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Capítulo 3 Impedir que el mundo
se deshaga

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Jorge Larrosa

Cada generación se siente destinada a rehacer el mundo.

La mía sabe que no podrá hacerlo.

Pero su tarea es tal vez mayor.

Consiste en impedir que el mundo se deshaga.

Albert Camus.

Se sabe que, para Hannah Arendt, la escuela tiene que ver con la transmisión, la comunización y la renovación del mundo. El famoso último párrafo de su texto sobre educación lo dice así:

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos, sería inevitable. También la educación es donde decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común. (1990b: 208)22

El objetivo de la escuela, dice Arendt “ha de ser enseñar a los niños cómo es el mundo y no instruirlos en el arte de vivir”. Insiste también en que “no se puede educar sin enseñar alguna cosa” porque la educación no puede ser “una retórica moral-emotiva”. Y con una radicalidad que contrasta con uno de los tópicos fundamentales sobre la escuela, ese que dice que la escuela es el lugar del aprendizaje, afirma también que “cualquiera puede aprender cosas hasta el fin de sus días sin que por eso se convierta en una persona educada”.

La escuela no está para enseñar cómo se debe vivir, tampoco para moralizar o para emocionar, tampoco para aprender en general o, como se dice ahora, para aprender a aprender. La escuela está para el mundo, para que los niños y los jóvenes se interesen por el mundo, para que le presten atención, para que lo cuiden y lo renueven, para impedir que el mundo se deshaga. Lo que está en juego en la escuela, dice Arendt, es nada más y nada menos que la salvación del mundo. No la transformación del mundo, sino la salvación del mundo. Y de la única manera que esa salvación es posible: entregándoselo a los nuevos para su cuidado y para su renovación. Salvar el mundo es in-acabarlo, saber que la conservación del mundo implica aceptar su donación y su radical inacabamiento, es decir, aceptar nuestra finitud, nuestra mortalidad, y asumir que el mundo no nos pertenece. Y salvar el mundo es también traerlo a la presencia, hacerlo presente, y eso sólo puede hacerse limitándolo y delimitándolo, destacando en él algunas cosas (no todas) finitas y acabadas, para que puedan existir (y sostenerse en la existencia) al convertirse en objetos de atención compartida.

Pero ¿qué es el mundo? ¿De qué está hecho el mundo? ¿Qué cosas conforman el mundo? ¿Qué es lo que hace que los seres humanos sean seres mundanos, que no sólo vivan en la tierra, sino que habiten el mundo? ¿Cómo los hombres hacen mundo, y transmiten mundo? ¿De qué manera el mundo que se transmite y se renueva en la escuela constituye, o aspira a constituir, un mundo común? ¿Qué quiere decir que la escuela prepara a los niños (con tiempo) para la renovación de un mundo común? ¿Qué quiere decir que los profesores, en la escuela, ponen o disponen el mundo sobre la mesa, lo convierten en materia de estudio, lo muestran, lo abren y lo hacen hablar?

Para tratar de responder o, al menos, de dar un cierto sentido a esas preguntas, haré algunas anotaciones teóricas, claro, algunas distinciones, pero insertaré también pequeñas escenas escolares en las que eso de la transmisión, la comunización y la renovación del mundo, eso de la salvación del mundo, eso de impedir que el mundo se deshaga, aparezca en una especie de fenomenología material de la escuela hecha de pequeños gestos pedagógicos. De hecho, en algún momento pensé titular este texto utilizando un verso de Manoel de Barros, ese que habla de “las grandezas de lo ínfimo”. Y eso porque, de alguna manera, lo que voy a hacer es mezclar un leguaje relativamente altisonante, filosófico y político, hecho de grandes palabras, de grandes peligros y de grandes promesas, con algunas escenas en las que eso del arrasamiento y de la salvación del mundo se encarna en gestos escolares mínimos, ordinarios y muchas veces invisibles de tan cotidianos. Lo que pretendo, por tanto, es darles una cierta dignidad y una cierta grandeza a los gestos ordinarios de los profesores y, a la vez, darle una cierta sonoridad concreta y humilde a ese lenguaje un tanto abstracto y grandilocuente.

Víveres, herramientas y maravillas

Voy a trabajar primero con una distinción muy hermosa de Santiago Alba Rico (2007) que está inspirada en Hannah Arendt (en su teoría del mundo y de la cultura, pero también en la diferencia entre el vivir y el habitar, entre la labor y el trabajo, entre la vida desnuda y la vida mundana, entre la vida como supervivencia y la vida de alguien, entre zoé y biós). Lo que Alba distingue no son tanto tres tipos de cosas, como tres tipos de relación con las cosas.

Tendríamos, primero, las cosas de comer, los consumptibilis, los comestibles, los víveres, esas con las que nos relacionamos a través del hambre. Tendríamos, segundo, las cosas de usar, los fungibilis, los instrumentos, los enseres, las herramientas, las cosas de usar (la pipa, la mesa, el martillo, la casa, la aguja, el hilo y el dedal, el arado, los zapatos), esas con las que nos relacionamos a través del uso. Y tendríamos, por último, las cosas de mirar, las mirabilia, las maravillas, las cosas dignas de ser miradas, las que no están en la boca ni a la mano sino enfrente, delante de los ojos, a distancia, esas con las que nos relacionamos a través de la ad/miración, pero también de la palabra, del juicio y del pensamiento.

