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Оглавление1. Una historia de la religión mediterránea
1. ¿QUÉ ENTENDEMOS POR UNA HISTORIA DE LA RELIGIÓN MEDITERRÁNEA?
La intención de este libro es relatar la historia de una convulsión cuyo impacto marcó una época. Esta es la historia de cómo un mundo que para la mayoría de nosotros está más allá del entendimiento se transformó en un mundo muy parecido al nuestro, al menos en un aspecto concreto. Para decirlo con brevedad: vamos a describir cómo, a partir de un mundo en el que se practicaban ritos, surgió un mundo de religiones a las que se podía pertenecer. No es una historia en línea recta. Los cambios que voy a describir no fueron inevitables; nadie podría haberlos previsto. Tampoco fueron irreversibles, más bien al contrario.
Hablar de religiones –en plural– es algo que hoy nos parece normal. De hecho, podemos definirnos en términos de una religión. Una religión puede abrirnos algunas puertas –acceso al funcionariado, a los medios de comunicación de masas, a las oficinas de hacienda cuando se trata de una exención fiscal o, en algunos casos, las puertas de una cárcel–. Pero, aunque en tanto individuos podamos pertenecer a una religión, ya no podemos «des-pensar» la declinación plural del término cuando usamos el concepto para describir tanto las sociedades de nuestra época como las históricas. Y, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, surgen tendencias que desafían dicha categorización. «New Age» ha sido uno de esos conceptos. «Espiritualidad» se dibuja cada vez más como otro de ellos y «misticismo» tiene una larga historia en tanto manifestación en este sentido. Innumerables personas, cristianas, musulmanas e hindúes, hablan con bastante naturalidad de sí mismas en tanto pertenecientes a una de las muchas religiones (es raro que se pertenezca a varias), pero tenemos buenas razones para preguntarnos si, en muchos casos, no deberíamos hablar de culturas y de diferencias culturales más que de feligresía en las diferentes religiones.
Cuando un concepto tiene muchos sentidos diferentes se abren ventanas de comparación a través del tiempo y del espacio y, en muchos casos, solamente entonces empieza a ser posible tener una conversación con sentido. Pero una historia, en cambio, solo se logra comunicar cuando el número de conceptos en juego es limitado, cuando se garantiza una recognoscibilidad a quienes participan, a pesar de las pequeñas diferencias; de otro modo, nos enfrentaríamos a una multitud de historias dispares, a veces en conflicto, con resultados que pueden ser entretenidos (pensemos únicamente en Las mil y una noches) y completamente informativos y reveladores (mil relatos diarios que se suman a una «microhistoria») pero que no tendrían un fin, una «moraleja». Esto es especialmente cierto en el caso de una historia tan larga como la que aquí se intenta contar, en la que los actores cambian repetidamente o, al menos, cambian con una frecuencia mucho mayor que los parámetros de las prácticas y de los conceptos religiosos.
Por supuesto, a las dificultades se suma la armonización conceptual cuando el intento de alcanzar dicha armonía nos lleva a imponer una apariencia de continuidad que enmascara los cambios y las transformaciones ininterrumpidas. En ese momento es crucial refinar nuestros conceptos, apreciar las diferencias. Empezamos a ver que el mundo que describimos comprende muchos espacios geográficos, donde tienen lugar muchos tipos distintos de acontecimientos: un cambio que percibimos en un lugar puede que también haya sucedido en otro, pero no tenemos ninguna garantía de que haya tenido las mismas consecuencias en ambos escenarios. Así pues, aunque una historia de la religión mediterránea no sea una historia universal de la religión, debe siempre tener en cuenta otros espacios geográficos, debe preguntarse qué ocurrió en ellos y debe percibir los momentos en los que las ideas, los objetos y las personas atravesaron esos muros erigidos por nuestra imaginación mediante la metáfora de los espacios separados.
Mi narración mediterránea reconoce que en otras épocas y en otros ámbitos tuvieron lugar transformaciones comparables con resultados semejantes (en religiones, en ensamblajes de prácticas, en los conceptos y en los símbolos), y que las personas a las que afectaron estas transformaciones las percibieron claramente. Estoy pensando en concreto en Asia occidental, oriental y meridional. Y, sin embargo, en el último medio milenio, en muchas de estas zonas, la religión ya era muy diferente. Yo sostengo que la institucionalización de la religión característica de la Era Moderna en muchas partes de Europa y de las Américas, y la rigidez espoleada por el conflicto de las «religiones» o «confesiones» de las que se podía ser o no miembro –pero solamente de una en una– se debe a las particulares configuraciones de la religión y del poder que predominaron en la Antigüedad y en su codificación legal en la Alta Antigüedad. No solamente la expansión islámica sino, por encima de todo, los acontecimientos específicamente europeos de la Reforma y de la formación de los Estados nacionales reforzaron el carácter confesional y la consolidación institucional de las redes religiosas suprarregionales. Este modelo se exportó a muchas partes del mundo (aunque, por supuesto, no a todas) a lo largo de la expansión colonial y, con frecuencia, con un espíritu de arrogancia[1].
Es esta historia, primero en torno al Mediterráneo y después, progresivamente, euromediterránea, lo que nos lleva a centrarnos en Roma. Pero nuestra elección de Roma como núcleo sería un error si lo que estuviéramos buscando fueran los mitos de origen. El politeísmo antiguo y sus mundos narrativos no se desarrollaron en absoluto cerca de Roma, sino más bien en Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia. Las tradiciones monoteístas del judaísmo, el cristianismo y el islam conectaron en Jerusalén, no en la ciudad a orillas del Tíber. Más aún, tenemos que agradecer a Atenas, y no a la ciudad de las Siete Colinas, la polémica separación de la filosofía y la religión, prácticamente una característica única del pensamiento religioso occidental. Incluso la codificación del derecho en lengua latina, el Corpus iuris civilis, que ha dejado su impronta en tantos sistemas legales modernos, surgió de Constantinopla, la Roma del Imperio bizantino, y no de su predecesora italiana. Sin duda la palabra religio tiene su origen en Roma. Pero eso tiene muy poca relevancia para el cambio que constituye el tema del presente relato.
Pero el origen no lo es todo. Roma estaba emplazada en una parte del mundo con una larga historia de absorción de los impulsos culturales, más que de la creación de estos. Desde finales del primer milenio a.C. en adelante, la ciudad exportaba múltiples concepciones de la religión por todo el Mediterráneo[2]. Y, después de la destrucción de Jerusalén, el poder político romano se convirtió en un factor central de la historia de las distintas identidades religiosas. Cuando el Imperio creció para convertirse en un espacio multicultural con una nueva estructura estratificada del poder, el intercambio acelerado de ideas, mercancías y personas dentro de este espacio, la atracción que su centro ejercía, tanto sobre profetas como sobre filósofos, fueron todos ellos factores que se combinaron para garantizar que Roma sería el punto focal del primer milenio d.C. En los siglos anteriores, hay que concebir a Roma como un ejemplo más del desarrollo mediterráneo, uno más de ellos, con su propia historia y su cronología, lo que tiene como consecuencia que tenemos que cuestionarnos continuamente lo que se puede considerar típico y lo que no se puede considerar típico de otras regiones. La veta distintiva que representará Roma en la presente historia solo quedará patente, por lo tanto, a partir de una reflexión sobre sus inicios italianos y mediterráneos.
