Читать книгу Panteón - Jorg Rupke - Страница 9
Оглавление4. Prácticas religiosas. Del siglo VI al siglo III a.C.
1. EL USO DE LOS CUERPOS
No tenemos ninguna posibilidad de reconstruir la mayor parte de lo que constituía el rito a mediados del primer milenio a.C., especialmente en el ámbito de la práctica religiosa. Esto se aplica a las palabras, aún más a las palabras formuladas rítmicamente y, sobre todo, a las formulaciones melódicas; es decir, a las canciones y la música[1]. Ocasionalmente, un instrumento de viento depositado en alguna tumba nos recuerda el elemento sonoro. Las mismas limitaciones se aplican al olor, que solamente se apunta en alguna imagen (ya hemos visto el ejemplo de la figura oliendo una flor). Las formas especiales de movimiento, como el baile o los pasos, buscaban atraer la atención de los agentes sobrenaturales a los que se dirigían, mientras que, al mismo tiempo, representaban la forma especial que adoptaban sus comunicaciones con ellos. Pero están documentados únicamente en referencias e imágenes tardías, relacionadas con ritual[2]. El papel central que jugaba el cuerpo en la actividad religiosa se muestra una vez más mediante los objetos que llevaban al lugar los actores humanos, objetos con los que habían interaccionado y que finalmente habían dejado en un lugar religioso.
¿De quién es esta cabeza?
En una fecha tan temprana como inicios del siglo VII a.C., algunos habitantes de Trestina, en la cuenca alta del Tíber, arrojaban figurinas de bronce con forma humana a pozos y huecos como medio de comunicarse con lo no visible[3]. Esta práctica fue copiada en el siglo siguiente por un buen número de individuos en el norte de Etruria, a menudo en asentamientos pequeños y remotos, no muy diferentes a Trestina. Las personas que hacían el depósito usaban las figuras para representarse a sí mismas tal y como querían parecer. Ocasionalmente señalaban su estatus local mediante armas pero, con más frecuencia, mediante representaciones precisas de su propio vestuario[4]. También en Roma, en los pozos de Sant’Omobono, la gente empleaba este medio para señalar claramente su continuada y permanente, aunque no necesariamente visible, presencia en las localizaciones especiales.
Era posible hacer más. En el juego mutuo in crescendo de iniciativas e imitaciones, en unos pocos y grandes complejos de culto, hasta donde se lo podían permitir, esa presencia se expresaba con formas de tamaño natural. En Lavinio, a principios del siglo V, se estableció una tradición –probablemente por parte de hombres y mujeres jóvenes– de hacerse representar mediante una figura de barro de tamaño natural (o ligeramente inferior) (ilustración 15), posiblemente en el contexto de las costumbres locales que señalaban el final de la infancia. Las generaciones siguientes conservaron esta tradición hasta el siglo II a.C.[5]. En el norte de Etruria se produjeron espléndidas figuras de bronce hasta el siglo II y quizás hasta el siglo I a.C. y los individuos las colocaban en los edificios de culto en el contexto de una comunicación religiosa.
15. Estatuas de terracota de mujeres, casi de tamaño natural, procedentes de Lavinio-Pratica di Mare, siglo V a.C. akg-images/De Agostini Picture Lib./G. Nimatallah.
Esta era una práctica que muy pocos podían permitirse. En una fecha quizá tan temprana como el final del siglo VI a.C. había otra opción más barata disponible, que hemos visto primero en el distrito de Campetti en Veyes [6]. Se trata del uso de cabezas modeladas en barro y quizás montadas sobre postes de madera. Al principio esta práctica se imitaba solo de manera esporádica, pero se hizo bastante popular hacia finales del siglo V a.C. Los ceramistas podían atender las nuevas peticiones porque probablemente tenían a su disposición una nueva tecnología presente en Italia a partir de finales del siglo VI: la producción en masa de cerámica usando un molde de matriz única o doble[7]. En toda la región central italiana, especialmente en los grandes emplazamientos de culto, la gente podía comprar cabezas de cerámica, ya fueran completamente tridimensionales o, sin duda a un precio más barato, medio relieves que podían usar para la comunicación religiosa. Las cabezas se adaptaban para ajustarse a los fines especiales para los que se usarían. Muchas tenían un círculo en la base que les daba estabilidad cuando se colocaban sobre odía o sobre bancos, en arcones o en estanterías o incluso sobre el suelo si era lo adecuado. Los medio relieves venían preparados para poder colgarse[8].
La calidad de estas cabezas muchas veces dejaba que desear. La parte de atrás y los laterales se quedaban sin tratar. Después de varios cientos de copias, los moldes se gastaban y, a menudo, reproducían fallos que luego solo se retocaban de manera superficial. No estaban pintadas y casi nunca inscritas: todo apunta a clientes con un poder adquisitivo limitado y con un nivel de alfabetización deficiente. Muchas se adaptaban según la necesidad de los clientes, mientras que otras tenían un acabado personalizado para mostrar los rasgos personales, como si fueran un retrato. A pesar de esas diferencias, el mensaje que se transmitía, tanto a los dioses como a los humanos, mediante la exposición de las cabezas era de una naturaleza semejante: a pesar de toda la espléndida arquitectura y decoración, a pesar de todo lo que sabemos sobre los mecenas de ese lugar y de su posición en tanto miembros de unas elites económicas, militares, políticas –y ahora, como colofón, religiosas–; a pesar de todo eso, el mensaje era «¡Nosotros también estamos aquí!». A muchos de estos actores no se les escaparía que, en algún momento, sus cabezas se retirarían o se descolgarían, se arrojarían a pozos y huecos, pero, a pesar de todo, se apropiaban de esos lugares evocadores de poderes sobrehumanos y de potentados humanos. Legitimados por el hecho de que estaban ejecutando actos religiosos, tomaban de esta manera posesión de estos lugares extraordinarios donde era posible comunicarse con los seres divinos.
Mientras que la actividad religiosa permitía que algunos individuos tuvieran la oportunidad de lograr la autorrepresentación creando esplendor arquitectónico y, al mismo tiempo, pudieran influir en las prácticas religiosas, guiándolas en direcciones concretas, permitía a otros apropiarse de esos mismos espacios representando unas versiones modificadas de las prácticas de la élite y, al hacerlo así, reclamaban un reconocimiento para sus propias preocupaciones y deseos. Esa apropiación debía justificarse, y es precisamente en Roma y en el Lazio donde encontramos con frecuencia huellas de velos que cubrían la parte de atrás de las cabezas de barro, como prueba clara de que las personas corrientes que dejaron allí las cabezas estaban de hecho entablando una comunicación religiosa[9]. Tanto las cabezas de barro como los proyectos de construcción adquirieron cada vez más importancia hasta el final del siglo II a.C. En la región central italiana, un amplio espectro de estratos sociales se unió a las elites en lo que equivalía a un juego indirecto que los reforzaba: las masas de objetos depositados por una multitud de manos permitían que sus donantes se apropiaran de la infraestructura religiosa para sí mismos, pero, al mismo tiempo, estos objetos, gracias a su presencia, fortalecían esa infraestructura haciendo una contribución crucial a la sacralización de las estructuras y de los recintos[10]. La estatuaria de barro era un medio que servía a fines bastante diferentes en muchas partes de Grecia. Aunque a menudo el mismo medio experimentó procesos de popularización similares, en Grecia los relieves de barro solían representar a dioses, o a los dioses junto a los humanos[11].
