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4. DISCUSIÓN CON VARIAS VOCES: INSTRUCCIONES PARA ESCRIBIR UNA TESIS54

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El diálogo que me propongo o el diálogo propuesto es, en principio, con la voz de Miguel Dalmaroni, que interviene con marcado sesgo teórico en la amable polémica entre Martín Kohan y Sandra Contreras, a propósito de la obsolescencia del llamado “corpus de autor”.55 Muchas voces resuenan –me digo– en la capilla: señal de que se ha formado un coro, vale decir, el inquieto convencimiento profesional (el asunto aquí no es literario, ni tampoco crítico, sino profesional) de una perspectiva hegemónica relativamente novedosa que podría cambiar paradigmáticamente el modo de hacer y conocer de la crítica argentina. Y reconozco un primer mérito en la intervención de Dalmaroni: encuadrar precisamente el problema del corpus en un contexto profesional (aunque no haya querido desarrollar lo que apunta, y abandonara la cuestión a una nota con sesgos irónicos y festivos). Uso la palabra “profesional” en el sentido que le otorgó Stanley Fish,56 pues como observa muy bien Sandra Contreras, la insistencia para que la crítica literaria abandone el “corpus de autor” proviene del ámbito académico estadounidense, el mismo en el que escribe y piensa Fish. Por cierto, en él la preocupación por el corpus está ausente, pero no la relación (o la falta de ella) entre el discurso crítico y la acción política. Para Fish, los críticos que postulan “anti-profesionalmente” una conexión con la política se equivocan, porque las “comunidades interpretativas” son algo así como mónadas institucionales con sus propios juegos de lenguaje, procedimientos, reglas, protocolos, discusiones especializadas y sistemas de autovalidación y legitimación. Por lo tanto, la postura política de los participantes queda esquizofrénicamente al margen de estos juegos de lenguaje, y su voluntad de transformación es apenas un espejismo:

I shall be questioning the possibility of transforming literary study so that it is more immediately engaged with the political issues that are today so urgent: issues of oppression, racism, terrorism, violence against women and homosexuals, cultural imperialism, and so on. […]

The literary critic as I imagine him is anything but an organic intellectual in the Gramscian sense; instead he is a specialist defined and limited by the traditions of his craft, and it is a condition of his labours, at least as they are exerted in the United States, that he remain distanced from any effort to work changes in the structure of society.57