El hambre, dice Alba, es rápida y destructiva. No da tiempo a las cosas a afirmar su presencia. Hace desaparecer las cosas al incorporarlas. Por eso la sociedad de consumo, en tanto que está estructurada por el hambre, es la de la destrucción generalizada. Además, el hambre es infinita, no tiene límites, es des-medida y comienza una y otra vez, siempre de nuevo. En la sociedad capitalista y consumista, una parte de la población no tiene que comer, está literalmente hambrienta (su vida está marcada por el hambre), pero la otra parte siempre quiere más, es bulímica, obesa y su vida también está marcada por el hambre, por la insatisfacción permanente, por el deseo compulsivo de más y más cosas.

Entre los griegos, dice Alba, el ámbito del hambre, el lugar de la necesidad y de la infinita reproducción de la vida, es el ergasterión, una palabra que designa un lugar de trabajo (ergás, en griego, significa terreno desbrozado, campo de cultivo), pero también una cárcel de esclavos. Y los esclavos eran considerados aneu logou, seres sin palabra, y aneu kosmou, seres sin mundo. Es decir, criaturas aisladas, sin comunidad, puros individuos. De hecho, su conversión en esclavos había pasado, muchas veces, por la destrucción de su comunidad y de su mundo. De ahí la distancia infinita entre el ergasterión y el ágora, pero también entre el ergasterión y la escuela (siendo el ágora y la escuela ámbitos ambos de la skholé -tiempo libre-, y también lugares de la palabra, de la libertad y del mundo). Y se podría apuntar también que, para un griego, la sociedad del hambre, nuestra sociedad, sería una sociedad de individuos separados, sin lenguaje, sin mundo, sin comunidad, sin tiempo libre (nuestro ocio también está gobernado por el consumo y es una forma de hambre, pensemos si no en ese bulímico compulsivo que es el turista, o en ese lugar del hambre infinita que es el centro comercial) o, lo que es lo mismo, una sociedad de esclavos, aunque sean ricos.

Las cosas de usar, sin embargo, son (o eran) ya objetos separados, manejables y durables (podemos usarlos, pero no podemos comerlos). Las herramientas tienen un pasado (siempre vienen del pasado, son la presencia y a la vez el olvido del trabajo que las ha producido) y, además, se desgastan despacio (y en el espacio). Podríamos recordar la época en que los objetos de uso duraban más que nosotros, nos sobrevivían, pasaban de generación en generación. Además, los enseres constituyen ya un mundo cultural en tanto que conforman las artes de hacer y las artes de vivir (los arqueólogos reconstruyen las formas de vida de una sociedad mediante el estudio de sus objetos de uso). Las cosas de usar, incluso, con el tiempo, pueden adquirir un alma (a veces en muchas culturas, se las bendice, tienen un nombre propio, se las venera). Roberto Espósito tiene un libro muy hermoso titulado Las personas y las cosas (2015) donde apunta a la posibilidad de pensar en algo así como “el alma de las cosas” que, desde luego, se va constituyendo en nuestro trato continuado con ellas y en esa forma particular de intercambio no-económico que es el regalo.

Pero siendo, como son, “cosas del mundo” (y no sólo “cosas de la vida”), los útiles se hacen invisibles en el uso y vuelven, de alguna manera, a la naturaleza. No podemos contemplar el dedal mientras cosemos, no podemos pintar nuestras botas mientras subimos una montaña, no podemos ad/mirar el martillo mientras clavamos clavos. Podríamos decir que las cosas de usar sólo vuelven al mundo, a la cultura, a la presencia, cuando se vuelven anacrónicas (cuando, alejadas del tiempo en que eran usadas, se museifican) o cuando se rompen (cuando han dejado de estar embebidas en su función, cuando se hacen inútiles y dejan de servir), es decir, cuando se suspende o se interrumpe su uso, cuando se ponen a distancia y se convierten en interesantes en sí mismas.

La sociedad capitalista convierte todo en útil y en instrumento, mide todas las cosas por su función y por su eficacia. Además, la lógica de la renovación permanente y de la obsolescencia programada impide que los útiles ganen presencia y tengan alguna forma de permanencia, no les da tiempo para que puedan tener pasado, pasar de generación en generación, adquirir un alma. Nuestra sociedad destruye todo lo que se ha convertido en inútil, en anticuado, en pasado de moda, en viejo, y lo convierte en deshecho, en residuo, en desperdicio. Nuestra sociedad funciona como una gigantesca producción de objetos de consumo y de objetos de producción, de cosas de comer y de cosas de usar, pero funciona también como una gigantesca producción de basura en la que también los seres humanos son reducidos a utilizables o desechables. Las teorías del capital humano o de los recursos humanos mostrarían esta lógica en la que los hombres se convierten, ellos también, en cosas de comer o en cosas de usar.