Pero no solamente se representaban las cabezas. Si una cabeza podía sustituir pars pro toto a la persona completa, el mismo papel se le podía asignar a otras partes del cuerpo. Se puede decir que los ojos, pies, brazos y piernas son de naturaleza pública, pero no se puede decir lo mismo de los órganos sexuales externos, pechos y penes, o de órganos internos como los pulmones, los intestinos o el útero (ilustración 16). Cualquier representación que entre en esta última categoría de partes del cuerpo, ofrendada en el espacio público de una estructura de culto, indica sin apenas lugar a dudas que dichos espacios se concebían principalmente como escenarios para una comunicación íntima con aquellos a los que había que dirigirse allí, así como que constituían una forma de apropiación personal del espacio. El contenido preciso de estos intentos de comunicación necesariamente queda oculto para los observadores posteriores. ¿Era la intención expresar una preocupación específica mediante un objeto igualmente específico, o era imprimir esa preocupación en la memoria del interlocutor? No hay duda de que la práctica se enmarcaba dentro de ese tipo de discurso médico en el que un especialista proporciona representaciones incluso más específicas, tal vez como parte de una consulta o como una ayuda para el diagnóstico; aunque estas representaciones no eran en absoluto anatómicamente fiables[12]. Fue tal vez como consecuencia de una conversación y de un diagnóstico de este tipo por lo que, en el siglo III a.C., una mujer de Etruria encargó un torso femenino que mostrara, entre unos pechos pequeños y firmes y gruesas capas de una tela que descansaba sobre los muslos, una gran abertura ovoide en la tripa que mostraba los detalles de los órganos internos, incluyendo una vuelta del intestino en el extremo inferior[13].
16. Intestinos y útero de terracota, entre el siglo II y el siglo III a.C. Procedente de Etruria. Praga, Galería Nacional, HM10 3374. Fotografía: Zde (CC-BY-SA 3.0).
Seguir la conversación
La mujer de Etruria, y muchas otras personas, habrían acompañado con palabras sus ofrendas de unas representaciones tan específicas. Y podemos estar seguros de que las peticiones orales que presentaban eran de una precisión comparable. Lo mismo puede haber sido cierto en las comunicaciones religiosas anteriores que se habrían practicado y presenciado en este mismo lugar. Aunque los medios que se empleaban en estos casos no reproducían el tema objeto de una comunicación, no dejaban de tener su influencia sobre este. Las cabezas supuestamente habrían proporcionado el impulso para incluir los problemas relacionados con una parte concreta del cuerpo dentro de este tipo de comunicación religiosa. Aunque este paso se basaba en un malentendido, en el sentido de que las cabezas de barro no se referían a los dolores de cabeza, fue un malentendido productivo del tipo habitual en los procesos de aprendizaje que dependen de la imitación guiada por la observación, el tipo de imitación que caracteriza la comunicación religiosa en general. Un utensilio cuyo entorno tradicional era el banquete se convirtió en el vehículo de una maldición depositada en el Quirinal de Roma por un hombre que se hacía llamar (o al que llamaban) Duenos (el bueno) y que tal vez estaba tratando de concertar un contrato matrimonial. Sin duda fue la discrepancia entre el objeto, un kernos que combinaba tres pequeños recipientes de comida en un aro, y su pretendida maldición, lo que le impulsó a coger el stilus y producir una de las primeras inscripciones en latín[14]. La interpretación de esta inscripción se ha discutido mucho y no quiero aquí entrar en esa disputa. Lo que aquí me parece importante destacar es que la técnica cultural de la escritura se empleaba para comunicar mediante los objetos materiales que no se empleaban sencillamente para evocar su contexto de uso más generalizado, y que quedaban aún más conformados por ese proceso. De esta manera, la presentación ritual, y los contextos locales y sociales de las representaciones rituales, operaban paralelamente a una exposición continua y a un texto legible para aumentar el repertorio de la comunicación religiosa.
Las monumentalizaciones que eran tan características del siglo VI a.C. permitían nuevas oportunidades para la exhibición y suscitaron exigencias asociadas que provocaron el uso de nuevos objetos. Entre estos destacaban los objetos horneados no perecederos, hechos con tiras y bolas de arcilla[15]. El uso de estos artículos implicaba una decisión que debería ser regalar algo a la contrapartida invisible. La idea de un «regalo», sin embargo, seguía siendo únicamente una opción más entre otras. El empleo de la comunicación religiosa de los lingotes de bronce (aes rude), una forma de dinero con un peso determinado, que precedió a la introducción de las pesas de bronce y de plata y finalmente de las monedas, fue una costumbre semejante ya en el siglo VI a.C.[16]. Para evitar cualquier posibilidad de un malentendido, se adoptó la costumbre de inscribir estos objetos con palabras: primero donom y después donum o donum dedit (él o ella ofreció esto como un regalo). Esta es la fórmula más antigua de uso habitual. Lucio Salvio Seio, hijo de Lucio, la inscribió en una estela del Samnite Superaequum en el siglo III a.C., añadiendo la fórmula osco-sabélica «por los favores recibidos»[17]. A principios del siglo III como muy tarde, Orceria, probablemente la esposa de un tal Numerio, escribió donom dedi sobre una tableta de bronce en Praeneste, describiendo al dedicatario mediante la triple forma típica de la región central de Italia como «Fortuna, hija de Júpiter, Primigenia»[18].
Esta tableta que acompañaba una ofrenda no ha sobrevivido. ¿Le sería útil a Fortuna? Una de las ideas más populares para las ofrendas adoptaba la forma de lo que se llamaron arae (lares). Los encontramos empleados como ofrendas ya en el siglo V a.C., en Satricum entre otros lugares[19]. Algunos actores estaban preparados para usar un ara miniaturizado en lugar de uno a escala completa, y no únicamente cuando hacían un depósito en una tumba. Sus intenciones pueden haber sido variadas. Mediante la duplicación o incluso mediante la multiplicación de los lares existentes, los donantes también alteraron la infraestructura religiosa. En Italia, el establecimiento de nuevos arae era una de las medidas más frecuentes adoptadas a la hora de desarrollar nuevos complejos de culto[20]; y, a juzgar por los gastos implicados, los actores concernidos se contaban probablemente entre los potentados de la localidad. Con independencia de esta forma de apropiación, no obstante, la multiplicación de los lares hace de la comunicación especial en sí misma el tema del acto de la comunicación: uno hablaba de los dioses acerca de hablar con los dioses, y explicitaba esto convirtiendo el altar en el signo de ese tipo de comunicación; en la ofrenda que acompaña a una plegaria. En el objeto donado[21], la presencia duradera del acto ritual único figuraba bajo una forma que invitaba a la repetición y a la actualización. Al mismo tiempo, los actores aquí implicados ya no estaban presentándose como técnicos domésticos, como lo había hecho Rhea, sino como actores que participaban en el campo real de la actividad religiosa, como lo señalaban las cabezas de barro veladas. En términos iconográficos, el lar, siendo el lugar donde se vertían las libaciones, ocupaba desde hacía tiempo en Roma el papel que en Grecia pertenecía a la copa de libación (phiale). En los depósitos atenienses se han encontrado grandes cantidades de estas copas de cerámica en el siglo V a.C.[22]. La figura de una mujer identificada como Pietas se representa en las monedas a partir de la República tardía en adelante como una mujer con la cabeza cubierta de pie ante un pequeño altar o vertiendo una libación de un cuenco (ilustración 17).
17. Pietas espolvoreando incienso sobre un altar. Reverso de un sestercio de Antonino Pio acuñado en Roma, 138 d.C. (RIC 2.1083a). Fotografía: Classical Numismatic Group (CC BY SA 3.0)
Había otros que también usaban estos símbolos sobredeterminados. En más de un centenar de lugares se desarrollaban tradiciones que exigían erigir o depositar figuras de animales de bronce o de barro, o que al menos ofrecían estas opciones[23]. En Fregellae, durante un periodo que transcurrió entre los siglos IV y II a.C., se usaron representaciones de cerdos y vacas. En el complejo de Minerva en Lavinio se preferían las palomas, mientras que, en el llamado santuario Minerva Medica en Roma, encontramos vacas, un jabalí, un caballo, un león y aves. Las tradiciones locales restringían lo que se podía representar sin ofender; en otros momentos, la diversidad local invitaba a la experimentación individual. Los animales más comunes que se consumían en las comidas que se celebraban en estos emplazamientos: corderos y pollos, pocas veces aparecían representados entre las figurinas. Algunos individuos podrían asociar un objeto así con una petición de fertilidad, o con la erradicación de una peste en su propio rebaño; para otros las miniaturas podrían haber sido importantes como forma de representarse a sí mismos como dueños de ganado, como cazadores de éxito (y criadores de perros de caza) o como personas que observaban las prácticas religiosas locales (como el sacrificio de palomas). La ostentación habría sido aquí un factor más o menos en la misma medida que lo era en las representaciones de la juventud o en las de los individuos ricamente adornados. En escasísimas ocasiones se depositaba una réplica del animal sacrificado: el banquete privado de unas mil porciones de carne de vaca (como las que puede proporcionar un solo animal de tamaño adulto) sin duda no era un acto religioso que normalmente tuviera lugar en los lugares en los que encontramos representaciones de ganado vacuno[24].