Nuestra atención queda liberada, por lo tanto, para cubrir el amplio espectro de concepciones, símbolos y actividades religiosas, todo el abanico de prácticas culturales, desde las altas culturas orientales de la Antigüedad Tardía (y más allá), y para observarlas mientras experimentan procesos esenciales de desarrollo, todos ellos con una multiplicidad de aspectos comunes. Desde una perspectiva a largo plazo y global, el desarrollo de las formas particulares y sus cambios en la arquitectura y en los medios de comunicación adquieren aquí una importancia considerable. La imaginería del budismo, que surgió desde la India, tiene una enorme deuda con las modificaciones griegas de los arquetipos egipcios, como puede verse en el arte de la región de Gandhara. El concepto de un «panteón» de deidades que interaccionan en una jerarquía, un concepto que una vez más se originó en Asia occidental y en el antiguo Oriente, jugó un papel importante a la hora de definir la forma y la personificación de las concepciones griega y romana de lo divino, y en su adopción posterior por el cristianismo. La historia religiosa del periodo romano tiene unas vastas ramificaciones. En el mundo mediterráneo tenemos la formación del judaísmo, del que después surge el cristianismo y la difusión de la forma romanizada del cristianismo a través de Roma y Constantinopla, mientras que el islam aparece en la periferia suroriental de este mismo mundo y, con su expansión por el sur, cada vez más hacia el este e incluso hacia el noreste de este espacio, señala en muchos sentidos el fin de la Antigüedad. Los procesos de difusión o, dicho con más precisión, los procesos de intercambio mutuo en las fronteras orientales y a lo largo de las rutas de contacto –la Ruta de la Seda hacia Asia Central, las rutas marítimas hacia el sur de la India[3]– aún yacen en las regiones sombrías de la investigación y a menudo no han sido objeto de la evaluación más básica: una situación que no puede alterarse mediante una historia tan concreta como la que queremos trazar aquí.
En cualquier caso, hay una clara ventaja relacionada con la decisión de centrarse en Roma. Ya en la época helenística, en los dos últimos siglos a.C., Roma era probablemente la ciudad más grande del mundo y, en la primera etapa del Imperio, alcanzó una población de medio millón de habitantes y hay quien dice que llegó a un millón. Esas cifras no se volverían a igualarse hasta la Alta Edad Media, con ciudades como Córdoba, en la España musulmana y Bian (ahora Kaifeng) en la China central o Pekín en la temprana Edad Moderna. En lo que se refiere a la función de la religión en la vida de la metrópolis y al papel de las megaciudades como motores económicos e intelectuales, la Roma antigua –y especialmente la Roma imperial– proporciona un «laboratorio» histórico con el que muy pocas ciudades del mundo antiguo podrían compararse. Lo más parecido serían Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno, y el crisol cultural del Delta del Nilo; y quizás Antioquía, con Ptolemaida y Menfis como las siguientes en tamaño. El peyorativo término latino pagani no se limitaba a describir a la gente como «no cristiana», sino que también las identificaba como habitantes del campo. La idea de que todo lo importante ocurre en las ciudades –y especialmente en las metrópolis– no es nueva, pero nunca se ha estudiado a fondo en el caso de las religiones. Y así mi historia de la religión se adentra aquí en nuevos terrenos. Pero, ¿qué es exactamente la religión?
2. RELIGIÓN
Cuando se trata de describir transformaciones de la religión, no debemos permitir que queden preconceptos sin analizar. Normalmente basamos nuestro pensamiento sobre la religión en su plural, «religiones». Hay incluso quien defiende que la religión solamente existe en realidad en los términos de su forma plural. Las religiones se entienden como tradiciones de prácticas, concepciones e instituciones religiosas, en algunos contextos incluso como iniciativas empresariales o similares. Según una importante corriente de pensamiento sociológico que se remonta a Émile Durkheim (1858-1917), de lo que se trataría aquí es de productos sociales, productos de unas sociedades[4] compuestas de grupos de personas que normalmente viven juntas dentro de un territorio, para quienes el núcleo central de su existencia en común, de su orientación compartida, se resguarda de la discusión habitual invistiéndose de formas religiosas simbólicas. Ahí surge un sistema de signos cuya inmanencia se protege mediante la ejecución de los ritos y que busca explicar el mundo mediante imágenes, relatos, textos escritos o dogmas refinados, así como regular el comportamiento mediante el uso de imperativos éticos o mediante una forma de vida establecida, recurriendo en ocasiones a un aparato eficaz de sanciones (por ejemplo, mediante el poder del Estado), pero a veces incluso sin esa amenaza implícita.
Un concepto así de religión puede explicar muchas cosas; pero se topa con sus límites, no obstante, cuando busca explicar el pluralismo religioso, la coexistencia duradera de concepciones y prácticas diferentes y mutuamente contradictorias. Se encuentra perdido también cuando tiene que descifrar la relación bastante peculiar entre el individuo y su propia religión. Se le acusa repetidamente de estar demasiado estrechamente orientado a «Occidente» y, sobre todo, a la historia conceptual y religiosa del cristianismo, y se le critica su incuestionable «colonialismo» cuando superpone los conceptos occidentales a las otras culturas[5]. Hay otras ramificaciones similarmente problemáticas cuando tratamos de aplicar ese concepto a la Antigüedad[6]. La razón para esto radica también en el presente. La disolución de las lealtades tradicionales que observamos con tanta frecuencia en nuestra época se lee como un individualismo religioso, o como el declive de la religión o, incluso, como el desplazamiento de una religión colectiva por una espiritualidad individual[7]. Entonces se asocia esta perspectiva con la premisa complementaria de que las primeras sociedades y sus religiones deben haberse caracterizado por un alto grado de colectivismo. Veremos ahora que esta idea, ya problemática con respecto a nuestro momento presente, crea una imagen del pasado completamente distorsionada[8].
Esto no es razón, sin embargo, para que nos abstengamos de hablar acerca de la religión. Lo que necesitamos, en cambio, es un concepto de religión que nos permita describir con precisión esos cambios, tanto en los aspectos sociales de la religión como en su importancia para los individuos. Esto puede lograrse mediante un concepto de religión elaborado desde el punto de vista del individuo y de su entorno social. No me voy a centrar en los sistemas mentales que han construido observadores tanto externos como internos, porque estos sistemas, en cualquier caso, no pueden arrojar más que detalles fragmentarios e incompletos sobre una religión[9]. En lugar de ello, mi punto de partida es la religión antigua vivida, en todas sus variantes, sus contextos diferentes y sus configuraciones sociales[10]. Solamente en contadas ocasiones –y a estas, por supuesto, se les prestará la atención debida– las actividades de las personas que tratan unas con otras se fusionan en redes[11] y en sistemas organizados, o se abren camino hasta los textos escritos, de forma que adoptan vida propia y se convierten en las estructuras masivas, autónomas y a menudo longevas que normalmente categorizamos como religiones.
