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Pensar es para mí:

pensar de nuevo una vieja palabra.

Peter Handke

Una palabra en desuso

(Con María Zambrano)

María Zambrano comienza un texto muy breve sobre la vocación del maestro diciendo que eso de la vocación apenas es inteligible en el mundo moderno y que “ni siquiera la palabra misma, vocación, puede ser usada”. (1) En lugar de vocación se habla de profesión, como equivalente de ocupación o de medio para ganarse la vida. Incluso la palabra destino, que es afín a vocación, la usamos también para referirnos al lugar de trabajo que hemos conseguido o que nos ha sido asignado. Por otra parte, en esta época de privilegio del sujeto, la llamada de la vocación (una llamada que, como veremos, viene del mundo, y que tal vez tiene que ver con el amor al mundo, con la responsabilidad por el mundo, con el cuidado del mundo) se ha disuelto en lo que serían los gustos, las aptitudes, las capacidades o los talentos de una persona. En mi universidad, hace años, había una especialidad que se llamaba “orientación vocacional” que después fue sustituida por “orientación profesional” y que ahora, con casi todas las profesiones tradicionales desaparecidas (junto con la idea misma de profesión, al menos en su sonoridad tradicional ligada a las profesiones “liberales”, no mercenarias), está siendo a su vez sustituida por la lógica de la emprendeduría y del coaching, aunque la optimización (qué palabra más fea) de la relación entre las capacidades individuales, el sistema educativo y el mercado de trabajo continúa siendo aún el asunto dominante.

La palabra vocación no pertenece ni puede pertenecer a nuestro mundo, no forma parte de nuestro lenguaje, pero a lo mejor eso no habla demasiado bien de nuestro mundo ni de nuestro lenguaje. En la actualidad, dice Zambrano, “no existe un ámbito adecuado para que el hecho real de la vocación y su esencia se den a conocer” o, un poco más adelante, para que pueda hacerse visible “el hecho humano, humanísimo, de la vocación”. Como si el mundo en el que la vocación tenía sentido estuviera a años luz de distancia y hubiera que hacer un enorme esfuerzo para aproximarlo y hacerlo mínimamente inteligible.

Para explorar la vocación y tratar, no solo de hacerla pensable sino, sobre todo, de hacer que algo de la condición humana sea pensable a través de ella, Zambrano se refiere, desde luego, al verbo latino vocare, llamar. Toda vocación es una llamada “que designa al sujeto que la recibe para calificarlo, para definirlo inclusive”. La vocación, por tanto, se sustancializa en tanto que es oída y seguida, en tanto que da entidad al sujeto que la oye y que la sigue.

La vocación es también una ofrenda “de lo que se hace y de lo que se es”. Por eso, la vocación es lo que hace que “la vida se sustancialice y se realice”, saliendo de su ensimismamiento y vertiéndose en el mundo. Una vida que no ha encontrado su vocación sería una vida “desustanciada” y solipsista. Por otra parte, Zambrano relaciona la vocación con la dimensión de promesa, de libertad y de singularidad de la vida humana, con esa definición y realización de cada uno “que solamente la vida irá librando a la luz”.

Tomando ese texto como punto de partida (y aprovechando el carácter ya anacrónico de la vocación para producir una cierta distancia crítica del presente), traté de dar los primeros pasos para una consideración posterior (que aquí solo apuntaré) de dos de los sentidos posibles de la relación entre la vocación y la escuela. En primer lugar, la escuela como uno de los lugares del descubrimiento de la vocación. En segundo lugar, la naturaleza específica de la vocación del maestro (que es, en realidad, el asunto que está en el trasfondo del texto de María Zambrano).

En cualquier caso, como tanto la palabra vocación como la problemática existencial con la que se relaciona son casi inalcanzables para nosotros (también en el caso del profesor, entendido ahora como un profesional que, felizmente, ha superado la concepción vocacional de su oficio), lo que pretendía en este comienzo de curso era probar una cierta sonoridad para la palabra vocación, tratar de devolverle algo de su dignidad perdida y sugerir apenas algunas de sus posibilidades para un pensamiento de la escuela (y de la educación, y del oficio del profesor) que se aparte un poco de las doxas del presente. O, dicho de otro modo, qué es lo que dice de nosotros (de lo que somos y de lo que nos pasa, de lo que ya no somos, de lo que quizá hubiéramos podido ser) el hecho cierto e irreversible de que la palabra vocación sea ya impronunciable. Lo que pretendía, por tanto, no era recuperar una palabra muerta, sino hacerla sonar por un instante para probar si su evidente anacronismo podría tener, tal vez, un cierto efecto intempestivo, inactual o extemporáneo.

Las manos de los panaderos

(Con Vilém Flusser, Richard Sennett y José Luis Pardo)

Para tratar de captar qué es (o qué era) eso de la vocación habrá que volver a los viejos mundos de los oficios y de la artesanía y será preciso pasar por las manos y las maneras de los artesanos. Si ver trabajar a un artesano nos fascina es, de alguna manera, porque esos mundos ya se han alejado de nosotros. Y lo que nos asombra es, precisamente, el carácter marcadamente corporal de ese trabajo, la precisión de los gestos, la atención a la materia, el uso de las herramientas adecuadas, la manera en que las manos se mueven de un modo tal que casi se diría que piensan por sí mismas, tan expresivas que es como si hablaran, tan ligeras que es como si tuvieran vida propia, a la vez activas y sensibles, firmes y amorosas, eficaces y obedientes. Hacer bien alguna cosa aún se dice “tener buena mano” para algo; mostrar habilidad para algo aún se dice “tener buenas maneras” y descubrir una vocación es (o era) descubrir para qué están hechas nuestras manos.

Uno de los autores que aparecerán más adelante en este rodeo por las manos, Vilém Flusser, dice que hemos pasado de un mundo de cosas (que había que manejar, manipular) a un mundo de no-cosas (intangibles, que no se pueden tocar). En una situación de ese tipo: “las manos no tienen nada que buscar ni nada que hacer (…), se han vuelto innecesarias y pueden atrofiarse”. (2)

El paso de la artesanía a la industria (de la herramienta a la máquina y del taller a la fábrica) y de esta a la sociedad postindustrial (de la máquina al aparato y de la fábrica a la oficina) ha hecho que hayamos perdido las manos. Tal vez por eso ya no podemos intuir qué es (o era) eso de la vocación, en tanto estaba ligada a una especie de llamada que venía del mundo (de la materialidad del mundo) y se dirigía a nuestras manos. Del mismo modo, podríamos decir que el oficio del profesor ya no es un oficio artesano (o está dejando de serlo) y, tal vez por eso, se habla sin parar de los saberes, las competencias, la eficacia o la calidad del profesor, pero ya no de sus manos, sus gestos o sus maneras. Tal vez por eso se habla de su profesionalización, pero ya no de su vocación.

La sospecha, sin embargo, es que lo que ha habido es una gigantesca expropiación. El oficio de profesor, como la mayoría de los oficios, ha sido casi completamente descualificado. Había que convertir el hacer del profesor, lo que ahora se llaman prácticas docentes, la obra de sus manos y de sus maneras, en procedimientos estereotipados, objetivables y evaluables. Había que convertir a los profesores en profesionales intercambiables, reducidos a ser una función de una máquina escolar que se quiere eficaz y, sobre todo, controlada y controlable. Además, para que los expertos y los distintos especialistas pudieran imponer sus metodologías y, en relación a ellas, formar y evaluar a los profesores, había que vaciarlos primero de toda singularidad, de cualquier cosa que remitiera a una manera propia de hacer las cosas. Y para que se pudieran imponer todos esos términos abstractos con los que hoy se nombra lo que se hace y lo que pasa en las escuelas, había que eliminar cualquier vestigio de una lengua del oficio que, como tal, estaba demasiado pegada a situaciones concretas y difícilmente generalizables, así como a una entonación singular (cuando no nos limitamos a impostar comunicativamente jergas especializadas y homogeneizadas, los seres humanos también tenemos maneras propias de hablar). Si la lengua de la escuela ha sido colonizada tan rápidamente por la tecnología, por la psicología y por la economía es porque cualquier otra posibilidad ha sido previamente deslegitimada y arrasada.

Por eso, volver a pensar la vocación a través del rodeo de la artesanía, de las manos y de las maneras, puede servir quizá para reivindicar la dignidad (quizá irremediablemente perdida) de nuestro oficio o, al menos, para recordar que tal vez lo que se nos da como natural y necesario no es sino lo que nos ha sido impuesto y lo que se nos sigue imponiendo, la mayoría de las veces con nuestra colaboración entusiasta.