Las prácticas que hemos descrito pueden haberse orientado hacia el tipo de comunicación religiosa que se había mantenido durante mucho tiempo, con el interés de adquirir, durante mucho tiempo, el tipo de beneficios que podía aportar la comunicación religiosa; esto contrasta con el tipo de comunicación que se llevaba a cabo, por ejemplo, en los complejos de Asclepio, que se visitaban principalmente en los momentos de especial necesidad. (En cualquier caso, incluso en el siglo III a.C., los lugares de Asclepio no abundaban aún en el centro de Italia[25].) ¿Qué expectativas se suscitarían entonces por parte de nuestros actores no indiscutiblemente plausibles? Cualquiera interesado en la exposición de una asociación con un individuo fallecido y por extraer una ventaja continuada del respeto que se le debía, puede haber buscado unas oportunidades frecuentes para la «religión»; alguien que deseara obtener el apoyo de un «dios» podría entonces haber visitado repetidamente un lugar especial, o de alguna manera alimentaba una relación especial. La vocación podría haber sido más fuerte para un individuo cuya conexión con un lugar fuera lo bastante pública; si, por ejemplo, él o ella hubiera sido responsable de la construcción de un edificio en el lugar. En todo el resto de los ejemplos, la cuestión de qué podían esperar las deidades o los difuntos de una devoción continuada probablemente se resumía, simplemente, mediante el olvido: parecido a como ocurre hoy en instancias comparables en las que los devotos tienen únicamente una idea de lo más vaga sobre qué es lo que podrían querer los «otros» en la sombra. La conciencia de que existían esas expectativas aumentaba sin embargo, a medida que los agentes invisibles recibían una forma y un rostro mediante los medios arquitectónicos, mediante ritos o imágenes dignos de mención. Quienes habían establecido una relación más íntima, tal vez a cuenta de enfermedades concretas que los recordaran su necesidad, podrían también sentir de manera más potente las necesidades recíprocas de quienes buscaban ayuda. Esas imágenes personalizadas se hacían cada vez más visibles, no solamente sobre y dentro de los templos, sino también en las calles durante las procesiones, en forma de estatuillas, bustos o literas acarreando símbolos[26].
Votos
El autor cómico Plauto y, después de él, Titinio abordaron el tema de los votos con precisión terminológica en los inicios del siglo II a.C.: un personaje estaría «condenado» a «redimir» un voto (votum) y así estaría obligado a cumplirlo[27]. Este lenguaje era bastante reciente y aparecía por primera vez en inscripciones de los siglos III y II a.C. El aire legalista de los procedimientos y el lenguaje que inspiraba apuntan a que lo que aquí estaba en juego era una ruptura de los vínculos dialécticos apropiados para, respectivamente, los humanos y las deidades, es decir, que era una situación en la que estaban implicadas exigencias sobre el erario público[28]. Esto supone un sistema estatal desarrollado, que aún no existía en el centro de Italia en los siglos VI y V, surgiendo primero en Roma en la segunda mitad del siglo IV a.C.
Una tableta de bronce procedente de Falerii Novi, una nueva fundación establecida después del año 241 a.C., nos da una idea del proceso. La elección de las palabras, en una caligrafía local, pero en la variante regional del latín[29], es importante. El pretor local se cuidó mucho de precisar hasta el último detalle que el acto religioso que había iniciado tenía su origen en una orden que había emitido el Senado local:
Menerva sacru / La.Cotena.La.f. pretod de / zenatuo sententiad vootum / dedet cuando datu rected / cuncaptum.
Consagrado a Minerva. Lars Cotena, hijo de Lars, pretor, pronunció un voto por decisión del Senado. Cuando se pronunció, se formuló correctamente[30].
Así, para tratar con perfecta rectitud esta nueva institución latina, llegó hasta el punto de indicar la longitud de la vocal de su denominación doblándola (vootum).
Una pareja de hermanos, cultos y elocuentes, Marco y Publio Vertuleyo, se dirigieron a la nueva institución en una de las primeras inscripciones privadas que mencionan un votum. Se encontró cerca de Sora y data de alrededor del siglo II a.C. Aquí también ha transcurrido un tiempo desde que el padre, encontrándose en una situación desesperada, asumió la obligación del voto y sus hijos ahora deben velar por su cumplimiento. Lo harán mediante un diezmo en forma de una comida suntuosa para Hércules Maximus, «Hércules el más grande». Al final, los hermanos no pueden resistirse a suplicar que Hércules, que ahora los ha complacido una vez, pueda en el futuro sentenciarlos, aunque una expresión tal vez más apropiada sería «condenarlos», a cumplir un votum:
M(arcus) P(ublius) Vertuleieis / C(ai) f(ilii) quod re sua difeidens asper(a) / afleicta parens timens / heic vovit voto hoc / soluto [d]ecuma facta / poloucta leibereis luben / tes donu(m) danunt / Herculei Maxsume / mereto semol te / orant se voti crebro / condemnes[31].
«Marco y Publio Vertuleyo, hijos de Cayo. Que, desesperado por sus negocios en quiebra, escuálido, temeroso, el padre hizo aquí el voto, los hijos –cuando este voto se cumpla mediante el diezmo apartado y ofrecido como sacrificio– felizmente lo entregan como ofrenda a Hércules especialmente meritorio. Juntos ruegan que los condenes con frecuencia al (cumplimiento de un) voto». Tr. Meyer, Legitimacy, 2004, p. 53.
La muestra de ingenio final nos alerta del tema de cómo la legalización modifica la comunicación religiosa. Mientras que tanto la petición a Hércules como las gracias prometidas se integraban en una comunicación plena y duradera, en el contexto de la institución del votum se convirtieron en acontecimientos discretos en el tiempo. Una vez que la obligación en la que se incurría mediante el voto se había resuelto, el vínculo que unía a ambas partes en una responsabilidad mutua se deshacía.
Parece que, en la propia Roma, hasta la época de la Segunda Guerra Púnica, en el siglo III (218-201 a.C.), habría habido solamente dos circunstancias, o quizás tres, en las que se usarían los vota: en la partida de un comandante a la guerra (vota nuncupare), en la construcción de un templo y en la inauguración de los «grandes juegos» (ludi magni). La historia romana de Livio no aporta ningún relato de vota personales anteriores a la finalización de la Segunda Guerra Púnica. Hasta el año 200 a.C. no parece que se haya suscitado el tema de cómo puede vincularse el cuerpo político con actos regulares de comunicación religiosa mediante los vota, y cómo los vota, en general, pueden desvincularse de las causas (y de los recursos) concretos. Los («grandes») juegos votivos eran acontecimientos que se producían de manera periódica y los gastos se relacionaban directamente con el «voto quinquenal» de un cónsul que los precedía[32]. Las comedias que se mencionan en el inicio de esta sección tratan con situaciones de este tipo.
El votum no era la encarnación de la piedad romana, sino más bien una manera especial de garantizar, mediante la comunicación religiosa, unos recursos sustanciales bajo jurisdicción pública. Este dispositivo se colocó a finales del siglo II a.C., y su fin era tratar cuestiones como: ¿cómo se van a pagar exactamente las cien cabezas de ganado prometidas por un tal Escipión en España[33], pero que tienen que matarse en Roma? El contexto para la institución del votum en Lazio, y tal vez más directamente en Roma, era la centralización en aumento del gobierno estatal. El votum también abordaba las disputas que surgían en tipos más comunes de comunicación religiosa. Creaba sin duda problemas nuevos y podía dar lugar al ridículo, pero rápidamente se hizo popular. Ya bajo la República, el empleo del votum se había formalizado hasta el punto de que, en Rímini, Pupio Salvio pudo asumir que todo el mundo entendería que el acrónimo VSLM que lucía su inscripción[34] quería decir: votum solvit lubens merito («cumplió con placer su voto como merecía el dios»).