Las cosas de mirar, las maravillas, son cosas de las que se ha suspendido la utilidad, de las que se ha suspendido también el desgaste del tiempo, y que han sido colocadas a distancia. Las maravillas no pueden ser devoradas y tampoco pueden ser usadas. Su existencia implica la interrupción del hambre y de la utilidad. Su presencia exige de estabilidad y de consistencia. Por eso no están en la boca o en la mano, sino que se hacen presentes en el espacio público (en sentido arendtiano: como espacio de visibilidad, de aparición y de comparecencia), es decir, en tanto que son colocadas entre los hombres, puestas a esa justa distancia en la que pueda constituirse a su alrededor el espacio (y el tiempo) de la atención, de la palabra, del juicio y del pensamiento.

Si con los comestibles nos relacionamos a través del hambre y con los fungibles a través del uso, con las maravillas nos relacionamos a través de la palabra, del juicio y del pensamiento. O, dicho de otro modo, es el hambre el que convierte las cosas en comestibles, es el uso el que las convierte en fungibles, pero son la palabra, el juicio y el pensamiento los que las convierten en maravillas. Y es el espacio público en que estas cosas están situadas el que hace que los hombres no sólo vivan en la tierra sino que habiten un mundo. Dice Santiago Alba:

Mediante las cosas de mirar o maravillas –ciertas piedras, ciertas palabras, ciertos colores, pero también las cosas de la ciencia, o las ideas–, apartadas convencionalmente del circuito rápido de la vida y de la espiral lenta del uso, declaradas al mismo tiempo incomestibles e inútiles, se abre esa distancia que permite al hombre medir, y no sólo calcular, y establecer, al menos virtualmente, un espacio común, una memoria colectiva, el lugar del juicio y del pensamiento. Las cosas de comer sirven para mantener la vida; las cosas de usar sirven para mantener la sociedad; las cosas de mirar sirven para mantener el mundo. El juego mismo de la cultura humana ha consistido básicamente en esta división y en la posibilidad, por tanto, de considerar las cosas desde al menos tres puntos de vista diferentes (como comida, como herramienta, como monumento). (Alba Rico, 2007: 112-113)

Poner el mundo encima de la mesa

En el texto que estoy comentando Alba habla de los hombres pero no de los niños23, y habla del espacio público y sus monumentos pero no de la escuela (que también es un espacio público) y sus materias de estudio. A los niños hay que cuidarlos, darles de comer y enseñarles a comer, pero cuidando que no sea la sociedad de consumo la que se los coma a ellos. A los niños hay que enseñarles a usar herramientas y enseñarles a hacer cosas, a trabajar, aunque cuidando que no sea la sociedad de la producción (y de la autoproducción) la que los use a ellos, la que los instrumentalice, la que los convierta en herramientas. Pero, sobre todo, a los niños hay que enseñarles las maravillas e introducirlos en el mundo.

Podríamos decir (a partir de Arendt y de Santiago Alba) que la escuela no está (sólo) para el mantenimiento de la vida o de la sociedad sino, sobre todo, para mantener o sostener el mundo. La tarea de la escuela, si no quiere estar (sólo) al servicio de la economía o de la sociedad, es salvar el mundo, es decir, poner algunas cosas a distancia, interrumpir el hambre, suspender el uso, convertir las cosas en maravillas, en ese tipo especial de maravillas que son las materias de estudio, en cosas a las que vale la pena atender y cuidar, en las que vale la pena demorarse, en materialidades puestas, compuestas y dispuestas para que los niños y los jóvenes puedan (aprender a) leer, a mirar, a hablar, a escribir, a juzgar y a pensar.

En un libro que ha sido muy inspirador para nosotros (Simons y Masschelein, 2014) –y que tomamos como base para el primero de nuestros Elogios (Larrosa, 2018)–, Simons y Masschelein dicen que la escuela:

Es el tiempo y el lugar en el que nos preocupamos e interesamos especialmente en las cosas o, en otras palabras, la escuela focaliza y dirige nuestra atención hacia algo. La escuela (con su profesor, su disciplina escolar y su arquitectura) infunde en la nueva generación la atención hacia el mundo: las cosas empiezan a hablar(nos). La escuela nos hace atentos y permite que las cosas (desvinculadas de sus usos y hechas públicas) se tornen “reales”. En ese sentido, las cosas que componen el mundo no son un recurso, un producto o un objeto de uso en el interior de una cierta economía. Abrir el mundo tiene que ver con el momento mágico en el que algo exterior a nosotros nos hace pensar, nos invita a pensar, nos hace rascarnos la cabeza. En ese momento mágico, algo deja de ser una herramienta o un recurso y se transforma en una cosa “real” y significativa, en una materia o en un asunto que importa. Una demostración matemática, una novela, un virus, un cromosoma, un bloque de madera o un motor: todas esas cosas se vuelven interesantes y significativas (…). La escuela se convierte en el espacio/tiempo del inter-esse, de eso que compartimos entre nosotros: el mundo en sí mismo. En ese momento, los estudiantes se exponen al mundo y son invitados a interesarse por él. Sin mundo no hay interés ni atención. (Simons y Masschelein, 2014: 50-51)24

En ese sentido, la escuela también suspende el hambre y la utilidad separando y monumentalizando las cosas, haciéndolas presentes, pero de una forma particular, de una forma, podríamos decir, escolar: inscribiéndolas en una pizarra, dibujándolas en un muro (o en una lámina colgada de un muro), dándolas a leer y a mirar, confiriéndoles autoridad y presencia, poniéndolas sobre la pared o, por usar una imagen más general, depositándolas encima de la mesa. En la escuela, dicen Simons y Masschelein, “siempre hay algo sobre la mesa”. Aunque habría que precisar que la mesa escolar no es, desde luego, la de los co-mensales, pero tampoco es una mesa de trabajo o una mesa de deliberaciones. Para Arendt, la mesa funciona también como una metáfora de lo que constituye una esfera pública centrada en el mundo. Concretamente:

El término “público” significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él.