* * *

Hay un capítulo en La corrosión del carácter, de Richard Sennett, que se titula “Ilegible: por qué son tan difíciles de entender las formas modernas de trabajo”. El texto cuenta la transformación del trabajo (y de los trabajadores) en las panaderías de Boston en un lapso de 25 años. En su primera visita, los panaderos a los que entrevistó Sennett eran todos griegos y casi todos hijos de panaderos que habían trabajado en la misma fábrica. La panadería “unía a sus empleados creándoles una conciencia de sí mismos”. La preparación del pan “era un ejercicio coreográfico que requería años de entrenamiento para salir bien”. Además:

En la panadería imperaba el bullicio; el olor a levadura se mezclaba con el del sudor humano en las salas calientes; las manos de los panaderos se sumergían constantemente en la harina y el agua; los hombres usaban la nariz y los ojos para decidir cuándo estaba listo en pan. El orgullo del oficio era fuerte. (3)

Años después, sin embargo, la panadería se ha convertido en parte de una enorme cadena del ramo de la alimentación y se trabaja “según los principios de la especialización flexible, utilizando máquinas complejas y reconfigurables”. La panadería “ya no huele a sudor y es asombrosamente fresca (…) y bajo las relajantes lámparas fosforescentes todo tiene un aspecto extrañamente silencioso”. Además:

La panadería informatizada había cambiado profundamente las actividades físicas coreográficas de los trabajadores. Ahora no tenían contacto físico con los ingredientes ni con los panes, supervisaban todo el proceso en pantalla mediante íconos (…) y pocos panaderos ven en realidad las hogazas del pan que fabrican (…). El pan se ha convertido en una representación en pantalla (…). Los panaderos ya no saben cómo se hace el pan (…). Los trabajadores dependen de un programa informático y en consecuencia no pueden tener un conocimiento práctico del oficio. El trabajo ya no les resulta legible, en el sentido de que ya no comprenden lo que están haciendo.

Como resultado de todo eso, uno de los trabajadores dice: “En casa sí que hago pan, soy panadero, pero aquí solo aprieto botones”. Sennett afirma que lo que todos los trabajadores dicen, con unas palabras u otras, es justamente eso: “Aquí, en realidad, no soy panadero”. Desde el punto de vista operacional, abstracto, tecnológico, las cosas están muy claras: lo que cada uno hace es simple y fácil; pero desde el punto de vista de la identidad el trabajo es completamente ilegible e incomprensible. O, en palabras de Sennet: “Su comprensión del trabajo es superficial; su identidad como trabajadores es frágil”.

* * *

Podemos traducir el título del capítulo de Sennett en algo así como “por qué es tan difícil imaginar el trabajo de los mayores”. En las escuelas de España hay un tema clásico que suele tratarse cuando los niños tienen entre 10 y 12 años: los oficios. Normalmente, se organiza alguna salida escolar en la que los niños van a visitar algún taller artesano (una panadería, una herrería, un lugar de reparación de zapatos, una carpintería), alguna actividad agrícola (una granja poco mecanizada), o algún lugar especialmente atractivo para ellos (la sede de los bomberos, por ejemplo, o una clínica veterinaria para mascotas). Además, se invita a los padres a que vayan a la escuela a explicar en qué consiste su trabajo, aunque solo pueden ir aquellos que tienen un trabajo explicable o reconocible. No estoy seguro de que uno de los panaderos de Boston que solo aprietan botones o que solo ven el pan en una pantalla podría ir a la escuela de sus hijos.

La mayoría de los trabajos de los padres son ininteligibles para los niños, puesto que ya no están asociados a una materialidad concreta, a un lugar definido, a una tradición específica o a una serie de gestos determinados e identificables. Eso de acompañar a tu padre al trabajo, de ir con él para ver qué hace y, tal vez, de poder ayudar un poco, ya pertenece a la memoria de los viejos. Para las nuevas generaciones eso es casi imposible. El trabajo se ha hecho flexible, abstracto, incorporal y, por tanto, inimaginable. Y lo único que los niños pueden imaginar es si sus padres ganan o no suficiente dinero o, en el caso de que tengan cierta sensibilidad, hasta qué punto vuelven contentos (o destrozados) de su trabajo.

Esa imposibilidad de imaginar (y, por tanto, de comprender) el trabajo de los padres puede verse también en la creciente dificultad de “jugar a oficios”. Los niños solo pueden jugar a tiendas, a bomberos, a médicos, a carpinteros, a los viejos oficios que aún están ligados a una materialidad, un lugar, una gestualidad, unos rituales, unos hábitos; un cuerpo, en definitiva. Los demás trabajos, como dice Sennett, se han vuelto ilegibles y, por tanto, inimaginables e inimitables.

* * *

Hubo un tiempo en que se reivindicaba “un trabajo digno”. Pero el eslogan de hoy es “por una ocupación de calidad”. En esas condiciones, no podemos extrañarnos de que cuando le preguntamos a un niño “qué quieres ser de mayor” (la pregunta misma es, hoy en día, una broma cruel) nos responda que “superhéroe”, “mafioso”, “salir en televisión”, “poder hacer lo que me gusta” o “ganar mucho dinero”. Uno de los estudiantes dijo que la mayoría de los jóvenes de su país quieren ser asesores financieros, que sentir la llamada del dinero no es lo mismo que sentir la llamada del mundo, y que si los chicos sienten que el trabajo está ligado al dinero es porque ya no hay mundo (el trabajo ya no es una forma de estar en el mundo, de relacionarse con el mundo). Y otra de las estudiantes dijo que su sobrino y muchos de sus amigos quieren ser youtubers, que eso tal vez esté relacionado con que lo único que hacen es “ser ellos mismos” y convertir “eso que son” en mercancía, y que tal vez también tenga que ver con que su idea de trabajo ya no supone ni interés por el mundo, ni responsabilidad por el mundo, ni atención al mundo, ni cuidado del mundo.

José Luis Pardo discute la introducción aparentemente bienintencionada del término “calidad” y la relaciona con la época de la evaluación de los servicios públicos mediante procedimientos de medida cuantificables, lo que permite la fijación de su “valor” (y de su precio) y, consecuentemente, su conversión en mercancía. Y dice que:

Cuando por algún funesto motivo, cuando los tradicionales derechos a un juicio justo, a una vivienda digna, a una educación íntegra o a un empleo decente (que vuelven a ser meros epítetos para designar una juicio, una vivienda, una educación o un empleo que sean verdaderamente merecedores de tales nombres) se sustituyen por justicia de calidad, vivienda de calidad, educación de calidad o empleo de calidad (…) parece que deberíamos contratar a unos misteriosos “expertos en calidad” (…) que traduzcan la justicia, la dignidad, la integridad o la decencia a una colección de propiedades cuantificables cuya presencia o ausencia pueda certificarse. (4)

Una escuela digna, una educación digna o un profesor digno son una escuela, una educación y un profesor que merezcan su nombre, es decir, una escuela, una educación o un profesor “de verdad”, que sean “realmente” escuela, “realmente” educación o “realmente” profesor y no esos simulacros indignos a los que nos condenan los baremos y los ránquines de calidad.

El trabajo en general

(Con José Luis Pardo)

José Luis Pardo empieza un texto sobre el estatus del saber en la así llamada sociedad de la información (o del conocimiento, o del aprendizaje, lo que algunos preferimos llamar capitalismo cognitivo) refiriéndose a Adam Smith y a su categoría de “trabajo en general”. Por eso se entiende, dice Pardo:

No el trabajo de esta o de aquella clase, de ebanistería o de albañilería, sino simple y mondo trabajo, abstracción hecha de cualquier determinación o cualificación que pudiera precisarlo. (5)

Inmediatamente, Pardo relaciona ese “trabajo en general” con la proletarización, es decir, con la conversión del artesano o del campesino en mera “fuerza de trabajo”. Y ahí cita a Marx en El Capital, ese fragmento en el que dice que:

La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en donde el género determinado del trabajo es fortuito y, por tanto, indiferente.

La actividad productiva se convierte así en una “gelatina de trabajo indiferenciada”, es decir, en la pura intercambiabilidad entre tiempo de trabajo y dinero. Con ello, el trabajo queda liberado de cualquier contenido determinado y adquiere “la misma homogeneidad y vacuidad que el dinero”. El proletario es un trabajador descualificado, alguien que ha perdido todas las propiedades que lo cualificaban como zapatero, como ebanista o como carpintero y se convierte en fuerza de trabajo pura, abstracta, sin cualidades; en un trabajador “en general”, intercambiable, flexible y permanentemente reciclable. Esa descualificación del trabajo se relaciona con la descualificación de la formación para el trabajo:

El trabajador flexible de nuestros días es aquel cuyo oficio carece de toda delimitación rigurosa: no es zapatero, ni sastre, ni siquiera obrero de una cadena de montaje de automóviles, sino que debe ser capaz de hacer cualquier cosa en un período de “formación permanente” que se identifica con la longitud completa de su vida laboral y a lo largo del cual debe estar dispuesto a reciclarse, reformarse, redefinirse y reajustarse cuantas veces sea necesario y en la medida que lo sea (…). De quienes ocupan estos empleos potenciales y efímeros habría que decir, por tanto, que son más bien empleados potenciales, trabajadores únicamente virtuales pero no actuales ni reales, permanentemente en formación y, por ende, en irrevocable minoría de edad, incapaces de abandonar la escuela. (6)

Al trabajo en general le corresponde el conocimiento en general, ese que ya no sería conocimiento de esto o de lo otro, sino un mero desarrollo de competencias (lo más flexibles que sea posible, claro) o, lo que es peor, como un mero “aprender a aprender” que no termina nunca. Desde este punto de vista, la descualificación de los saberes concretos, definidos y determinados, y su abstracción en competencias de aprendizaje que, desde luego, deben ser formadas y reformadas constantemente, es coherente con “una mano de obra completamente descualificada, necesitada de una permanente recualificación y lo suficientemente apta –es decir, lo suficientemente inepta- para recibirla”. (7) A la gelatina de trabajo indiferenciado le corresponde una gelatina de conocimiento indiferenciado. En palabras del mismo Pardo:

Un empleado fijado a un puesto de trabajo, engastado en una profesión bien determinada o experimentado en un oficio concreto resulta un lastre para su empresa y para sí mismo, y la habilidad verdaderamente competitiva de nuestro tiempo es la labilidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de mutación. Esto explica la aparente paradoja de que el “conocimiento” que de esta manera se busca y se aprecia sea exactamente conocimiento de nada (de nada en particular y de todo en general), un fluido amorfo capaz de adaptarse a cualquier molde y de modularse según las variabilísimas condiciones del mercado.

