Читать книгу El profesor artesano - Jorge Larrosa - Страница 11

Оглавление

Sentir una meta: impaciencia;

empezar un camino: paciencia (y viva emoción).

Peter Handke

La experiencia, el mundo y el oficio

(Con José Contreras, Núria Pérez de Lara y Richard Sennett)

Un curso es algo que se hace (o que se sigue). Pero es algo, también, que uno se dispone a hacer (o a seguir). Para comenzar (a cursar) un curso hace falta una cierta disposición: hay que disponerse a comenzar, y de esa disposición depende la manera de ponerse en camino. Lo que hace el profesor cuando comienza un curso no es solo proponer un camino, sino también disponer una manera de ponerse en movimiento.

La clase inicial la hicimos juntos el profesor Contreras y yo, y la dedicamos a una primera aproximación a los que iban a ser los asuntos del curso. Pepe iba a tratar de la investigación y yo de la docencia, y ambos íbamos a explorarlas desde la perspectiva del oficio. Lo que pretendíamos era aproximar el hacer del investigador y el del profesor a otros oficios artesanos y ver si eso podía dar a pensar alguna cosa interesante que nos permitiera, además, separarnos de algunas de las doxas contemporáneas que tienen que ver con la profesionalización, la estandarización y la mercantilización, tanto de la enseñanza como de la investigación, así como su modelado desde el punto de vista de la eficacia, del rendimiento, de los resultados y de la productividad.

Como punto de partida usamos dos textos. El primero (que todos los estudiantes habían leído ya en otra disciplina) fue la introducción de Núria Pérez de Lara y del mismo José Contreras a su compilación titulada Investigar la experiencia educativa (1). Tomamos cinco motivos de ese texto con la intención de aproximar experiencia y oficio.

Para empezar, la experiencia entendida como relación con el mundo en el que estamos inmersos:

Tener experiencia de algo es, en primer lugar, estar inmersos en sucesos o actuaciones (…) que llevan consigo sus propias lecciones, su propio aprendizaje, su propio saber (…), y es condición de la experiencia estar implicados en un hacer, en una práctica, estar inmersos en el mundo que nos llega, que nos implica, que nos compromete o, a veces, que nos exige o nos impone.

El mundo, por tanto, como lo que nos ocupa o nos preocupa, lo que nos importa, eso a lo que atendemos y que cuidamos. Pensar la experiencia, por tanto, no desde la distinción entre el sujeto y el objeto, sino desde el estar-en-el-mundo como unidad existencial primera. El oficio como un modo de estar-en-el-mundo, de responder al mundo, de revelar-mundo o de hacer-mundo. Aprender el oficio como una manera de insertarse o de iniciarse en un mundo.

El segundo motivo fue la relación entre la experiencia, la vida y el cuerpo. La experiencia supone:

No solo la atención a los acontecimientos (…) sino el modo en que lo vivido va entretejiéndose con la vida, componiendo una vida, formando el poso desde el cual se mira el mundo, se entienden las cosas y se orienta el actuar (…). El cuerpo es el lugar donde se inscribe cada historia singular, el lugar donde sentimientos y pensamientos se manifiestan en latidos, en palabras, en imágenes.

La experiencia como lo que compone una forma de vida y el saber de experiencia como saber corporizado, incorporado, encarnado. El oficio no solo como trabajo u ocupación, sino como forma de vida. El oficio como repertorio de gestos, de maneras, de formas de hacer que revelan la singularidad del sujeto que lo ejerce, que lo vive, que lo encarna.

El tercero fue el saber de experiencia como saber práctico, derivado de una relación activamente comprometida con el mundo, como:

Una confianza no cognitiva, no discursiva, encarnada en la propia actuación (…). Un saber que poseen algunos educadores, aquellos a quienes reconocemos como maestros o maestras en su oficio.

La experiencia como maestría en el oficio; y como una maestría que no solo se tiene como una capacidad o un saber-hacer de carácter técnico, como una competencia o como una herramienta, sino que está encarnada en la manera propia de cada uno de hacer las cosas.

El cuarto motivo estuvo relacionado ya con lo que ocurre cuando la experiencia se pone a distancia (o cuando nos ponemos a distancia de la experiencia) y se convierte en impulso para la investigación, y tuvo que ver con la relación entre experiencia y pensamiento:

Pensamos porque algo nos ocurre, desde las cosas que nos pasan, a partir de lo que vivimos, como consecuencia de nuestra relación con el mundo que nos rodea (…). Es la experiencia la que nos imprime la necesidad de repensar, de volver sobre las ideas que teníamos sobre las cosas, porque justamente lo que nos muestra la experiencia es la insuficiencia o la insatisfacción de nuestro anterior pensar (…). Lo que hace que la experiencia sea tal es esto: que hay que volver a pensar.

La experiencia y la necesidad de pensar (no se piensa porque se quiere sino porque algo te hace pensar) como una cierta interrupción de nuestro modo de estar-en-el-mundo, como lo que ocurre cuando se produce un cierto desencaje en nuestros modos habituales, acostumbrados, de estar-en-el-mundo. El oficio como un vaivén entre hacer, experienciar y pensar. El oficio como lo que se hace, como lo que se sabe, pero también como lo que se piensa.

El quinto motivo, asimismo relacionado con el investigar, tuvo que ver con el decir o escribir la experiencia:

Si la experiencia busca ser pensada y expresada, la escritura es pasaje, puente, mediación, traducción entre vivir y pensar. Busca dar forma a lo que no está exactamente en ningún sitio sino en el “entre”, en el ir y volver (…). Por eso, escribir es hacer experiencia, no solo relatarla (…). Necesitamos palabras que sean con-sonantes con nuestra experiencia, que resuenen o sintonicen en ella, o bien que hagan que nuestra experiencia pueda ser, pueda suceder, porque nos abren dimensiones de nuestra percepción, de nuestra compresión, para ver otra cosa, para entender de otra manera (íbid, p. 82).

No se escribe sobre la experiencia sino desde ella. El mundo no es solo algo sobre lo que hablamos, sino algo desde lo que hablamos. Es desde ahí, desde nuestro estar-en-el-mundo, que tenemos algo que aprender, algo que decir, algo que contar, algo que escribir. Además, las palabras no solo representan el mundo, sino que lo abren; no son solo una herramienta, sino un camino o una fuerza. O, aún de otro modo, el lenguaje como el tacto más fino. El oficio está apalabrado; el hacer está inmerso en el decir, en el contar, en el poner lo que se hace y lo que se piensa en palabras, a veces en el escribir. Ejercer un oficio supone también explorar el lenguaje propio del oficio.