Se me dirá que los contextos y las historias del mundo académico estadounidense y argentino son diferentes, hasta opuestos.58 Sin duda, porque la impronta determinante en la crítica argentina ha sido siempre la del compromiso político o la imbricación inmediata o mediada respecto de la política (por lo menos hasta 1984). ¿Estamos entonces en el vestíbulo de esa profesionalización que defiende Fish? ¿O estamos de lleno metidos en ella? Porque, planteada de una manera metodológica, epistemológica o gnoseológica, como sucede en esta discusión, la respuesta a la última pregunta debería ser ineluctablemente afirmativa. Podría objetarse también la aparentemente caprichosa delimitación histórica que he utilizado (“1984”), pero resulta indiscutible que hasta esa fecha las conexiones entre la crítica literaria académica y la política cultural son estrechas, aun si en los interregnos del onganiato y del llamado “Proceso”, los críticos conforman una suerte de exiliada resistencia que se opone tanto al estéril e incoloro discurso académico como a las políticas del Estado dictatorial. Sería por demás redundante insistir en ese otro interregno eufórico (con un sentido contrario a los anteriores) que se instaló en los claustros hacia 1973, por el cual pedagogía universitaria, transformación ideológica y participación política se aunaron en un momento fugaz de ilusiones rápidamente perdidas.59 Sin embargo, desde una lógica estrictamente institucional, los interregnos de uno u otro signo pueden verse como un proceso político que irrumpe en, e interrumpe, un desarrollo de autónoma modernización (también de “profesionalización” de la crítica académica en el sentido de Fish) ya comenzado en la década de los años cincuenta, momento que se erige posteriormente como un obligado referente de continuidad, cuando la institución universitaria debe volver a pensarse a sí misma dentro del contexto de la restauración democrática (1984). El golpe militar de 1966 interrumpe ese proceso de modernización: basta pensar en la Universidad de Buenos Aires, en la que muchos profesores que ocupaban un lugar de reconocimiento en el campo de la crítica literaria renuncian a sus cargos con un gesto político de protesta (que también es un gesto de defensa de la autonomía universitaria) frente a la dictadura. Es como si la lógica institucional de la democracia previera o determinara el juego de autonomía profesional al que nos estamos refiriendo, una lógica que, por una parte, deja que el discurso universitario se reproduzca a sí mismo sin regla de imposición alguna, pero que, por otra, le hace pagar la generosa libertad con el aislamiento de un sistema que se autorrepliega en un ilimitado juego de expertos sujetos a la carrera profesional.60 Con esto no quiero decir que la política se retirara a partir de 1984 de los claustros, dejándolos en la asepsia indolora de su propia reproducción. Todo lo contrario: alcanzaría con recordar la hegemonía que en la Universidad de Buenos Aires y en otras universidades nacionales alcanzó la Franja Morada, avanzada del partido radical en el gobierno, o luego los embates del menemismo para quebrar y desterrar esa hegemonía. En la universidad, los partidos políticos encontraron un lugar de reclutamiento de “cuadros”, al mismo tiempo que un campo de entrenamiento político incipiente de esos mismos “cuadros”. Pero esta lógica de injerencia política, este entrecruzamiento de funciones y esta lucha por el poder que busca prolongar en todos los campos su hegemonía son sentidos por los expertos universitarios como una alteración enrarecida de los propios mecanismos de reproducción y validación, más allá de la conducta oportunista de connivencia con el establishment de la que muchos de los agentes pudieran hacer gala. Como si también esta tensión entre el poder político y la autonomía, en la fragilidad de sus fronteras, estuviera prefigurada en el funcionamiento democrático de las instituciones. Recuerdo estos puntos obvios porque me parece que encuadran necesariamente una discusión que, solo si se olvida la historia de nuestra vida académica, puede calificarse de “banal”. No lo es, como sugiere Dalmaroni, pero por motivos diferentes. Lo que aquí está en juego es el parámetro dominante por el que la institución universitaria otorga a sus miembros la validación de un saber demostrado en investigaciones que se miden según el consenso más o menos mudable, más o menos estable en muchos de sus protocolos. El consenso que en la jerárquica institución universitaria tiene el privilegio de decidir qué tipo de saberes, de metodologías teóricas y críticas, y qué tipo de corpus son los válidos académicamente, es el que impera en los “estamentos superiores”, vale decir, entre los más veteranos, entre aquellos que forman los jurados de tesis. En este sentido, la discusión acerca del corpus es una discusión estrictamente profesional. O si se quiere, de estricta política académica. Porque, en el fondo, lo que aquí se discute es también la validez de trabajos de investigación emprendidos para defender una tesis doctoral. Por supuesto, para que una discusión académica sea relevante, además de repercutir en los sistemas por los que evalúa a sus miembros, debe poner en juego la eficacia relativa de los procedimientos y examinarlos desde un punto de vista cognoscitivo: las ventajas, los “avances”, las nuevas perspectivas que abren a la investigación de la crítica universitaria en contra de otras consideradas perimidas o a punto de perder vigencia en el consenso general. De eso se trata esta discusión crítica: de dos aspectos unidos inextricablemente, de los que he elegido subrayar el institucional, pues las reglas y las normas de las instituciones (en eso consiste su eficacia) se incorporan férreamente, y más que reflexionarlas, se actúan como si siempre estuvieran en un conato de olvido. Pero es un semi-olvido o un olvido aparente, aun en esta discusión sobre los corpus. Quien las recuerda irónicamente es Miguel Dalmaroni:

En 2000, Josefina Ludmer se pronunciaba en contra de la crítica de autor, y agregaba entre otras cosas que en las universidades estadounidenses nadie consigue trabajo si escribió su tesis doctoral sobre Borges o sobre García Márquez: este –sostenía Ludmer que se decían las autoridades de la Universidad en la que el despistado solicitaba una plaza de profesor– sabe únicamente Borges, sabe solo García Márquez. En esa ocasión, alguien le respondió a Ludmer en tono algo humorístico que en la Argentina no se consigue trabajo con ninguna clase de tesis.61