* * *

Podríamos pensar a partir de aquí cómo las apelaciones a la “calidad del profesorado” son inseparables de la constitución de un “profesor en general”, desprovisto de manos y de maneras, vaciado de cualquier cualidad que pudiera determinarlo y singularizarlo, susceptible de estar siempre en “formación permanente” y, desde luego, de ser flexible y adaptable. Es decir, un profesor sin oficio y sin vocación o, lo que es aún más alarmante, un profesor cuyo oficio y cuya vocación son considerados un lastre.

Podríamos pensar también por qué la escuela de las competencias y del aprender a aprender, la escuela del conocimiento líquido, ya no puede ser uno de los lugares del descubrimiento de la vocación, eso que podríamos definir, provisionalmente, como el descubrimiento de qué le interesa a cada uno (qué es lo que le llama) y para qué tiene especiales habilidades (para qué tiene buena mano).

Además, esa escuela de las competencias, de los resultados de aprendizaje y del aprender a aprender está ya preparada para deslocalizarse y, en el límite, para desaparecer, puesto que se puede aprender en cualquier sitio y a cualquier hora y, desde luego, sin profesores; y tal vez la captura técnico-cognitiva del aprendizaje constituye una especie de “aprendizaje en general” que sustituye al “trabajo en general” como fuerza motora de la así llamada sociedad del conocimiento o del capitalismo cognitivo.

Y en este punto comenzamos a comprender, quizá, que el asunto de este curso no era tanto el oficio de profesor como su falta de oficio, y que lo que estábamos elaborando en estos primeros momentos no era tanto la vocación del profesor como su imposibilidad. De hecho, la sensación con los estudiantes era que lo que comenzamos a tener en común (y a conversar sobre ello, y a pensar juntos) no era tanto nuestro oficio (el que todos seamos profesores) o nuestra vocación (el supuesto de que todos amemos la escuela, nos sintamos llamados a trabajar en ella o para ella y, de alguna manera, a hacernos responsables de ella), sino el convencimiento de que tanto la posibilidad de ejercer un oficio como la de seguir una vocación (sea eso lo que sea) nos han sido ya irremediablemente expropiadas.

Atados de pies y manos

(Con Maarten Simons y Jan Masschelein)

En eso estábamos, dándole vueltas a la descualificación del trabajo, cuando se me ocurrió que sería bueno volver al libro de Simons y Masschelein, sobre todo a los dos capítulos dedicados a lo que ellos llaman “la domesticación del profesor”. (8) Así que pedí a los alumnos que los leyeran y que trajeran para la clase siguiente algunos subrayados en relación con lo que hace que el trabajo de profesor apenas pueda ya pensarse como oficio.

Yo mismo volví a esos capítulos y, para mi sorpresa y alegría, reparé en algo que había pasado por alto. Y es que la sección sobre la domesticación del profesor comienza definiéndolo como un esclavo liberto y, para ello, pone el ejemplo de un ingeniero industrial que deja su trabajo en la empresa para convertirse en profesor. Recordé entonces que el año anterior, entre mis alumnos de esa misma maestría, había dos de esos rebotados, de esos desertores del mundo económico que habían encontrado en la escuela una especie de refugio: un profesor de dibujo que había abandonado su prometedora carrera de artista (ver la conversación con Raúl Morales, en tres partes, en el capítulo titulado “Escoger la escuela”) y un profesor de matemáticas que había dejado su trabajo como ingeniero en una empresa de telecomunicaciones. Ambos se habían hecho profesores porque no soportaban el ambiente mercenario y altamente competitivo de sus anteriores ocupaciones, el hecho de tener que estar constantemente “vendiéndose” a sí mismos, demostrando y demostrándose una y otra vez que podían hacer de su saber algo rentable.

El esclavo liberto del que hablan Simons y Masschelein es alguien que se libera de la sumisión de sí mismo y del arte que domina (de su materia) al orden económico y al orden social, y que encuentra en el oficio de profesor no solo una especie de libertad personal sino también, sobre todo, la sensación de que puede experimentar libremente con su materia en el acto mismo de presentarla a las nuevas generaciones (una versión encarnada de ese doble amor que Hannah Arendt coloca como fundamento de la educación –y de la escuela). Y eso, muchas veces, al precio de dejar de ser considerado (como les había pasado a mis exalumnos) como un artista o un ingeniero “de verdad”, de ser percibido como incapaz o fracasado “en el mundo real”, o de convertirse, como dicen Simons y Masschelein, en una figura sin cualidades, sin estatus, sin un lugar bien definido en el orden económico o social:

El ingeniero convertido en profesor ya no es “esclavo” de la economía, ni del orden social, ni del ámbito familiar (…). Es una especie de esclavo liberado: un liberto. Alguien que se entrega a su amor por la técnica (o, en un sentido general, a su amor por la materia o por el mundo). Se preocupa más por la materia que por sí mismo o por el orden social al que está subordinada la materia (y que fija tanto su uso como su significado). También se entrega a su amor por los niños: ama a los niños más de lo que ama a los padres.

El profesor no pone su materia al servicio de la sociedad, ni de la economía, ni de la vieja generación, sino que la libera y, en ese mismo gesto, se libera a sí mismo. Digamos que el profesor necesita tener las manos libres para poder ejercer su oficio, para poder hacer lo que tiene que hacer. Y eso no utilizando su materia como si fuera un medio o un instrumento para otra cosa, sino a través de la manera como la encarna en los gestos mismos en que la ofrece a los niños y a los jóvenes. El oficio de profesor no tiene que ver con aplicar competencias o procedimientos estandarizados con mayor o menor eficacia, sino que:

Es un arte incorporado, encarnado, un arte que se corresponde con una forma de vida –algo a lo que podríamos referirnos como una “llamada” o una vocación, palabras utilizadas (…) a menudo con una connotación de sorpresa respecto a la irracionalidad (económica) de ciertas búsquedas y opciones vitales.

Lo que ocurre es que las manos libres del profesor no pueden sino generar desconfianza y, en ese sentido, se ponen en marcha diversas estrategias para que el esclavo liberto sea devuelto a la obediencia y a la servidumbre:

Esta estrategia consiste en neutralizar o “profesionalizar” la relación de amor, transformándola en una relación de obediencia (haciendo que el liberto vuelva a ser un esclavo: funcionario esclavo del Estado, creyente esclavo de la religión, doméstico esclavo de la economía), o transformándola en una relación contractual (convirtiendo al liberto en un profesional de servicios o en un emprendedor autoempleado autónomo flexible) (…). Los profesores pasan a ser “profesionales” que pasan a tener posiciones claras y nada ambiguas en el orden social.

* * *

Después de jugar un poco con la oposición entre el liberto y el esclavo, ya estuvimos en condiciones de hacer sonar en el aula los subrayados que los estudiantes habían hecho en la sección sobre la domesticación del profesor, del libro de Simons y Masschelein. Mientras leíamos y comentábamos esos subrayados, alguien ordenó las operaciones encaminadas a acabar con las manos libres del profesor en seis apartados. Al primero lo llamamos “la soga del conocimiento experto” y consiste en atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de:

Substituir la así llamada sabiduría de la experiencia del profesor por el saber experto (…). El profesor ideal (…) es alguien cuya pericia se basa en un conocimiento validado y fiable (…). Esa base se construye a partir de teorías, modelos y métodos científicamente demostrados (…). Oculto tras la etiqueta de “científico” está el supuesto criterio de que “funciona”, y a menudo implica la aplicación de conocimientos que han “demostrado” cumplir (mejor) determinados objetivos.

Al segundo apartado lo llamamos “la soga de las competencias” y lo relacionamos con atar las manos (e impedir las maneras) del profesor mediante:

Los perfiles profesionales elaborados por los gobiernos y las listas de competencias básicas que se esperan de los profesores noveles (…). Las competencias son una traducción de todos los elementos considerados necesarios en un entorno laboral –en este caso la escuela como lugar de trabajo de los profesores– que deben estar presentes para implementar las tareas y las funciones exigidas (…).

Al tercer apartado le pusimos el título de “la soga de la rendición de cuentas”, esa que se ampara en el significante vacío de “calidad” y suele venir acompañada por un cuerpo de supervisores y evaluadores de toda laya (con el correspondiente crecimiento desmesurado de las tareas burocráticas), hacedores compulsivos de puntuaciones y ránquines, y que implica atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de:

Una cultura de la contabilización (…), una necesidad de dar cuenta de los indicadores de calidad predefinidos.