2. SACRALIZACIÓN
Clasificaciones
Tierra comprada y señalada en el uhturado de C. Vestinius, hijo de V & Ner.Babrius, hijo de T (en la comunidad X), en el maronado de Vols. Propertius, hijo de Ner. & T. Volsinius hijo de V (en comunidad Y). Yo (la piedra) quedo como sagrada (¿señal?)[35].
Con esta inscripción, compuesta en caligrafía latina pero en el idioma umbro, y fechada en el primer cuarto del siglo I a.C., los susodichos magistrados marcaban la linde entre la tierra que poseía una comunidad y las tierras de la comunidad vecina. Sacre (sacer en latín) indica el estatus de la piedra. Es algo que no puede moverse; es una propiedad pública compartida: y, por esta razón, no se menciona el nombre de ninguno de los propietarios individuales de la tierra. No puede haber duda ninguna de que el término tiene su origen en la esfera de la comunicación religiosa en su sentido más amplio. Al igual que donum, encontramos inscrito sacrum en los objetos de todos los lugares, cada vez más, durante el Imperio. De hecho, los dos términos suelen aparecer juntos. Para quienes eran capaces de clasificar cualquier artículo de propiedad –incluyendo los esclavos– resultaba sencillo designar el terreno neutral como una posesión divina[36], aunque su clasificación legal como tal, formulada por primera vez en los libros de texto del siglo II d.C.[37] era otra cuestión, que equivalía a constreñir a los dioses para que encajaran en un esquema que, incluso los juristas romanos que lo crearon, limitaban a los territorios dentro de las fronteras de lo que era «romano» en el sentido más literal de la palabra: la ciudad y su entorno inmediato latino. ¿Qué podría haber significado, en otro ejemplo, que Júpiter poseyera un santuario en Gubbio?[38].
Lo que esto significaba desde el punto de vista de las leyes de propiedad era entonces, como ahora, una perspectiva entre muchas, por muy iniciada o inculcada que pudiera haber estado desde los tiempos arcaicos (o incluso antes) por el lapis niger del Foro Romano[39] y, en otros lugares, por las advertencias de no traspasar la localización. En realidad, la propiedad de los agentes sobrehumanos, las ofrendas que se depositaban en un sitio, por ejemplo, no siempre se quedaban allí tranquilas. En ocasiones podían volver a circular, por así decirlo, gracias a un ladrón, o podían ser «resignificadas» por un cacique político local[40]. Y, como ya hemos visto, cualquiera que creyera que le correspondía mejorar un complejo lo hacía sin dudar a la hora de invadir los bienes previos. Precisamente esos proyectos de construcción, la intensidad con la que se usaban los sitios, y los objetos que en ellos se depositaban eran lo que impulsaba el proyecto de sacralización, determinando tanto el foco como la extensión de complejos que, en su mayor parte, no se circunscribían mediante piedras liminares o muros, o que adquirieron esos rasgos muy tardíamente.
Estrategias
Todos estos pozos, objetos y estructuras formaban parte de una estrategia que buscaba distinguir la acción definida como comunicación religiosa de la acción que, como no adscribía ninguna relevancia a esos actores especiales, no necesitaba afirmar su relevancia respecto a ellos. En este sentido, los objetos y las prácticas comunicativas eran las que otorgaban una presencia concreta a lo divino en una localización específica[41]. Pero había también prácticas precisas de sacralización. El empleo del incienso, cuyo origen se localiza en el Mediterráneo oriental (y que ya era allí un producto de importación) era una de las maneras preferidas mediante las que se podía satisfacer un deseo de distinción, de destacar socialmente, y también, no menos importante, de búsqueda de la sacralización. El «descubrimiento» del incienso fue un rasgo del periodo Orientalizante, cuando llegaron hasta Italia toda una serie de innovaciones e importaciones derivadas de los contactos de ultramar. Los utensilios necesarios para quemar incienso se copiaron a partir de modelos fenicios y se producían de manera local, principalmente en bronce. Las formas que así llegaron experimentaron un desarrollo posterior en el siglo V y los siglos siguientes, hasta que se generalizó un quemador de incienso simplificado en forma de cuenco[42]. A diferencia de Grecia, la asociación de la quema de incienso con las libaciones –ture et vino– se convirtió en una marca dual que designaba las actividades como sagradas; el pyxis etrusco, redondo, o la acerra romana, rectangular, se convirtieron en accesorios que señalaban a un individuo como el portador temporal de un papel religioso[43]. La forma de jarra con dos asas de la olla o de la urna, nada adecuada para verter, se sustituía con frecuencia por la hydria griega de tres asas; no obstante, la forma antigua más engorrosa persistió mucho tiempo en el culto de Italia central, y la empleaban las vírgenes vestales romanas incluso ya bien entrado el Imperio. Las vestales, que eran enormemente visibles en Roma, también usaron durante mucho tiempo para el banquete las formas arcaicas de los utensilios y las vasijas de almacenamiento[44]. En el contexto de los ritos concretos, su atuendo incluía fibulae de bronce de un tipo que se remonta a una época tan temprana como la cultura de La Tène en Europa Central[45].
Quien así convertía sus acciones en algo especial, a la vez que hablaba con destinatarios especiales y señalaba su importancia ante ellos, al mismo tiempo se dirigía a sí mismo, se garantizaba a sí mismo su propia importancia[46]. Y, como vimos en el capítulo I, ambos lados de una conversación así sin duda se dirigían también a otro público, más amplio, humano. Al inscribir objetos que se destinaban a la comunicación religiosa, ya fuera en los templos o en las tumbas, los primeros usuarios, primero de la caligrafía griega, después de la etrusca y después de la latina, se aprovechaban de una cualidad inherente a las tres escrituras, que consiste en que, como usan tanto las consonantes como las vocales, reproducen el sonido exacto de las palabras. Donantes y objetos fueron así, por lo tanto, capaces de «hablar», pero solamente si podían contar con la cooperación de lectores que respondieran al desafío implícito en los signos fonéticos leyéndolos en voz alta, como era normal en la antigüedad[47]. La famosa inscripción de principios del siglo V d.C. [––] iei steterai Popliosio Valesiosio suodales Mamartei (…como acompañantes de Poplio Valesio, erigimos esto para Marte) procedente de Satricum[48], estaba hecha para ser declamada y debe haber tenido en mente un público así.
Que debía haber un público presente es evidente cuando se abordan otras formas de ritualización. ¿Por qué iban los aristócratas a molestarse en montar carreras de carros o luchas de gladiadores si no hubiera habido un público para verlas? El elemento de sacralización, la referencia a los difuntos o a los dioses, que daba a estos acontecimientos su importancia especial, es un poco más problemático. Los competidores individuales es posible que invocaran por su nombre a deidades en dichas ocasiones, pero la sacralización era más evidente e impresionante si el acontecimiento en su conjunto hacía esa referencia. Los nuevos medios de comunicación religiosos ofrecían diversas soluciones. Una de ellas era la elección de localización. Un acontecimiento podía celebrarse en el Capitolio de Roma, junto al Templo de Júpiter; o se podía construir todo un complejo nuevo para este fin, como Olimpia en el Peloponeso. Otra posibilidad era utilizar estatuas, en cuyo caso debían ser transportadas en procesión desde los templos. Además de los torneos, las pinturas funerarias del siglo VI y tal vez del siglo VII testimonian desfiles y procesiones en las ciudades etruscas; estos figuran, en diversas localizaciones, en el repertorio de motivos diseñados para la representación del prestigio aristocrático. Ya hemos visto los carros de dos ruedas, del tipo que se usaban en las carreras y en las procesiones, figurando en los frisos de terracota de los tejados, su presencia un indicio de que dichos acontecimientos eran comunes en Italia[49]; y pueden verse en Roma en contextos claramente sacralizados desde finales del siglo VI en adelante[50]. Contemplar estos espectáculos, escuchar el clamor de los cascos y las armas, oler el sudor de los caballos y de los contendientes (o del aceite con el que los contendientes se untaban), tal vez incluso correr con ellos: todo esto convertía a meros espectadores en participantes en el ritual[51]. Y provocaba otra transformación, puesto que convertía la actividad aristocrática del «juego» (ludi) en comunicación religiosa, en acción pública. No podía decirse lo mismo de cualquier actividad. La representación aristocrática de una cacería era algo habitual en la Antigüedad y persiste hasta el día de hoy. Dichas cacerías se montaban a enorme escala en la temprana Edad Moderna, y han sido un tema importante en los relatos y las imágenes de todos los periodos, pero apenas fueron sacralizadas hasta que los romanos adquirieron las destrezas organizativas y arquitectónicas necesarias para resituar la caza en el anfiteatro[52].
