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UNA PIEDRA EN EL ZAPATO

1

La noche era oscura, fría, la calle solitaria y triste serpenteaba entre casas apenas visibles bajo la niebla que se extendía como un ave de mal agüero. Una silueta avanzó, se detuvo mirando hacia todos lados, enseguida se dirigió a una casa apartada, rodeada de altos castaños. El farolillo de la puerta estaba apagado, pero en una ventana brillaba una luz débil tras las cortinas. En el momento en que la solitaria figura desaparecía por la puerta, un búho cruzó el espacio y se perdió entre los árboles. Alguien dijo que el coche del juez pasó por ahí. Antes de que empezara a clarear, un carruaje tirado por dos caballos se estacionó delante de la casa, la puerta se abrió, tres figuras salieron arrastrando un bulto que colocaron en el asiento posterior del coche que se alejó con rumbo desconocido. El resonar de los cascos de los caballos se fue perdiendo en la distancia y el silencio volvió a imperar. A los pocos días la noticia corría como el soplo de un viento incontenible: Christopher Marlowe había muerto asesinado. En los teatros, bares y burdeles se comentaba el suceso en voz baja; lo mismo ocurría en salones, pasillos y oficinas.

2

En el despacho del jefe de los agentes de la corona, el conde de X, se reunían seis sujetos. Sobre la cubierta de roble labrado del escritorio del conde, que presidía la reunión, destacaba un halcón peregrino de bronce, bajo el que estaban los papeles atribuidos a Marlowe. En uno de ellos se leía: “Jesucristo era un bastardo y su madre, María, una ramera”.

–Los católicos han arrojado piedras a la casa del poeta y algunos más fanáticos intentaron quemar sus manuscritos –dijo el conde paseando la mirada cansada por los rostros atentos de sus acompañantes–. La reina ha ordenado registrar las viviendas de sus caudillos, ustedes deben proceder con la mayor premura y cautela. Un individuo procedente de Stratford, que visita con cierta frecuencia los teatros y lugares donde acostumbraba a estar Marlowe, podría sernos útil. Creo que se llama Shakespeare, un tal William Shakespeare, obsérvenlo de cerca luego me informan. Ya saben: familia, estudios, amistades, intereses, todo lo que puedan averiguar. –Dio por terminado el encuentro, se puso en pie y llamando a su ayudante le dijo que preparara el coche con los caballos, deseaba retirarse a su casa de campo, los últimos acontecimientos lo tenían agotado–. Una buena partida de ajedrez me ayudará a aclarar las ideas –agregó antes de retirarse. Los agentes también salieron, pero por otra puerta.

Un mes más tarde, sentado en un cómodo sillón forrado en cuero negro, con las piernas cubiertas por un chal de lana, el conde examinaba el informe de sus agentes sobre Shakespeare, que en su primera página decía: “El 26 de abril de 1564 fue bautizado William Shakespeare, en la iglesia de Stratford-Upon-Avon, pueblo del condado de Warwick. Hijo de John Shakespeare –comerciante en lana, carnicero, arrendatario, concejal, tesorero y alcalde– y de Mary Arden, de familia católica. El joven es el tercero de cinco hermanos. Sus estudios y conocimientos son de nivel medio. Cuando cumplió 13 años la fortuna de su padre disminuyó mucho, el joven William tuvo que trabajar como dependiente de carnicería; pronto se convirtió en diestro matarife. A los dieciocho se casó con Anne Hathaway, una aldeana nueve años mayor que él cuyo embarazo estaba bastante adelantado. También se le conocieron amigos de mala reputación y fue sorprendido robando ciervos en los parques de sir Thomas Lucy. Después de múltiples vagabundeos abandonó a su esposa y se le empezó a ver en Londres, visitando teatros y tabernas...”. Cuando acabó de leer las siete páginas del informe, el conde dejó los papeles en una pequeña mesa cubierta con un paño rojo, situada junto al sillón, después miró por la ventana que daba al parque donde se alzaban las hayas, los olmos, y los pájaros revoloteaban entre los arbustos. Luego volvió a sus reflexiones. Si Marlowe no hubiera sido tan exaltado, pero su carácter impulsivo y apasionado... Qué idea tan loca esa de escribir frases descabelladas, justo cuando la corona se hallaba en una dura pugna con los católicos y potencias como España y Francia se armaban y contemplaban con desagrado los acontecimientos ingleses; como si eso fuera poco, además estaban las presiones e intrigas del pontífice romano. Sin embargo, él continuaba confiando en el poeta, aunque los enemigos del protestantismo y de la corona lo detestaban y buscaban toda clase de argumentos y pruebas; el propio Marlowe no se había cuidado demasiado. Su activa participación en la “Escuela de la Noche”, integrada por filósofos, matemáticos, alquimistas y libre pensadores, no lo favorecía. Pero su colaboración con el Consejo Privado de la Reina era bien reconocida y estimada por Isabel I; por otra parte, las confesiones de Thomas Kyd, en las que lo culpaba de ser el autor de las polémicas frases habían sido obtenidas bajo tortura. En cuanto a las graves acusaciones de Richard Baines, no había que olvidar que este era un agente de dudosa lealtad. En todo caso, ya no quedaba más que seguir adelante con el plan trazado; la reina en persona había impartido las instrucciones. En cuanto a Shakespeare, parecía ser el hombre adecuado, tenía la misma edad del poeta, su participación en el teatro facilitaba las cosas; solo debía cumplir los encargos y mantener la boca bien cerrada. Si sus aspiraciones se reducían a juntar cierto capital y comprar una casa grande en su tierra natal, como indicaba el informe, podría lograrlo sin dificultades trabajando con eficiencia; en fin, ya se vería hasta dónde les era útil.

El palomo negro

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