Entonces, ¿cómo debemos conceptualizar la religión? Solamente podemos esperar adquirir una perspectiva sobre los cambios en la religión, sobre las dinámicas encarnadas en ella y sobre cómo estas dinámicas producen cambios en los contextos sociales y culturales de los actores religiosos si no asumimos, desde el inicio, que la religión es algo evidente. Por lo tanto, debemos localizar las fronteras de nuestro tema y que estas incluyan los aspectos de la religión que nos interesan, es decir, esos aspectos de ella que se conforman a nuestra perspectiva del tema. Pero, al mismo tiempo, las fronteras deben ser lo bastante amplias como para incluir las desviaciones, las sorpresas en las prácticas religiosas de una época en concreto. Yo veo la religión de la época que estamos tratando desde una perspectiva situada, en tanto que incluye actores (ya se describan estos como divinos o dioses, demonios o ángeles, los muertos o los inmortales) que son, en cierto sentido, superiores. Por encima de todo, no obstante, su presencia, su participación, su importancia en una situación concreta no es simplemente un hecho incuestionable: otros humanos que participen en la situación podrían considerarlos invisibles, silenciosos, inactivos o sencillamente ausentes; incluso tal vez no existentes. En resumen, la actividad religiosa está presente allí donde, en una situación concreta, al menos un individuo humano incluye a dichos actores en sus comunicaciones con otros humanos, ya sea mediante una mera referencia a estos actores o dirigiéndose directamente a ellos.
Incluso en las culturas de la Antigüedad, comunicarse con seres así, o actuar con relación a ellos, no era algo que se aceptara tranquilamente. Con respecto a la época actual, esto apenas se discutirá: la afirmación de que actores transcendentes[12] participan, ya por su cuenta o mediante una invocación, se verá con recelo en muchas partes de Europa y, de hecho, a mucha gente le parecerá muy poco plausible. Incluso cuando un actor humano concreto está firmemente convencido de la inmanencia de un dios, o de una presencia divina, habitualmente se abstendrá de defender algo así en presencia de otras personas, mediante palabras o acciones, por miedo al ridículo. Puesto que, en mi opinión, la religión consiste principalmente en comunicación, tengo que decir que, en una situación así, la religión no acontece. El reticente creyente europeo moderno que he descrito no es, no obstante, una figura universal. La presencia de lo transcendente es algo que en otras regiones no es en absoluto un tema controvertido, y así lo ha sido en otras épocas.
No obstante –y aquí es a donde quiero llegar– hacer una afirmación así y/o adoptar acciones compatibles con ella sería algo problemático incluso en el mundo antiguo. El hablante se arriesgaría a dañar su credibilidad y podría cuestionarse su competencia. Por eso la afirmación nunca se enmarcaría como una declaración general de que los dioses existen. En lugar de ello adoptará la forma de una afirmación sobre que una determinada deidad, ya sea Júpiter o Hércules, habría ayudado o ayudaría al hablante o a otros individuos y que la Fortuna (el destino) estaba tras las acciones del hablante. Una pretensión así podría sostenerse, o no. «¿Justamente a ti?» «¿Venus?» «¡Ya nos gustaría verlo con nuestros ojos!» «¡Pero normalmente eres muy piadoso!»: las posibles objeciones son legión. Y la autoridad religiosa no podía adquirirse simplemente mediante la oración: algunos individuos tenían éxito en sus peticiones y se ganaban la vida con ello; para otros, el sacerdocio seguía siendo un pasatiempo para sus ratos libres y, en último término, no les garantizaba ni siquiera ser elegidos para el consejo local. Adscribir autoridad a actores invisibles y ejercer la circunspección correspondiente en las propias acciones parece haber sido, tal y como postula el evolucionismo, una táctica que ayudaba a la supervivencia y, por lo tanto, favorecida por el desarrollo humano[13]; pero era una táctica que abría la posibilidad de ser cuestionado por parte de los congéneres y su empleo sistemático podía provocar un disenso organizado[14].
En la Alemania actual (y hasta cierto punto en la Europa actual) que, ya sea con satisfacción o con horror, se ve a sí misma como en buena medida secularizada, es fácil olvidar que gestos como la asistencia regular a la iglesia, el matrimonio por la iglesia, saberse el catecismo y el impuesto generalizado a favor de la iglesia no se impusieron en general hasta el siglo XIX y que esto se llevó a cabo con la intención de emplear la religión como un instrumento de disciplina social, para instilar en todo el mundo la conciencia de pertenecer a una confesión determinada y para hacer que la membresía en una iglesia y los oficios religiosos estuvieran disponibles para todo el mundo y fueran obligatorios para todo el mundo, incluso en los lugares más remotos[15]. El asunto no es simplemente que el pasado fuera más piadoso. Miles y miles de personas llevaron pequeñas ofrendas a los templos romanos para mostrar su gratitud o para dar énfasis a sus peticiones; pero hubo millones que no lo hicieron. Millones de personas enterraron con mimo a sus hijos o a sus padres fallecidos, e incluso los proveyeron de ajuares funerarios; otros incontables millones se contentaron con deshacerse de los cadáveres.
La pregunta que tenemos que hacernos, en relación tanto con la religión de hoy en día como con la religión del pasado, del antiguo mundo mediterráneo, es ¿de qué maneras la comunicación religiosa y la actividad religiosa realzan la agencia individual, la capacidad de actuar y de labrarse un espacio para las propias iniciativas? ¿Cómo su trato con los problemas cotidianos y con los problemas que van más allá de lo cotidiano fortalece su competencia y creatividad? En otras palabras, ¿cómo puede ser que la referencia a actores que no sean indiscutiblemente plausibles contribuya a la formación de las identidades colectivas, que permitirían al individuo actuar o pensar como parte de un grupo, de una formación social que podría variar mucho, tanto en forma como en intensidad, sin que importe si estos actores existían realmente o vivían únicamente en la imaginación o en la conciencia febril de unas pocas personas? Si estamos aquí hablando de estrategias, no obstante, tenemos que pensar no solamente en los tratos con otras personas y en los progresos y adquisiciones (¡o pérdidas!) del aprendizaje implicados en el estatus social, sino también de las estrategias para lidiar con éxito con quienes se sitúan fuera de lo cotidiano, o que intervienen sin ser invitados en esa cotidianeidad; es decir, con los actores trascendentes, con los dioses. Hay que atraer su atención. Hay que pedirles que nos escuchen. Una «potencia» divina de la que nadie habla y que no habla con nadie no es una potencia. Sin invocaciones ni ritos, sin inscripciones ni infraestructuras religiosas, sin imágenes visibles ni sacerdotes audibles, la religión no ocurre. Y esto tiene consecuencias. En una sociedad sin memoria institucional, los acontecimientos religiosos (y no solamente los acontecimientos religiosos) pueden disolverse con rapidez.
Mirar al pasado desde el punto de vista del presente y detectar las huellas de estos acontecimientos no es una tarea sencilla. Debemos tener los ojos y los oídos abiertos. Una historia religiosa del mundo mediterráneo antiguo debe usar enfoques múltiples y consultar un amplio abanico de fuentes. Desenterrar una antigua religión vivida exige que prestemos atención a las voces de los testigos individuales, a sus experiencias y prácticas, a sus maneras diferentes de apropiarse de las tradiciones, a la manera que comunican e innovan. Por ejemplo, el uso del nombre de un dios en una situación concreta no quiere decir que haya un «panteón» estructurado con nombres y roles fijos, aunque, por supuesto, tenemos que rastrear minuciosamente si hay otras ocurrencias semejantes que haya podido escuchar nuestro testigo particular, si hay ocurrencias comparables que él haya podido conocer, y tenemos que buscar las imitaciones o las variaciones posteriores. Esa información puede recolectarse en historias, poesías, memorias y obras antiguas; a menudo puede incluir creaciones o inferencias personales de los antiguos autores, en vez de las deposiciones directas de los pensamientos de otras personas. La religión antigua se arraigaba también en la experiencia y en la agencia individual. Al mismo tiempo, estaba sujeta a un constante cambio, en un constante estado de ser otra cosa. A pesar de las huellas impresionantes que nos ha legado, bajo la forma de textos o monumentos, y a pesar de toda la información sobre las instituciones religiosas, elude testarudamente los intentos de congelarla, de fijarla como un sistema ritual con un panteón estable de dioses y un rígido sistema de creencias. Esta antigua religión mediterránea solo puede convocarse mediante la narración y solo así se le puede dar forma.