El cuarto apartado se titulaba “la soga de la flexibilización” y tiene que ver con la atar las manos (e impedir las maneras) del profesor mediante la producción de:

Un profesor flexible (…) que puede dedicarse a cualquier cosa (…) para el que la escuela es un lugar de trabajo como cualquier otro (…) un profesor multifuncional y polivalente (…) que ya no está anclado a un único emplazamiento, o al que se le exige renunciar a los vínculos (con la una escuela, con una materia).

El quinto apartado tenía el nombre de “la soga de la estandarización” y consiste en atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de la constitución:

De un marco estandarizado que permite la disponibilidad y la movilidad; un marco en el que todo y todos son intercambiables y están interconectados, que tiene la misma unidad de medida, y que utiliza el mismo lenguaje.

Por último, al sexto apartado lo llamamos “la soga de la incentivación” y lo relacionamos con las estrategias orientadas a atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de hacer de él un personaje interesado y calculador, presuntamente incapaz de hacer nada simplemente porque es su obligación, porque es su oficio o por el pundonor de hacer las cosas bien:

El punto de partida tiende a considerar al profesor como un ser calculador que solo realiza un esfuerzo extra si hay “incentivos” de por medio (…). El supuesto es que los profesores actúan fundamentalmente en función de sus propios intereses y realizan análisis de coste-beneficio antes de decidirse a actual.

La conversación giró en torno a cómo la cultura económico-empresarial ha arrasado la escuela y, por tanto, el oficio de profesor. Versó también sobre la relación entre la obsesión por el control y la implantación de una especie de política de la desconfianza, esa que supone que los profesores deben ser vigilados (evaluados) para que hagan (bien) su trabajo. Tuvo que ver también con esa idea infame e indigna que supone que los profesores solo harán (bien) su trabajo si se los recompensa, incentiva o estimula adecuadamente. Aproveché para contarles que la palabra “estímulo” en latín quiere decir “aguijón” y, por extensión, “espuela” (no hicieron falta más comentarios). Y decidimos terminar el ejercicio escribiendo en la pizarra una especie de grito de guerra dirigido a especialistas, expertos, políticos, supervisores y evaluadores que decía así:

QUITADNOS LAS MANOS DE ENCIMA.

Y esa misma noche no pude resistirme a enviar a los estudiantes algunos de los enunciados de una de las letanías que habíamos elaborado en Florianópolis (Brasil), unos meses antes, en un ejercicio colectivo titulado “Diseñar la escuela” (9), con la sugerencia, claro, de que jugaran con ella, quitaran lo que no les gustara y añadieran sus propias peticiones:

De la educación para la ciudadanía, líbranos señor. De la emprendeduría, líbranos señor. Del libro didáctico, líbranos señor. De las programaciones escolares, líbranos señor. De las competencias básicas, líbranos señor. Del aprender a aprender, líbranos señor. De la motivación, líbranos señor. De la performatividad, líbranos señor. De la edu-comunicación, líbranos señor. De los ismos pedagógicos, líbranos señor. De la educación emocional, líbranos señor. De la interactividad, líbranos señor. De la educación para la democracia, líbranos señor. De las coordinaciones pedagógicas, líbranos señor. Del imperativo de producción, líbranos señor. De la clase show, líbranos señor. Del profesor comunicador, líbranos señor. De la cibercultura, líbranos señor. Del aprendizaje significativo, líbranos señor. De Jacques Delors, líbranos señor. De la formación continua, líbranos señor. De la escuela sin partido, líbranos señor. De las modas pedagógicas, líbranos señor. De los cachivaches tecnológicos, líbranos señor. De los libros de autoayuda y de las conferencias motivacionales, líbranos señor. De los padres en la escuela, líbranos señor. De los alumnos clientes, líbranos señor. De la escuela que genera beneficio, líbranos señor. De los materiales online, líbranos señor. Del móvil escondido detrás del libro, líbranos señor. Del miedo de preguntar si alguien ha leído el texto, líbranos señor. Del “es cuestión de opinión”, líbranos señor. De los resultados de aprendizaje, líbranos señor. De la evaluación del rendimiento del profesorado, líbranos señor. Pero si fueran tus designios, danos fuerzas para soportarlos y armas para combatirlos. Amén.

Progresos y regresos

(Con Walter Benjamin y Richard Sennett)

Comencé la clase preguntando si había alguna pregunta o alguna consideración acerca de lo que habíamos venido hablando sobre la imposibilidad de la vocación, la descualificación del trabajo y sobre las manos atadas del profesor, y algunos de los estudiantes plantearon sus objeciones. Dijeron que tanto el uso del motivo de la vocación como el recorrido por el mundo de los oficios y la artesanía construía implícitamente un relato un tanto tramposo montado sobre el esquema “lo que era antes / lo que es ahora” y en el que es casi inevitable incurrir, como parecía que yo había hecho, en una cierta idealización del pasado. Tal vez, dijeron, el profesor nunca fue un artesano y, además, habría que contextualizar ese relato demasiado simplista en una historia del oficio que no podría separarse de una historia de la escuela y, desde luego, de sus condiciones sociales.

Por otra parte, tanto el esquema del esclavo liberto como el del profesor domesticado implican un relato de emancipación (en el primer caso) y un relato de doma (en el segundo) que también funciona de un modo tácito desde un antes y un después. Como si hubiera (antes) una sumisión de la educación al orden familiar y económico, para darse (después) un gesto de liberación que hace posible la escuela. Y como si hubiera (antes) un profesor artesano, vocacional, amoroso y con las manos libres que es domesticado por distintas estrategias de estandarización y de control para convertirse (después) en un profesional atado de pies y manos.

El relato implícito a la aproximación que estábamos haciendo (un relato, además, altamente dicotómico) hace difícil identificar a qué profesor nos estamos refiriendo cuando usamos unas u otras categorías. Además, ese esquema es ciego para los aspectos “esclavizadores” de la (antigua) constitución del oficio de profesor, de la misma manera que es insensible a los aspectos “liberadores” de las (nuevas) formas de habitarlo. No solo, tal vez, el profesor no fue nunca artesano, sino que tampoco, tal vez, los oficios artesanos eran lo que aquí estamos suponiendo.

Además, dijeron, esa historia de “manos libres” versus “manos atadas” lleva a que la conversación se encamine casi inevitablemente a pensar en qué se puede hacer para liberarnos, como profesores, de las sogas que matan el amor. Y que esa conversación se convertiría, casi automáticamente, en la de qué hacer para buscar una forma “propia”, personal, de ejercer el oficio, una forma que parta de las propias ideas, de las propias posiciones, de las propias convicciones o de la propia experiencia, “liberándose” así de unas constricciones que, por definición, siempre vendrían de afuera.

* * *

Reconocí y agradecí las objeciones y traté de resituar el asunto del curso. Insistí en que no se trataba de hacer historia o sociología de los profesores, que tampoco se trataba de analizar y valorar “modelos de profesor” (todo eso del profesor normativo, el profesor técnico, el profesor reflexivo, el profesor dialógico, el profesor crítico, etc.), sino que el asunto era ver qué pasa al considerar el hacer de los profesores desde el punto de vista del oficio. O, dicho de otro modo, de probar si eso de considerar lo que hace el profesor “como si” fuera un oficio, y de mirarlo desde la perspectiva de los oficios artesanos podía llevarnos (o no) a una conversación interesante. Además, insistí, mi idea tampoco era construir un nuevo modelo (el de profesor vocacional o el de profesor artesano) para añadir a los ya existentes sino, simplemente, proponer un ejercicio de pensamiento cuyos posibles efectos yo ignoraba. De hecho, si había propuesto este curso era porque yo mismo tenía ganas de explorar la cuestión del oficio en relación a los haceres y quehaceres cotidianos de los profesores.

Dije entonces que el asunto del curso era, sí, el oficio de profesor; que mi propuesta era desarrollar ese asunto dando un rodeo por los oficios artesanos, pero que eso no suponía necesariamente afirmar que el trabajo de los profesores fuera un oficio (como el de los carpinteros o los panaderos) o que alguna vez lo haya sido. De lo que se trataba, al menos en lo que habíamos hecho hasta ese momento, era de experimentar la fuerza de ese “como si”. En ese sentido, insistí en que lo que les estaba proponiendo era una especie de ejercicio de pensamiento, que yo mismo tampoco sabía adónde podía ir a parar ese ejercicio, y que, desde luego, en algún momento, tanto ellos como yo podíamos tener la impresión de habernos equivocado, de estar andando por caminos que no ofrecen nada interesante para conversar o para pensar.

Dije que el ejercicio que les proponía partía de la suposición de que tratar del oficio de profesor (y no, por ejemplo, de la “tarea docente”) nos permitiría también tratar del lenguaje, de las herramientas, del lugar y de los gestos del profesor “como si” fueran los lenguajes, herramientas, lugares y gestos de un oficio; y, sobre todo, que nos permitiría intentar “ver” a los profesores trabajando. En cualquier caso, ni sucesión ni alternativa: ni un relato del tipo “antes y después”, ni una alternativa de tipo “esto o lo otro”. La propuesta tenía que ver más bien con probar si el punto de vista del oficio nos daba una buena perspectiva para conversar sobre lo que somos, lo que hacemos y lo que nos pasa cuando ejercemos de profesores.