* * *

El segundo texto que usamos en esa primera clase fue la conclusión de El artesano, de Richard Sennett (2), ese libro en el que puede leerse una dignificación del ser humano en el trabajo, un compromiso con las actividades humanas ordinarias y una recuperación del espíritu de la artesanía. En ese texto, la experiencia se relaciona con la práctica del oficio y funciona como algo que la gente necesita para trabajar bien, como una cierta “libertad respecto de las relaciones entre medios y fines” o, dicho de otro modo, como una cierta separación de lo que se ha venido en llamar “la razón instrumental”. Por otra parte, el texto de Sennett también se distancia del subjetivismo que, en esta época narcisista, se ha apoderado de la idea de experiencia. Desde luego, la experiencia supone una cierta receptividad, una cierta sensibilidad, pero eso no quiere decir que “anide en el puro proceso de sentir”. De hecho, la idea de experiencia en el oficio tiene que ver, fundamentalmente, con la atención al mundo (y con la responsabilidad con el mundo), con el hacer las cosas bien, y no solo, ni principalmente, con la formación o con la transformación del sujeto. En ese sentido, el texto de Sennett rechaza explícitamente la palabra “creatividad” (quizá por sus connotaciones subjetivas, como si fuera una cualidad del sujeto creativo), aunque procura “tratar conjuntamente oficio y arte”, es decir, una cierta cualidad productiva y una cierta cualidad expresiva del hacer humano. Otro motivo que destacamos fue el del “orgullo por el trabajo propio que anida en el corazón de la artesanía como recompensa de la habilidad y del compromiso”.

Subrayamos, por último, la insistencia en un asunto que nos parece esencial tanto en la educación como en la investigación, la cuestión del tiempo, no solo del tiempo liberado de los imperativos de la eficacia y la productividad, sino también el tiempo indefinido, el tiempo que no cuenta y que no se cuenta, eso que Sennett llama “la lentitud del tiempo artesanal que permite el trabajo de la reflexión y de la imaginación, lo que resulta imposible cuando se sufren presiones para la rápida obtención de resultados”. En esa línea, insistimos en que darse tiempo (mucho tiempo y un tiempo lento, no sometido a plazos ni a prisas) es la condición de posibilidad de una concepción artesana tanto de la investigación como de la docencia. Si la investigación tiene que ver con leer y releer, con pensar y repensar, con hablar y escuchar, con escribir y reescribir, con conversar, se entenderá que no pueda ajustarse a la lógica de los plazos y de los deadlines. Y el dar tiempo es también la operación fundamental que hace la escuela y el gesto básico del profesor.

Pepe introdujo lo que iba a ser su parte del curso: una especie de taller narrativo, experimental y experiencial, acompañado de algunos textos, para tratar de captar la naturaleza de la experiencia de la investigación (o de la investigación como experiencia). Algo así como un taller de lectura y de escritura destinado a esclarecer la manera en que cada uno se relaciona con el oficio de investigador o, dicho de otro modo, con la investigación entendida como una artesanía. Por mi parte, anuncié mi voluntad de problematizar la naturaleza del oficio de profesor (si es que la docencia aún puede ser practicada como un oficio) y de comenzar poniendo a prueba la vieja y casi impronunciable palabra “vocación”.

* * *

Aproveché para hacer una referencia al único lugar del libro de Sennett en que aparece esa palabra, concretamente una sección que se titula “Vocación: un relato de apoyo” y que viene a continuación de una reflexión sobre los distintos significados que tuvo, para el arquitecto Adolf Loos y para el filósofo Ludwig Wittgenstein, el hecho de construir una casa. Para Wittgenstein, dice Sennett, la casa que construyó para su hermana fue una obsesión y un fracaso y, como se sabe, nunca más intentó esa tarea. Para Loos, sin embargo, “cada proyecto de edificio era como un capítulo de su vida”. A partir de ahí, siguiendo a Weber, Sennett se refiere a la vocación como una especie de “narración de sostén” en la que se relacionan “la gradual acumulación de conocimientos y habilidades y la convicción cada vez más firme de tener como destino hacer en la vida precisamente lo que se hace”. Es decir, la sensación de que “la vida tiene sentido”. La vocación, dice Sennett, surge de pequeños esfuerzos disciplinados, sin significación aparente, en los que se “prepara el terreno para la actividad automotivada y sostenida a lo largo de la vida”. Algo cada vez más difícil en una sociedad de empleos flexibles y aleatorios, en la que ya apenas existe “el impulso a hacer un buen trabajo” y en la que se ignora “el deseo de la gente de dar sentido a su vida”.

Solo para abrir la conversación (o para provocar un poco), comencé a hablar de los adolescentes de hoy (ese tópico), esos que ya entienden la escuela como una obligación, que son incapaces de interesarse por otra cosa que no sean ellos mismos y que suelen decir que están tan ocupados por las tareas escolares y extraescolares que “no les queda vida”. No sé qué deben entender por “vida”, aunque me imagino que se refiere a las cosas que sí les gustan y sí les interesan y que suelen estar relacionadas con el mirarse el ombligo, con esa pasión de nuestra época que algunos han llamado “onfaloscopía”. No pueden entender las ocupaciones como “vida” (como si la vida estuviera después del trabajo y consistiera precisamente en la suspensión de toda obligación y de toda responsabilidad) y lo que llaman “vida” tiene que ver con lo que produce satisfacción, generalmente con actividades de consumo (como si el mundo, el interés por el mundo, ya no significara nada, o como si el mundo fuera una cosa a ser consumida).

En ese contexto, eso del relato de sostén, del sentido de la vida, del acumular conocimientos y habilidades para hacer las cosas bien, del trabajo automotivado, etc., no puede tener ya ningún sentido. Y los chicos están ya preparados para ser los empleados perfectos del trabajo flexible de nuestros días, ese que exige un sujeto completamente vacío y vaciado, sin espesor y sin cualidades o, como diría Sennett, sin carácter, ese que exige individuos cuya única ambición “vital” sea el consumo.

Lo que ocurre es que, seguramente, la mayoría de sus padres y la mayoría de sus profesores comparten ese marco mental que supone cosas tan extrañas como que para estudiar hace falta “motivar a los chicos” (incapaces ya de cualquier interés por la cosa misma), que en cualquier cosa que hagan “tienen que ser los protagonistas” y, desde luego, “encontrar alguna satisfacción subjetiva” (como si lo más importante del mundo fueran ellos mismos) y que tienen que recibir algo a cambio de lo que hacen (generalmente un regalo comprado) “porque se lo merecen” (como si ya fueran incapaces de hacer cualquier cosa simplemente porque es su obligación o su responsabilidad).

