Читать книгу El palomo negro - Jorge Muñoz Gallardo - Страница 7

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En una de esas alegres reuniones alguien contó que los pobres joyeros de la corte, Boehmer y Bassenge, se encontraban en un grave problema. Los dos hombres habían colocado todo su capital, más una cantidad tomada a préstamo, en la fabricación de un fabuloso collar de diamantes. Inicialmente, el collar había sido destinado para madame du Barry, la cual lo hubiera adquirido si las viruelas no se hubiesen llevado al infierno a Luis XV; después, lo habían ofrecido a la corte de España y, por tres veces, a María Antonieta, la cual, siempre interesada en las alhajas, compraba sin pensar, ni preocuparse del precio. La joya costaba la impresionante cantidad de un millón seiscientas mil libras y el rey, el indolente cerrajero Luis XVI, se había negado a dar su consentimiento para que María Antonieta lo adquiriera, dejando a los joyeros al borde de la ruina total. Naturalmente, una noticia como esa no podía pasar inadvertida para mí; acomodada junto al sujeto que la contaba, le llené varias veces la copa con vino y, usando mis mejores argucias, lo hice hablar al máximo mientras el muy imbécil introducía la mano bajo el mantel y enseguida la deslizaba sobre mis muslos. Cuando obtuve la información que me interesaba me puse en pie y dejé hablando solo al pobre diablo. Si conseguía que la reina comprara el collar, mis ganancias serían extraordinarias. Puse manos a la obra, el 29 de diciembre los dos joyeros llevaron la preciosa alhaja a mi mansión y hablamos de negocios. Yo, la condesa Valois de la Motte, ofrecí mi mediación ante mi amiga María Antonieta para convencerla y hacer que comprara el collar en condiciones favorables. Por esos mismos días el cardenal de Rohan había regresado desde Alsacia y volvió a hablarme de su deseo de llegar a ser primer ministro de Francia. La situación no podía serme más conveniente. Le hablé del collar y de la intención de la reina de comprarlo a espaldas de su marido. Después de unas cuantas reuniones regadas con buen vino y algo más, conseguí el consentimiento del cardenal que se comprometió a reunir la enorme cantidad de libras convencido de que con esta acción conseguiría su tan ansiado cargo. Cuando le comuniqué a Boehmer que ya tenía un comprador para su maravilloso collar, el hombre cayó de rodillas a mis pies, vi lágrimas en sus ojos. Entonces le tendí la mano sonriendo y le dije que se levantara, que no tenía nada que agradecerme, aunque pensaba con satisfacción que había ganado otro perro para mi patio. Poco tiempo después, el 29 de enero de 1785, se firmó el trato de la compra en el palacio del cardenal, el Hotel de Estrasburgo, por un millón seiscientas mil libras, suma que sería pagada en el plazo de dos años en cuatro cuotas semestrales. El cardenal me pasó el contrato para que se lo llevara a la reina, el primero de febrero se haría entrega de la joya. Al día siguiente llevé al cardenal la respuesta escrita de Su Majestad (otra obra maestra de Rétaux), su eminencia estaba feliz y me colmó de caricias y promesas. Luego, uno de los joyeros entregó al cardenal el collar y su eminencia me lo llevó personalmente a mí para que se lo hiciera llegar a mi amiga, la reina. Y para mayor seguridad y alegría del cardenal lo hice pasar a una sala especial donde él podría ver, a través de una puerta de cristal, cómo yo entregaba el collar al enviado de María Antonieta. A los pocos minutos apareció un hombre elegante y apuesto, vestido de negro, con botones dorados en el pecho, botas de cuero y andar marcial, que se presentó como el enviado por orden de su majestad. El mensajero de la reina recibió la caja con el collar, lo guardó, hizo una cortés inclinación de cabeza y se marchó. Por supuesto, este hombre no era otro que mi fiel secretario. Pero el cardenal de Rohan se tragó la farsa y dichoso como un niño con un juguete nuevo me abrazó y me besó en los labios antes de partir, convencido de que muy pronto sería primer ministro. Cuando la carroza del cardenal se alejó y ya no se oían los cascos de los caballos sobre el empedrado, me eché a reír y a bailar de un lado a otro de la sala.

El palomo negro

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