En ese sentido, la introducción de la palabra “vocación” no tiene que ver necesariamente con construir una historia según un antes y un después (del profesor vocacional al profesor profesional) para hacer en relación con ella un listado de ganancias y pérdidas, sino que tiene que ver más bien con provocar un efecto intempestivo o inactual que, en la clase, elaboré al modo benjaminiano, ese que trata de buscar en el pasado no algo que ha sido superado sino algo que ha sido destruido, vencido, humillado o desechado. Y eso no para sugerir su reinstauración, sino para ver de qué modo nos puede ayudar a identificar dos cosas: la primera, cuáles podrían ser las posibilidades no realizadas del pasado, y la segunda, cuáles son las fuerzas destructivas del presente. La cita que usé (y que leí de una forma un poco sesgada, elidiendo sus motivos políticos y teológicos), es muy conocida:

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro (…). En cada época es preciso esforzarse por arrancar la tradición al conformismo que está a punto de avasallarla (…). Solo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer. (10)

Contextualicé y comenté un poco esa cita, tratando de situar lo que habíamos leído (lo que Zambrano, Sennett o Pardo decían o sugerían del pasado) como si fuera un recuerdo del que podríamos, quizá, adueñarnos. Aunque no para saber “lo que verdaderamente ha sido” sino para poder pensar mejor lo que nos pasa, cuáles son los peligros que nos amenazan, y también, desde luego, para que el relato de los vencedores (de los que piensan en términos de avances, progresos o superaciones) no sea el único relato. Algo así como utilizar una cierta imagen del pasado (y del pasado vencido) como crítica del presente y, quizá, como la apertura de un posible que no sea solo el de los que ya saben de antemano hacia dónde va el correr de los tiempos.

* * *

Pasé enseguida a la segunda de las objeciones, a eso de cómo pensar “la liberación de las ataduras”. Dije que, si pensamos desde el oficio, esa “liberación del profesor” no puede ser vista como una “liberación personal” o como una liberación “que viene de la persona” (de sus ideas, sus posiciones, sus intenciones, sus deseos, su experiencia), sino como algo que tiene que ver con el amor al oficio, con la lealtad al oficio, con ese deseo de “hacer las cosas bien” que, según Sennett, es la fuente de toda artesanía. O, dicho de otro modo: no se trata de pensar qué sería un “profesor libre”, sino qué sería un profesor que hace de un modo libre y con sus propias maneras “lo que debe hacer”, es decir, lo que está ya dado en las tradiciones y las reglas de su oficio y que él debe interpretar e incorporar.

En ese contexto, creí que sería bueno poner sobre la mesa la manera en que Sennett enmarca su trabajo y leer algunas citas, no de la conclusión de El artesano (que habíamos comentado en la primera clase), sino de la introducción. La primera cita insistía en que la artesanía no se refiere a lo que era, sino a lo que continúa siendo, pero tal vez esté oculto y haya que revelarlo: “Es posible que el término ‘artesanía’ sugiera un modo de vida que languideció con el advenimiento de la sociedad industrial, pero eso es engañoso. ‘Artesanía’ designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más”. La segunda cita, también muy breve, se refiere a la variedad de ocupaciones que se pueden pensar desde la artesanía: “La artesanía abarca una franja mucho más amplia que la correspondiente al trabajo manual especializado. Efectivamente, es aplicable al programador informático, al médico y al artista”. La tercera, apenas dos líneas, tiene que ver con los obstáculos que se oponen a lo que podríamos llamar “el espíritu artesano” y que no son necesariamente de ahora: “Sin embargo, a menudo las condiciones sociales y económicas se interponen en el camino de disciplina y compromiso del artesano”. La cuarta cita, en relación al carácter objetivo o subjetivo del oficio: “La artesanía se centra en patrones objetivos, en la cosa misma”. (11) Por último:

El modo de trabajar del artesano puede servir para anclarse en la realidad material. La historia ha trazado falsas líneas divisorias entre práctica y teoría, técnica y expresión, artesano y artista, productor y usuario; la sociedad moderna padece esta herencia histórica. Pero el pasado de la artesanía y los artesanos también sugiere maneras de utilizar herramientas, organizar movimientos corporales y reflexionar acerca de los materiales, que siguen siendo propuestas alternativas viables acerca de cómo conducir la vida.

* * *

Casi para terminar, pedí a los estudiantes un poco de confianza, un poco de paciencia, y les dije que esperaba que todo eso fuera más claro cuando trabajásemos con ejemplos concretos, cuando viésemos en acción a carpinteros, músicos, cocineros, zapateros o cineastas; que sería entonces cuando podríamos pensar si su manera de entender y de practicar su oficio es capaz de decirnos algo interesante sobre qué es eso de hacer de profesor; y que tal vez entonces, a partir de sus ejemplos rigurosos, podríamos seguir dándole vueltas a eso de las manos libres y las manos atadas. De hecho, insistí, un curso es el despliegue en el tiempo de un asunto, unos textos y unos ejercicios; algo que se sigue, algo en lo que las cosas no se dan todas a la vez, sino que vienen, como en la escritura, alineadas, una después de otra. Y, por tanto, esperaba que esas objeciones que me habían planteado pudieran precisarse o modificarse más adelante.

Como una de las estudiantes había dicho que tanto la lectura de los textos como la conversación en clase tenían que ver inevitablemente con la manera en que cada uno lo relacionaba con su propia experiencia personal, pensé que tal vez el tono con el que yo había hecho sonar las lecturas sobre la descualificación del trabajo tuviera que ver con mi propia experiencia como viejo profesor universitario de filosofía de la educación (subrayando eso de profesor “viejo”, eso de profesor “universitario” y eso de profesor “de filosofía”), es decir, como miembro de una generación de profesores que ha sufrido en sus carnes, y en muy pocos años, los efectos arrasadores del modo mercantilista y credencialista de entender su trabajo.

Pensé que las resonancias que tenían para mí los textos que habíamos leído y comentado podían ser muy diferentes que las que podrían tener para profesores de otra generación, de otras materias y de otros niveles escolares. Y pensé también que en una conversación no solo es importante la letra sino también la música; no solo lo que se dice, sino también cómo se dice y desde dónde se dice. Y eso me hizo pensar que la maravilla del oficio de profesor no está (solo) en la posibilidad que tiene de ser “inspirado” por la materia de estudio (al convertirse él mismo en estudiante), sino por la posibilidad que también tiene de trabajar en público esa materia, y por la alegría de ver cómo los textos que él pone sobre la mesa suenan y resuenan en una conversación que es, por definición, plural y que, desde luego, no se ajusta a lo que el profesor ha proyectado.

Profesores con carácter

(Con Richard Sennett y Elías Canetti)

Para plantear la cuestión de la descualificación del trabajo de los profesores en otro lugar que el de la vocación o el de la liberación (aunque relacionado con ellos), decidí colocarlo en relación al carácter y hablar de lo que podría ser una “descaracterización” del profesor o, dicho de otro modo, de la domesticación de un “profesor con carácter” para convertirlo en un “profesor en general”. Para ello tomé dos párrafos de la introducción a uno de los libros que Richard Sennett dedica a las formas de trabajo en el nuevo capitalismo flexible (ese en el que está el análisis del trabajo de los panaderos que habíamos leído anteriormente). Sennett escribe:

Tal vez el aspecto más confuso de la flexibilidad es su impacto en el carácter. Los viejos hablantes de inglés, y sin duda alguna los escritores de la antigüedad, tenían perfectamente claro el significado del término: el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones con los demás. Horacio, por ejemplo, escribe que el carácter de un hombre depende de sus relaciones con el mundo. En ese sentido, “carácter” es una palabra que abarca más cosas que la moderna “personalidad” (…). El carácter se centra en particular en el aspecto duradero, “a largo plazo”, de nuestra experiencia emocional. El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo (…). El carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados. ¿Cómo decidimos lo que es de valor duradero en nosotros en una sociedad impaciente y centrada en lo inmediato? (…) ¿Cómo sostener la lealtad y el compromiso recíproco en instituciones que están en continua desintegración o reorganización? Estas son las cuestiones relativas al carácter que plantea el nuevo capitalismo flexible. (12)

Añadí que la palabra “carácter” se refiere también al modo de ser de una persona (o de una cosa), en tanto que enfatiza su singularidad. Como cuando hablamos del carácter de fulano, pero también de una ciudad o de una casa “con carácter”. Además, ese “modo de ser” es inseparable del modo en que algo o alguien se muestra en su apariencia sensible o, en el caso de una persona, en sus “modos de hacer”. El carácter tendría que ver también con “las maneras” de cada uno.