Lo que quería, en definitiva, era apuntar la idea de que la relación con lo que se hace, con eso de lo que una se ocupa, no tiene que ver solo con me gusta / no me gusta, ni siquiera con una cuestión de talentos o capacidades (se me da bien / no se me da bien) sino también (quizá, sobre todo) con un modo de entender la vida y la responsabilidad con el mundo. De hecho, las personas de otras generaciones no entenderían eso de que la “vida”, en esta época desvitalizada, sea algo separado de las obligaciones, los vínculos, las responsabilidades y, desde luego, de lo que cada uno tiene como su trabajo, sus ocupaciones y sus preocupaciones.

A partir de ahí la conversación giró sobre la escisión contemporánea (que seguramente viene de muy antiguo) entre el saber-hacer y el saber-vivir o, en otros términos, entre las artes de la subsistencia y las artes de la existencia. Hoy se trata de someter la existencia al consumo y la subsistencia a la producción y, por tanto, de hacer imposible cualquier experiencia tanto de singularidad como de comunidad. Se trata también de la negación del amor a la tarea y de la responsabilidad con el mundo como móviles fundamentales de la acción humana (única posibilidad de que las artes-de-hacer no estén separadas de las artes-de-vivir) y de su sustitución por recompensas o estímulos exteriores, puramente económicos o, a lo sumo, narcisistas (todo eso del “ser reconocido” o del “ser valorado” como recompensas). Se trata, en definitiva, de separar el trabajo de la vida, tanto si la entendemos como vida singular o como vida colectiva.

Muchos alumnos hablaron de sus experiencias en relación a lo que llamaron “la proletarización de los profesores” (una proletarización disfrazada de “profesionalización” y que se ha convertido ahora en descualificación y en precarización) y de cómo esa proletarización precaria y supuestamente profesionalizada supone también la cancelación de un aprendizaje del oficio digno de ese nombre (en el sentido de que tanto el saber-hacer como el saber-vivir requieren experiencia y, por tanto, un tipo de aprendizaje que no tiene nada que ver con competencias y habilidades) y su sustitución por formas de adiestramiento que no son otra cosa que entrenamientos para la aplicación de protocolos uniformes y de metodologías estandarizadas, desde luego convenientemente evaluadas y jerarquizadas. Y así quedó planteado el asunto.

La materialidad de la escuela y el lenguaje de los profesores

(Con David Lapoujade, Peter Handke, Beatriz Serrano, Isabel González, Anna Carreras e Iván Illich)

Para pensar el oficio de profesor hay que referirse a la escuela, a la materialidad de la escuela. La escuela es para el profesor lo que la panadería para el panadero, la cocina para el cocinero o la zapatería para el zapatero: su taller, su laboratorio (si entendemos por “laboratorio” el lugar de la labor), su oficina (si entendemos por “oficina” el lugar del oficio), su obrador (si entendemos por “obrador” el lugar en el que se obra); el lugar en el que ejerce su oficio y donde están tanto sus materias primas como sus herramientas o sus artefactos de trabajo. De la misma manera que el profesor sostiene a la escuela (hace que la escuela sea escuela), la escuela sostiene al profesor (hace que el profesor sea profesor). Como escribe David Lapoujade:

Uno existe por las cosas que nos sostienen, así como las cosas que existen solo se sostienen por nosotros, en una edificación o una instauración mutua. Uno solo existe haciendo existir. O, más bien, uno solo se vuelve real convirtiendo en más real aquello que existe. (3)

Además, de la misma manera que un vocabulario material de la carpintería es constitutivo del oficio de carpintero, un vocabulario material de la escuela configura, en parte, el oficio de profesor. Iniciarse en un oficio es incorporar su vocabulario material, saber llamar a las cosas por su nombre. Reconocemos a un artesano no solo por lo que hace sino también por el modo en que habla de lo que hace. Dar existencia a las cosas del oficio es también nombrarlas, y ejercer cualquier oficio es, de algún modo, apalabrarlo (y apalabrarse en él).

* * *

Para que la conversación que pretendía para el curso fuera posible, había que sacar a la luz al “profesor que todos llevábamos dentro” y, por consiguiente, al “amor a la escuela” que le subyace. Porque lo que ocurre (lo que suele ocurrir en un curso de maestría) es que ese “profesor que llevamos dentro” y ese “amor a la escuela” suelen estar ocultados y oscurecidos. Primero en los alumnos, porque se sienten ya más investigadores que profesores y porque, en muchos casos, entienden su relación con la escuela desde la crítica y el cambio (cuando no, de una manera más burocrática, desde la evaluación, la gestión y la innovación). Y también en los profesores, en tanto actúan como expertos y especialistas que están exclusivamente preocupados por iniciar a los alumnos en los procedimientos estandarizados de producción, evaluación y mercantilización del conocimiento legítimo en eso que se llama investigación educativa. De hecho, el máster en el que estábamos trabajando se titulaba “Investigación y cambio educativo”.

La primera disposición que pretendía para el curso que comenzaba tenía que ver con ejercitar una aproximación amorosa tanto a la escuela como al oficio de profesor. Una aproximación que se apartara de la así llamada “distancia crítica” que suele naturalizarse como la posición adecuada de los investigadores. No deja de ser curioso que la iniciación en cualquier hacer artesano (en la carpintería o en la cocina, por ejemplo) tenga el amor como punto de partida, mientras que lo primero que se enseña a los aspirantes a profesores (o a investigadores en educación) es a criticar la escuela, a decir y a pensar lo que no les gusta y lo que creen que debería ser de otra manera; a querer cambiarla o, como se dice ahora, a ser innovadores (4). En la autopresentación que habían hecho en la sesión de acogida a los estudiantes recién llegados, la mayoría de los que después serían mis alumnos había mostrado un enorme entusiasmo en “cambiar la escuela” y, lo que es más preocupante, en “cambiar el mundo”, y no pude dejar de pensar, ya entonces, que no me lo iban a poner fácil.