Y eso porque:

Un mundo está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo. (Arendt, 1990c: 230)

La mesa de la escuela, lo he dicho ya, no es de comer, de trabajar o de deliberar, sino una mesa de estudio. La escuela hace mundo y presenta al mundo (constituye maravillas y organiza un espacio y un tiempo para las maravillas) en tanto que convierte cualquier cosa (también las cosas de comer y las cosas de usar) en ese tipo particular de cosas de mirar que son las materias de estudio. Es así como la educación tiene que ver, como decía Arendt, con la transmisión, la comunicación y la renovación del mundo. Otra vez en palabras de Simons y Masschelein:

Educar a un niño no tiene que ver con la socialización. No tiene que ver con asegurar que los niños acepten y adopten los valores de su familia, de su cultura o de la sociedad en que viven. Tampoco tiene que ver con desarrollar los talentos o las capacidades de los niños (…). Educar a un niño tiene que ver con algo fundamentalmente diferente: con abrir el mundo y con traer el mundo a la vida (…). Tiene que ver con hacer del mundo algo que les hable (…). Tiene que ver con dotar de autoridad al mundo (…). Tiene que ver con prestar atención al mundo, respetarlo, encontrarlo, estar presente en él, estudiarlo y descubrirlo.

El mundo como materia de estudio

En un ejercicio que hicimos en Florianópolis (Brasil) preguntamos en varias escuelas por sus salidas escolares, es decir, por la lista de esos espacios de la ciudad que la escuela escolariza cuando los visita. Para nuestra sorpresa, nos dijeron que la primera salida había sido a un centro comercial en el “día de los niños”, ese en el que se les organizan actividades lúdicas y se los carga de propaganda. Desde luego, nuestra objeción no fue a que la escuela visitara un centro comercial sino a que le entregara los niños para que entraran en él desde la perspectiva del hambre y del consumo. La escuela puede visitar cualquier lugar, claro, pero para estudiarlo. Los escolares pueden entrar en un centro comercial, claro, pero no como consumidores sino como estudiantes, no para comer sino para mirar, para dibujar, para escribir, para leer, para fotografiar, para hablar, para pensar. O, dicho de otro modo, para relacionarse con él en tanto que mundo, no al modo de la comida sino de la maravilla. Si no es así, no sólo son los niños los que comen, sino también los que son devorados. La escuela puede escolarizar el centro comercial (puede convertirlo en materia de estudio), pero no puede permitir que sea el centro comercial el que se coma la escuela (el que reciba a los escolares como si fueran niños hambrientos o niños a los que hay que despertar el hambre).

Estudiar la escuela

La primera escena escolar será la que aparece en Elogi de l’escola, una película filmada por los alumnos de la escuela de Bordils, en Cataluña, y realizada por la asociación Abaoqu. La película está en el Dvd incluido en el libro Elogio de la escuela (Larrosa, 2018) y cuenta la manera como la escuela de Bordils celebró su 75 aniversario. Los niños se dedicaron a medir la escuela, a dibujarla, a fotografiarla, a filmarla, a estudiar sus sucesivas reformas y transformaciones, a entrevistar a viejos alumnos y a antiguos profesores para saber de su historia, y también a exteriorizar, escribiéndolas y dibujándolas, sus propias vivencias escolares, sus sentimientos y sus pensamientos en los distintos espacios escolares.

Lo que hicieron no fue otra cosa que una serie de ejercicios de atención y de gramatización en los que la escuela pasó de ser vivida a ser estudiada, en que dejó de ser una cosa de usar y se convirtió en una cosa de mirar y de ad/mirar, en algo interesante por sí mismo. Lo que los profesores hicieron fue ofrecer la escuela como materia de estudio y sugerir, además, los procedimientos y los ejercicios a través de los cuales la escuela podía ser revelada, presentada y representada, traída a la presencia, mirada y ad-mirada, convertida en maravilla. Lo que la película muestra es cómo la escuela, poco a poco, empieza a hablarles a los niños, a decirles cosas. La escuela, al ser estudiada, fue puesta a distancia y fue colocada en medio, no sólo frente a los niños sino entre los niños. Se convirtió así en objeto de juicio, de palabra y de pensamiento. Y se convirtió también en una cosa al mismo tiempo temporal e intemporal.

Una cosa temporal porque fue mostrada en lo que fue y porque fue proyectada en lo que podría ser. Al final de la película, cuando los niños enuncian sus deseos para el futuro de la escuela, hay una niña que dice que cuando la escuela haga 150 años le gustaría que los niños que la habiten encuentren algún rastro de su paso por ella. La escuela se convierte en algo que ya tenía un pasado cuando los niños entraron en ella y en algo que seguirá estando en el tiempo (aunque de otra manera, claro) cuando los niños la abandonen y quizás la olviden. Los niños aprenden ahí que el mundo no ha nacido con ellos y que no terminará cuando ellos mismos desaparezcan (lo que los niños aprendieron ahí fue algo así como la durabilidad del mundo).