La ritualización y sacralización de algunas actividades tenía implicaciones que hay que tener en cuenta. En primer lugar, había que designar días concretos del año para estos acontecimientos. También afectaba a los papeles de los actores implicados. Antaño participantes y competidores, ahora los aristócratas tenían que convertirse también en organizadores y promotores. Y las cosas se complicaban aún más cuando había aspectos de una representación que tenían que señalarse como «especiales» para que se pudiera percibir como religiosa: el caballo victorioso en la carrera October equus de Roma era sacrificado y el ganador de la carrera capitolina tenía que beber absenta[53]. Esos excesos tal vez se suprimían cuando un acontecimiento era menos destacado. El baile puede haber sido un elemento habitual, pero solo podemos saberlo de manera indirecta[54]. No solo los niños subían a los columpios en la feriae latinae, las fiestas que atraían a los latinos de las ciudades circundantes a Alba[55]. La ritualización y la sacralización, la caracterización reiterada de una comunicación como «especial», como comunicación religiosa, cambiaba el carácter de lo cotidiano, añadía nuevas formas al espectro de la actividad religiosa y, en muchos sentidos, la hacía más visible, más «pública».
3. RITOS COMPLEJOS
Los grandes ritos requerían una participación nutrida y las partes interesadas acudían en masa a los lugares donde se celebraban para hacer su contribución particular. Incluso aunque los papeles de anfitrión e invitado estaban claramente definidos en cada caso, esos ritos se consideraban como pertenecientes a una ciudad o incluso a una región completa; las ciudades griegas los convirtieron en una completa ocasión diplomática, sin dejar por ello de ser religiosa[56]. En la ciudad de Roma, en continuo crecimiento, el interés aumentaba a la par que aumentaba la población. Los «juegos» empezaron a durar más a partir del siglo II d.C., y se añadieron los «juegos escénicos» (producciones espectaculares). Las ocasiones para celebrar estos juegos también se multiplicaron y se crearon después formas arquitectónicas permanentes para acomodarlos, siguiendo primero el modelo del teatro griego y después modificándolo. Con el tiempo, el teatro y el anfiteatro romanos se convirtieron en un sinónimo de la vida mediterránea y así continuó siendo hasta la Antigüedad Tardía.
Pero esto nos aleja del relato histórico. Las huellas que los ritos han dejado son difíciles de leer. Hasta finales del siglo I d.C. no tenemos una detallada descripción, que nos proporciona Dioniso de Halicarnaso, un griego procedente de Asia Menor, de una procesión de circo, con sus participantes y los dioses caminando hacia el circus (el equivalente romano del hipódromo griego) donde tendrían lugar las carreras[57]. En Italia solamente tenemos las tabulae Iguvinae, las Tablas Eugubinas, unas tablillas de bronce procedentes de Gubbio, cerca de Perugia, inscritas en el siglo II y a principios del siglo I, para hacernos una idea de lo lujosas que podían ser las procesiones rituales en las ciudades más pequeñas. Nos dicen que un ritual, tal vez interpretado para proteger el asentamiento, no podía celebrarse a no ser que dos individuos, trabajando en colaboración, hubieran ambos observado auspicios favorables. Después venía la inspección de las tres puertas, con sacrificios animales a diversas deidades tanto delante como detrás de cada puerta, más una ofrenda adicional. El sacerdote que dirigía, que se distinguía por llevar un báculo, sacrificaba otros tres animales en los santuarios de Júpiter y Coredius, recitando en cada ocasión unas largas plegarias[58]. El uso de la escritura había posibilitado, evidentemente, que los ritos se hicieran más complejos[59].
En Roma también los terratenientes, magistrados y mandos militares celebraban procesiones comparables bajo la forma de circuitos en torno a una localidad. Estas podían implicar a toda la ciudad, a un grupo concreto de personas, a los ciudadanos con voto o a una unidad militar. De esta manera, añadían un elemento de comunicación religiosa a la identidad de grupos o localidades constituidas política, militarmente o sobre la base de la propiedad. No sabemos cuándo empezó esta práctica. Como rito estable puede que no se remonte más allá del siglo III, habiendo derivado de un rito de confirmación de la ciudadanía[60]. Un grupo de tres animales –una oveja, un cerdo y un toro (los suovetaurilia)– acompañaban la procesión, indicando el estatus ritual de los actores implicados y convirtiendo el rito en algo reconocible como tal cuando ocurría. La intención sin duda era desambiguar un grupo o un lugar y su correspondiente relación de propiedad[61]. El texto eugubino deja esto muy claro con respecto al papel que jugaba la gente de la ciudad en otro ritual. En este caso, las pruebas proceden de las palabras de una oración que se usaba en el rito rural agrum lustrare, descrito en la primera mitad del siglo II d.C. por Catón el Viejo en su manual de agricultura. Conscientes de todos los peligros que amenazaban con echar a perder la cosecha, desde la enfermedad hasta la guerra, los actores de este rito buscaban contactar con otro mundo que les resultaba más difícil de comprender. Tratando de definir ese mundo como fundamentalmente benévolo, estos gestores de una granja centraban su estrategia de gestión de daños en sus propias fechorías, que eran predominantemente de naturaleza ritual y por lo tanto redimibles únicamente mediante la repetición ritual. Era pues fundamental definir con precisión ambos lados de la relación, lo que requería una especificación exacta del grupo de actores religiosos implicados y de los miembros relevantes de la otra esfera, esto último mediante el uso de los nombres específicos de los dioses.
En caso de que la catástrofe ya hubiera ocurrido (como una derrota militar), o después de un ejemplo de buena suerte generalizada (una victoria de las fuerzas de la propia ciudad) a quienes esto afectaba en Roma seguían una estrategia diametralmente diferente. La «petición a los dioses», la supplicatio, ahora exigía una movilización lo más amplia posible de los participantes, incluyendo mujeres y dependientes. Durante todo un día (y cada vez durante más tiempo: en el siglo I d.C. llegó a durar en una ocasión hasta 50 días) en todos los templos, que se quedaban abiertos para la ocasión, se suplicaba o se daban las gracias a los dioses[62]. La resonancia, en el sentido de la conectividad entre los suplicantes y los otros no indudablemente presentes, bien se celebraba como algo que se había reforzado o bien se lamentaba su ausencia en un sentido general y no específico. Las distinciones competitivas, de base arquitectónica o teológica, ya no jugaban un papel. Así la sacralización floreció, se hizo total; y, al expandirse, llegó a tipificar lo que a mediados del siglo I d.C. sería un régimen progresivamente absolutista, que buscaba controlar incluso la comunicación religiosa.
Calendarios
Nuestro análisis de la sacralización de los espacios nos ha llevado a examinar amplios lapsos de tiempo. Ha sido así no solamente por la disponibilidad limitada de las fuentes, sino también por el hecho de que probablemente habría detalles que diferían en cada interpretación individual de un rito y muchos de estos cambios –aunque en el momento habitualmente serían perceptibles solo a un nivel microscópico– solamente se notaban a largo plazo. Por otra parte, los cambios en la implicación de la gente con la sacralización del tiempo, en otras palabras, con el calendario, han sido con frecuencia revolucionarios y, como poco, objeto de un encendido debate. Aquí tenemos que fijarnos especialmente en Roma, puesto que el calendario romano jugó un papel decisivo en la historia de las prácticas religiosas, especialmente en términos de la sacralización, que constituye el núcleo de este capítulo.