Antes de la llegada del judaísmo y, especialmente, antes del cristianismo, religiones ambas que están fuertemente orientadas a lo individual[16], el concepto de una religión individual era algo tan ajeno que se impone que hagamos unas aclaraciones más[17]. La religión antigua consiste en lo que se ha dicho de ella, en lo que vayamos a decir de ella. No está ahí, sencillamente, a nuestro alcance, entre los desechos de las excavaciones arqueológicas o en las inscripciones y los textos literarios, esperando pacientemente a ser expuesta y revisada[18]. En el capítulo II comenzaremos con una descripción del aspecto que tendría esa religión vivida de la Antigüedad y hasta donde abarcaría. Quizá haya lectores que prefieran pasar directamente a ese debate.
3. FACETAS DE LA COMPETENCIA RELIGIOSA
Es difícil percibir a un individuo a una distancia de 2.000 años. Solo podemos, con mucha dificultad, sondear el alma más íntima de alguien que sigue vivo, incluso aunque tengamos a nuestra disposición sus entrevistas y diarios. Los restos que han sobrevivido de una vida cotidiana antigua y de sus intentos de comunicación nos ofrecen unos desafíos muchos más grandes. Lo más importante aquí es desarrollar al menos una concepción modelo de cómo los pueblos del Mediterráneo antiguo empezaron a desarrollar estrategias de comportamiento religioso en sus interacciones constantes y mutuas, para determinar qué facetas de ese proceso tenían una importancia especial, y cómo estas acabaron por definir la religión en los últimos siglos del primer milenio a.C. y los primeros siglos del primer milenio d.C. Examinaré con más detalle las tres facetas de la «competencia religiosa», es decir, la experiencia y el conocimiento necesarios para una acción religiosa lograda y la autoridad que aquí se atribuye a otros. Estas facetas –la agencia religiosa; la identidad religiosa y las técnicas y los medios para la comunicación religiosa– a la vez que están estrechamente vinculadas, nos permiten abrir tres perspectivas diferentes desde las que analizar lo que se nos aparece como familiar y lo que nos parece ajeno en la religión antigua.
Agencia religiosa
Las ciencias interpretativas sociales y culturales han caracterizado la agencia humana como un proceso significativo que debe entenderse en relación con un sentido socialmente creado[19]. La teoría sociopolítica llamada pragmatismo ha refinado estos análisis: defiende que la agencia estaría por encima de todos los procesos de resolución de problemas. El individuo se confronta constantemente con las nuevas situaciones, que trata de superar de maneras que no están totalmente basadas en los conceptos preconcebidos. El sentido de la agencia y de sus fines evoluciona durante el proceso mismo de ejecución de la agencia, experimentando en cierta medida un cambio, a pesar del hecho de que el agente esté restringido por los contextos y las tradiciones sociales. Dentro de este escenario de posibilidades, concreto, pero que se puede cambiar, se hace posible la creatividad en las acciones[20].
La competencia en el ejercicio y en el ámbito de la agencia se desarrolla a medida que se ejercita la agencia[21]. La agencia es, en este sentido, «el compromiso construido temporalmente por parte de actores con diferentes entornos estructurales […] mediante la interacción del hábito, la imaginación y el juicio, tanto para reproducir como para transformar aquellas estructuras en una respuesta interactiva a los problemas planteados por las situaciones históricas cambiantes»[22]. Estas interacciones entre las personas, constantemente renovadas y también repetidas, son las que crean las estructuras y tradiciones que definen y limitan el posterior ejercicio de la agencia, lo que, a su vez, también altera o incluso desafía esas mismas estructuras y tradiciones[23].
Es una característica de la religión el que, mediante la presentación de actores o autoridades «divinas», amplíe el campo de la agencia, ofreciendo un vasto campo a la imaginación y ampliando las posibilidades y maneras de intervenir en una situación dada. Atribuyendo la agencia a los «actores divinos» (o semejantes), la religión permite que el actor humano trascienda su situación y que invente unas estrategias paralelamente creativas para actuar, tal vez iniciando un rito o en tanto persona poseída. Pero también es posible lo contrario. El mismo mecanismo puede también desencadenar una renuncia de la agencia personal, que tenga como resultado la impotencia y la pasividad, de manera que la agencia quede así reservada para los actores «especiales». Con el tiempo, esta agencia acaba por delinearse a lo largo de líneas cada vez más definidas y aumenta su eficacia, de manera que se emprenden «esquematizaciones» cada vez más logradas y sofisticadas. Estas se predican sobre los ejercicios pasados de agencia; así se establecen rutinas que facilitan aún más unas proyecciones de gran alcance para las consecuencias futuras de la agencia. Este proceso se da en el contexto de un marco hipotético y produce unas «contextualizaciones» incluso más aptas, que ayudan a una valoración orientada a la práctica del estado actual de los hechos sobre la base de la experiencia social[24]. No es el actor singular quien «tiene» agencia. Más bien, en su negociación concreta con su entorno estructural, el individuo encuentra espacios para las iniciativas y se ve infundido por otros con la responsabilidad de actuar. Las estructuras y el individuo en tanto actor se configuran recíprocamente[25].
Sobre la base de estas reflexiones podríamos ahora sentir el impulso de filtrar las pruebas en busca de formas de aprendizaje religioso y de los medios de adquirir el conocimiento religioso. ¿Dónde podría la juventud observar la religión y participar en ella?[26]. ¿Cómo aprenderían a interpretar las experiencias como religiosas? ¿Dónde se obtenía la formación en autorreflexión, en la contemplación de un yo autónomo?[27]. ¿Cómo podrían asumirse nuevos roles religiosos o un nombre religioso, para que influyera en nuestras posteriores interacciones?
Estas y otras cuestiones se abordarán en los capítulos siguientes con la vista puesta en abrir nuevas perspectivas para la agencia religiosa.
La actividad religiosa estaba también íntimamente conectada con la estructuración del tiempo mediante calendarios, nombres de los meses y listas de días feriados, una estructura basada en «hipótesis» que designan días concretos como especialmente adecuados para la comunicación con los dioses y la reflexión en los asuntos de la comunidad. Contrariamente a las suposiciones habituales, veremos que nada de esto estaba grabado sobre piedra; más bien era siempre susceptible de innovación y ajuste[28]. Los profetas y los movimientos proféticos fueron capaces de ejercer una influencia enorme sobre las expectativas futuras, tanto sobre las individuales como sobre las colectivas. Pero es también cierto que las «contextualizaciones» en el aquí y el ahora proporcionaban un campo considerable para el ejercicio creativo de la agencia religiosa. El carácter del espacio y del tiempo podía ser modificado mediante los actos de sacralización; los actores distantes, igualmente, los enemigos extramuros, los ladrones a la fuga, los viajeros, podían ser alcanzados remotamente mediante ritos, juramentos y maldiciones o clavando agujas a un muñeco[29]. Mediante la transferencia de las capacidades y la autoridad religiosa a la invocación de los oráculos, se podían dar instrucciones nuevas a los procesos de toma de decisiones políticas[30].