Se trata, entonces, de las tesis, y de las tesis como un modelo de investigación para la crítica académica. Pero también Dalmaroni (como Sandra Contreras) desliza, como en sordina, un modelo institucional que se insinúa con todo el peso de su influencia: la universidad estadounidense y el modelo “profesional” que rige algo tiránicamente (la tiranía material de la necesidad) sobre el método, la orientación, la temática, y a ciencia cierta, los corpus de la crítica literaria. Al pasar, señalemos que esta discusión acuerda en considerar el trabajo de Josefina Ludmer62 como el ejemplo privilegiado de construcción de un “corpus crítico” (según la adecuada terminología que propone Dalmaroni), en gran parte pensado en y desde las condiciones de producción estadounidenses. Respecto de esta influencia global de impulso hegemónico, quien fuera el original estudioso de la burocracia, Max Weber, ya en 1918, al trazar un paralelo entre la universidad alemana y la estadounidense, creía que “la vida universitaria alemana se está americanizando en aspectos muy importantes, al igual que la vida alemana en general”,63 porque, como las empresas capitalistas, la universidad formaba parte del mundo burocratizado. Sin embargo, esta máquina burocrático-académica (y empresarial),64 aplicada al sistema de selección de profesores e investigadores, ofrecía para Weber “ventajas indiscutibles”, entre las cuales se encontraba el freno a la injerencia política en esta selección, pues si los motivos políticos se entrometen “se puede tener la seguridad de que las convenientes mediocridades monopolizarán todas las oportunidades”.65 Nos llevaría lejos (y fuera de tema) el análisis de las tentativas de racionalización (en el sentido de Weber) que el Estado argentino ha introducido en el sistema universitario de enseñanza e investigación por la vía de “incentivos” pecuniarios, y de sus probables efectos cualitativos y cuantitativos en la producción de la crítica literaria académica en los últimos veinte años. Sin embargo, puede aventurarse que han actuado –más allá del intento jerárquico-discriminatorio en la selección de investigadores– como un refuerzo de la necesaria lógica institucional que abroquela a los críticos en autosuficientes discusiones profesionales. Discusiones justificadas e imprescindibles en el campo universitario de nuestra disciplina, aunque exhiban, como en este caso, la doble defensa de unas tesis. Doble, puesto que, aprobadas por los expertos académicos, vuelven a legitimarse o a ponerse a prueba en la arena más amplia y permeable de la comunidad crítica. Martín Kohan, en el trabajo que dispara la discusión, no alude a su propia tesis que, en efecto, y según leemos en la amena y vibrante reelaboración Narrar a San Martín,66 va más allá del esquema “totalizador” del “autor y su obra”, al que seguirían apegados los libros de Sandra Contreras y Julio Premat67 sobre Aira y Saer respectivamente. El libro de Premat (que es profesor de Literatura Hispanoamericana en Paris VIII) sigue los preceptos metodológicos ya presentes en su tesis doctoral,68 y exhibe acotaciones institucionales que se refieren a dos tradiciones de la crítica académica en pugna: la francesa y la estadounidense. Esta última formaría –según Premat– una dupla con la argentina, impedida por esta alianza de realizar un balance crítico sobre la obra de Saer:

Las diferentes razones que explican esta situación tienen que ver con una conjunción entre ciertas características de la obra [de Saer] y la evolución del pensamiento crítico en Argentina y en Estados Unidos. […] [En cambio es más intensa la lectura de Saer] en Francia, en donde ha perdurado una tradición de estudios inmanentes, [ya que] la francesa es una tradición reacia a las tradiciones “foráneas”.69

