Читать книгу El palomo negro - Jorge Muñoz Gallardo - Страница 8
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ОглавлениеSin embargo, la suerte es una diosa voluble. Una mañana nublada y fría se presentó en la Policía de París un joyero judío para quejarse, en nombre de sus perjudicados compañeros de oficio, de que un individuo vendía espléndidos diamantes a tan bajo precio que era imposible no pensar en un robo. El prefecto de la Policía hizo comparecer ante él al sujeto que resultó ser Rétaux de Billete. Interrogado por la autoridad policial, el cínico secretario de la condesa respondió con total aplomo que los diamantes eran un regalo de la condesa Valois de la Motte. El nombre de la condesa hizo reflexionar al funcionario de la Policía quien ordenó dejar en libertad a Rétaux. Por supuesto, ya no podíamos seguir exponiéndonos en París, por lo que entregué los diamantes a mi marido y lo envié a Londres para continuar la venta de las valiosísimas piedras. Y en Londres le fue de maravilla al conde de la Motte y amasamos una enorme fortuna. Adquirí nuevas propiedades, coches, caballos, cubiertos de plata y lacayos que servían mis necesidades y caprichos. Nos instalamos nuevamente en Bar-sur-Aube donde reanudamos nuestras fiestas y pasatiempos llenos de alegría y pasión. Mimaba a Rétaux y estimulaba los celos de Loth, esto me hacía gozar. Toda la nobleza de la comarca nos visitaba, admiraba y envidiaba porque, esto lo sé muy bien, la prosperidad de unos es la amargura de otros. Pero, la vida es una sola y quería disfrutarla para vengarme de todas las desgracias y humillaciones de mi niñez. Claro, no desconocía que la suerte podía volvernos la espalda, como estuvo a punto de ocurrir cuando denunciaron a Rétaux por la venta de los diamantes, sin embargo, eso me había llevado a pensar en algunos resguardos, por ejemplo, el cardenal de Rohan, no querría quedar expuesto al ridículo ante toda Francia por su ingenuidad y ambición desmedida detrás de un ministerio, si las cosas cambiaban de pronto su eminencia no se negaría a tenderme una mano para protegerse él mismo. Cuando el cardenal me dijo que vio a la reina en una recepción oficial y la percibió tan fría como siempre con él, y además no lucía el collar en su cuello, me vi obligada a inventar una explicación que su eminencia aceptó de inmediato: la reina no quería usar todavía una alhaja que no estaba enteramente pagada; en cuanto a su frialdad era preciso ser prudente y tener paciencia, las cosas suceden en el momento que corresponden.
El tiempo transcurría. Se aproximaba la fecha de pago de la primera cuota y nosotros no estábamos dispuestos a soltar una sola moneda, por lo tanto, dije a Boehmer que la reina consideraba demasiado elevado el precio del collar y que pedía una rebaja de doscientas mil libras en cada pago semestral; de lo contrario, pensaba devolver el collar. Para mi sorpresa, aquel asno se negó y fue a entregar una carta a su majestad refiriéndose al asunto. Afortunadamente, como acostumbraba ante tantas cartas que recibía, María Antonieta no le dio importancia y, sin leerla, la arrojó al fuego. Lo bueno es que el joyero salió de la corte sin obtener una respuesta, ni dar una explicación personal a Su Majestad. Pero los joyeros no se conformaron y me vi en la obligación de enfrentar el problema con toda frialdad. Llamé a Boehmer y le confesé que la firma del contrato era falsa y que nada me podrían cobrar a mí o a la reina; en cambio, le cargué la responsabilidad al cardenal que era un hombre rico y podía pagar el millón seiscientas mil libras sin chistar, además, él había firmado la garantía y no querría quedar como un imbécil ante la corte y toda la sociedad, por haberse dejado burlar de manera tan grande. Sin embargo, ese par de asnos no entendió nada y Boehmer se dirigió a Versalles, solicitó una audiencia con la reina y todo saltó a la luz pública; el fraude se conoció en la corte y las cosas se complicaron. María Antonieta nunca me conoció, jamás recibió al cardenal para ofrecerle su amistad y el cargo de primer ministro (todo había sido una gran farsa), peor aún, su nombre salió mezclado con la estafa y el revuelo fue enorme porque el pueblo francés no quería a la austriaca y ahora tenía la ocasión de manifestar su antipatía. La reina quiso demostrar que nada tenía que ver con el fraude del collar y pidió un proceso, creía que el cardenal de Rohan era el verdadero responsable; para ella el cardenal era un hombre perverso que solo buscaba perjudicarla y lo hizo detener en Versalles. Quienes la odiaban, y eran muchos, se agruparon en torno a la defensa de Luis de Rohan quien pertenecía a los más antiguos y notables linajes de Francia. Cagliostro ya estaba en prisión, pero un cardenal era otra cosa y los clérigos también se sumaron a su defensa que adquirió cada vez más fuerza. Titulares de periódicos, folletos satíricos, y