Identidad religiosa
El individuo pocas veces actúa solo. Lo habitual es que tenga la idea de estar actuando como miembro de un grupo particular: una familia, una aldea, un grupo de intereses especiales, o incluso un «pueblo» o una «nación»; una idea que puede ser muy dependiente de la situación, donde se enfatiza bien una identidad o bien otra, como madre, como devota de Bona Dea, como partidaria de la Biblia o de la filosofía estoica[31]. Estas ideas, incluso cuando no están claramente formadas, pueden influir en el comportamiento individual[32]. Pero debemos siempre tener claro que estas son las nociones primeras y principales de pertenencia, que a menudo no acaban de tener en cuenta si el grupo en cuestión existe en las ideas de los demás, o de si los demás nos clasifican como parte del grupo. Es, por lo tanto, una cuestión de autoclasificación, de la valoración por parte de cada individuo de su membresía y de la importancia que le asigna a esta, y que se pone en común con el resto en la medida en la que dicha membresía es discernible por ellos. Es una identidad forjada a partir de una conexión emocional sentida y de una dependencia (hasta el punto de que hay un solapamiento importante de la identidad personal y de esta identidad colectiva) y su importancia reside en el grado en el cual esta membresía se integra en la práctica cotidiana y caracteriza el comportamiento personal. Finalmente, esta identidad consiste en las narraciones asociadas con estas ideas y se asocia a un conocimiento de los valores, de las características definitorias y de la historia del grupo[33]. Atendiendo especialmente al carácter gradual del desarrollo de las religiones en la Antigüedad, hay que subrayar que el término «grupo» no implica una asociación establecida. Basta con que sea una agrupación, en función de sus circunstancias, de varios actores (¡no solamente humanos!) entre los cuales el individuo en cuestión se cuenta o no. Las muchas inscripciones antiguas que registran las relaciones familiares, la ciudadanía o el lugar de origen pueden también leerse como declaraciones de membresía[34]. Para muchas personas, por supuesto, esto podía conducir a unas identidades colectivas complejas, que implicaban diversas afiliaciones (y también disociaciones)[35].
Es precisamente cuando nuestra evidencia de la «religión» se reduce a unos pocos restos arqueológicos, a una estatuilla por aquí, unos fragmentos de una vasija por allá, a huesos de perro o al hueco de los cimientos de un supuesto templo, cuando más alerta tenemos que estar ante la tentación de reificar y esencializar a estos grupos y comunidades. No se definen sencillamente por la distribución en un espacio cercano a sus casas, por las prácticas idénticas, por un mismo lenguaje o por los dioses o las ofrendas votivas semejantes. «La comunidad es […] algo que hacer» y son los individuos quienes la hacen: «[…] cómo se siente la gente vinculada a los lugares concretos, así como quiénes creen que son e igualmente quiénes no son, determina cómo se asocian con los demás en el espacio y a lo largo del tiempo, durante generaciones, en memorias compartidas o en olvidos pactados»[36]. La aparente estabilidad arcaica del contexto social, de la localidad, es a menudo engañosa; es únicamente una instantánea de una realidad que fluye[37]. La historia de las religiones antiguas no puede describirse como un proceso que transforma las «religiones tribales» en «religiones mundiales», como decían hasta hace muy poco los libros de texto.
Comunicación religiosa
El tema de la competencia comunicativa nos proporciona una tercera manera de ver cómo un individuo pone en juego la «religión» en su interacción con otras personas[38]. Pero el hecho de que la religión pueda al mismo tiempo entenderse como si fuera una comunicación nos permite asociar posibilidades aumentadas para la comunicación con la creciente variedad de prácticas religiosas que existieron en la Antigüedad.
No sabemos cómo ni con cuánta frecuenta hablaban con sus dioses o con su Dios la mayoría de los habitantes del Imperio romano, o de qué hablaban. Pero tenemos un número considerable de textos antiguos que describen dichas comunicaciones y decenas o, más bien, cientos de miles de testigos directos de ello, en la forma de restos de ofrendas, así como documentación visible, que pretendía ser permanente, en forma de inscripciones votivas y dedicatorias. Esto apunta al carácter dual de buena parte de las comunicaciones con lo divino, aunque no necesariamente de todas ellas: el acto religioso es también un mensaje a los congéneres humanos del actor, para que su público o sus lectores sean testigos, oculares o auditivos. Clamar O Iuppiter, audi («Oh, Júpiter, escucha») también significa: «Mirad. Soy piadoso. Estoy compinchado con los dioses. Júpiter me escucha. Quien esté contra mí está también en contra del dios y del orden divino».
Volveremos más tarde a las funciones interpersonales de la comunicación religiosa. Por el momento basta con entender que este gesto de convocar lo divino por parte de los participantes de una acción atrae la atención y crea relevancia. En este último término reside la clave para entender la comunicación. Para que una comunicación sea lograda, hay que suscitar atención mediante la promesa de una información relevante. Esto debe ser proporcionado de manera creíble y audible por el hablante, y su público debe indicarle que ha aprehendido y ha creído la promesa antes de que se pueda proceder a la comunicación. En el tumulto y jaleo de los asuntos cotidianos, solamente la promesa de la relevancia (adopte la forma que adopte esta promesa) puede atraer la atención hacia una comunicación que, entonces, modifica a quienes va dirigida (de maneras que no son nunca predecibles) y, en este sentido, tiene éxito[39]. No es sorprendente que los seres humanos amplíen estas reglas básicas del éxito comunicativo a sus comunicaciones con los no humanos.
Para alcanzar a los dioses, entonces, es necesario atraerlos y conservar su atención. La historia religiosa de la Antigüedad es también la historia de cómo se desarrollaron y emplearon estrategias formales en el mundo mediterráneo, en Italia y en Roma, para lograr ese objetivo y cómo después se refinaron e incluso se cuestionaron radicalmente. No obstante, para entender estas prácticas y las alteraciones que sufrieron, debemos tener una regla básica siempre presente: «eh, tú…» es más eficaz que «me gustaría decir…». La clave del éxito no reside en hacer la selección correcta dentro de un catálogo de oraciones, votos, ofrendas, sacrificios de sangre, tipos de procesiones y juegos circenses (todo esto según el tamaño de la fortuna de cada cual) sino que radica en la eficacia de la combinación de las técnicas comunicativas que se adopten. Aquí las categorizaciones en los textos clásicos de estudios religiosos dan una impresión bastante equivocada. Dirigirse a una deidad casi nunca implicaba solamente una plegaria, o solamente un sacrificio.