Que prácticamente consideremos los fasti romanos como un hecho de la naturaleza tiene únicamente que ver con la circunstancia de que muchos calendarios modernos son descendientes directos del formato que estableció Roma. (he contado esta historia por completo en otro lugar[63]). En resumen, a finales del siglo IV, las fases de la luna habían dejado de ser las unidades centrales para la medición del tiempo y fueron sustituidas por meses de longitud similar, con ajustes hasta culminar en el mecanismo de intercalado que hoy existe. Roma así se apartaba de todos los sistemas que se usaban tanto en los mundos italianos como griegos, donde se entendía que el curso de los meses, desde la luna nueva hasta la luna llena, reflejaban fracciones esenciales del año solar y las fases de la luna se observaban de manera acorde; el sol y la luna eran quienes marcaban el curso ordenado del tiempo y proporcionaban el marco para adscribir determinadas cualidades a días determinados y así sacralizarlos[64]. Como una medida técnica, los gobernantes locales insertaban meses intercalares de tanto en tanto, por motivos astronómicos y, por lo tanto, climáticos; aunque a menudo lo hacían porque parecía políticamente oportuno alargar el año[65]. La intención de Roma era alterar esta situación.
Ya fuera como causa o como consecuencia de la renuncia a los meses lunares empíricos, la forma escrita del calendario cambió a un formato que representaba todos los días del año en columnas mensuales. Esta iniciativa claramente sobrepasaba la que se había emprendido, por ejemplo, en la tabula capuana a principios del siglo V a.C., donde los deberes rituales, probablemente de un sacerdocio, habían sido apuntados en una lista de los días afectados[66]. Mientras que el nuevo y conveniente formato hacía que el calendario fuera más sencillo de usar en las esferas económica, legal y política, al mismo tiempo dejaba claro hasta qué punto, en analogía con la propiedad sagrada de la tierra (espacio), el tiempo también había sido sacralizado. No hay duda de que este proyecto formaba parte de un proceso político en el que los diversos estratos de la sociedad, especialmente las elites patricias y plebeyas, se fundían en una única elite política unificada y se veían obligada a prestar su atención a los compromisos religiosos de unos y otros[67]. En la época que denominamos la República, la afirmación de los «patricios» de que solamente ellos poseían la competencia requerida para comunicarse con los dioses, era cada vez más discutida[68]. No por nada la nueva representación gráfica basaba su nombre en los días cuyo uso estaba no limitado por la religión, los dies fasti. Los principales modelos históricos usados por los romanos eran los calendarios procedentes de Ática, que listaban todos los días en los que había obligaciones financieras suscitadas por los compromisos culturales, junto con los nombres de los benefactores[69]. Quienes estaban activamente concernidos por el proyecto romano, entre los cuales las fuentes nombran concretamente al censor y pontífice Apio Claudio (que posteriormente adquirió el apellido «el Ciego»)[70] y quien probablemente era su escriba pontificio, Cneo Flavio, consideraban el calendario como un instrumento municipal destinado a definir los límites de una religión «pública» que fuera relevante para todos. Sus intentos incorporaron numerosos errores que tuvieron que resolverse mediante la llamada lex Hortensia del año 287 a.C.
Tal vez disponible públicamente en una única copia, el texto del calendario no resultaba útil para que los individuos se organizaran sus prácticas religiosas. Incluso cuando en el Imperio ya había ediciones privadas del calendario ampliamente disponibles, no parece que sus indicaciones de las fiestas reservadas para los dioses (feriae) y los días de fundación de templo fueran de uso común para que los individuos adjudicaran tiempo para sus propias actividades religiosas[71]. Los ritos complejos y la sacralización del tiempo más allá de los ritmos semanales y mensuales que revela el calendario, refleja la complejidad en aumento de la vida en la ciudad de Roma. Para quienes estaban por debajo del nivel aristocrático, la intrincada serie de días especiales representaba oportunidades para el entretenimiento y para la ocasional autoidentificación, más que un esquema para la actividad religiosa personal.
4. HISTORIAS E IMÁGENES
La comunicación con el reino de quienes me he referido como «actores no indudablemente plausibles», pero a quienes los itálicos de la época habrían sido capaces de dirigirse con sus nombres individuales –tanto como nosotros nos dirigiríamos a los dioses o a los difuntos por su nombre, distinguiéndolos perfectamente unos de otros– no se limitaba normalmente a las palabras. El significado de las palabras se reforzaba con movimientos corporales, gestos o representaciones de los cuerpos de los actores vivos. Dichas palabras y acciones estaban imbricadas en relatos acerca de los destinatarios. Las historias se relacionaban con los propios relatores, con sus hijos, sus vecinos y algunos otros, pero también se ocupaban de los actores especiales, ya fueran estos dioses o ancestros fallecidos. Puede que incluyeran recordatorios de las vidas de los difuntos; experiencias de los vivos, como sueños que incluyeran a quienes hacía tiempo que murieron; o simplemente historias sobre actores similares: ya fuera remontándonos a las experiencias religiosas auténticas o a meras ficciones. Incluso cuando se ocupaban del pasado, esas narraciones ofrecían guías importantes para el presente y el futuro, con independencia de si explicaban, trazaban límites o enseñaban cómo debe comportarse uno y cómo no debe comportarse[72].
Que contar historias fuera (¡y sigue siendo!) importante en todas partes no quiere decir que fuera igualmente importante en todas partes, o que fuera importante en todas partes en los mismos sectores sociales o, por supuesto, que una historia concreta fuera igual en todas partes. No tenemos textos, excepto los procedentes del antiguo Oriente y de la Magna Grecia, que se remonten más allá del siglo III a.C. Lo que sí tenemos son imágenes que parecen relacionadas con historias o que están calculadas para contar un relato. Habitualmente representan escenas que solo pueden entenderse como una acción dentro de una serie completa de acciones. En una época tan temprana como los siglos VII y VI, los consumidores del norte de Etruria y Lombardía, que eran ricos en términos de poder de intercambio más que en poder adquisitivo (pues aún no había una economía monetaria con la que ser rico en efectivo), estaban ya encargando grandes vasijas de bronce que describían no solamente escenas de caza y batalla, sino también paisajes y banquetes. Estos objetos fuera de lo ordinario estaban destinados a alardear, no solamente porque representaban las cualidades y virtudes humanas relacionadas con las actividades descritas[73] y, por lo tanto, definían a quienes contemplaban esos objetos bien como iguales o como inferiores. Esas vasijas probablemente se exhibían en el contexto de los banquetes y, siglos más tarde, en Roma y en un contexto así. Los cuentistas, ya fueran jóvenes o profesionales, representaban historias en verso y entonaban loas a los ancestros[74].
Mientras que las narraciones en prosa de las abuelas o de los compañeros de caza estaban sujetas a una revisión constante, es probable que bajo la forma rítmica de la poesía la formulación de una historia adquiriera estabilidad. La poesía es adecuada para la repetición. Las imágenes, por otro lado, eran piezas únicas. Pero también tendían a la estabilidad, al menos en los detalles concretos, y, tanto en estos como en su composición general, invitaban a la imitación. Ya hemos observado esto en el caso de los frisos narrativos y de los grupos en los tejados en los templos. Un proceso semejante estaba ocurriendo en las pinturas funerarias etruscas y más tarde fue adoptado también en Roma, como muy tarde en la época de los Escipiones en el siglo III. Hay que tomar en cuenta las cámaras funerarias etruscas si queremos entender este último desarrollo romano.
Los arquitectos o promotores de las tumbas que acabamos de mencionar creaban espacios en los que los difuntos estaban presentes: en tanto estatuas de piedra o de barro, bajo la forma –difícilmente recuperable por la arqueología– de cabezas de madera, tal vez colocadas sobre postes, o textiles, o bajo la forma de urnas que incorporaban elementos de la figura humana[75]. Las formas plásticas podían cambiar según los cambios en las modas y, también seguramente, a medida que cambiaban los conceptos sobre los parámetros existenciales precisos de los difuntos; o podían permanecen inalteradas por esas influencias. En cualquier caso, las ideas relevantes fueron entusiastamente adoptadas en toda la región del Mediterráneo[76]. En último análisis, ya fuera la ontología coherente o no, era inmaterial; lo que importaba era que, en estos espacios, era posible interactuar con los ancestros difuntos[77], o representar esa interacción y, por lo tanto, demostrar a otros que un vínculo duradero seguía teniendo efecto[78]. En el proceso, las figuras representadas se asociaron con prototipos, se formaron tradiciones efímeras en una búsqueda de la inteligibilidad y la aceptación y después se disolvieron, ya fuera en un retorno a las formas pasadas o en prosecución de algo nuevo.