Y una cosa intemporal porque, convertida en película (en cosa de mirar), un momento de la escuela misma se separó de la usura del tiempo y se constituyó en un documento, en un monumento o en una materia de estudio que otras personas podrán admirar y sobre la que podrán seguir hablando y pensando. Al hacer la película, la experiencia quedó materializada, gramatizada, colocada en un soporte capaz de atravesar el tiempo y de trascender el espacio. Y la escuela de Bordils se convirtió en una maravilla no sólo para los niños que la hicieron sino también para nosotros que podemos verla una y otra vez y, si es en una sala de clase, hacer que la película nos diga algo, hacerla hablar, para poder hablar con ella o a partir de ella.

Suspender el hambre

Una cosa de comer, una manzana por ejemplo, o un membrillo, se convierte en maravilla pintándola, fotografiándola, filmándola, dedicándole un poema o estudiándola. Y lo mismo podríamos decir de una cosa de usar, de unas botas por ejemplo. Por eso las manzanas de Cézanne nos hacen descubrir las manzanas, lo que nos muestran los membrillos que Antonio López pinta en la película de Víctor Erice no son otra cosa que membrillos dorados por el sol de la tarde, lo que las botas de Van Gogh traen a la presencia son simplemente unas botas desgastadas por el uso, y la rosa de los poemas de Rilke no está ahí para decirnos que el poeta la ama, sino que nos ofrecen la rosa misma en su esplendor y su pureza, pero también en su marchitarse y en su deshojarse.

Eso es lo que hacen los artistas o, en general, los poetas: proporcionan una visión de las cosas en la que ellas son, es decir, las re-velan, las des-cubren y las ponen en la luz. Los poetas lo son porque exponen lo que en la percepción descuidada no percibimos, lo que vemos de manera automática, ese “ver” o ese “decir” en los que las cosas no aparecen en sí mismas. Y los poetas son los que las hacen aparecer “de nuevo”, arrancándolas del olvido cotidiano en el que las sumergen nuestros afanes y nuestros descuidos. Sólo en la re-presentación (en la represión acertada) las manzanas son en verdad manzanas, las botas botas y las rosas rosas.

En esa línea, y hablando del arte moderno o del arte en la época materialista, Boris Groys dice que:

Hace visibles las cosas que permanecerían invisibles si no se representaran artísticamente. De hecho, todas las cosas ordinarias son difíciles de ver porque existen dentro del flujo material: son finitas, mortales, están cambiando constantemente de forma y son accesibles a nuestra mirada solo por un breve lapso. También tendemos a pasar por alto las cosas en su “coseidad” específica cuando las utilizamos para nuestros propósitos prácticos. Para poder ver las cosas tenemos que dejar de utilizarlas y empezar a contemplarlas. En otras palabras, el arte en la era materialista es hacer ver las cosas. (Groys, 2016: 132)

Además, las manzanas de Cézanne, los membrillos de López y de Erice, y las botas de Van Gogh nos descubren también las formas y los colores. Y los poemas de Rilke nos descuben las palabras. Un cuadro es el lugar donde los colores y las formas se pueden mirar (y no sólo ver). Y un poema es el lugar en el que el lenguaje se puede mirar y escuchar (y no sólo usar). En los cuadros hay manzanas, membrillos y botas, sí, en los poemas hay rosas, también, pero los cuadros nos permiten mirar las formas y los colores como tales, como formas y como colores, del mismo modo que los poemas nos permiten escuchar y contemplar el lenguaje en sí mismo, como tal, en su esplendor y en su maravilla. Las manzanas “de verdad” tienen forma y color, sí, pero eso sólo lo podemos ver si las miramos como un pintor. Y la lista de precios de una floristería también muestra el lenguaje en sí mismo, pero sólo si la contemplamos como un poeta.

Por otra parte, convertidas en cosas de mirar, las manzanas, los membrillos, las botas y las rosas son ya representaciones, es decir, cosas que se hacen presentes, se presentan y se re-presentan. Y son también espectáculos, es decir, cosas que se miran, se ad-miran y se re-miran (re-spectare). Cosas cuya misma existencia ante nosotros nos convierte en espectadores. Las cosas de mirar, de re-mirar y de ad/mirar están colocadas en el espacio público (ese en el que las cosas del mundo a-parecen o com-parecen y, por tanto, ese en el que sedimentan las palabras, los juicios y los pensamientos).