Con toda claridad aquí se defiende la persistencia de un modo de construcción crítica percibido como “anacrónico” y en repliegue, frente a otro “cultural y sociológico” que se desliza hacia una posición hegemónica. Repliegue o anacronismo que Kohan subraya (“[Premat y Contreras] hacen lo que ya casi no se hacía”70), y que Contreras defiende precisamente como una forma de intervención (o de resistencia) frente a la hegemonía de los objetos críticos “culturalistas”. Como lo advierte Contreras, el punto central de la disputa gira en torno del lugar y la dimensión que se asigna a la literatura, disuelta en vastas redes construidas por intereses culturales, y desaparecida en cuanto cualidad diferencial que hace de la experiencia de lectura quizá el único sostén de una especificidad. La pregunta que flotaría entonces es si “esa cosa del pasado” que ha llegado a ser la literatura se ha disuelto también, más allá de las discusiones académicas, en el mundo de la cultura lectora. “Aún no” sería nuestra obvia, timorata y esperanzada respuesta, a la que sigue otro interrogante: ¿las lecturas críticas que hiperconstruyen un corpus serían más interesantes porque darían cuenta de ese nuevo estado de inmersión cultural sin privilegios de la literatura? Como si la crítica literaria se ajustase a la perfección a un estado de la cultura. Paradójicamente, este proceder de la crítica académica culturalista71 la acerca a un modo de funcionamiento literario más allá de sus fronteras (donde la literatura, en efecto, pierde sus relieves), y la aleja a la vez de él, porque en la lectura extra-académica sí importa quién habla, y la pareja autor-obra sigue siendo una especie de vía regia naturalizada con la que se accede a la literatura. “El autor es una construcción social e histórica”: así define Foucault esta tenaz categoría, y es fácil ver que extramuros sus derechos se han intensificado.72 Pero, no menos que intramuros, pues el principal reproche que el mismo Foucault le hace a Derrida es que la écriture restablece los privilegios del autor; y así parece ser, si nos atenemos a las implicaciones que posee la aparentemente desubjetivizada nomenclatura con la que Derrida suplanta al autor: la noción de firma y de contra-firma.73

Como la discusión sobre los corpus arrastra tras sí los principales nudos teóricos de los que somos fervorosos creyentes o agnósticos testigos (son los tópicos del postestructuralismo y del posmodernismo), insistiré sobre dos puntos centrales.

Primer punto: “Radicalmente constructivista” sería la consigna crítica global que todos los críticos compartimos en mayor o en menor grado, y a la que Dalmaroni, desde una perspectiva historiográfica, como si se tratase de un vértigo, intenta ponerle un suelo o un freno seguro: quizá la historia no siempre sea ese vértigo, pero sí los vocabularios descriptivos, tan históricos como los hechos innegables que no arrojan su sentido de una vez y para siempre. Según las cauciones de Dalmaroni, la crítica literaria, lo quiera o no, mantendría presupuestos “realistas” (“las cosas siempre han de haber sucedido de alguna manera”),74 y lo dado de la historia es lo que determina “los posibles críticos”, el posible “histórico” y el posible “filosófico” (no una lógica narrativa a la manera de Bremond, sino la posibilidad histórica de construir narraciones críticas con sus corpus y con sus “límites” –y Dalmaroni insiste en la necesidad de los límites: “el corpus de autor es una clase de corpus histórico”, pero “no todo corpus crítico es un corpus histórico”–. Y agrego yo: en los corpus hiper-construidos, esta mínima determinación de historicidad (solo juega aquí la historicidad del propio crítico) otorga al “posible filosófico”75 una libertad tal, que este excedente multifacético convertiría la invención del corpus en el lugar de la literatura, o el lugar donde el crítico que con un gesto la destierra, con otro la recobra para acogerla en la estructuración de su propio discurso: hace literatura. Si Dalmaroni rechaza esta vía cognoscitiva “artística” para la crítica, Contreras, irónicamente (y a propósito de cierta aceleración futurista de Josefina Ludmer), la consiente como una prueba de la resistencia cultural de la literatura:

[…] es esta invención que adopta la forma de una aceleración hacia delante, la que la vuelve interesante –yo diría: inclusive literaria o artísticamente interesante que la literatura sea cosa del pasado–.76

A propósito de esta ocurrencia de Sandra Contreras, podríamos no ya preguntar qué es un autor, sino qué clase de autor es un crítico, qué es un autor cuando se trata de un crítico. Habría varias respuestas: el crítico es un autor que siempre responde (a otro autor, a otro crítico, a variadas solicitaciones de su cultura); su escritura es una respuesta, porque escribe sobre otro texto, sobre otra firma y lo “contra-firma”; pero también y desde el funcionamiento cultural, un crítico se convierte en autor cuando aparece en los medios.

