. No siempre tienen razón en ellas. Pero tampoco nosotros, sus profesores. No es verdad que todos sus profesores seamos unos inútiles. Pero los escucho. Casi nunca sé qué hacer con lo que me cuentan. Les leo una historia. Leemos el final del Banquete, y ese elogio de Alcibíades en su amor por Sócrates. Les pregunto si ahora los profesores y sus estudiantes se siguen amando de algún modo. Me vienen, de repente, miles de imágenes, acumuladas tras treinta y cuatro años de enseñanza. He cumplido sesenta años y sigo sin saber qué estoy haciendo. Filosofía como forma de vida. Esta es la fórmula; pero no sé cómo seguir. ¿Dónde encaja la frase? ¿Encaja en nuestra época, en nuestros espacios, en nuestro tiempo?

Es una fórmula que expresa una manera de estar y vivir en la que el individuo reflexiona cara a cara con el universo. El filósofo que más nos conviene, decía Nietzsche, es el que propone un ejemplo con su vida visible, y no mediante los libros leídos. Se trata de una manera de vivir destinada a transformar, en uno mismo o en los demás, el modo de experimentar y considerar las cosas. Sin esta trasformación, da lo mismo que digamos que la verdad es algo que está ahí afuera. “Hay verdades que no pueden revelarse más que a condición de que sean descubiertas” (Mouawad, 2009: 132).

Se trata de un discurso interior y exterior al individuo. Una forma de vivir que pasa por encontrarse uno mismo con un cierto estilo de vida que pasa por el arduo aprendizaje de los comienzos: aprender a morir, aprender a dialogar, aprender a leer, aprender a amar, aprender el arte de la amistad. Una forma de vida que es un constante ejercicio de meditación y pensamiento, que afecta tanto al cuerpo como al espíritu, y que acepta la fragilidad y vulnerabilidad que compartimos, la ambigüedad y la ambivalencia, los límites de la razón y del lenguaje, la incertidumbre y el azar, la experiencia del dolor y de la pérdida, el devenir y, en suma, el paso del tiempo.

Les quiero hablar de todo esto. Y les cuento que esa forma de vida es una investigación sobre el buen uso de uno mismo y del tiempo, un uso que convoca la formación disciplinada de la atención. Y les comento que hay quienes filosofan por amor a la palabra (eso se lo decía Séneca en una carta a su amigo Lucilio), y quienes lo hacen por amor a sí y a los otros, porque quieren saber cuidar de sí mismos y de los otros; y son estos últimos los que preconizan la importancia de lo que los griegos llamaban ejercicios espirituales, que les permitían distinguir lo que depende de uno mismo de lo que no depende en absoluto de nosotros como humanos.

Les digo que la filosofía de la educación es una fórmula redundante. Porque hubo un tiempo, les digo, “hace mucho, mucho tiempo”, en el que unos tipos que se llamaban filósofos se dedicaban a preguntarse por cosas que tenían que ver con los asuntos humanos, y esa misma actividad les educaba, les formaba, les transformaba. Hacer filosofía era ejercitarse en su propia educación. La filosofía es ya una forma de educación.

Existir: estar en el mundo; entrar en el mundo por el nacimiento. Les digo que me parece pertinente que intentemos preguntarnos por el tipo de experiencia que dio lugar a la gran aventura intelectual que denominamos filosofía. Les pido que se olviden de una asignatura que un día algunos estudiaron y que se llama Filosofía. Me limito a decir ahora que una experiencia es algo que nos toca, que nos impacta y nos tumba, y que provoca una nueva manera de afrontar el mundo, a nosotros mismos y a los otros. ¿Qué experiencia hizo nacer la aventura intelectual de la filosofía?: quedarnos sin palabras, como los niños, ante el mundo, ante el hecho de que las cosas sean como son y que tan pronto aparecen están destinadas a desaparecer. “¿Habéis tenido experiencias que os hayan cambiado y que os hayan vuelto un poco irreconocibles?”. Y entonces todo el mundo quiere decir algo. Lo que tenía preparado para contarles se queda encima de mi mesa. La clase ha tomado otra dirección… Me digo que otro día trataré de retomar el hilo del discurso.

Vamos leyendo textos y fragmentos de nuestra Casa de citas. Mezclo fragmentos de filósofos y novelistas. Les insisto otra vez en que escriban en sus diarios, que anoten las cosas que ven. No es un diario íntimo. Es un diario donde, les advierto, tenéis que recopilar las cosas del mundo: lo que se escucha, lo que se ve, lo que se lee. “¿Pero nos vas a evaluar el diario?”, me preguntan. Sonrío: “No, eso no se evalúa. Eso es para vosotros, pero leeremos las entradas que queráis cuando deseéis hacerlo. Es un ejercicio de escritura y de pensamiento. Un cuaderno siempre a mano”. Entonces les hablo de Michel Foucault. Les digo que escribió algunos libros muy interesantes y que daba clases en una institución que se llama Collège de France. Leemos en voz alta “La escritura de sí”. Quiero que se fijen en esto:

Los hypomnémata no se deberían considerar como un simple apoyo para la memoria, que se podrían consultar de vez en cuando, si se presentara la ocasión. No están destinados a suplantar eventualmente el recuerdo que flaquea. Constituyen más bien un material y un marco para ejercicios que hay que efectuar con frecuencia: leer, releer, meditar, conversar consigo mismo y con otros, etc. (Foucault, 1983: 3)

Una estudiante me dice, al terminar el curso, que no ha podido escribir ni una sola línea, y me entrega su cuaderno en blanco, solo con el título: Diario filosófico: hypomnémata. Otros me dicen que, aunque no lo entendían muy bien, les ha gustado escribir, y que creen que hacerlo les ha ayudado, aunque no saben muy bien por qué. Todo esto son situaciones normales y cotidianas.

¿Pero qué puedo decirle a esa otra estudiante que me escribe para decirme que las clases coinciden con su grupo de terapia, donde hace “como si” fuese a curarse de su insidioso sufrimiento? Un día (sólo vino tres veces a clase) escribe algo que me llama la atención por su fuerza y su lucidez; insiste en decir que hace como si tuviera intención de curarse, que hace caso de lo que le dicen que haga, porque de ese modo el mundo parece más tranquilo, y así la dejan “de una puta vez en paz”. Más tarde hablamos bastante tiempo en mi despacho. Soy su profesor, y nada más. Ella tiene conciencia de su dolor, de su sufrimiento atroz, y yo creo que también de su genialidad, aunque siempre duda de sí. Todo lo filtra a través de esa autopercepción de ella misma. Debo tener cuidado, ser muy prudente. Me deja su diario. Le digo que eso es demasiado personal para tenerlo yo, pero ella insiste: “quiero que me conozcas, que sepas cómo soy y lo que me pasa”. Estoy atrapado. Le digo: “No te puedo prometer leerlo, pero lo tendré conmigo unos días. Después nos vemos y hablamos”. Sé que me he equivocado. Me arrepiento al instante de haberlo cogido. Su cuaderno queda en mi mochila y no lo abro durante días. Luego empiezo a leerlo. Me quedo aturdido por lo que leo. Es dolorosísimo y profundo. Tiene la lucidez de quien sufre cruelmente. Lo cierro. Trato de encontrar una luz leyendo a Marco Aurelio, a Séneca, a Epicteto. Llevo dos semanas colgado de algunas terribles frases de su diario, del que no pude leer más que unas pocas páginas. “Si no me curo, al menos que sirva de horrible advertencia”. Llevo años leyendo y meditando sobre la filosofía como forma de vida y no tengo ni idea de lo que debo hacer con todo esto. Nos vemos en una nueva tutoría. Le digo que no he podido leerlo entero, y que ese diario lo debe compartir con sus terapeutas. No me mira, su pelo oculta su rostro. Y le digo otra cosa: “¿Has pensado en crear un personaje con las notas de tu diario, y que sea él quién sufra, que sea a ese personaje a quien le pasan las cosas que a ti te ocurren?”. Le digo que le pasaré mis apuntes y los textos de clase. Que los lea. Que intente dedicar algún tiempo a leer lo que otros dicen y que pruebe a ver qué pasa. Entonces retira el pelo que cubre su rostro y me dice que siempre quiso escribir un relato, pero que nadie le había animado a hacerlo antes. “Quizá lo haga”, me dice. Y me pregunta: “¿Por qué?”. Y yo pienso: “Porque… no lo sé. Eso lo descubrirás tú después”. Pasa un tiempo. Recibo un correo electrónico con algunos capítulos de algo que ella llama El cuaderno. Ha creado un personaje: se llama Calíope. De inmediato sé cómo se llama eso que estoy leyendo: El cuaderno de Calíope.

Leo en un breve ensayo sobre la tragedia una cita hermosísima: “¿Por qué existe la tragedia? Porque estás lleno de cólera. ¿Y por qué estás lleno de cólera? Porque estás lleno de dolor”. No puedo dejar de pensar en Calíope. Calíope que busca el amor y lo rechaza. Porque un otro-yo la habita y se encoleriza con ella. Se sabe genial y no se soporta. Tiene la lucidez que el dolor trae.

No sé en qué momento consideré que hablar de filosofía es hablar del saber de una cierta clase de amor (y del amor hacia un cierto tipo de saber). La filosofía tiene que ver con el amor y con la amistad, ambas constituidas como bases del pensar. Y eso que yo enseño año tras año trata de pensar, entre otras cosas, esto mismo: la experiencia de un vínculo que une, amando, a dos. El filósofo –como eros, hijo de Poros y Penía–, es un ser intermediario: un mediador del deseo del aprendiz: de su deseo de saber, no del deseo de aprender. Para mí, ese amor quiere convocar el estudio: en ellos, en mí.