Las historias pueden cumplir la misma función que las imágenes; pueden producir relatos coherentes, aunque no puedan responder a todas las preguntas. El abuelo se me apareció en un sueño, pero cuando desperté ya no estaba: ¿Qué se puede discutir ahí? Más importante, no obstante, es la capacidad de registrar que fue mi abuelo quien, en vida, hace tiempo, expulsó al enemigo; y que sigue siendo mi abuelo. Mientras que la narración progresa de manera coherente a través de un tiempo consecutivo, una imagen permite dar a una sucesión de escenas una sincronicidad que renuncia a los marcadores temporales sin afirmar positivamente que estén totalmente ausentes. Con frecuencia, juegos, banquetes y procesiones no se señalan como pertenecientes a una u otra esfera temporal, incluso cuando aumenta el repertorio disponible de dichos marcadores temporales. La costumbre de poner comida ante los muertos iba decayendo progresivamente, ya desde principios del siglo VI[79]. Cada vez se entendía más que el viaje al inframundo era final e irreversible; los pintores interponían entre ambos reinos seres alados designados como no humanos. En el siglo V en especial, se adoptaron los motivos griegos, especialmente áticos, que describían escenas de despedida en un arco que simbolizaba el paso de la vida a la muerte[80]. La secuencia de imágenes, en su escenario localmente definido, revela una concepción no muy clara de un después, o incluso de una clara dirección de progreso hacia un destino así[81]. Para muchos, no obstante, la idea de un viaje hacia los ancestros de cada uno era muy importante[82]. El énfasis en el linaje genealógico era de hecho un fenómeno tan importante y extendido que, como muy tarde en el siglo VI, condujo a una remodelación del sistema de los nombres personales, con la introducción del gentilicio o el nombre de familia[83]. El diseño de las tumbas posteriormente dio nuevas formas y posibilidades de expresión a esta preocupación. Mediante el medio pictórico era incluso posible referirse a ancestros enterrados en otro lugar[84], y el uso de una tumba a lo largo de sucesivas generaciones[85] reforzaría su función como escenario para la apropiación del estatus y del respeto debido a los ancestros. En este momento de la historia no había otro lugar donde el vínculo familiar cognaticio amplio, es decir un vínculo definido por una ascendencia común (o que se entiende que se define así) podía ser expresado tan eficazmente[86]. Ese proceso fue también adoptado posteriormente en Roma.
El motivo de un ancestro al que se le dedicaban honores magistrales iba más allá de una mera referencia al rango que el ancestro había alcanzado: justificaba además ese rango mediante la expresión de su representación pública[87]. Algunas familias en el siglo IV fueron un paso más allá, usando sus tumbas para contar historias más precisas de servicios concretos, habitualmente guerreros. Probablemente esos modelos sirvieron de referencia a los miembros de una rama de los Cornelii romanos, los Escipiones, para decorar su tumba[88]. Los dueños de la Tumba François en Vulci se tomaron muchas molestias para un proyecto así a finales del siglo IV, rellenando las paredes de la tumba con un registro superior e inferior de pinturas que describían tanto relatos míticos griegos como relatos históricos etruscos (ilustración 18)[89]. Este programa de ilustración rompía con la orientación parroquial típica de las ciudades-Estado de la Italia central, que se reflejaba en las pinturas de tumba que se concentraban por completo en la propia familia del cliente. Puede ser un reflejo de una confrontación social y política en aumento entre las ciudades etruscas, así como entre ellas y Roma. Los griegos, cuyo mundo en expansión constante abrazaba casi todo el Mediterráneo, habían liberado a los mitos de su contexto local, convirtiéndolos en un medio de comunicación prácticamente internacional. Los mitos griegos se convirtieron en temas esencialmente universales porque los alfareros describían los más populares en las piezas que producían para la exportación[90]. Estas narraciones proporcionaban una plantilla topográfica y cronológica que abarcaba el ancho mundo y sobre la cual se podían incorporar las historias anteriores de los socios comerciales de los griegos y las de sus enemigos. Las iconografías privadas, e incluso las narrativas mitológicas de producción individual, que se encuentran en las traseras de metal pulido de los espejos etruscos, con sus referencias a menudo muy específicas, apenas aguantan la comparación. Los logros familiares y las hazañas de los ancestros de un individuo eran importantes en la lucha por la distinción y por la posición social en una ciudad italiana, y tenían que ser representados de manera acorde. Descender de los dioses, como se relata regularmente en los mitos griegos era –aún– una moneda de excesivo valor para este fin.
18. Pintura mural procedente de la Tumba François en Vulci (Lazio): Aquiles degolla a los prisioneros troyanos en venganza por la muerte de Patroclo, ca. 320-310 a.C. Florencia, Soprintendenza per i Beni Archeologici della Toscana. Dibujo de Augusto Guido Gatti, 1031. akg-images/Rabatti-Domingie.
[1] Sobre la importancia central de la música en los rituales véase Michaels, 2010, pp. 20-21; Howes, 2011, p. 95.
[2] Véase Lacam, 2011 para las Tablas Eugubinas. Sobre el problema de las fuentes, Naerebout, 2015; los pasos de baile es posible que nunca se describieran porque, aunque ocurrían con frecuencia, entraban en conflicto con los valores que se quería representar.
[3] Romualdi, 1990, concentrándose especialmente en las zonas rurales del norte de Etruria (catálogo: pp. 632-649).
[4] Ibid., p. 626.
[5] De un modo general, pero con hipótesis inaceptables, Torelli, 1984 (valoración crítica: Ampolo, 1988); Comella, 2004, p. 332.
[6] Steingräber, 1980, pp. 224-226; aquí también para lo que sigue. Agradezco a Marlis Arnhold que me indicara la posibilidad de las representaciones con báculos y túnicas.
[7] Hofter, 2010, p. 70. Cabezas modeladas a mano y retratos: pp. 72-73.
[8] Steingräber ,1980, p. 234. Sobre visibilidad e invisibilidad, Bagnasco Gianni, 2005.
[9] Sobre este punto, Söderlind, 2005, p. 362; Comella, 2004, p. 337, y véase también p. 333 sobre la representación de las cabezas cubiertas en las estatuas de la región latina.
[10] Sobre el concepto de sacralización en lugar del concepto de «santuario», véase Rüpke, 2013m.
[11] Brevemente, sobre el contraste, Steingräber, 1980, p. 251; sobre los relieves griegos de barro hasta finales del siglo V a.C., Comella, 2002. La situación es diferente dentro del ámbito del culto a Asclepio.
[12] Para ejemplo extremos véase Recke y Wamser-Krasznai, 2008, pp. 67-9; Charlier 2000.
[13] Recke y Wamser-Krasznai 2008, cat. n.o 25.
[14] CIL (Corpus Inscriptionum Latinarum), 12,4 = ILS (Inscriptiones Latinae Selectae), 8743 = ILLRP (Inscriptiones Latinae Liberae Rei Publicae), 2; y, más recientemente, A E, 1992, p. 75; 1994, p. 102, y 1995, p. 89: Iovesat deivos qoi med mitat nei ted endo cosmis uirco sied / asted noisi ope toitesiai pakari vois / Duenos med decet en manom einom dzenoine med malo statod (citado a partir de Clauss/Slaby).
[15] Véase Ingrid E. Edlund-Berry, ThesCRA 1 (2004), p. 372.
[16] Como lo demuestra ibid., p. 375.
[17] ILLRP, 143 = A E, 1922, p. 97: brat datas (Lat. parata data, probablemente relacionada con el donante, no con la deidad).
[18] ILLRP, 101 = CIL, 14.2863 = ILS, 3684.
[19] Edlund-Berry, 2004, p. 369, n.o 343: procedente de Satricum con forma de reloj de arena.