Las distinciones teóricas que establece Miguel Dalmaroni son instrumentos útiles y claramente reflexionados para meditar con mayor rigor el trabajo sobre los corpus, pero en la medida en que por una u otra razón histórica, ese suelo las legitima a todas (con excepción, quizá, del “corpus crítico” hiper-construido del que se toman distancias y prevenciones),77 cabe preguntarse por la disputa institucional –si es que existe tal polémica inconciliablemente establecida–. La respuesta de Dalmaroni sería doble: por una parte, las instituciones académicas argentinas son más benevolentes a la hora de juzgar y de seleccionar a sus miembros, por lo tanto, el problema del corpus solo tiene una dimensión epistemológica o de práctica crítica.78 Por otra parte, la dicotomía en forma de polémica (“corpus de autor” versus “corpus crítico”) restringe los posibles críticos, con el peligro intrínseco de entrañar un dogmatismo metodológico. Por mi parte, añadiría que desde un dogmatismo enarbolado en la comunidad crítica a un dogmatismo institucional –como lo prueban los años del estructuralismo en Francia–, no hay demasiado79 trecho. Es trivial decirlo: la hegemonía institucional de los procedimientos críticos depende de una pugna de fuerzas cuyo resultado se nos aparece hoy como un azar histórico.

Segundo punto: la totalidad y la tentación de los grandes relatos. Martín Kohan insiste en la “vocación de totalidad” que impregna los propósitos explicativos en las lecturas sobre el corpus de un autor; la llama “una vuelta”, esto es, un retroceso en las prácticas críticas, un retroceso hacia las “lecturas modernas”, que también implicarían la apelación a los grandes relatos como explicación última (el psicoanálisis para Premat, las vanguardias históricas para Contreras). No me parece que la insistencia en las totalidades sea una exclusividad de los corpus de autor; hay ostensiblemente una vocación totalizante en muchas construcciones culturalistas, quizá porque la crítica literaria académica sea hija de los sistemas, sistemática por naturaleza. Cuando todavía era un work in progress mostré para lo que sería luego El cuerpo del delito ese afán sistemático de Josefina Ludmer y sus esfuerzos anárquicos por desequilibrarlo.80 Y en estos tipos de corpus crítico, al revés de lo que piensa Kohan, la tentación de la totalidad se hace presente a cada paso, insiste. Como creo que insiste, a pesar del convincente desmontaje que realiza del relato mítico de San Martín, aunque más no sea en la fascinación por un objeto “total” que ocupa, en el relato del propio Kohan, todas las posiciones culturales posibles. Pero existe otra totalidad para la crítica argentina que se muestra como una atracción, y hasta como una instigación: un conjunto virtual o fantasmático, cuyo relato intenta como si se tratara de un imperativo en el que mide sus fuerzas, y del que vuelve a trazar la silueta de una totalidad explicativa que, a la vez, debe ser explicada: la literatura argentina como totalidad a trazar, o más bien, la tentación de escribir una (otra) “historia de la literatura argentina”. Es ese su relato privilegiado, su relato total, en parte porque la literatura argentina, en la versión académica, nació con Rojas al mismo tiempo que escribía su historia. La vocación historicista de la crítica argentina. La reciente tentación de Martín Prieto81 muestra otra manera por la que, entre nosotros, un crítico se vuelve autor: firmando el corpus total y virtual de la literatura argentina con su nombre, y también con el anonimato esencial –el mismo de Foucault– que implica la herencia crítica de la tradición, y las discusiones críticas contemporáneas que van más allá de uno o muchos nombres. Las historias de la literatura argentina no son tanto el sesgado relato de una totalidad, sino más bien un estado recapitulativo de la propia crítica acerca de sí misma, un espejo que le devuelve diferentes caras en el intento de sintetizar en una sola narración los múltiples relatos que la constituyen. Si todos parecen compartir la convicción de que el relato es parte de la forma cognoscitiva de la crítica, y de que el discurso crítico adhiere a alguna narrativa posible, por su parte, los críticos “culturalistas” acercan sus relatos hacia una perspectiva que intenta integrar saberes recogidos en otros campos, con el afán de intervenir desde un lugar que funciona como un comodín lábil, escurridizo, pero efectivo, en los debates culturales. Al margen o en los intersticios disciplinarios, parecen hacer valer sus herramientas en los silencios, en los huecos de las otras disciplinas. Es lo que hace Martín Kohan con su Narrar a San Martín respecto de la historia:

No son las preguntas que la historia le dirige al pasado, acerca de lo que pasó y sus razones, tampoco son las preguntas que la historiografía le dirige a la historia […]. Son más bien las preguntas que la crítica literaria puede hacerle a cualquier texto narrativo, así sea un texto de historia.82

Como se puede apreciar, al debatir el problema de los corpus, la crítica literaria, ya sea que se repliegue en los territorios donde se ha afirmado tradicionalmente, ya sea que intente la expansión diversificada partiendo de sus cuestiones específicas, en realidad se pregunta algo más. Se pregunta por la razón y por el destino de su cuerpo, de sus cuerpos, entre los cuales, claro está, figura la pregunta por la reproducción institucional, el interrogante acerca de su cuerpo mismo.