La primerísima consideración parece haber sido la localización. Un santuario ya establecido es un testimonio del éxito de otras personas a la hora de comunicar. Apunta a la proximidad de una deidad, que habitaría en aquel lugar o que, al menos, lo visitaría con frecuencia. La confianza ingenua en la presencia de la deidad podría haber sido rápidamente sustituida por consideraciones filosóficas acerca de qué condiciones podían conducir a la presencia de una deidad omnipotente: la multiplicidad de informes que hablaran de estatuas reconociendo a un solicitante no implicaba que, en las conversaciones fuera del templo, se entendiera que la deidad y la estatua fueran equivalentes. Era habitual que una deidad se invocara en el santuario de otra deidad, y no se consideraba impensable documentar ese acto logrado de comunicación mediante, por ejemplo, una imagen del dios ajeno en ese mismo lugar. Por otra parte, hay que señalar que la elección de un momento establecido, tal vez el día festivo en ese santuario o de ese dios concreto, era un asunto mucho menos importante. Las consideraciones importantes eran la urgencia de la necesidad, cuándo se podía físicamente acceder al lugar de culto y si este estaba disponible. En muchas ciudades, por ejemplo, los espacios de culto dedicados a Mitra no eran accesibles para la devoción individual, o sin duda no lo eran todo el tiempo; si alguien, a pesar de todo, quería recurrir a este dios, había otros santuarios públicos disponibles, como lo demuestran las dedicatorias a Mitra que se han depositado en ellos.
Casi todas las elecciones de un lugar estaban precedidas por la cuestión de cómo se iba a llevar a la divinidad hasta ese lugar. Sistematizadores como Fabio Píctor en el siglo II a.C. y el posteriormente mucho más citado Marco Terencio Varrón a mediados del siglo I a.C. pretendieron asignar una deidad especializada para cubrir todas las posibles fuentes de peligro, a veces tal vez inventándoselas a propósito (o tal vez, dicho de manera más precisa, inventando nombres para divinidades que pudieran invocarse rápidamente) pero, en la realidad de todos los días, se recurría a un número gestionable de deidades populares que estaban presentes bien en los lugares de culto o bien bajo la forma de imágenes. La situación seguiría siendo incluso más amorfa, especialmente en las zonas rurales y en las provincias europeas del noroeste y el oeste, donde se podía apelar a la divinidad siempre en plural, como a un conjunto de figuras relacionadas (Iunones, Matres, Fata) descritas en una idiosincrática combinación de figuraciones iconográficamente estandarizadas (y solo así reconocibles para nosotros como «idénticas»)[40]. Acceder a la divinidad en un santuario arquitectónico, además, no era la única opción, pues un manantial o un altar casero pintado dentro de los cuatro muros de una casa era aún una vía posible y, en algunas situaciones, preferida.
La invocación al dios o a la diosa no era únicamente uno de los diversos elementos dentro de la plegaria, sino más bien el fundamento mismo del acto comunicativo. Requería de una intensificación y podía ampliarse de varias maneras para conseguir despertar una atención adicional y dotar al acto de aún más relevancia. Entre todos los métodos el más destacado era la intensidad acústica. La invocación se aislaba del bullicio de la vida cotidiana mediante el silencio. No se hacía en el lenguaje cotidiano. El lenguaje formal contribuía a ritualizar el acto comunicativo, elevándolo por encima de lo ordinario. El efecto se amplificaba cantando en lugar de limitarse a hablar y añadiendo música instrumental. Mediante la elección de los instrumentos se posibilitaba la conexión con tradiciones particulares, se atraía la atención de una deidad en concreto y se señalaba esa conexión especial con las presentes. A menudo nos encontramos con la tibia de doble caña; pero se usaban también instrumentos como trompetas, órganos e instrumentos de percusión. Parece que había temas musicales que estaban relacionados con determinados santuarios.
Se cuidaba la elección del vestuario, especialmente cuando el acto de comunicación implicaba un alto grado de visibilidad pública. Lo más importante podía ser el color de la ropa, como, por ejemplo, vestir de blanco en las procesiones dedicadas a Isis; o el tipo de corte elegido, como la toga que vestían los funcionarios romanos en la República tardía y en el primer Imperio y probablemente los ciudadanos romanos en general en las ocasiones festivas. Estos ejemplos muestran que no se trataba tanto de señalar una afinidad específica como de apuntar sencillamente que se estaba produciendo un tipo especial de comunicación ritualizada; la toga era, de hecho, habitualmente blanca. Pero, por otro lado, incluso la elección de las hojas para las coronas que se llevaban en la cabeza era algo que podía expresar sutiles distinciones.
La atención, tanto de la deidad como de cualquiera que pasara por allí, se podía atraer también mediante el movimiento coordinado. Las procesiones, ya fueran grandes o pequeñas, o el caminar acompasado, eran muy habituales. En las ciudades más grandes apenas había otra manera de atraer amplias multitudes, tanto de participantes como de observadores. Los bailes en distintos grados de exuberancia, como los bailes «de tres pasos» de los salii (saliari, saltadores) romanos, y los bailes con mayor abandono dedicados a Isis que se describen en los relieves del Lazio, también tenían su papel. La autoflagelación, a veces en público, fue practicada por primera vez por los monjes del Mediterráneo oriental; y hay escritos que informan de la castración de los sacerdotes de Cibeles; aunque sin duda este no era un rito público abierto a observadores.
La costumbre, que se había tomado prestada del ámbito interpersonal, de hacer regalos que, por su valor material, podían incrementar la relevancia del mensaje oral proporcionaba también un amplio margen para la comunicación. Estas ofrendas se elegían según la intención de la comunicación (el cumplimiento de una petición, una demostración de gratitud y alabanza, la armonía permanente con la divinidad) y tenían la capacidad de garantizar ese mensaje en una forma duradera, al menos hasta que se retirara de allí el objeto. Tanto el aspecto estético como el material podía jugar un papel en la elección de la ofrenda, pero era habitual usar miniaturizaciones producidas en serie y, aparentemente, bastaba con eso para atraer la atención divina. Pero no era necesaria una visibilidad duradera. Las pequeñas ofrendas (acompañando la emisión de un voto o documentando su éxito) podían depositarse directamente en los pozos, sumergirse en los ríos o arrojarse al fuego y así quedar destruidas o fundidas. Estas prácticas se discutirán en el próximo capítulo sobre el periodo temprano. A diferencia de las inscripciones, de los mensajes escritos (sobre piedra o sobre tabletas de madera), en esos casos ya no serían legibles para nadie excepto las deidades. Sobre la base de un juicio específicamente teológico sobre lo que debería ser la religión, las investigaciones modernas han postulado erróneamente que el término «magia» podría aplicarse a estas variantes de las prácticas.
La ofrenda no tenía por qué ser duradera. Quemar incienso, ofrecer alimentos selectos (muchos tipos diferentes de pasteles, por ejemplo), el olor procedente de la preparación de los animales que habían sido sacrificados y dedicados a la deidad: todas estas cosas eran representaciones que subrayaban la importancia del intento de comunicación. Las representaciones teatrales como ofrendas a las deidades eran una especialidad de los griegos y después de los romanos a partir del siglo V a.C. Se volvieron bastante elaboradas, pero no dejan de tener sus paralelismos en las culturas de América Central y en el Sudeste Asiático. Además del baile y el canto, debemos mencionar el fenómeno que en latín se llama ludi (juegos). Eran competiciones que se dedicaban a los dioses, normalmente a grupos enteros de dioses, cuyos bustos se paseaban en procesión hasta el circo y se colocaban en asientos de preferencia. Los juegos escenificados (ludi scaenici) eran producciones dramáticas que se representaban para los dioses; primero en Grecia y poco después también en Roma. Incluso encontramos estructuras especialmente erigidas para estas ocasiones.