La segunda disposición tenía que ver con lo que podríamos llamar una aproximación fenomenológica. La escuela es una institución muy investigada, muy evaluada, muy opinada, muy hablada, pero muy poco mirada. Y lo que yo quería era que intentáramos ver el oficio en su materialidad concreta, en sus gestos específicos, tratando, al menos en primera instancia, de suspender el juicio y de poner entre paréntesis las ideas, las ideologías y los discursos. Por eso, insistí, el trabajo con las películas y con los textos no debería estar normado por el “ver lo que se piensa”, por el proyectar sobre la escuela y sobre el oficio nuestras propias ideas y nuestros propios juicios, lo que ya sabemos y lo que ya pensamos, sino por el “pensar lo que se ve”, es decir, por tratar de ejercitar una mirada atenta y generosa que sea capaz de revelar o de traer a la presencia, sin demasiados implícitos, tanto lo que la escuela es como lo que el profesor hace.

La tercera disposición estaba relacionada con lo que podríamos llamar una concepción inactual del oficio, es decir, una manera de construir la figura del profesor artesano relativamente separada de los debates (y de los tópicos) del presente. Una figura que hiciera honor a un oficio milenario (y, desde luego, cambiante) en la que pudieran reconocerse tanto los que nos precedieron en el oficio como los que quizá nos seguirán en él.

Por último, la cuarta disposición tenía que ver con la diferencia entre aprendizaje y estudio, con considerar una Facultad de Educación no solo como el lugar donde se aprende el oficio sino también (y, quizá, sobre todo) como el lugar donde el oficio se estudia, es decir, se pone a distancia y se convierte en objeto de atención y de cuidado. En una Facultad de Educación no hay solo aprendices de profesores, sino que también hay estudiosos y estudiantes de la escuela y del oficio de profesor. O, mejor dicho, en una Facultad de Educación no solo se entrenan habilidades profesionales, no solo se aprenden técnicas, procedimientos o modos de hacer, sino que también se estudia, se piensa y se conversa sobre qué es eso de ser profesor y de hacer de profesor. (5)

* * *

Con todo eso, el primer ejercicio que propuse fue que cada uno de los estudiantes glosase brevemente alguna palabra que tuviera que ver con la escuela, que se refiriese claramente a lo escolar, pero intentando que la misma tuviera una referencia lo más material y concreta posible, tratando además de huir de todos esos términos que se han ido introduciendo recientemente en el vocabulario pedagógico y que resultan de la colonización del lenguaje de la educación por la economía (palabras como resultados, innovación, calidad, gestión, recursos, rentabilidad, aplicabilidad, etc.) o por la psicología cognitiva (y ahí la palabra nuclear sería aprendizaje) (6). La idea, además, era que un vocabulario material de la escuela debería “hacer hablar” a la escuela, debería ser capaz de hacer que la escuela dijera alguna cosa sobre lo que ella es.

Para enmarcar el ejercicio (para sugerir la relación entre las formas de nombrar y las formas de ver, y para sugerir la importancia de elegir y de cuidar las palabras) utilicé dos citas de Peter Handke. La primera:

Lenguajes oscurantistas (ennegrecen literalmente los ojos). (7)

La segunda:

Producir el mundo en la luz, sí. Pero ¿cuál es la luz del mundo? –El lenguaje (8).

De lo que se trataba era de ir construyendo entre todos una especie de vocabulario material de la escuela que fuera, a la vez, un vocabulario del oficio de profesor. Algo parecido a lo que yo mismo había hecho en un Abecedario del oficio de profesor que fue grabado en Rio de Janeiro y cuyo enlace pasé a los estudiantes por si querían darle una ojeada. (9)

La lista de palabras que los estudiantes propusieron y elaboraron fue la siguiente: biblioteca, mochila, patio, apertura, encuentro, sala, gesto, imagen, novedad, perspectiva, representación, recreo, dibujo, extraescolar, excursión, comedor, atención, escribir, leer, silencio, presente, zoquete, valores, cuaderno, campana, pizarra, uniforme, profesor, saber, paciencia, disciplina, estudiante, materia (de estudio), amor, común, cotidiano, emplazamiento, interés, maestra, relación, campana, fila, clase, amateurismo, libertad, tiempo, encarnación, horario, humanización, poder, público, espacio, alumno, aprendiz, mirada, juego, pupitre, amigos, descontextualización, autonomía, artesanía, alteridad, experiencia, reflexividad, bolígrafo, esfuerzo, hábito, libro, escuela, delantal (bata), inclusión, lápiz, respeto, emociones.

Transcribiré algunos fragmentos de las palabras que fueron glosadas.

* * *

La primera palabra que copio fue elaborada por Beatriz Serrano, graduada en antropología, cooperante en la India durante algunos años, que en el momento del curso era profesora de español de personas solicitantes de asilo y estaba interesada por los espacios educativos como lugares de “suspensión” del conflicto.

PATIO. Es un espacio libre dentro del espacio separado de la escuela y se halla liberado, a su vez, del aula, de cierta disciplina, del curso, de la materia, del profesor.

En la escuela Rafael Alberti de Badalona (Barcelona), los alumnos de segundo realizaron un pequeño corto para retratar su patio. Son poco más de 3 minutos en los que van sucediéndose fotografías del patio, sin niños, al principio solo con el sonido de pájaros de fondo, y más tarde con esa banda sonora tan reconocible de un patio escolar lleno de chavales jugando. Se da a entender así, a pesar de que no haya en ningún momento personas ni movimientos en las imágenes, la transición entre el patio vacío y el patio lleno. Cuando se habita el patio se desocupan las aulas, y viceversa. Cuando se sale al patio se corre, cuando se entra al aula, se hace fila (no deja de ser interesante que al patio “se salga” y que, por el contrario, al aula “se entre”). A lo largo de la sucesión de fotos, todas ellas de árboles reales o dibujados, aparecen insertadas palabras escritas con caligrafía infantil: Juegos Pájaros Árboles Raíces Cielo Corteza Imaginación. Aquí se entiende el patio ilustrado desde el Árbol y desde muchas de las cosas que con él se podrían relacionar: el cielo que enmarca, el aire “libre” que contribuye a limpiar, la imaginación que despierta en su abrir de ramas, las raíces como metáfora de ese principio que quizá implica la escuela, el juego como posibilidad (el árbol puede ser un fuerte, una cabaña, un mirador), los pájaros como habitantes temporales, la corteza como textura árida pero hermosa.

Según la etimología (documentos al menos desde el siglo XII) la palabra “patio” vendría de las variantes patuum, patium y el diminutivo patulum, que primero se refieren a un prado o lugar para pastar, después a un lugar cercado para pasto y por último a un recinto cercado abierto y no techado que abunda en los pueblos y ciudades. Esto tiene mucho sentido si damos cuenta de la importancia que se le da en el corto al elemento natural y construido que lo hace propiamente patio. Ahora, en los patios, no son los animales los que pastan sino los niños los que corren.