Pero el espacio público es también ese en el que a-parecen o com-parecen los ciudadanos, los hombres libres, con sus palabras, sus juicios, sus pensamientos y sus acciones. No los esclavos, ni los individuos privados (idiotés), sino los ciudadanos, es decir, las personas que comparten un mundo. También Santiago Alba insiste en que el mundo es la condición misma de un espacio público (y al revés) en el que los hombres, alrededor de las maravillas que comparten, pueden establecer relaciones desinteresadas:

La contemplación de un cuadro o de una estatua presupone la conciencia inmanente de una transcendencia cultural; sólo es posible a partir de un ejercicio de implícita renuncia, de una suerte de contrato ascético en virtud del cual unas uvas se hacen de pronto visibles porque hemos renunciado a comérnoslas. Porque hemos decidido que existan. Si el arte es “re-presentación” es justamente porque las cosas sólo existen para la mirada cuando se presentan por segunda vez, cuando vuelven a presentarse allí donde no podemos comérnoslas. (Alba Rico, 2007: 20)25

En otro lugar:

Todos los pueblos de la tierra han decidido colectivamente, en una especie de plebiscito cultural ininterrumpido, renunciar a comerse, y al mismo tiempo inutilizar, ciertos objetos que por esto mismo, en algún sentido, religioso o no, tendrán un valor sagrado: objetos de culto, edificios públicos, monumentos, obras de arte y también criaturas de la ciencia (desde los números a las estrellas). Al contrario que las cosas de comer o las de usar, las maravillas no están aquí, no están en mí, sino ahí, lejos del alcance de la boca y de las manos. Que no estén al alcance de la boca y de las manos no significa que estén sólo al alcance de la mente; al contrario, si están al alcance de la mente es porque, estando ahí y no aquí, están al alcance de todos.

Y continúa:

Las maravillas que nos detienen en el camino son la garantía última contra el solipsismo; su propia existencia al alcance de la vista presupone las condiciones de una estructura mental compartida, de un espacio público mental en común; a partir de esas condiciones se podrá o no hacer política, pero sin ellas –sin las maravillas– toda política (buena o mala), como toda cultura (mejor o peor), será sencillamente imposible. Es a eso, en términos muy groseros, a lo que Kant llamaba “juicio”.

Suspender el uso

También Hannah Arendt remite al juico estético, a lo que Kant también llamaba “gusto”, un modo de pensar ampliado que necesita de la presencia de otros. La del juicio, dice Arendt “es una actividad importante, si no la más importante, en la que se produce este compartir-el-mundo-con-los-demás”. Y más adelante:

La actividad del gusto decide la manera en que este mundo tiene que verse y mostrarse, independientemente de su utilidad y de nuestro interés vital en él (…). El gusto juzga al mundo en sus apariencias y en su mundaneidad; su interés en el mundo es puramente “desinteresado”, y eso significa que no hay en él una implicación ni de los intereses vitales del individuo ni de los intereses morales del yo. Para los juicios del gusto, el objeto primordial es el mundo, no el hombre ni su vida ni su yo. (Arendt, 1990c: 234)

Se comprenderá entonces que para Alba Rico el gran destructor del mundo (y de las maravillas que lo componen, así como del espacio público que lo hace posible) sea el capitalismo, esa estructura social que produce lo que él llama “la liberación del hambre y la privatización de la mirada” (2007: 17), y que para Arendt sea lo que ella llama a veces sociedad de masas y a veces sociedad de consumo, esa en la que el tiempo libre se usa “para más y más consumo y más y más entretenimiento”, esa “que se alimenta de los objetos culturales del mundo”, esa cuya “actitud central ante todos los objetos, la actitud del consumo, lleva a la ruina a todo lo que toca” (1990c: 223). El capitalismo, dice Alba, es una guerra contra las cosas, y la sociedad de masas, dice Arendt, es una guerra contra el mundo.

Con el arrasamiento y la desaparición del mundo (y de las maravillas que lo componen, y del espacio público que lo hace posible) desaparece la escuela (el lugar de la transmisión, la comunización y la renovación del mundo), pero también el ágora (el ámbito en el que los hombres no dialogan sólo sobre lo conveniente sino sobre lo justo y lo injusto), y también la filosofía (el ámbito de la contemplación y de la teoría, ahí donde la pregunta no es para qué sirven las cosas sino qué son). Lo que desaparece, en definitiva, son todos esos huecos situados en el interior de la ciudad en los que la relación con las cosas no está regida por el hambre ni por el uso, y en el que los ciudadanos están no como productores, consumidores o usuarios, sino como hombres libres e iguales que miran, juzgan, piensan y hablan. Y cuando el mundo desparece ya no hay maravillas que tengan la suficiente estabilidad y consistencia como para aparecer y permanecer entre los hombres, y tampoco pueden existir los espacios públicos en los que se da una comunidad plural de hombres mundanos, esos que fundamentan su libertad justamente en una relación libre, igualitaria y desinteresada con el mundo.

Además, si hay una forma de injusticia en el reparto desigual de las cosas de comer y de las cosas de usar, también la hay en el reparto desigual de las cosas de mirar. Es claro, por otra parte, que no es lo mismo compartir el pan, compartir el arado o compartir un cuadro sobre el pan o un poema sobre el arado (no son formas idénticas de compartir). Además, hay también injusticia (quizá la injusticia mayor) en que la vida de algunos seres humanos esté reducida a las relaciones con las cosas de comer y con las cosas de usar, mientras que sólo algunos puedan tener acceso a las maravillas (y al tiempo libre y al espacio público en el que las maravillas pueden aparecer). Y habría que decir también que la injusticia en el reparto desigual del pan y del arado puede convertirse también en “cosa de mirar” o en “cosa de estudiar” (puede ponerse a distancia y ante los ojos) y, por tanto, en algo sobre lo que hablar, pensar y juzgar en común.