[20] Véase Nonnis, 2003.
[21] Véase Comella, 2005d; para una visión general, de Hemmer Gudme, 2012.
[22] Sobre el cuenco (omphalos) véase Boardman, Mannack, y Wagner, 2004, p. 305.
[23] Un panorama general en Edlund-Berry, 2004, pp. 369-370.
[24] Sobre los problemas de verificación en relación con el método véase p.e., Van Andringa y Lepetz, 2003. Cfr. sobre todo Söderlind, 2004, que subraya la coincidencia frecuente de las representaciones de animales y humanos en Italia central.
[25] Bodel, 2009, p. 18; Rüpke, 2009a, p. 36.
[26] Madigan, 2013, Estienne, 2014.
[27] Plauto, Rudens 60; Titinius, Comicorum Romanorum Fragmenta 153.
[28] Scheid, 1981 ha descrito magistralmente el desarrollo de la situación que se produjo en Roma.
[29] Adams, 2007, pp. 101-107.
[30] ILLRP, 238 = ILS, 3124 = A E, 1998, p. 506 (trad. Rüpke). Hay un debate sobre si la segunda «emisión» se refiere a la formulación del voto o indica su realización (y por lo tanto sea una forma abreviada de donom dedit; véase Wachter, 1987, pp. 450-452). Sin embargo, la formulación correcta es necesaria únicamente para la base contractual previa; el cumplimiento habla por sí mismo.
[31] ILLRP, 136 = CIL, 10,5708 = ILS, 3411.
[32] Livio, 31.9.9-10.
[33] Livio, 28.38.8.
[34] ILLRP, 241.
[35] CIL, 11.5389; traducción basada en Langslow, 2012, p. 304. Para los ritos posteriores que definían las fronteras en Venecia, cfr. Gambacurta, 2005.
[36] Véase Rüpke, 2006a.
[37] Gayo, Institutiones, 2.3-9.
[38] Cf. Lacam, 2010a, p. 215.
[39] Coarelli, 1977.
[40] Aberson, 2009.
[41] Para un panorama general véase Belayche y Pirenne-Delforge, 2015; Elsner, 2012a, p. 15, sobre la proporcionalidad teológica de la cultura material.
[42] Bubenheimer-Erhart, 2004, 58.
[43] Krauskopf, 2009, p. 506; también aquí sobre las «urnas».
[44] Argento, Cherubini y Gusberti, 2010, p. 83. En el caso de las formas particulares, esto no excluye el proceso inverso mediante el cual las formas empleadas en un contexto sacral pueden ser adoptadas para uso doméstico (véase p. 84).
[45] Ibid., p. 92.
[46] Véase Rüpke, 2016c, pp. 110-114.
[47] Stähli, 2014, pp. 135-136 (para Grecia).
[48] Véase Stibbe y Colonna, 1980, Versnel, 1982, Prosdocimi, 1994.
[49] Un informe completo en Winter, 2010, p. 128, y Lubtchansky, 2010, p. 166.
[50] Coarelli, 2005; Rüpke, 2012f, p. 19, con referencia a la Tomba delle Bighe (Tarquinia) y a la Tomba della Scimmia (Chiusi), así como a las ánforas procedentes del Ponti di Micali (Bruni, 2004, n.o 29).
[51] Huet, 2015.
[52] Para una visión general véase Toner, 2014. Para un tratamiento comparativo de la caza y de la caza de venado en particular, Sykes et al., 2014.
[53] Rüpke, 2009b; para la absenta, Plinio, HN 27.45 (véase Malavolta, 1996, p. 261).
[54] Wheeler, 1982, Lonsdale, 1993, Connelly, 2011, Naerebout, 2015 (sobre la arqueología).
[55] Festus, p. 212.15-214.3 Lindsay; véase también Pasqualini, 1996, pp. 225-226; Kyle, 1998, pp. 36-37.
[56] Para un relato completo véase Rutherford, 2007, 2013.
[57] Dion. H. 7.72.
[58] Tabulae Iguvinvae Ia.1-Ib.7, en más detalle en V Ia, 1-V Ib, 46. Texto y comentario, con traducción latina: Devoto, 1940; con traducción inglesa, Poultney, 1959.
[59] Véase Lacam, 2010b, p. 229, quien, no obstante, pone más énfasis en la minuciosidad ritual y el control público.
[60] Livio, 40.6.5 habla de lustratio y del despliegue de una unidad militar como mos, proyectándolo así en tanto costumbre hacia el pasado (p.e., 3.22.4); ya en 1.44, la ciudadanía en asamblea se constituye de esta forma. Habla primero de lustrare urbem en los libros conservados después del año 218 a.C. (21.62.7), y dos veces previamente sobre la lustratio del Capitolio después de los prodigios. Bibliografía antigua: Bouché-Leclercq, 1904, Boehm, 1927, Ogilvie, 1961, Scholz, 1970, Gagé, 1977. Véase ahora Scheid, 2016b para una crítica de la interpretación de lustratio como purificación.
[61] Véase p.e., Baudy, 1998. Los Suovetaurilia se documentan antes en Satricum: Bouma, 1996, pp. 1, 443.
[62] Para un resumen conciso de estos acontecimientos véase Rüpke, 1990a, pp. 216-217; estudios importantes: Halkin, 1953, Freyburger, 1988, Linke, 2003, Naiden, 2006, Février, 2009.
[63] Rüpke, 2006f; para un análisis detallado del tiempo romano véase Rüpke, 2011d.
[64] Véase p.e., de Grummond, 2009.
[65] Véase Pritchett, 1968, Pritchett, 2001.
[66] Sobre la tabula Capuana véase Stoltenberg, 1952, Cristofani, 1995, Rüpke, 1999b.
[67] Sobre el calendario como un elemento temprano del proceso de racionalización romano véase Rüpke, 2012f, pp. 94-110.
[68] Véase Rüpke, 2016c, pp. 26-41.
[69] Sobre los llamados calendarios sacrificiales (que no documentan todos los días del año) véase Jameson, 1965, Dow, 1968, Scullion, 1998, Pritchett, 1999, Pritchett, 2001, Gawlinski, 2007.
[70] Fasti Sacerdotum = FS (= Rüpke, 2008a), n.o 1172; Flavio: n.o 1657.
[71] Herz, 1975.
[72] Para estudios generales de las narraciones históricas véase Rüsen, 1996, Straub, 2001.
[73] Wamers et al., 2011, pp. 58-66, sobre las situlae.
[74] Rüpke, 2001a.
[75] Véase Agelidis, 2010; Steingräber, 2002, sobre las cabezas de madera pp. 129-130.
[76] Steingräber, 1990a.
[77] Véase Torelli, 1997, p. 143: locus medius.
[78] Para una visión general véase Chapman, 2013.
[79] Batino, 1998, p. 25.
[80] Prayon, 2004a, p. 54, sobre la tumba de los Volumni en Perugia y, en general, p. 57; aquí también para para las figuras de asistentes no humanos.
[81] Cfr. el problemático intento de Steiner, 2004, p. pp. 305-309.
[82] Prayon, 2004a.
[83] Maggiani, 2000, pp. 264-266; véase también Prayon, 2004a, p. 66, con más bibliografía en el n.o 80.
[84] P.e., en la Tomba degli Scudi (Prayon, 2004a, p. 50).
[85] P.e., la Tomba degli Anina en Tarquinia o la Tomba degli Hescanas en Orvieto (Prayon, 2004a, pp. 65 y 48).
[86] Véase Steuernagel, 1998, p. 170.
[87] Cfr. Prayon, 2004a, p. 51, sobre la Tomba del Tifone en Tarquinia.
[88] Para una descripción completa véase Coarelli, 1972.
[89] Coarelli, 1983. Pero sobre la interpretación véase Musti, 2005, que señala que no hay un paralelismo entre los griegos-troyanos y los etruscos-romanos (sobre el problema de las narraciones incipientes de los orígenes troyanos de los romanos, véase Erskine, 2001 y Battistoni, 2010). Steingräber, 1990b, p. 78, vincula los cambios en las pinturas funerarias con el surgimiento de un estrato social de équites por debajo de la elite política.
[90] Véase Vollkommer, 1990.