54 La polémica giraba en torno de la caducidad o no de la categoría de autor en las tesis doctorales. Josefina Ludmer y Martín Kohan atacaban esa manera tradicional de encarar una investigación literaria (el autor y su obra), a favor de investigaciones de alcance más amplio que superaran la centralidad del concepto de autor (ampliamente criticada por Barthes, Foucault y Derrida). En cambio, Miguel Dalmaroni y Sandra Contreras defendían la posibilidad de que dedicarse a estudiar la obra de un autor podía ser un modo legítimo de producir conocimiento, más allá de las objeciones que desde la teoría literaria se hicieron tanto al concepto de “autor” como de “obra”.

55 Las voces son las de: Miguel Dalmaroni, “Historia literaria y corpus crítico (aproximaciones williamsianas y un caso argentino)”, en Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, núm. 12, diciembre de 2005; Martín Kohan, “Dos recientes lecturas modernas”, en Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, núm. 11, diciembre de 2003, pp. 81-84; y Sandra Contreras, “Intervención”, Ibíd., pp. 85-93. Pero por alusiones y presencias hay muchas otras.

56 Stanley Fish, Professional Correctness. Literary Studies and Political Change, Oxford, Clarendon Press, 1995. Sobre este debate (profesionalismo versus anti-profesionalismo), ver también del mismo Fish, Doing What Comes Naturally. Change, Rhetoric, and the Practice of Theory in Literary and Legal Studies, Oxford, Clarendon Press, 1989.

57 Fish, Professional Correctness, ob. cit., p. 1.

58 Ibíd., p. 1. Convendría matizar un poco esta dicotomía, teniendo en cuenta para la historia de la universidad estadounidense el impacto del macartismo y la resistencia que engendró. Para una visión algo benévola del fenómeno, véase Adam Ulam, The Fall of the American University, Nueva York, Library Press, 1972, especialmente pp. 61-62, y Michael Paul Rogin, The Intellectuals and McCarthy: the Radical Specter, Cambridge, Mass., The MIT Press, 1967. Lo mismo ocurre con los movimientos estudiantiles posteriores, que han sido muy estudiados.

59 Llamé a esta euforia crítica “el discurso de la dependencia”, en “La crítica argentina y el discurso de la dependencia”, en Críticas, ob. cit. Para una discusión de lo que allí postulo, véase el excelente trabajo de José Luis de Diego ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?, ob. cit., especialmente “Los libros: ‘nueva crítica’ y nueva literatura”, pp. 85-103.

60 Esta lógica que aunaría el discurso de la literatura con el universitario (ambos tienen la posibilidad de “decirlo todo”) fue desarrollada por Jacques Derrida. Véase Passions, París, Galilée, 1993, y “Las pupilas de la Universidad”, en “¿Cómo no hablar?” y otros textos, Barcelona, Anthropos, 1989.

61 Dalmaroni, ob. cit.

62 Josefina Ludmer, El cuerpo del delito. Un manual, Buenos Aires, Perfil, 1999.

63 Max Weber, “La ciencia como vocación”, en Ensayos de sociología contemporánea, vol. I, Barcelona, Planeta-Agostini, 1985, p. 82.

64 Para una discusión crítica de las relaciones entre la universidad estadounidense y el comercio, la industria y las grandes multinacionales, y de su repercusión institucional, véase Donald G. Stein (ed.), ¿Buying In or Selling Out? The Commercialization of the American Research University, New Brunswick, New Jersey y Londres, Rutgers University Press, 2004.

65 Weber, ob. cit., pp. 83-84.

66 Martín Kohan, Narrar a San Martín, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005.

67 Sandra Contreras, Las vueltas de César Aira, Rosario, Beatriz Viterbo, 2002; Julio Premat, La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer, Rosario, Beatriz Viterbo, 2002.

68 Julio Premat escribió su tesis (presentada en la Université de Paris III) sobre Haroldo Conti y Antonio Di Benedetto. Claramente no solo defiende su persistencia en criterios que él mismo percibe como “anacrónicos” (p. 13, ob. cit.), sino la validez de su trabajo anterior.