* * *

Para ilustrar eso, leí en clase la descripción que hace Elías Canetti de los profesores de la escuela a la que asistió en Zúrich a partir de la primavera de 1917, esa que puede encontrarse en el primer volumen de su autobiografía, La lengua absuelta, concretamente en una sección titulada “Seducción de los griegos; la escuela para el conocimiento del hombre”. Lo que me interesaba era el modo en que Canetti percibe la relación constitutiva entre la materia enseñada y el modo característico de enseñar de cada profesor, como si el “qué” de la transmisión no pudiera separarse de la “manera” en que cada profesor la encarnaba y, de algún modo, la “actuaba” o la “representaba” en su clase:

Todo lo que aprendía de viva voz por boca de los profesores, conservaba el semblante de quien lo decía y así quedaba fijado para siempre en mi recuerdo. Pero, aunque de ciertos profesores no aprendía nada, me impresionaban no obstante por sí mismos, por su aspecto peculiar, sus movimientos, su manera de hablar, y especialmente por sus simpatías o antipatías hacia nosotros, según como uno lo sintiera. Se daban todos los grados de calor y afecto, y no recuerdo a un profesor que no se esforzara por ser justo. Pero no a todos les era igualmente sencillo ser justos, esconder sus preferencias. A esto se añadía la variedad de recursos internos –la paciencia, la sensibilidad, la expectativa. (13)

El primer profesor cuyo “semblante” describe es Eugen Müller, profesor de griego:

Cuando nos hablaba de los griegos abría enormemente sus ojos como un vidente ebrio; ni nos miraba, solo miraba aquello de lo que hablaba; su habla no era rápida sino incesante, tenía el ritmo de espesas olas de mar; que se librara batalla terrestre o marina, siempre parecía que se estaba en medio del océano. Con la punta de los dedos se secaba la frente, que solía estar cubierta de un ligero sudor y a veces se pasaba la mano por sus ensortijados cabellos, como si soplara viento. La hora declinaba con su deleitable entusiasmo; cuando tomaba aliento para un nuevo arrebato era como si bebiera. Pero a veces se perdía tiempo, que era cuando nos interrogaba. Nos hacía escribir composiciones que luego comentaba con nosotros. Entonces uno lamentaba cada minuto en que, de otro modo, nos hubiera arrastrado consigo al océano.

El segundo es Fritz Hunziker, el profesor de alemán que:

Era una naturaleza un tanto más seca, en lo cual posiblemente influía su extraña talla, cuyo efecto no era mejorado por su voz un tanto chillona. Era alto, de tórax estrecho y parecía que se paraba solo sobre una larga pierna; cuando esperaba una respuesta caía en un paciente silencio. No importunaba a nadie, pero tampoco indagaba en nadie, su escudo era una sonrisa sarcástica a la que se aferraba; la mantenía incluso cuando era improcedente. Su conocimiento era equilibrado, demasiado categorizado tal vez, de cualquier forma, uno no se quedaba pasmado ante él, aunque tampoco desorientado. Su sentido de la medida y del comportamiento práctico era muy acusado. No valoraba mucho ni la precocidad ni la exaltación. Yo lo consideraba como el antípoda de Eugene Müller. Tiempo después me di cuenta de lo erudito que era, solo que a su erudición le faltaba arbitrariedad y emoción.

El tercer “carácter” es Gustav Billeter, profesor de latín:

Hasta el día de hoy me asombra el coraje con que se presentaba a la clase, día tras día, con su gigantesco bocio. Prefería colocarse delante, en el rincón izquierdo del aula, desde donde nos ofrecía la parte menos prominente de su bocio, con el pie izquierdo apoyado en un taburete. Entonces se ponía a hablar fluidamente, en voz baja y suave, sin enardecimientos inútiles; si se enfadaba, para lo cual no le faltaban motivos, nunca levantaba la voz, sino que hablaba más rápidamente. El latín elemental que tenía que enseñarnos debía aburrirle y probablemente por eso su actitud era más humana. Los que sabían poco no se sentían apremiados ni mucho menos anulados, y los que sabían mucho latín no por ello se sentían más importantes. Sus reacciones nunca eran previsibles, pero tampoco se las temía. Una corta y suave ironía era todo lo que se permitía, no siempre se la entendía, más bien era como un chiste privado que se hacía a sí mismo. Era un devorador de libros, pero nunca decía nada acerca de los que le interesaban de verdad (…). Tampoco valoraba excesivamente la importancia del latín que nos enseñaba.

No sabemos si el Canetti caracterológico de sus obras maduras, el de Cincuenta caracteres, por ejemplo (14), o el que elabora la teoría de las máscaras acústicas para el teatro y la literatura, es el que reconstruye la imagen dramática de sus profesores o si, como parece desprenderse de la última página del texto que estoy comentando, es el Canetti escolar el que empieza a desarrollar ese talento para la construcción de caracteres, precisamente en el impacto que le produjo la diversidad de sus profesores:

La diversidad de los profesores era extraordinaria; es la primera diversidad de la que se es consciente en la vida. El que estén tanto tiempo seguido ante uno, mostrando cada movimiento, siendo incesantemente observados, foco de interés hora tras hora, siempre durante el mismo y limitado lapso del que no se pueden zafar; su preponderancia, que uno no quiere reconocer de una vez para siempre, y que le vuelve a uno perspicaz, crítico y malicioso; la necesidad de acercarse a ellos sin excesiva dificultad, porque aún no se es un trabajador devoto y exclusivo; el misterio que rodea el resto de su vida, durante el tiempo que no hacen su cotidiana representación ante nosotros; y además la alternancia de aquellos personajes que van apareciendo, uno tras otro, en el mismo lugar, en el mismo papel, con el mismo objeto, eminentemente comparables –todos esos elementos dan algo muy distinto de la escuela oficial, dan una escuela que enseña la diversidad de los seres humanos; y si uno se la toma un poco en serio, resulta ser la primera escuela consciente para el conocimiento del hombre.

Un poco más adelante:

A la primera tipología infantil basada en los animales y que siempre sigue siendo eficaz, se sobrepone una nueva tipología: la de los profesores. En cada clase siempre hay alguien que imita especialmente bien a los profesores y que actúa frente a sus compañeros. Una clase sin estos imitadores sería como una clase sin vida.

Naturalmente, recordamos aquí con risas y alborozos los apodos de nuestros profesores, frecuentemente asociados con animales; la manera en que todos nosotros ensayábamos ya en la escuela nuestra capacidad de reconocer tipos y tipologías. Yo mismo recordé uno de mis primeros años de profesor, el momento en que llegué a clase antes de la hora y sorprendí a uno de los estudiantes, poco más joven de lo que yo era en aquel entonces, imitando maravillosamente mi gestualidad, mis ademanes, mis muletillas verbales y el tono de mi voz. Y varias personas de la clase hablaron también de los profesores excéntricos de sus años universitarios, esos de los que apenas recordamos de qué hablaban o qué enseñaban, pero cuya personalidad inconfundible e imborrable estaba, precisamente, en la peculiaridad de sus gestos. Canetti continúa así:

Ahora, evocándolos, me quedo asombrado ante la heterogeneidad, la peculiaridad y la riqueza de mis profesores de Zúrich. Aprendí de muchos, como correspondía a sus propósitos, y la gratitud que siento después de cincuenta años se hace cada día, por raro que parezca, mayor. Pero también aquellos que no me enseñaron gran cosa destacan tan nítidamente en mi recuerdo como personas o personajes, que solo por eso siento que les debo algo (…). Son inconfundibles, una de las cualidades de más alto rango; el hecho de que además se hayan convertido en figuras típicas no resta nada a su personalidad. La frontera fluida entre individuos y tipos es una gran preocupación del escritor.

Los profesores como primera muestra de la diversidad humana. Frente a los que elaboran sesudos “modelos de profesor” a través de complejas investigaciones, Canetti nos hace echar de menos a los niños y a su imaginación tipológica, seguramente más aguda. Frente a los profesores clónicos y sin carácter de la escuela actual, Canetti nos hace extrañar a esos profesores con carácter que representaban ante nosotros durante varias horas a la semana una manera inconfundible de estar en el aula, que a veces gozábamos y a veces padecíamos, pero que siempre era interesante. Y no digamos nada de los profesores impersonales que está construyendo el capitalismo cognitivo, meras prótesis al servicio del buen funcionamiento de las máquinas de aprender.

Canetti dice en varias ocasiones que desarrolló la idea de máscara acústica escuchando a Karl Kraus y a la capacidad que tenía de llegar al fondo de una persona imitando su modo de hablar, algo que no tiene que ver solo con la elección de las palabras sino con el ritmo, la tonalidad o la modulación: “Kraus me enseñó a oír las voces de Viena; a través de él aprendí realmente a escuchar las voces humanas” (15). Pero por lo que dice en su autobiografía, seguramente fue en la escuela y con los alumnos que imitan a los profesores donde comenzó a forjarse su talento de escritor y de “oidor”. Y es que para Canetti no existía el “profesor en general”, como no podía existir el “aprendizaje en general”, porque la escuela que él vivió y a la que, según dice, está cada vez más agradecido, era un lugar singular de encuentro de singularidades, eso sí, por mediación siempre de una materia de estudio que cada profesor encarnaba y hacía presente de una manera propia. Y con la que cada estudiante se relacionaba también, claro, de una forma propia (de hecho, Canetti aplica también su talento caracterológico a sus compañeros de clase y a sus diferentes maneras de ser estudiantes).