Podríamos decir, entonces, que lo que hace la escuela al convertir cualquier cosa en materia de estudio no es otra cosa que educar el juicio y el gusto. O, por decirlo de otra manera, que la escuela, en tanto que presenta las cosas suspendiendo su utilidad, no para consumirlas o para usarlas sino para estudiarlas “porque son interesantes en sí mismas”, para hacerlas presentes en su “mundaneidad”, lo que hace es presentar las cosas “estéticamente”, es decir, disponerlas para el libre uso público y en público de los sentidos, las palabras, los juicios y los pensamientos. Algo no muy alejado de lo que Friedrich Schiller elaboró como “educación estética del hombre”, trabajando también, como Arendt y Alba, en la estela de lo que Kant llamaba “juicio”.

Tomar distancia

La segunda escena escolar será la transcripción de una historia muy bella que cuenta Freire en un texto sobre las campañas de alfabetización en África:

Entre los innumerables recuerdos que guardo de la práctica de los debates en los Círculos de Cultura de São Tomé, me gustaría referirme a uno que me toca de modo especial. Visitábamos un Círculo en una pequeña comunidad de pescadores llamada Monte Mário. Estaba como generadora la palabra “bonito”, nombre de un pez, y como codificación un expresivo dibujo del poblado con su vegetación, sus casas típicas, con barcos de pesca en el mar y un pescador con un bonito en la mano. El grupo de alfabetizandos miraba en silencio la codificación. En cierto momento se levantaron cuatro de ellos, como si lo hubieran acordado, y se dirigieron hacia la pared donde estaba fijada la codificación (el dibujo del poblado). Observaron la codificación de cerca, atentamente. Después se dirigieron a la ventana de la sala donde estábamos. Miraron el mundo de fuera. Se miraron entre ellos, con los ojos vivos, casi sorprendidos, y mirando otra vez la codificación dijeron: “Es Monte Mário. Monte Mário es así y no lo sabíamos”. A través de la codificación, aquellos cuatro participantes del Círculo “tomaban distancia” de su mundo y lo reconocían. En cierto sentido era como si estuvieran “emergiendo” de su mundo, “saliendo” de él para conocerlo mejor. En el Círculo de Cultura, aquella tarde, estaban teniendo una experiencia diferente: “rompían” su estrecha ‘intimidad’ con Monte Mário y se ponían delante de su pequeño mundo cotidiano como sujetos observadores. (Freire, 2015: 57)

Me parece que esta escena puede ilustrar una de las frases más conocidas de Freire, esa que dice “nadie educa a nadie, así como nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí por la mediación del mundo” (2012: 72). Podría objetarse, seguramente con razón, que Freire no habla de una relación estética con el mundo, con lo que él llama, en esa misma página, los “objetos cognoscibles”. Freire insiste constantemente en una relación crítica y transformadora. Pero esa relación también supone la palabra, el juicio y el pensamiento. Y sólo puede constituirse cuando eso que llama mundo deja de ser el mundo vivido y comienza a ser el mundo escrito, dibujado, gramatizado, distanciado, mirado, observado y, en definitiva, estudiado.

Un hogar mundano

En el párrafo de Hannah Arendt con el que he comenzado este texto, la educación se relaciona con un doble amor: el amor al mundo y el amor a la infancia. Es ese doble amor el que permite pensar la escuela como un lugar no sólo de preparación para la vida sino, sobre todo, como un espacio y un tiempo separado para hacer posible la transmisión, la comunización y la renovación del mundo. Pero ese doble amor supone también una doble protección: hay que proteger a los niños del mundo y hay que proteger también al mundo de los niños. Para que el mundo (de la economía y de la sociedad, del hambre y la utilidad, de las cosas de comer y las cosas de usar) no se coma a los niños y a los jóvenes, instrumentalizándolos, y para que los niños y los jóvenes no devoren el mundo (el de las cosas de mirar, el de las maravillas), consumiéndolo o usándolo. O, dicho de otra manera, hay que mantener una cierta distancia tanto entre el mundo y los niños como entre los niños y el mundo:

El pequeño requiere una protección y un cuidado especiales para que el mundo no proyecte sobre él nada destructivo. Pero también el mundo necesita protección para que no resulte invadido y destruido por la embestida de los nuevos que caen sobre él con cada nueva generación. (Arendt, 1990c: 197-198)

La palabra mundo significa dos cosas en esta cita. Algo que puede ser destructivo para los niños y para los jóvenes. Y algo que debe ser transmitido a las nuevas generaciones (para su renovación) y, a la vez, protegido de ellas (para que no lo destruyan). En este último sentido, una de las formas del mundo es lo que en otros tiempos se llamaba cultura, y una de las formas de destrucción del mundo es lo que hoy se llama consumo y utilidad.

La cultura es, para Arendt, un conjunto de cosas tangibles (libros y cuadros, estatuas, edificios, música, ideas, teoremas), sustraído a la erosión del tiempo (por una decisión de conservación y preservación), sustraído también a cualquier uso o utilidad, destinado apenas a “captar nuestra atención y conmovernos”. Esas cosas mundanas trascienden necesidades y funciones y, como dice Arendt:

Son las únicas cosas sin ninguna función en el proceso vital de la sociedad. En términos estrictos, no se fabrican para los hombres sino para el mundo, destinado a perdurar más allá del curso de una vida mortal, más allá del ir y venir de las generaciones. No se consumen como bienes de consumo, ni se desgastan como objetos de uso, y además, deliberadamente, se las aparta del proceso de consumo y uso y se las aísla de la esfera de las necesidades vitales humanas.