Quizá sea interesante recalcar que existen aún otras líneas de separación, puesto que dentro del patio existen o pueden existir aún otras separaciones ya sean por género, por edad, o por áreas. En mi escuela existía una de esas separaciones internas y el patio “de los de infantil” estaba cercado por una valla metálica verde botella, fea y vieja, allí en la esquina a la izquierda de las pistas. Recuerdo cómo queríamos escaparnos a pesar de los esfuerzos de las maestras por mantenernos cautivos, recuerdo cómo ese espacio era poco mayor que el del aula, que los columpios no daban para todos y que los rincones no eran suficientes para poder aislarse en compañía de algún grupo de niños. Uno de los momentos más importantes de la trayectoria escolar fue, sin duda, cuando pude salir al patio “de los mayores”.

Otra definición que he encontrado por ahí del patio escolar es: “Donde los alumnos pueden distenderse y distraerse durante los recreos cotidianos”. De esta definición sería interesante destacar la separación entre atención y distracción, entre distenderse y tensarse. Se entiende pues el patio en contraposición al aula como un lugar donde no necesariamente se le invita a estudiante a estar atento y donde no necesariamente se le invita a estar quieto y en silencio.

Las siguientes palabras son de Isabel González, chilena, profesora de matemáticas, interesada en cuestiones de género e igualdad.

CUADERNO. Según la Real Academia Española: “libro pequeño o conjunto de papel en que se lleva la cuenta y razón, o en que se escriben algunas noticias, ordenanza o instrucciones.” El cuaderno da cuenta de lo que se hace en la escuela, lo primero que hacían los padres para ver si la hija o hijo trabajó durante el día era revisar el cuaderno, por lo que actuaba como un elemento de control, ya que se asociaba no tener nada en él con que no aprendió nada, porque no copió los contenidos, lo que era sinónimo de castigo. Los cuadernos también servían de comunicación con la casa, ya que cuando un estudiante no hacía nada se le enviaba una nota que debía ser firmada por los padres, motivo por el cual, en ocasiones, los cuadernos eran violentados y algunas hojas se perdían en el camino al hogar, y en el cuaderno también se enviaban notas de felicitaciones que curiosamente nunca eran olvidadas de mostrar. Los cuadernos servían además como control para las autoridades administrativas, ya que, si veían cuadernos vacíos, quería decir que el profesor no estaba trabajando lo suficiente.

Había ciertas tareas clásicas que se hacían con los cuadernos, como: numerar las hojas del cuaderno (tanto como medida de control de lo que se hacía o dejaba de hacer, como también para que los estudiantes cuidaran los cuadernos y les dieran un buen uso), pasar en limpio (en los primeros días de escuela se llevaba un cuaderno de borrador en el que se escribía sobre todas las asignaturas, sin distinción, mientras nos ajustaban al horario definitivo de las clases), poner calificaciones a los ejercicios mostrados en los cuadernos (para premiar la constancia y la dedicación que se había tenido durante todo el año, además mostraba el progreso que se había tenido, por lo que perder un cuaderno a final de año era uno de los peores castigos que podían existir, ya que se debía prácticamente reescribirlo).

La incorporación y masificación de celulares con cámara ha hecho que ya no sea necesario el clásico “pedir prestado un cuaderno” cuando se faltaba a las clases o uno se atrasaba en copiar, ya que ahora es reemplazado por sacar fotos a la pizarra y mandarlas por WhatsApp. También se están incorporando, con gran velocidad el uso de Tablet o Laptops, lo que está provocando y dejando en desuso el cuaderno de notas, ese del que las cosas no se caen sino que se sostienen.

PACIENCIA. Su origen etimológico proviene del latín patientia, que significa la capacidad de soportar algo sin alterarse, perseverando, como un acto de voluntad sostenida en alguna tarea. En la escuela, si alguno de los ejercicios no se logra o hay un conocimiento que no se adquiere, hay siempre tiempo para hacer las cosas con lentitud, al ser la escuela una suspensión del tiempo productivo, ese que antiguamente estaba destinado al trabajo. En la escuela hay tiempo, y mucho, para hacer cosas, por lo que es el lugar ideal para desarrollar la paciencia.

Actualmente existe una obsesión por la inmediatez, por obtener resultados de calidad con el menor esfuerzo y lo más rápido posible. En una época de estándares y de rankings, de capitalismo feroz, en la que las tendencias de las políticas educativas vienen orientadas por organismos económicos como la OCDE y el Banco Mundial, todo empuja a la búsqueda de certezas y a la garantía de rendimientos y resultados, olvidando uno de los elementos esenciales que identifica a la escuela: un lugar que otorga tiempo para que las cosas que ahí se realicen se hagan “despacito y con buena letra”, como dice el dicho.

Quizás la palabra paciencia debería ir acompañada de la palabra constancia, que proviene del latín constantia y que significa la cualidad de estar con algo o alguien sin moverse o, dicho en otras palabras, perseverar frente a un objetivo o tarea, precisamente lo contrario de lo que ocurre comúnmente en la escuela, con su poca tolerancia al fracaso, y donde las tareas que no salen al primer intento son comúnmente abandonadas. Encontrar la forma y formarse a uno mismo requiere esfuerzo y paciencia, y la escuela es el espacio y tiempo para llevarla a cabo.

Por último, la palabra que leyó Anna Carreras, recién graduada como maestra de educación primaria, durante algunos años monitora voluntaria en espacios de ocio con niños pequeños, interesada por la codocencia o la docencia compartida.

PÚBLICO. La escuela es un lugar público, el aula es un lugar público. Lo particular se convierte en común, donde cualquier materia, cualquier cosa y cualquier mundo se abren y no son propiedad de nadie, son propiedad de todos, se convierten en “bien común”. Como dicen Simons y Masschelein: “La escuela es una invención que convierte a todo el mundo en estudiante y, en ese sentido, pone a todos en la misma situación inicial. En la escuela, el mundo se hace público.” Es justo lo contrario a la privatización y a la domesticación, que restringen el “carácter democrático, público y renovador” de la escuela. La escuela es un lugar público en el que el maestro pone algo sobre la mesa, pone algo en medio (lo convierte en público) y es desde entonces objeto de estudio para la clase, para todos. La educación es un dispositivo para transmitir mundos y renovarlos. La escuela representa al mundo, a los mundos. Y su tarea tiene que ver con hacer el mundo público y con hacerlo común.