comentarios de toda clase circulaban de puerta en puerta. La opinión pública hizo un verdadero festín con el escándalo de la corte de Versalles. El caso salió al extranjero a través de las embajadas que enviaron periódicos, folletines y todo tipo de documentos relacionados con el asunto del collar a sus respectivos países. También circulaban dibujos burlescos con la imagen de la reina luciendo la carísima alhaja alrededor de su cuello. En casas, almacenes, talleres, plazas y tabernas no se hablaba de otra cosa que de la estafa del collar y el desmedido amor de María Antonieta por el lujo. Mi marido, el conde de la Motte, había huido a Londres, pero yo seguía en Francia observando con gran atención los acontecimientos. Rétaux, mi aliado más fiel, estaba a mi lado eso era lo mejor; en cuanto a Loth, ya no me servía para nada, aunque seguía mirándome como buey a punto de ser degollado. Cuando me citaron a declarar, me defendí afirmando que el culpable del robo del collar era Cagliostro. Expliqué la adquisición de propiedades y mi súbito ascenso material y social diciendo que era la amante del cardenal, cuya debilidad por las piernas bonitas era conocida. Pero las cosas se complicaron y se volvieron en mi contra cuando detuvieron a Loth y a Nicole que, aterrados por las amenazas de tortura, contaron todo lo que sabían. El 31 de mayo debía dictarse la sentencia. Una multitud ansiosa se reunió delante del Palacio de Justicia, era tanta la gente que la policía se vio en dificultades para contenerla. Los familiares del cardenal de Rohan, acompañados de las más poderosas familias de Francia, estaban en el palacio de justicia y ejercían presión sobre los jueces. Las deliberaciones se prolongaron desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche y percibí claramente que estaba perdida. La sentencia que me condenó a mí, Rétaux y Loth fue pronunciada en primer lugar. A Nicole la dejaron en libertad por haber sido utilizada, eso dijeron; la muy zorra se hizo la víctima. Por lo menos el imbécil de Loth también cayó, y si creía que denunciándonos iba a salvarse se equivocó; con cuánta facilidad el amor no correspondido puede transformarse en odio. Por supuesto, su eminencia, Luis de Rohan, quedó liberado de cualquier responsabilidad. Dijeron que el fallo perjudicaba políticamente a la reina, pero eso no me importaba un comino. Mis cómplices fueron condenados al destierro y yo a ser azotada y marcada con un hierro candente y a pasar el resto de mi vida en la cárcel. No podía creer que la suerte que me trataba con tanto mimo pudiera cambiar de esa manera verdaderamente despiadada. Tarde comprendí que llegado el momento de salvar el pellejo el cardenal no arriesgaría una sola palabra en mi favor, siempre fue un cobarde.
A las cinco de la mañana seis guardias me arrastraron hacia la escalera del Palacio de Justicia donde me leyeron la sentencia. No pude evitar los gritos y repartí maldiciones, mordiscos y golpes. Una vez leída la sentencia, llegó el verdugo con el hierro candente. Luché con desesperación, pero desgarraron mis vestidos; la marca del hierro al rojo que debía plasmar la “V” en mi hombro quedó en el seno. Mis gritos despertaron a los vecinos que salieron a la calle y se asomaron a las ventanas para gozar con mi suplicio. Cerdos malditos, si hubiera podido, los habría escupido a todos a la cara. Finalmente perdí el sentido. Cuando desperté estaba en una celda húmeda y maloliente. Debía llevar un vestido gris de tela ordinaria, zuecos, hacer costuras y artesanías y conformarme con la mala comida del recinto. Durante los días y noches que pasé en la cárcel pensé constantemente en mi madre y en mi hermana a la cual abandoné. Mas, la suerte volvió a cambiar y me tendió una mano que ya no esperaba. La opinión pública empezó a verme como una víctima injustamente sacrificada para proteger a la reina. El duque de Orleans organizó consultas y reuniones y comenzaron a llegar a mi celda regalos enviados por la nobleza. Filas de elegantes carruajes se detenían ante el recinto donde me recluyeron. Mi nombre se hizo cada vez más popular, visitarme en la cárcel era una moda. Una tarde apareció ante mí la princesa de Lamballe que era una de las mejores amigas de la reina. Y los rumores volaron, decían que la princesa me había llevado un mensaje secreto de María Antonieta. No puedo negar que todo eso me complacía y fortalecía mi amor propio. Una noche sin luna las puertas de mi prisión se abrieron y recuperé la libertad. El rumor volvió a circular, se comentaba que la reina había ordenado mi liberación en agradecimiento por haber asumido yo la culpa que era de ella. En realidad, la princesa solo me llevó un saludo de Su Majestad que se compadecía de mi castigo y ofrecía una ayuda futura bastante imprecisa. Pero como las cosas no estaban para perder el tiempo en divagaciones cogí lo que pude y me marché a Inglaterra.