De la existencia de esas “cosas” depende que los hombres no sólo vivan en la tierra sino que habiten un mundo, que tengan eso que Arendt llama “un hogar mundano”, eso que sólo adquiere existencia en tanto que “cultura”, cuando ese tipo de cosas se organiza de tal manera que pueden sobrevivir a la vida de las personas que habitan entre ellas precisamente porque son sustraídas de cualquier funcionalidad y de cualquier utilidad, es decir, cuando no sirven para nada.

Entonces, las condiciones para la transmisión, la comunización y la renovación del mundo (que son las mismas que impedirían su destrucción, que lo preservarían de nuestro apetito y de nuestra voracidad) serían, al menos por ahora, tres. La primera: sustraer algunas cosas del uso, de la función y de la utilidad; la segunda: ponerlas a distancia para establecer con ellas una relación al mismo tiempo interesante y desinteresada; la tercera: llamar la atención sobre ellas y demorarse en ellas, hacerlas hablar y hablar de ellas. Y eso es lo que hace, o hacía, la escuela.

Refugios para el mundo

La siguiente escena escolar está contada en la segunda parte de mi libro Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor, se titula “De dunas y catedrales” y dice así:

Como teníamos un día libre antes de la reunión de Anped, decidimos tomar un taxi hasta Raposa para conocer el pueblito, dar un paseo en barco por el río y comer pescado. Cuando el barquito entró en una ensenada donde la corriente se calmaba y se podía entrar tranquilamente en el agua, el espectáculo era desolador: seis o siete barcos como el nuestro, pero con parrilla de asar carne humeando en la popa, varias docenas de paseantes con el agua hasta la cintura y latas de cerveza en la mano, música a tope, esas cosas. Un poco más adelante el barco ancló junto a unas dunas en las que había otra buena cantidad de gente rodando por la arena, gritando y haciéndose fotos. Nada contra el turismo popular (el turismo de los ricos es infinitamente más depredador porque lo que deja no es sólo basura sino todas esas construcciones horribles que ensucian y a la vez privatizan las playas). Apenas la sensación de que a veces el mundo parece que está ahí para ser devorado, consumido, disfrutado, como una mercancía o un juguete.

Esa misma tarde, a la vuelta a São Luiz, aún tuvimos tiempo para ver otra escena: esta vez un grupo de escolares de uniforme en las escaleras de la catedral, jugando, correteando y haciéndose fotos, disfrutando de la salida escolar. Pero cuando entraron en la iglesia todo cambió: el profesor los hizo sentar, los hizo callar, les mandó apagar los celulares, y comenzó a llamar su atención sobre los retablos y las pinturas, comentándolos y contando historias. A partir de ese momento los chicos y las chicas se convirtieron en alumnos, la catedral dejó de ser un templo, un juguete o un espacio turístico y se convirtió en materia de estudio. Su uso religioso, lúdico o turístico quedó suspendido y fue el gesto del profesor el que la puso a distancia y, de alguna manera, la hizo hablar. La iglesia fue puesta a disposición de todos y todo el esfuerzo del profesor estaba en orientar y disciplinar la atención y en tratar de que lo que estaba ahí, ante los ojos de todos, dijera alguna cosa y fuera interesante.

Inmediatamente pensamos que si a la ensenada o a las dunas hubiera llegado un grupo de escolares acompañados por su profesor, el río y las formaciones de arena hubieran sido tratadas de otro modo, ya no como materia de disfrute sino como materia de estudio: la ensenada se hubiera convertido en una ensenada escolar, la duna en una duna escolar y la vegetación de la ribera en una vegetación escolar y escolarizada (es decir, no dispuesta para su consumo sino para su estudio). Pero no sólo las cosas serían otras, sino que también lo serían las actitudes, las palabras y las actividades. En cualquier caso, tanto la escena de la catedral como la de las dunas nos habían permitido ver algo de lo que es la escuela y de lo que hacen los profesores en relación con el mundo.

Además, como tanto la ensenada como las dunas estaban en el límite de un espacio natural protegido, aún nos dio tiempo para darle un par de vueltas a la lógica de la preservación, esa que hace que algunas cosas (como los glaciares, los osos polares, los manglares, los guarás, o las lagunas de agua dulce que estaban cerca de allí) sean extraídas del mundo de la economía a través de la prohibición expresa y obligatoria de convertirlos en mercancía y, por lo tanto, de devorarlos y destruirlos. Pensamos que esas cosas que necesitan ser protegidas son demasiado frágiles y vulnerables para protegerse a sí mismas (por eso tienen que ser protegidas por otros), que si se las desposee de todo valor económico se puede decir que no sirven para nada, que al protegerlas decidimos precisamente no servirnos de ellas sino ponernos nosotros a su servicio, que la lógica de la preservación de alguna manera las sacraliza (véanse si no las expresiones de origen religioso, como santuario o paraíso, que se usan en los lugares de protección ecológica) en tanto que supone que la conservación de su mera existencia tiene que ver con algo así como con la dignidad, sea eso lo que sea, de nuestra forma de estar en el mundo.

Elogio del profesor

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