Pero ese “público” se ve amenazado por las nuevas tendencias a las que nos lleva el mundo globalizado y el capitalismo, esa intención de restringir el carácter público que da sentido a la escuela. El capital mira por y para el capital. La escuela no puede estar al servicio del capitalismo. La mercantilización de la escuela supone la rendición al capital, convirtiendo cada vez más tanto a los alumnos como a los profesores en individuos particulares, guiados por sus propios intereses, personas que solo miran por su bien. En la escuela individualizada y, por tanto, competitiva, esa cuya dimensión pública está perdiéndose, cada uno debe buscar sus talentos, su motivación, sus intereses, sus deseos.

* * *

Después de algunas intervenciones sobre las palabras glosadas, la conversación se centró en cómo la existencia de un vocabulario del oficio depende de la existencia de una práctica compartida y de una comunidad que lo hable, y sobre cómo la iniciación en el ejercicio de un oficio supone también la iniciación en una lengua común y compartida. Giró también sobre los gigantescos dispositivos de homogeneización del lenguaje de la educación, sobre todo, sobre la imposición de los lenguajes expertos mundializados, transmitidos verticalmente por profesores, investigadores, expertos y especialistas.

Y, puesto que el profesor no puede dejar de referirse a libros y de indicar bibliografías (por si acaso alguien decide seguir el hilo), les hablé de las hablas vernáculas ligadas a actividades vernáculas y a comunidades vernáculas, esas a las que se refiere Iván Illich cuando elabora el paso de la lengua aprendida a la lengua enseñada, es decir, el arrasamiento de una lengua que nace, se desarrolla y se aprende en una comunidad y en unas actividades compartidas, y la imposición de una lengua producida y capitalizada que se enseña en instituciones especializadas. Illich dice que:

Lo vernáculo se propaga por su empleo práctico; se aprende de gente que piensa lo que dice y que dice lo que piensa a su interlocutor en el contexto de la vida diaria. No sucede así con el lenguaje que se enseña. En este último caso, aquel del que aprendo no es alguien que me interesa o a quien quiero sino un hablante profesional (…). La lengua que se enseña es la del anunciante que sigue el texto de un redactor a quien un publicista transmitió lo que un consejo de administración decidió que era necesario decir (…). Mientras que lo vernáculo nace en mí del comercio entre individuos que conversan entre sí con toda integridad, el lenguaje que se enseña está en sintonía con el altavoz cuya misión es transmitir unilateralmente un flujo de palabras. (10)

O, en otro texto:

Tuve que distinguir entre el habla vernácula, que se adquiere progresivamente por interacción con las personas que expresan lo que piensan, y la lengua materna inculcada, que se adquiere a través de personas contratadas para hablar con nosotros y por nosotros. (11)

Y aún más:

Así como la energía se sacaba de la naturaleza gracias a herramientas que reforzaban la habilidad de las manos (…), el lenguaje se sacaba del medio ambiente cultural gracias al trato con otros (…). El habla ordinaria, la vernácula, pero también la lengua del comercio y la de la oración, la de los oficios y la de la contabilidad, se adquirían en la vida cotidiana (…). Al hablar de lengua vernácula quiero que la discusión se encamine a un modo vernáculo de comportamiento y de acción que se extiende a todos los aspectos de la vida. (12)

Todos sentimos que no solo se nos había desvinculado el trabajo de la vida, sino que se nos había expropiado lo que tal vez alguna vez fue o hubiera podido ser el lenguaje de nuestro oficio; le dimos algunas vueltas a cómo la formación en la investigación que la maestría ofrecía suponía también una cierta colonización de nuestra lengua por los distintos lenguajes especializados (y mundializados) en los que éramos progresivamente introducidos; y pensamos también cómo el dominio de esos lenguajes especializados se utiliza como un evidente privilegio frente a los maestros (“sin formación” y, por tanto, sin el dominio de las jergas legítimas y legitimadas), en tanto que la lengua cotidiana en la que tratan de nombrar lo que hacen y lo que les pasa queda reducida y disminuida al ser entendida como una lengua menor, primitiva, obsoleta y, por tanto, inferiorizada.

Comenzar / repetir un curso

(Con Peter Handke)

Animado por esas glosas realizadas con la pretensión de que conformaran una cierta fenomenología amorosa de la materialidad de la escuela, decidí hacer yo también mi propio ejercicio y leerlo en el aula. El resultado es este texto sobre el primer día de clase o, más en general, sobre qué significa “comenzar un curso”. El texto estuvo escrito desde la perspectiva del profesor; lo titulé “El primer día de clase”, y decía así:

El oficio de profesor se ejerce, todavía, en un tiempo cíclico, casi campesino. El tiempo de los que trabajan la tierra se ajusta a ese ciclo natural en el que todo acaba, muere, desaparece, pero también un tiempo en el que todo vuelve, retorna, recomienza. Se siembra, se cuida, se cosecha, se vuelve a sembrar, a cuidar, a cosechar. Después de la cosecha viene el invierno (tiempo de pasividad, de espera, pero también de reparación y de preparación: de las herramientas, de la tierra, de las fuerzas) y después del invierno la primavera vuelve y todo recomienza. Cada temporada es la misma y, a la vez, otra (dependiendo de los caprichos del clima y de las contingencias de la vida). Una mala cosecha es una decepción, a veces una tragedia, pero siempre se pueden esperar “tiempos mejores” y hay que volver a empezar. Una buena cosecha no garantiza que la próxima también lo será.

Desde el punto de vista del profesor (desde su manera de habitar los ritmos temporales propios de la escuela), un curso comienza y acaba, y otro curso vuelve a comenzar. Un curso a la vez se empieza y se repite. Como dice Peter Handke:

La repetición tiene que dar frutos, tiene que causar esfuerzos; tiene que ser, por así decirlo (no, sin “por así decirlo”), una peregrinación. (13)

Un curso es siempre “un curso más” y a la vez “otro curso”. El curso comienza de nuevo, otra vez de nuevo, y ese curso que comienza será a la vez igual y distinto que el curso del año anterior. En relación al curso que comienza, el profesor es a la vez un repetidor y un principiante (y ninguna de esas figuras debería ser privilegiada sobre la otra). En un curso que comienza habrá algo de las rutinas, los rituales, las maneras y las manías del profesor que se repetirán, pero eso no significa que no sienta la euforia, la incertidumbre y, por qué no decirlo, la esperanza de todo comienzo.