Tenemos que tener siempre en cuenta que estos enormes proyectos arquitectónicos (y, por supuesto, financieros) no estaban financiados por las organizaciones religiosas, sino que, por regla general, procedían de la iniciativa de individuos que deseaban, mediante su consecución, ofrecer una prueba de su excepcional gratitud e intimidad con una deidad. Las autoridades, como por ejemplo los consejos municipales, tenían que apoyar estos proyectos y se debatía en público sobre la localización de su construcción, pero eran los individuos quienes asumían la donación de parte de sus botines de guerra o del resto de sus ganancias para cubrir los gastos y eran quienes decidían sobre la forma arquitectónica que debían adoptar esas estructuras y a qué deidad en particular se consagrarían. Así establecían la infraestructura religiosa y así sus elecciones conformaron el culto y decidieron qué dioses serían más accesibles. En una palabra, definieron el «panteón». Debemos investigar también las reglas sociales que determinaron qué formas concretas de comunicación debían usarse. ¿Quién tenía acceso a esos modos de comunicación? ¿Dependía ese acceso de la etnia, del cargo que tuviera un individuo, del prestigio o simplemente de las posibilidades financieras? ¿Qué fuerzas monopolizadoras operaban aquí, desde la quema de los oráculos no autorizados hasta las decisiones que concernían a la arquitectura de los anfiteatros?[41]. No podemos olvidar que el amplio espectro de prácticas religiosas que hemos cartografiado ofrecía un amplio campo en el que los individuos podían obtener éxito, autoridad, respecto o sencillamente un estilo de vida al que no hubieran podido acceder en otras áreas de la actividad social, política o simplemente doméstica.
A medida que la religión antigua fue incluyendo cada vez más los actos públicos visibles, las comunicaciones religiosas privadas de los individuos empezaron también a atraer a un público, que bien podría estar presente durante el proceso o, si estaba ausente, podía enterarse del acontecimiento por medios metacomunicativos, mediante el discurso sobre el procedimiento transmitido por el boca a boca o por medios de comunicación secundarios (como las inscripciones o los textos). El sacrificio animal requería un comité de fiestas; los votos se hacían en voz alta y muchas formas de adivinación tenían lugar en público. Como resultado, el acto comunicativo de dirigirse a una deidad era recibido por un público que desbordaba al supuesto receptor. El voto pronunciado en alto por el comandante del ejército no solamente llegaba a la deidad, sino que era también la demostración de la competencia religiosa del comandante ante sus soldados, que eran así su público meta.
Pero el carácter público de las comunicaciones religiosas no solamente buscaba el efecto de añadir más niveles de sentido a la comunicación entre los humanos y los dioses. La exposición pública también jugaba un papel de testigo y aportaba un peso extra a una comunicación que, por otro lado, era enormemente asimétrica y tenía muchas posibilidades de fracasar; o al menos la sometía al escrutinio de las reglas socialmente contrastadas de la obligación, la reciprocidad y la deferencia. Cuando el elemento de testimonio público estaba ausente, en el mundo grecorromano hubo desde muy pronto formas escritas disponibles, como lo demuestran las tablillas de maldición y los textos votivos inscritos.
4. LA RELIGIÓN COMO UNA ESTRATEGIA EN EL PLANO INDIVIDUAL
He definido la religión como la ampliación de un entorno particular más allá del medio social inmediato y plausible de los seres humanos vivos; y con frecuencia de los animales. Una ampliación así puede implicar formas de agencia, maneras de estructurar la identidad y medios de comunicación. Lo que se incluye en cualquier medio dado, que esté más allá de lo «inmediatamente plausible», puede variar de maneras que dependen enteramente de cada cultura; la plausibilidad, «lo digno de aplauso», es en sí misma una categoría retórica. En un caso puede aplicarse a los muertos, en otro a los dioses concebidos bajo forma humana, o incluso a lugares cuya localización no se establezca mediante simples términos topográficos, o a los humanos más allá de un mar. Lo que en una cultura concreta puede entenderse como no habitualmente plausible depende de las fronteras que haya trazado el estudioso de la religión que observa esa cultura. Esto es evidente en la concentración de «dioses» que se puede discernir de mis propios ejemplos; pero también se puede observar en circunscripciones como por ejemplo mi rechazo radical de una frontera entre la religión y la magia[42].
Un alto grado de inversión en la construcción de actores inicialmente no plausibles como «socios sociales» produce un correspondiente «exceso» de confianza, de poder o de capacidad de resolución de problemas en la persona que hace esa inversión, un resultado que, a su vez, se vuelve precario atendiendo a la manera en la que desfavorece a otros, que pueden intentar defenderse de ello. La sacralización, es decir, declarar qué objetos o procesos dentro del entorno visible, inmediatamente plausible, son «sagrados», es un elemento de esa estrategia inversora[43]. La metáfora de la inversión puede ilustrarse fácilmente mediante el enorme desembolso que las religiones dedican regularmente a los medios, a las imágenes de culto y a los santuarios, así como a los ritos complejos y a los textos entendidos como estrategias de comunicación, un tema que acabo de abordar bajo el epígrafe «Comunicación religiosa». Debemos pensar también, no obstante, en las maneras en las que toda religión refuerza el estatus de inferioridad. Este es un proceso que algunos de los individuos afectados contrarrestan mediante esfuerzos en pro de un cambio social dentro del contexto religioso, mientras que otros se apartan de la religión para buscar la movilidad social por su cuenta (cuando no eligen el quietismo)[44].
Con estas observaciones preliminares no he pretendido dar respuestas a la pregunta acerca de las grandes transformaciones religiosas, sino más bien indicar las preguntas que aún hay que plantearse, las observaciones que hay que extraer de las fuentes materiales que, a menudo, son demasiado escasas. He apuntado también a las interdependencias y a los mecanismos de refuerzo en el campo de desarrollo religioso: la adquisición de competencias tanto refuerza la comunicación como reduce los umbrales que la confrontan[45], y una red de comunicaciones más densa intensifica la necesidad por parte del actor individual de desarrollar unas identidades colectivas más complejas[46].
Esto no quiere decir que este modelo describa un camino estable, una trayectoria definida y evolutiva o un sistema en equilibro. Más bien, a lo largo del tiempo, en muchas de las zonas que tenemos que estudiar, es posible observar movimientos en direcciones diferentes e incluso contradictorias. Todos los procesos que observamos –individualización, mediatización e institucionalización– se consideran habitualmente como indicadores de la modernización, más que como facetas de la historia religiosa del mediterráneo antiguo. Pero, si observamos estos procesos, y si utilizamos el concepto de religión que acabo de definir, podremos cumplir nuestra meta; es decir, observar y explicar el fenómeno enormemente inestable que es la religión en el mundo mediterráneo antiguo en todos sus aspectos: el Panteón completo[47]. Una y otra vez, en los capítulos siguientes, veremos cómo cada una de esas facetas se convierten en un proceso que marca una época.