69 Premat, ob. cit., pp. 12-13.

70 “Hacen entonces lo que ya casi no se hacía, esto es, una lectura en sentido clásico, la lectura conjunta de la obra de un autor” (Martín Kohan, “Dos recientes lecturas modernas”, ob. cit., p. 84).

71 “[C]reo que […] el imperativo del corpus […] y la resistencia ante la categoría de obra y autor proviene más de la academia americana, en todo caso de la lectura que la academia americana hace del postestructuralismo francés, y en buena medida de su orientación hacia los estudios culturales, cuyos objetos de estudio (posnacionalismos, fronteras, minorías, marginalidades, géneros, estado, hegemonías y políticas de resistencia, etc.) se nos han vuelto hoy los objetos hegemónicos de la crítica” (Sandra Contreras, “Intervención”, ob. cit., p. 89). El adjetivo “culturalista” no lo ha deslizado Contreras, sino yo.

72 Lo mismo observa Miguel Dalmaroni: “[…] la subjetividad autoral, la ‘función autor’ o la ‘figura’ de autor forman parte de las más poderosas condiciones simbólicas y materiales de existencia histórica de la literatura y de algunas otras prácticas discursivas y artísticas” (Dalmaroni, ob. cit.).

73 Véase el muy transitado “¿Qué es un autor?”, en Michel Foucault, Entre filosofía y literatura, Barcelona, Paidós, 1999, y Jacques Derrida, Signéponge, París, Seuil, 1988.

74 Dalmaroni, ob. cit.

75 En un momento de vacilación terminológica, Dalmaroni llama “artístico” al “posible filosófico”: ver la nota 7 de “Corpus crítico, corpus de autor, corpus histórico emergente”: “Por supuesto, la calificación de ‘filosófico’ para este posible es provisoria y tentativa; según la idea de ‘composición’ que uso para describirlo, podría también calificárselo de musical, o mejor aún, artístico” (subrayo yo).

76 Contreras, ob. cit. pp. 90-91. Se refiere a “Temporalidades del presente” que Ludmer publicó en el Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, núm. 10, 2002, pp. 91-112.

77 En rigor, Dalmaroni discute también los criterios historiográficos utilizados por María Teresa Gramuglio en el tomo VI, El imperio realista, de la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, Buenos Aires, Emecé, 2002.

78 “[…] es seguro que en la Argentina algunos sí consiguen trabajo en universidades o en el Conicet, donde el control sobre los principios de lectura es muchísimo más liberal: nadie queda al margen por haber escrito una tesis sobre autor (así que aquí nadie tendría por fuerza que renunciar a escribir una, a excepción de que se crea obligado a legitimar su práctica menos por el poder de convicción de esta que por la concordancia de sus presupuestos con los de ciertos circuitos que garantizarían alguna clase de impacto o de beneficio simbólico o económico” (Dalmaroni, ob. cit., nota 1).

79 No creo, sin embargo, que “el relato de las vanguardias” esté en el mismo plano u orden explicativo que los “grandes relatos” de los que habla Lyotard.

80 Jorge Panesi, “Las operaciones de la crítica: el largo aliento”, en Alberto Giordano y María Celia Vázquez (comps.), Las operaciones de la crítica, Rosario, Beatriz Viterbo, 1998. Me permito recordar dos acotaciones: a) “‘Largo aliento’ califica un gesto abarcador que señala dilatadas y determinantes zonas literarias, culturales, sociales, políticas; este gesto crítico intenta aprehender y extraer de allí nudos, figuras, desplazamientos decisivos, con el fin de que, al construirse, muestren un funcionamiento cultural y sus transformaciones. Aprehensión histórica global, condensada en una sinécdoque significativa. En este caso, todo el siglo XX…”; b) “‘El tema’ debe ser sometido a un proceso de formalización, de relativa abstracción, lo que permitirá construir un sistema relacional estricto y, en definitiva, postular leyes de funcionamiento que se extraen de este tramo crítico privilegiado (el momento ‘auto’ de la operación), el momento de constitución del corpus o el corpus como sistema”.

81 Martín Prieto, Breve historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Taurus, 2006.

82 Kohan, ob. cit., pp. 39-40.

La seducción de los relatos

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