Los signos del mundo

(Con Gilles Deleuze y Vladimir Nabokov)

Para ofrecer una versión materialista de la idea de vocación, una en la que la llamada, el vocare, venga del mundo, de la atención y la responsabilidad con el mundo (y no de alguna entidad trascendente o ultramundana), usé en clase una cita célebre de Gilles Deleuze, de ese libro maravilloso que se titula Proust y los signos. Como se sabe, Deleuze lee ahí la obra de Proust como el relato de aprendizaje, o de formación, de un hombre de letras. El párrafo que me interesaba, muy conocido, es el siguiente:

Aprender concierne esencialmente a los signos. Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal y no de un saber abstracto. Aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea “egiptólogo” de algo. No se llega a carpintero más que haciéndose sensible a los signos de la madera, no se llega a médico más que haciéndose sensible a los signos de la enfermedad. La vocación es siempre predestinación con relación a signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. La obra de Proust está basada en el aprendizaje de los signos y no en la exposición de la memoria. (16)

El mundo emite signos. Esos signos piden ser descifrados, interpretados. Aprender es hacerse sensible a los signos (de la madera, en el caso del carpintero; de la enfermedad, en el caso del médico). Descubrir una vocación es descubrir a qué signos se está predestinado, a qué signos se es sensible, cuáles son los signos que son relevantes o significativos para cada uno. Y eso se aprende en el tiempo y con el tiempo (es un aprendizaje temporal) y de un modo concreto (no a través de un saber abstracto). Se aprende, digámoslo así, en el trato con el mundo. Es ahí, en ese trato, donde uno descubre que hay cosas que no le dicen nada, que son mudas y opacas, insignificantes, que no emiten signos, y que hay cosas, sin embargo, que están como queriéndonos decir algo, como llamándonos de algún modo. Desde ahí, la vocación sería algo así como una llamada del mundo, como algo del mundo, de los signos del mundo, que nos atrae, que nos llama, que nos reclama. Y eso que el mundo llama o solicita, es, en primer lugar, nuestra atención.

Descubrir la vocación es reconocer lo que nos llama la atención. Pero una atención, si seguimos a Deleuze, de naturaleza interpretativa ya desde su raíz. Una atención, podríamos decir, que nos lleva a querer descifrar, a querer leer lo que allí se nos está diciendo o se nos está queriendo decir. Aprender sería entonces como una progresiva interpretación de esos signos que nos llaman, es decir, una lectura.

Y una lectura que no es solo teórica, abstracta, sino que tiene lugar en el proceso mismo de hacer algo, de hacer un armario en el caso del carpintero, de curar una enfermedad en el caso del médico o de escribir el tiempo perdido en el caso del hombre de letras. El mundo se lee también con las manos, manipulando o manejando o manoseando aquello que se lee, habiéndoselas con ello. Por eso el mundo es eso que quiere decirnos algo, que nos llama, que nos dice o nos quiere decir algo, que nos importa, nos incumbe, nos afecta, nos toca, nos conmueve. El mundo es eso que se deja tocar, manosear, manipular, manejar; eso que se ofrece a nuestra atención y, desde luego, a nuestra sensibilidad y a nuestra inteligencia, pero también a nuestras manos. En ese sentido, descubrir una vocación es sentirse llamado a interpretar, a leer, pero también a hacer (a hacer un mueble, a curar a un enfermo, a escribir).

* * *

Por eso no hay mundo sino mundos. La obra de Proust, dice Deleuze, consiste en la exploración de diferentes mundos de signos “ya que los signos son específicos y constituyen la materia de tal o cual mundo”. Cada mundo sería una especie de sistema de signos “emitidos por personas, objetos, materias”. De ahí que descubrir una vocación significa descubrir cuál es el mundo que nos interesa (el mundo de la carpintería, o el de la medicina, o el de la escritura) y de ahí también que iniciarse en un oficio significa introducirse en un mundo específico. Lo que llama, en la vocación, no es el mundo en general sino un mundo. Y esa llamada, a veces, se parece a la del amor. Enamorarse, dice Deleuze, es “individualizar a alguien por los signos que causa o emite. Es sensibilizarse frente a esos signos, hacer de ellos el aprendizaje”. Pero los signos del amor son engañosos (y hacen sufrir) si no se trascienden hacia otra cosa. Por eso, parece decir Deleuze, la llamada de la vocación no es solo un flechazo, un deslumbramiento, sino también una exigencia, una obligación, una ascesis “que requiere un trabajo del pensamiento”. En la interpretación de signos “se trata no del placer sino de la verdad”, y la verdad “nunca es el producto de una buena voluntad previa, sino el resultado de una violencia en el pensamiento”. O, un poco más adelante, “es la inteligencia, y solo la inteligencia, la que es capaz de suministrar el esfuerzo del pensamiento o de interpretar el signo”.

Descubrir una vocación no es solo averiguar lo que nos gusta o lo que nos satisface, sino lo que nos exige. Y esa exigencia tiene que ver con corresponder a lo que hay ahí para aprender, para interpretar, para hacer, para pensar. Sin esa dimensión que, para Deleuze, tiene que ver con la verdad, con la exigencia de la verdad, la práctica de cualquier actividad, de cualquier oficio, permanece en la frivolidad, la superficialidad, la apariencia, el carácter convencional y vacío de lo meramente mundano (en el sentido de convencional); o en el engaño, la disipación y el egocentrismo de lo meramente amoroso (en el sentido de emocional).

Por otra parte, los distintos mundos entre los que se descubre ese que nos interesa, ese que nos llama, no están separados sino entretejidos de maneras misteriosas. Los diferentes mundos se interfieren unos con otros, reaccionan unos a otros, se recortan los unos sobre los otros. Por eso, el descubrimiento de una vocación requiere a veces de extraños rodeos:

Nunca se sabe cómo aprende alguien; pero, cualquiera que sea la forma en que aprenda, siempre es por medio de signos, al perder el tiempo, y no por la asimilación de contenidos objetivos. ¿Quién sabe cómo un escolar se convierte de pronto en un “buen latinista”? ¿Qué signos (si es preciso amorosos e incluso inconfesables) le han servido de aprendizaje? Nunca aprendemos en los diccionarios que nuestros maestros o nuestros padres nos dejan. El signo implica así la heterogeneidad como relación. Nunca aprendemos actuando como alguien, sino actuando con alguien que no tiene relación de semejanza con lo que se aprende.

Por eso, a menudo, una vocación no se descubre a priori sino a posteriori, no antes sino después, no al principio sino al final de una vida cuyos signos y avatares, sin embargo, es como si nos hubieran estado predestinados. Es como una predestinación que solo al final se muestra como tal, en su necesidad y en su verdad.

* * *

A partir de aquí la conversación se centró, primero, en el sentido a la vez receptivo y activo de la atención, en los signos del mundo como lo que nos “llama la atención” pero también como lo que nos “pide atención”, en la atención como una forma de receptividad que se convierte en exigencia (y al contrario). Versó después sobre los rodeos del aprendizaje, sobre el descubrimiento de la vocación, que no es lineal sino sinuoso; sobre cómo no aprendemos, tal vez, en los diccionarios de los padres, pero sí, a veces, con los amigos; sobre qué es y qué significa pertenecer a una nueva generación; sobre quiénes y cómo nos condujeron a lo que somos; sobre quiénes orientaron nuestra atención y cómo, y nos descubrieron los signos a los que somos sensibles. Hicimos también alguna consideración sobre el profesor como el que hace hablar ese mundo escolarizado y convertido en materia de estudio; sobre el profesor como el que hace que el mundo (las matemáticas, la geografía, la historia) diga alguna cosa. Hablamos también del azar y la necesidad, del sujeto y sus circunstancias, de cómo el relato del descubrimiento de la vocación (de los signos a los que estamos predestinados) solo tiene sentido al final, en una especie de historia retrospectiva, cuando el asunto ya no es “lo que podríamos ser” sino “lo que hemos sido”; no “lo que podríamos amar” sino “lo que hemos amado”; no a qué aprendizajes y a qué oficios “estamos predestinados” sino “qué hemos hecho con nuestra vida”.

* * *

Dejamos en el aire la pregunta sobre cuáles son los signos que llevan a alguien a ser profesor: si son los de una materia de estudio (si es el amor a alguna disciplina de conocimiento el que lleva a querer compartirla y transmitirla), los de la infancia (si es el amor a los nuevos el que lleva a querer vivir y convivir con ellos, a dedicarse a ellos) o los de la escuela (si es el amor a la escuela, a la materialidad de la escuela, a las formas escolares de trabajo, el que lleva a querer permanecer en ella, a hacer de ella el lugar de nuestro interpretar, de nuestro hacer y de nuestro pensar).

Por último, hice alguna consideración sobre cómo debiéramos estar agradecidos a todos aquellos que nos “llamaron la atención” sobre ciertos signos; a los que nos enseñaron a mirar, oler, escuchar, palpar o degustar la piel sensible del mundo; a los que alguna vez nos dijeron: “¡fíjate en esto!” y permitieron que se comenzara a formar nuestra sensibilidad y, tal vez, nuestra vocación. Les hablé de los recuerdos de infancia de Nabokov, teñidos de nostalgia, esos en los que hay un homenaje a esa larga lista de profesores e institutrices que le enseñaron a percibir, a atender y a discriminar algunas de las formas de la belleza:

El otoño alfombró el parque de los variadísimos colores de las hojas, y Miss Robinson nos enseñó una maravillosa técnica. Consistía, primero, en ir cogiendo del suelo y, después, ordenando sobre una gran hoja de papel, una serie de hojas de arce que formaban un espectro casi completo (solo faltaba el azul…), con verdes que pasaban gradualmente al amarillo limón, amarillos limón que pasaban gradualmente al anaranjado, y así sucesivamente pasando por los rojos hasta los morados, otra vez los rojos y de nuevo hasta el verde (que resultaba cada vez más difícil de encontrar, como no fuera en ciertos fragmentos de algún último y valiente borde) pasando por el amarillo limón. (17)

Y dejé sobre la mesa la pregunta de si alguien nos había enseñado, a alguno de nosotros, la escuela de un modo amoroso; si nos había llamado la atención hacia ella como un lugar bello (y lleno de dificultades y contradicciones, claro) en el que quizá no se está tan mal. Y la pregunta de quién o quiénes habían sido los que nos comenzaron a enseñar a amarla y, quizá, a interpretarla.