Nos concentraremos primero desde el Mediterráneo e Italia hasta algunas localizaciones en Italia central y Etruria (capítulos II-IV), donde se han encontrado pruebas que facilitarán nuestra comprensión de las prácticas religiosas de la Edad de Hierro. Solamente entonces el relato se centrará en Roma bajo la República media y tardía (capítulos V y VI) y la época de Augusto (capítulo VII). Pero Roma nunca estuvo aislada, que es algo que quedará claro una y otra vez a lo largo de estos capítulos. Se relacionaba, mediante la competencia y el intercambio, con otros focos de Italia central y con otros actores en torno al Mediterráneo. Por lo tanto, nos fijaremos cada vez más en este escenario más amplio a medida que entremos a estudiar el Imperio, empezando con las prácticas religiosas durante la primera parte de ese periodo (capítulo VIII). Muchos acontecimientos, que afectan tanto a las provisiones disponibles de signos religiosos (capítulo IX) como a la evolución del conocimiento experto religioso y de la autoridad, solamente pueden entenderse en el contexto de la región mediterránea en su conjunto, y del intercambio de personas, mercancías y conocimientos al que el Imperio romano dio un impulso suplementario (capítulo X). Este mismo contexto amplio también se vuelve crucial e importante cuando abordamos la autodefinición y las orientaciones de los individuos y de los grupos locales, y continúa afectando a sus concepciones y prácticas religiosas durante la Antigüedad Tardía (capítulos XI-XIII). Mi relato termina a mediados del siglo IV: no con el final de la religión romana, ni con el estatus privilegiado de los grupos cristianos, ni con la expansión del islam. Más bien, el punto final, la culminación de todos los cambios de largo alcance que se han producido en el curso de la historia por las prácticas, concepciones e instituciones que aquí se estudian, consiste en el fenómeno que ahora se asocia a escala mundial con el concepto de «religión». Y así mi epílogo (capítulo XIII) busca demostrar lo abierta que aún estaba esa situación en el siglo IV y lo contingente que ha sido el curso histórico adoptado desde entonces.
[1] Para un tratamiento detallado del fenómeno misionero y sus consecuencias: Fuchs, Linkenbach y Reinhard, 2015. Habermas, 2008, expone el concepto de red en este contexto. Sobre las consecuencias, a menudo a corto plazo, de otras aventuras imperialistas (excepto América Central y América del Sur) véase Reinhard, 2014.
[2] Esto suscita el tema de nuestro uso de la división de épocas antes y después del nacimiento de Cristo [a.C./d.C.]. Aunque reconocemos la existencia de otras divisiones de uso generalizado, no podemos usar en este caso expresiones como la «era común», puesto que tras esas expresiones esconderíamos su origen específicamente cristiano.
[3] P.e., Meena, 2013.
[4] Durkheim, 2007. También Pickering, 2008 y Rosati, 2009.
[5] Asad, 1993; McCutcheon, 1997; Masuzawa, 2000, 2005. Para un estudio detallado de lo siguiente, véase Rüpke, 2015e.
[6] Véase Nongbri, 2013.
[7] Luckmann, 1991; también Dobbelaere, 2011, p. 198 y Rüpke, 2016d.
[8] Sobre la crítica de la visión limitada asociada con las teorías modernizadoras véase Rüpke, 2012h; para un análisis detallado véase Rüpke, 2013d.
[9] Sobre el concepto de apropiación véase de Certeau y Voullié, 1988, también Füssel, 2006; el aspecto fragmentario es algo fundamental para de Certeau, 2009.
[10] Rüpke, 2012d, con referencia a McGuire, 2008.
[11] Sobre las redes religiosas antiguas véase Rutherford, 2007, Eidinow, 2011, Rüpke, 2013e, y Collar, 2014.
[12] Sobre los dioses como «actores», véase también Latour, 2005b, p. 48.
[13] Boyer, 1994.
[14] Archer, 1996, pp. 225-226.
[15] Véase, por ejemplo, Kippenberg, Rüpke y von Stuckrad, 2009; sobre el siglo XIX, Nipperdey, 1988, Hölscher, 2005.
[16] Para un ejemplo de una historiografía religiosa que parte de los actores individuales, Lane Fox, 1988.
[17] Sobre la búsqueda de la individualización religiosa más allá del cristianismo y de la denominada modernidad véase Rüpke, 2012h, Rüpke y Spickermann, 2012, Rüpke, 2013d, Fuchs y Rüpke, 2015; y Fuchs, Linkenbach y Reinhard, 2015.
[18] Véase Rüsen, 1990 y de Certeau, 1991.
[19] P.e. en la obra de Weber, 1985 y Schütz, 1981; más recientemente, Geertz, 1973.
[20] Véase Joas, 1996.
[21] Emirbayer y Mische, 1998, también en lo que viene a continuación.
[22] Ibid., p. 970.
[23] Es fundamental aquí Emirbayer y Mische 1998; continuado por Hitlin y Elder, 2007, Dépelteau, 2008, Campbell, 2009, Noland, 2009, Small, 2011, y Silver, 2011.
[24] Emirbayer y Mische, 1998, pp. 975, 983, 993.
[25] Ibid., p. 1004.
[26] Véase p.e., Brelich, 1969, Cancik, 1973.
[27] Véase Gill, 2008, 2009b; Setaioli, 2013; Rüpke y Woolf, 2013b.
[28] Véase Rüpke, 1995a, 2006f.
[29] Véase Gordon, 2013d.
[30] Véase p.e., Belayche et al., 2005, Santangelo, 2013.
[31] Rebillard, 2012, pp. 2-5, sobre la «identidad destacada».
[32] Una obra pionera de la «teoría de la identidad social» fue la de Tajfel y Turner; véase Tajfel, 1974, p. 69. Sobre la definición de grupo: Turner, 1975. Resumido en Ellemers, Spears, y Doosje, 1999.
[33] Ashmore, Deaux, y McLaughlin-Volpe, 2004, p. 83, con una tabla ilustrativa.
[34] Beard, 1991, cfr. Woolf ,2012a.
[35] Ashmore, Deaux y McLaughlin-Volpe, 2004, p. 84.
[36] Van Dommelen, Gerritsen y Knapp, 2005, p. 56.
[37] Vásquez, 2008, p. 167, con referencias a Appadurai, 2000.
[38] El tema de la comunicación religiosa se desarrolla en Rüpke, 2014e.
[39] Sperber y Wilson, 1987; Wilson y Sperber, 2002, 2012.
[40] Véase p.e., para Esparta, Richer, 2012, cap. 5. Sobre la ausencia de sacerdotes en los santuarios púnicos rurales, López-Bertrán, 2011, p. 57.
[41] Véase p.e., Fögen, 1993 y Sear, 2006.
[42] Ampliamente debatida en Otto, 2011; para un examen de la investigación al respecto, Otto y Stausberg, 2013.
[43] Sobre este concepto dinámico de sacralización y para una crítica del uso académico del concepto de lo sacral véase Rüpke, 2013m. Sobre las definiciones de la religión que dependen de «lo sagrado», véase brevemente Dobbelaere, 2011; Taves, 2009 lo sustituye por «lo especial».
[44] Cfr. Cameron, 2004, p. 257 (sin hacer referencia a la religión).
[45] Punyanunt-Carter et al., 2008.
[46] Véase Onorato y Turner, 2004, Verkuyten y Martinovic, 2012.
[47] Taves, 2011, remite correctamente este desafío a los estudios religiosos.