Otra estudiante ha empezado a leer El retrato de Dorian Gray porque le interesa pensar las ideas de la influencia y la seducción en la relación maestro-discípulo. Un día, me escribe: “Tengo que decirte que he abandonado un poco a Dorian y me he rendido a Galimberti (Las cosas del amor). Leo y olvido por qué empecé a leerlo. Olvido el tema, y la relación educativa, y un poco el mundo. Leo, y como tú dijiste en una clase, ‘me leo a mí misma’. Al igual que algunas prendas de vestir, que juegan a la insinuación sin hacer transparente el cuerpo que hay detrás, la materia también tiene que resultar insinuante. El maestro debe quizá quitarle suavemente un tirante a la materia, dejándola el hombro desnudo; generando el deseo de ir más allá de lo visible. Como tú dices, erotizar al alumno hacia la materia. Quizá el maestro tenga que ser un creador del misterio y el juego que dilate las almas de los alumnos para abrirlos a la asignatura. Pero creo que todo este deseo, que esta seducción, tiene que insertarse en un marco de amor”.

Cuando los maestros se han retirado, ¿qué nos queda?, me pregunto: lo que nos queda es la Biblioteca, y es en los textos de los maestros antiguos donde podemos encontrar cierta pedagogía del arte de vivir. ¿Qué puede significar hoy aquella antigua declaración que George Steiner hizo en Lecciones de los maestros, cuando afirmaba que “un maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir”? Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica –comentaba Steiner– o una instrucción que sea cínica en sus metas meramente utilitaristas, son simplemente destructoras: “Arranca de raíz la esperanza”. En la relación filosófica maestro-discípulo asistimos de hecho a lo que hoy es más bien difícil de encontrar: que el mejor maestro se hace discípulo de su propio discípulo.

Había querido ser profesor, como lo quiso el personaje de la novela de John Williams, Stoner, y lo he sido. También, como él, me topé con el conocimiento; quise buscar algo de luz en los libros hermosos, que a menudo eran también los más antiguos. Alguien entró en mi vida y en el aula como un ciclón que lo puso todo revuelto, pero sentí cierto aire fresco, entró un viento y con él palabras y gestos nuevos. Leí, releí, reescribí, tiré cosas por la ventana. Y deseé seguir leyendo en la propia lengua de los griegos, pero no me fue posible.

Sé que me gusta entrar en el aula y encontrarme con los estudiantes. Se acumulan imágenes de otras entradas antiguas mías en el aula, de otras visitas a ese mismo espacio. Necesito hacer silencio antes de hablar. Cada año esos silencios son más prolongados. Y en ocasiones me ocurre como a Stoner: que pierdo la noción del tiempo cuando imparto mis clases. Pero no soy Stoner. Voy del libro a mi cuaderno de notas. Escribo un nombre o una frase en la pizarra, me detengo, pienso en voz alta. Los alumnos me observan un poco confusos y sin saber muy bien qué tienen que anotar de todo lo que digo. El aula es una isla rodeada de un mar de palabras y referencias literarias y filosóficas. ¿Pueden distinguirse las unas de las otras? Lo que ahí pasa no tiene por qué volver a ocurrir del mismo modo en otra clase de otro día. Cada sesión tiene algo de incomprensible, y casi siempre, al salir del aula, me reprocho algunas cosas. “¡No, no, así no!”... ¿Qué estoy haciendo? Muchas veces me encuentro como al principio, cuando era un joven profesor bastante inseguro. Ahora soy capaz de detectar, en algunas de las novelas que leo sobre maestros y discípulos, los motivos que a mí mismo también me llevan a seguir insistiendo en lo que siempre he hecho, pese a todo ese caos que me rodea, pese a esa cosa absurda en que se ha convertido la Universidad ¿Qué habría logrado yo pensar sin mis amigos?: Nada. ¿Y sin los estudiantes que me escuchan un poco desorientados, pero que tanto me conmueven a veces? Nada. ¿Qué se habría caído de mi mente sin ellos, sin mi amor por Arendt y Zambrano, sin Proust y sin Wilde, sin Montaigne y sin mi deseo de Rilke, Nietzsche y Camus, sin mi nueva lectura de Platón, de Epicteto, Marco Aurelio o Séneca?: Nada. Me habría quedado sin viático para la vida, como Proust sin el beso tranquilizador de su madre, cada noche, en cada angustia, en cada temblor. El maestro, han dicho los más grandes, erotiza hacia el saber a su discípulo, y al instante se retira. El discípulo nace del borrado del maestro. Los lugares, los espacios, los tiempos presentes pueden ser banales, y nos cansan, nos fatigan. Pero queda lo esencial, que unos versos de Hörderlin supieron captar, y que no puedo leer sin estremecerme:

¿Por qué, divino Sócrates, rindes homenaje

de continuo a ese joven? ¿Por qué, con amor,

lo miran tus ojos como a los dioses?

Quien ha pensado en lo más profundo ama lo más vivo,

quien ha mirado el mundo, tiene por elegido al joven,

y a menudo, al final, los sabios se inclinan ante lo hermoso.

Hörderlin, 1975.21

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Elogio del profesor

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