De actores y farsantes

(Con Luiz Augbursguer, Friedrich Nietzsche, Fernando González, Manoel de Barros y Antonio Machado)

Uno de los asistentes ocasionales al curso, Luiz Ausgburguer, un jovencísimo profesor que estaba de paso en Barcelona y que me había pedido permiso para venir a clase, se presentó en el aula, para mi sorpresa y mi júbilo, con el fragmento 356 de La Gaya Ciencia que, me dijo, tenía que ver con lo que estábamos tratando en esos días. El fragmento, muy hermoso, comienza con una referencia genérica a cómo los europeos se identifican, como si fuera un destino, con un papel social en cuya elección ha intervenido el azar o el capricho, y continúa con una reflexión sobre cómo, en ese proceso, el papel que se representa se convierte en carácter, y lo que había comenzado como arte y artificio se convierte en naturaleza. Después dice cosas como las siguientes:

Épocas hubo en que se creía, con seguridad presuntuosa, en la predestinación a determinados oficios, a ciertas ocupaciones, y de ninguna manera se admitía lo fortuito, lo caprichoso, en el reparto de papeles; las castas, las corporaciones, los privilegios hereditarios de ciertos oficios llegaron, merced a tal creencia, a erigir esas monstruosas torres sociales que distinguen a la Edad Media y en las cuales hay que alabar al menos una cosa: la duración (y hay que admitir que la duración es en el mundo una excelencia de primer orden). Pero existen épocas contrarias a estas, épocas democráticas, en que se va perdiendo cada día más esa creencia y en que una idea opuesta, un punto de vista temerario, domina; tal fue la creencia de los atenienses, que por primera vez se observa en la época de Pericles, y tal es la creencia de los norteamericanos de hoy, que está en camino también de ser la opinión europea; épocas en que el individuo está persuadido de que es capaz de hacer cualquier cosa, de que está a la altura de casi todos los papeles, y en las cuales cada uno se ensaya a sí mismo, improvisa, prueba otra vez, gusta de intentar, y en que todo lo natural se trueca en arte. Cuando los griegos adquirieron esta creencia en el papel –creencia de artistas, si se quiere– fue cuando entraron, paso a paso, en aquella singular transformación que los convirtió a todos en verdaderos actores (…). Lo que me inquieta, lo que puede observarse ya a poca atención que se ponga, es que los hombres modernos hemos entrado en el mismo camino, y cada vez que el hombre empieza a darse cuenta de la medida en que representa un papel, de la medida en que puede ser histrión, se vuelve, en efecto, un actor (…). Entonces surgen las más interesantes y también las más locas épocas de la historia, en que los actores, actores de todas clases, son los amos. (18)

Mientras leíamos ese párrafo, recordé un mail que me había enviado pocos días antes Fernando González, un profesor especialmente lúcido respecto a las contradicciones del oficio y a las imposturas de la vida (de cualquier vida y de cualquier aspecto de la vida). Lo que me contaba Fernando es que mientras estaba dando la primera clase del curso, en la licenciatura de Antropología, mientras estaba presentándose a los estudiantes y explicándoles cómo había pensado el curso que comenzaba, comenzó a oír una voz que le decía una sola palabra: “¡farsante!”. Esa voz se fue haciendo cada vez más insistente, lo acompañó en el camino hacia su casa, solo pudo desprenderse de ella al final de la tarde, cuando se sumergió en la lectura de la novela que lo ocupaba en esos días, y volvió a manifestarse de forma aún más insidiosa cuando se metió en la cama.

El profesor como actor, como farsante o, tal vez mejor, el profesor como el que, al mismo tiempo que lo es de verdad, o que trata de serlo, y al mismo tiempo que exige a sus alumnos que sean estudiantes también de verdad –que no se pasen el curso haciendo “como si”, que le pongan a lo que hacen todo su empeño, su inteligencia, su sensibilidad, lo mejor y lo más verdadero de lo que son– no puede dejar de tener la sensación de que todo eso es puro teatro. El viejo motivo del “gran teatro del mundo’”, ese en el que todos actuamos, representamos un papel, con la diferencia de que algunos, como Fernando, no solo lo saben, sino que lo sienten y lo sufren cada día hasta el punto de perder el sueño. Y recordé también lo que nos dijo una vez un amigo común: que en esta vida de profesores universitarios todos somos unos impostores, pero que hay que tratar de ser lo que somos, unos farsantes, siéndolo “de verdad”.

Luiz leyó el fragmento de Nietzsche en voz alta, lentamente y con cierta solemnidad, y enseguida me recordó una de mis frases en Pedagogía profana, en esa sección que se titula “Cómo se llega a ser lo que se es”: “No seas nunca de tal forma que no puedas ser de otra manera” (19). Se me ocurrió, para responderle, que la escuela es una invención griega que nace con ese presupuesto que Nietzsche considera como típicamente ateniense, ese postulado que dice que no hay nada dado en la naturaleza humana, ni como origen ni como destino; que nada está predestinado y que todo está abierto, es decir, que cualquiera puede aprenderlo todo, que cualquiera puede ser cualquier cosa. La escuela, precisamente, como ese extraño invento que suspende cualquier predestinación, cualquier vocación que pueda vivirse como dada o asignada. La escuela, en definitiva, como ese extraño lugar en el que se aprende que no hay vocación, que no hay destino, y que lo que uno llega a ser es el resultado de una construcción siempre contingente y arbitraria. Y por ahí seguimos, en animada conversación, dándole vueltas a eso de la vocación y a que tal vez lo que nos hace ser lo que somos no sea algo que se descubre sino algo que se inventa y que, desde luego, también hay que aprender. De hecho, como decía el poeta Manoel de Barros, “todo lo que no invento es falso” y, como decía Antonio Machado, otro poeta: “también la verdad se inventa”. El asunto, naturalmente, es pensar la relación entre “verdad” e “invención” y poder darle un sentido interesante a eso de que lo que hay que hacer es inventar, o inventarse, “de verdad”.

1- Zambrano, M. (2002). La vocación del maestro. En L’art de les mediacions. Textos pedagògics. (Selecció, introducció i notes de Jorge Larrosa y Sebastián Fenoy). Barcelona: Publicaciones de la Universitat de Barcelona, pp. 90-103.

2- Flusser, V. (2002). La no-cosa II. En Filosofía del diseño. La forma de las cosas. Madrid: Síntesis, p. 111.

3- Sennett, R. (2000). La corrosión del carácter. Las condiciones personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama, p. 68. Las demás citas en las páginas 70-71 y 77.

4- Pardo, J. L. (2010). Ensayo sobre la falta de vivienda. En Nunca fue tan hermosa la basura. Madrid: Galaxia Gutenberg, pp. 159-160.

5- Pardo, J. L. (2010). El conocimiento líquido. En Nunca fue tan hermosa la basura. Madrid: Galaxia Gutenberg, pp. 256.

6- Pardo, J. L. (2004). La regla de juego. Madrid: Galaxia Gutenberg, pp. 416-417.

7- Pardo, J. L. (2010). El conocimiento líquido. En Nunca fue tan hermosa la basura. Madrid: Galaxia Gutenberg, pp. 269.

8- Simons, M. y Masschelein, J. (2014). Defensa de la escuela. Una cuestión pública. Buenos Aires: Miño y Dávila. Todas las citas entre las págs. 120 y 138.

9- La letanía, junto con los demás ejercicios realizados, puede encontrarse en el DVD incluido en Larrosa, J. (ed.). (2018). Elogio de la escuela. Buenos Aires: Miño y Dávila.

10- Benjamin, W. (1971). Tesis de filosofía de la historia. En Angelus Novus. Barcelona: Edhasa, pp. 79-80.

11- Esas cuatro citas son el resultado de descomponer un solo párrafo que puede encontrarse en Sennett, R. (2009). El artesano. Barcelona: Anagrama, pp. 20-21. La siguiente cita es de la página 23.

12- Sennett, R. (2000). La corrosión del carácter. Las condiciones personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama, p. 10.

13- Canetti, E. (1980). La lengua absuelta. Barcelona: Muchnik, todas las citas entre las páginas 187 y 191.

14- Canetti, E. (1977). Cincuenta caracteres. El testigo oidor. Barcelona: Labor.

15- Canetti, E. (2013). Conversación con Hans Heinz Holz. En E. Canetti, Arrebatos verbales. Obra completa 9. Barcelona: Debolsillo, p. 760.

16- Deleuze, G. (1970). Proust y los signos. Barcelona: Anagrama, p. 12-13. El resto de las citas de esta sección se halla en las páginas 15, 20, 24-25, 32-33.

17- Nabokov, V. (1986). Habla memoria. Barcelona: Anagrama, p. 95.

18- Nietzsche, F. (1979). La gaya ciencia. Barcelona: Olañeta, pp. 208-209.

19- Larrosa, J. (2017). Pedagogía profana (edición conmemorativa y ampliada). Buenos Aires : Miño y Dávila, p. 52.

El profesor artesano

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