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I. El diablo en la Sagrada Escritura

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MARIO LÓPEZ BARRIO, S.J.

Muchas preguntas y un crecido interés se han suscitado en estas últimas dos décadas en torno al tema del diablo, debido, en buena parte, a una serie de novelas y películas como El exorcista. El llamado Cine di Terror ha contribuido a avivar el interés por lo “diabólico” de tal forma que se ha convertido en un tema de moda.

Como sucede en ocasiones semejantes, se formulan opiniones y nacen corrientes muy diferentes, desde quienes aceptan un influjo demoníaco en cada esquina del camino hasta quienes consideran al demonio como un personaje del pasado. Así, proliferan, en algunos países, grupos satánicos que rinden culto al diablo, mientras que en otros se prescinde por completo de él, como lo afirma Herbert Haag en su libro Abschied vom Teufel (Despedida al Diablo). (1) El pensamiento de esta corriente se puede sintetizar en la declaración de Rudolf Bultmann, expresada ya en 1951: “No se puede hacer uso de la luz eléctrica y del aparato de radio, recurrir a medios de la medicina clínica en muchos casos patológicos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y de los milagros”. (2)

En realidad, muchos creyentes esperaban haberse despedido ya del diablo, como de tantas cosas consideradas caducas después del Concilio Vaticano II. Pero hemos visto que no es tan fácil, por algo el Magisterio de la Iglesia —especialmente Pablo VI, en junio y noviembre de 1972— nos da a entender que las afirmaciones tradicionales sobre el diablo se deben mantener.

Tenemos que confesar que a nosotros y a nuestros contemporáneos el planteamiento del origen del mal como un problema especulativo nos resulta poco atractivo. En vez de preguntarnos por el origen del mal en abstracto, preferimos enfrentarnos con el mal concreto del ser humano que sufre actualmente. Más que elucubrar sobre el origen del mal, al hombre contemporáneo le interesa enfrentarse con la tarea de eliminar el sufrimiento en el mundo. No vive el mal tanto como una llamada al misterio sino como un reto a la propia responsabilidad individual y colectiva, y tiende a identificarlo con algo concreto, por ejemplo, la injusticia social. Aquello que puede ser explicado racional, técnica o científicamente como un mal, fruto de nuestra actuación y de nuestra historia, lo hace sentirse seguro, como quien está ante un adversario de alcance conocido. En cambio, colocarse frente al mal como algo misterioso lo hace sentirse incómodo. De ahí lo incómodo que puede resultar preguntar hoy por el diablo, pues resulta que, aunque esté presente en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no encontramos en los textos bíblicos ninguna explicación sistemática de lo que pueda ser.

La cuestión ha venido a plantearse así: ¿es el diablo un ser personal realmente existente, o simplemente un símbolo que ha servido, a lo largo de los siglos, para representar el pecado y el mal, pero, al fin y al cabo, un símbolo que ya ha caducado? (No quiere decir que el símbolo no represente algo real). Quizá para un creyente la pregunta debería formularse así: ¿qué significa para mi fe en Jesucristo y para lo que constituye mi esperanza lo que los textos normativos de la fe han dicho sobre este punto?

No estamos, pues, ante un problema filosófico o empírico, sino teológico; un problema de fe. No podemos demostrar ni su existencia ni su no–existencia (como no podemos demostrar ni la existencia ni la no–existencia de Dios); sólo se pueden hacer afirmaciones basadas en la Revelación. Trataremos de encontrar luz para comprender este problema en el Antiguo Testamento, en el judaísmo y, después, en el Nuevo Testamento.

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