Antes del primer día de clase, el profesor ha definido y preparado lo que va a ser su curso. Puesto que para el profesor un curso es, fundamentalmente, una serie ordenada de lecturas (un dossier) sobre un asunto, ya ha decidido el asunto que quiere tratar y ya ha elegido y secuenciado los textos, aunque sabe que esa selección y esa secuencia seguramente serán alteradas a lo largo del curso. De hecho, el que el dossier sea alterado será una señal de que el curso ha sido realmente un curso. Al empezar el curso, y desde la perspectiva del profesor, hay una relación curiosa entre repetición y diferencia. Para el profesor, un curso es siempre una relectura (aunque solo sea porque ya ha leído los textos que va a leer de nuevo, con sus estudiantes, durante el curso), una oportunidad para la repetición. El privilegio del profesor es que puede permitirse el lujo de volver a leer, una y otra vez, curso tras curso, los mismos textos, aunque introduzca, desde luego, algunas variaciones. Entre un curso y otro, el profesor ha seguido estudiando, es decir, ha seguido preparando sus cursos y preparándose para sus cursos y, por eso, lo que vuelve a comenzar no será exactamente lo mismo: siempre hay algo en cada curso que se prueba y se pone a prueba por primera vez. Si el profesor decide repetir un curso no es solo porque lo considere interesante para los estudiantes sino también porque quiere seguir estudiando, porque quiere volver a leer. Como dice Peter Handke:

Invitado a escoger entre un nuevo camino y la repetición de un camino me he decidido por la repetición, y eso ha sido una decisión. (14)

Desde el punto de vista del profesor, los textos no son leídos sino releídos. El profesor es, por definición, el que ya ha leído, y los estudiantes los que van a leer. Pero lo que el profesor espera es que su relectura (hecha en otro curso, con otras personas, en otras circunstancias) le diga, también a él, algo nuevo. El profesor no solo tiene el privilegio de releer, sino también el de releer con unos estudiantes que están leyendo por primera vez. Y eso, solo eso, ya convierte la repetición en diferencia. Otra vez Peter Handke:

No enseñes. Pero cuando enseñes que sea como si, asombrado, acabaras tú mismo de enterarte de esto. (15)

El profesor, al enseñar, al repetir, espera también para sí el asombro, el enterarse de algo.

Después de la preparación (del estudio, de la lectura), el curso comienza y llega la primera clase. Ese día hay un estado de ánimo especial, como en todos los comienzos (un nuevo amor, un nuevo año, un nuevo verano, un nuevo libro, un nuevo amigo, una nueva ciudad). Pero el primer día de clase no solo tiene la emoción del estreno, de la primera vez (aunque la obra haya sido ya ensayada multitud de veces, aunque ya nos la sepamos de memoria). Desde luego, es el momento de las primeras miradas, esas que tratan de adivinar cómo responderán los otros, como reaccionarán. El primer día del curso, el profesor busca algunos ojos más abiertos de lo acostumbrado, alguna voz con una vibración especial, algunos gestos de asentimiento particularmente enfáticos, algún rostro especialmente expresivo, alguna postura corporal un poco más atenta, un poco más concentrada.

Pero el primer día de clase es también, sobre todo, el momento en que el profesor hace los primeros gestos dirigidos a los estudiantes, es decir, donde hace, por primera vez, de profesor. Y esos gestos iniciales tienen que ver, me parece, con hacer que eso que va a comenzar sea “realmente” un curso, y un curso, además, escolar, algo que se va a dar en las particulares condiciones de la escuela. Lo que el profesor hace no es anunciar una meta, sino empezar un camino.

El primer gesto del profesor tiene que ver con una operación temporal, con la reiteración del modo escolar de dar tiempo. Comenzar un curso es darse tiempo, tomarse tiempo, liberar tiempo, crear tiempo libre, tiempo liberado no solo de la exigencia de productividad y de rentabilidad sino también de la urgencia y de la prisa. El primer gesto del profesor es dar un tiempo libre, indefinido y tranquilo. No solo “aquí tenemos tiempo”, sino “aquí tenemos mucho tiempo, todo el tiempo que haga falta”, y “aquí no debemos preocuparnos por el tiempo”.

El segundo tiene que ver con una operación espacial, con la reiteración del modo escolar de dar lugar. Comenzar un curso es darse un lugar en un espacio público, en un espacio en que las cosas se hacen con otros y en presencia de otros. El segundo gesto del profesor es dar un lugar a todo el mundo y, a la vez, exigir que ese lugar no sea una posición sino una disposición y, sobre todo, una exposición. No solo “aquí cada uno tiene un lugar”, sino que ese lugar es un lugar de lectura, de escritura, de conversación, tal vez de pensamiento. El lugar que el profesor da a los estudiantes (y el que se da a sí mismo) es “un lugar que obliga” en tanto que dispone y expone a hacer las cosas seriamente. Como dice Handke:

Verbo para la seriedad: “obliga” (un bello obligar).

Por último, el tercer gesto del profesor tiene que ver con una operación material, con la reiteración del modo escolar de dar una materia de estudio (un asunto sobre el que se va a leer, a escribir, a conversar, tal vez a pensar). El gesto, por tanto, es poner algo sobre la mesa, y hacerlo como diciendo “esto es para vosotros”. Handke lo dice así:

Amor que se cumple: “he encontrado esto para ti”.

Y, un poco más adelante:

Trabajar de tal manera que después puedas entrar y decir: “tengo algo para vosotros”.

Comenzar un curso es dar una materialidad a recorrer, una línea (textual) a seguir o, si se quiere, un camino de estudio, de investigación. Pero de un estudio (o de una investigación) en la que uno mismo tiene que estar presente. En palabras de Handke:

El estar en camino, si estás con una cosa o con un trabajo, puede convertirse en una investigación, tanto de la cosa como de ti mismo.

Solo después de la reiteración de esos tres gestos, el profesor puede decir: “vamos a comenzar” o, en palabras de Peter Handke:

“Dar” comienzo, expresión adecuada.

Esto va en serio, una vez más

(Con Peter Handke)

Para empezar animosamente y con buen pie, leí en clase una cita muy bella de Peter Handke, que dice así:

Desde que tengo uso de razón he sentido siempre, de un modo reiterado, la necesidad de tener un maestro. Algunas veces bastaba una palabra para que, vivificado por el ansia de saber, me sintiera atraído a la proximidad de otra persona. A los tres o los cuatro profesores que a lo largo de mi vida tuvieron algo que enseñarme les estoy agradecido; pero de ninguno de ellos podría decir que es “mi maestro”. En la Universidad, la única persona ante la cual me sentí presa de un gusto por saber hasta entonces desconocido para mí y de quien ansié (fueron verdaderas ansias) ser su “discípulo” –cuando en una clase sobre Derecho explicaba la naturaleza ética de las cosas con frases matemáticas, misteriosas y a la vez sencillas– estaba solo como profesor invitado y al cabo de una semana escasa había desaparecido. Los escritores de quienes soy un lector concienzudo y serio me resultan queridos más bien como hermanos, y a veces están demasiado cerca. Ahora, después de los años, la única persona a la que a veces veo como una especie de maestro es mi abuelo (probablemente mucha gente tiene un “abuelo” así): siempre que me llevaba de paseo por algún camino, este se convertía para mí en una lección (aunque de un modo muy distinto al de los “caminos didácticos” que encontramos en los bosques de hoy).

La ignorancia la siento siempre como un estado de precariedad y de ella surge entonces un ansia de saber de la que no sale ninguna idea, precisamente porque no tiene “objeto” con el cual pudiera “coincidir”. Pero entonces puede ser que una sola cosa dé a entender algo y de este modo instaure “el espíritu del comienzo”; y puede ser que el estudio, que en todas las otras ocupaciones no dejó de ser un anhelo, se convierta en algo serio. (16)

Hice algún comentario sobre la dificultad del estudio en una época de aprendizaje; sobre la dificultad que tienen las personas, en esta época narcisista, para encontrar algo, un objeto distinto de sí mismas, a cuyo estudio valga la pena dedicarse; sobre si es o no esencial que los profesores pertenezcan a otra generación (algo sobre lo que no está de más preguntarse en una universidad que tanto enfatiza el intercambio de saberes y la horizontalidad de los aprendizajes); sobre si un “maestro” no se parecerá al abuelo de Handke (de hecho, leer, al igual que pasear por un camino de montaña, no es otra cosa que seguir una línea, y dar a leer no es otra cosa que llamar la atención sobre lo que puede haber de interesante en ese seguir la línea paso a paso, palabra por palabra); sobre qué puede significar que el estudio, algunas veces, “se convierta en algo serio”. Para terminar con una apelación a la seriedad, leí un par de citas de las primeras páginas del Ensayo sobre el loco de las setas (17), un libro escrito 33 años después de La doctrina del Saint-Victoire. La primera decía así:

“¡Esto va en serio, una vez más!”, me he dicho sin querer a mí mismo antes de dirigirme hacia aquí, hacia mi escritorio. Y luego también me he dicho sin querer: “¡No me lo puedo creer!”.

Y apenas dos o tres páginas más adelante:

¿Será posible? Esos contados pasos hacia el exterior y de vuelta al escritorio, ¿un “camino”? ¿Un “ponerse en camino”? ¿Un “en marcha”? Así me lo parecía a mí. Así es como lo viví. Así es como fue. Y, entretanto, noviembre ya está anocheciendo allí abajo, en la llanura que se extiende desde el pie de la meseta, en cuya parte alta está mi casa, hasta los grandes horizontes de más al norte, y la lámpara de la mesa está encendida. “¡Que vaya pues en serio!”.

1- Contreras, J. y Pérez de Lara, N. (comps.) (2010). Investigar la experiencia educativa. Madrid: Morata. Las citas que vienen a continuación están en las págs. 25-26, 31, 56, 21 y 82.

2- Sennett, R. (2009). El artesano. Barcelona: Anagrama, pp. 353-362 y 324-328.

3- Lapoujade, D. (2018). Las existencias menores. Buenos Aires: Cactus.

4- Aunque su parición fue posterior al curso, no puedo dejar de citar aquí el hermoso libro de Daniel Brailovsky titulado Pedagogía entre paréntesis (Buenos Aires: Noveduc. 2019) en el que intenta diferenciar entre los viejos impulsos renovadores de la escuela nueva, esos que trataron de “formular la agenda crítica de un mundo escolar en transformación”, y lo que él llama “el (pseudo)escolanovismo de mercado”, ese que “bajo el estruendo de las críticas al enciclopedismo y a la clase expositiva intervienen como un arsenal propositivo que reedita parte del eficientismo más tradicional en cóctel con nuevos movimientos emergentes como las neurociencias, la educación emocional, las prescripciones de los organismos internacionales y con el lenguaje propio de la gestión empresarial, el coaching y hasta la autoayuda” (p. 32). También, desde luego, el libro extraordinario de Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Fernández, Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la nueva izquierda (Madrid: Akal, 2017).

5- También posterior al curso, y para un desarrollo de la vindicación del estudio como categoría pedagógica fundamental y como resistencia a lo que muchos estamos llamando la learnification del lenguaje educativo, puede verse Fernando Bárcena, Maximiliano López y Jorge Larrosa (eds.) (2020). Elogio del estudio. Buenos Aires: Miño y Dávila.

6- Ver a este respecto las no-palabras de Jorge Larrosa y Karen Rechia P de profesor. Op. cit.

7- Handke, P. (1991). Historia del lápiz. Materiales sobre el presente. Barcelona : Península, p. 222.

8- Handke, P. (2006). À ma fenêtre le matin. Carnets du rocher 1982-1987. París: Verdier, p. 203.

9- Ese abecedario puede encontrarse en: http://www.educacao.ufrj.br/portal/laboratorios/laboratorio.php?lab=lecav&pgn=producao

10- Illich, I. (2008). El trabajo fantasma. En Obras Completas. Vol. II. México: Fondo de Cultura Económica pp. 106-107.

11- Illich, I. (2008). El género vernáculo. En Obras Completas. Vol. II. México: Fondo de Cultura Económica p. 188.

12- Illich, I. (2008). La lengua materna enseñada. En Obras Completas. Vol. II. México: Fondo de Cultura Económica pp. 522, 523, 525.

13- Handke, P. (2011). Ayer de camino. Madrid: Alianza, p. 268.

14- Handke, P. (2006). À ma fenêtre le matin. Carnets du rocher 1982-1987. París: Verdier, p. 14.

15- Handke, P. (2011). Ayer de camino. Madrid: Alianza, p. 567. El resto de las citas corresponden a las páginas 281, 106, 261, 356 y 466.

16- Handke, P. (1985). La doctrina del Saint-Victoire. Madrid: Alianza, pp. 28-29. El título del libro, Die Lehre der Saint- Victoire, podría traducirse mejor como “la enseñanza” o “la lección” del Saint-Victoire.

17- Handke, P. (2019). Ensayo sobre el loco de las setas. Madrid: Alianza. Las citas que siguen están en las páginas 7 y 10.

El profesor artesano

Подняться наверх