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Оглавление2. Las revoluciones en los medios de comunicación religiosa en la Italia de la Edad de Hierro. Entre los siglos IX y VI a.C.
1. LO ESPECIAL
En el inicio fue la casa. Y la casa estaba habitada: no por un dios, sino por personas; y no por muchas personas. En el centro de Italia, al inicio del primer milenio a.C., la casa o, mejor dicho, la cabaña que podemos vislumbrar a través de la lente de aumento de la investigación arqueológica es pequeña. Las casas comunales más antiguas, que podían albergar a docenas de personas, han pasado de moda.
¿Qué es religión en esta casa? Enfocamos mejor, pero aún no vemos religión. Ni altar doméstico, ni estatuillas, ni pozo sacrificial. Una mujer entra en nuestro campo de visión. Tiene unos veintipicos años, por lo que no le queda mucha vida que vivir. Probablemente muera al dar a luz. Para nosotros no tiene nombre; por supuesto, tiene un nombre, pero no lo conocemos. Sin escritura, la historia queda sin nombres, y seguiremos así en esta región durante unos doscientos años más. Pero, a medida que hablamos de la mujer, esta empieza a adoptar una forma, sentimientos, acciones, una voluntad propia; así que, ¿por qué no darle un nombre, uno que bien pudiera haber llevado aquí en las colinas de la costa occidental del centro de Italia? Llamémosla Rhea.
No vamos a preguntarle a Rhea sobre la religión, sino más bien sobre lo que la maravilla, lo que va más allá, lo que transciende su vida cotidiana, lo que siente como «especial». Probablemente empiece hablando del telar. Es donde se fabrica la ropa de abrigo y de adorno a partir de la lana de las ovejas. Los saberes se transmiten de generación en generación, pero los patrones que surgen son siempre nuevos, varían de una aldea a otra, a menudo de una familia a otra y son siempre el producto de la inventiva individual. Es alta tecnología de la cabaña, y es especial[1]. Rhea señalará probablemente también a la vajilla: unos pocos recipientes de madera, pero sobre todo de cerámica. La cerámica fabricada por especialistas no estará disponible para su adquisición en el mercado hasta el siglo VII a.C., una división del trabajo que resultará crucial. Como en el caso del telar, el riesgo técnico es considerable. De la misma forma que puede desgarrarse una prenda cuando está tensa en el telar, así las paredes de una olla pueden ser demasiado finas, o la temperatura de cocción demasiado baja, o el tiempo de cocción demasiado prolongado. Las impurezas de la arcilla pueden dañar no solamente el aspecto externo del recipiente, sino también afectar a su solidez, y los defectos en el horneado pueden reducir su atractivo estético.
El riesgo acecha en esos recipientes, sin embargo perfectos, y en la ruta que emprenden los alimentos hasta acabar en ellos. Este es probablemente el tercer ámbito al que Rhea se referiría. ¡Cuántas cosas pueden salir mal! Los cuadrúpedos que pastan y las aves picoteando pueden frustrar la germinación; la lluvia y el viento, el frío, la sequía y el calor pueden dañar a toda una variedad de cultivos, reduciendo la cosecha de manera dramática, amenazando la subsistencia. La necesidad de apartar una parte importante de la cosecha de este año para que sea la semilla del alimento del año que viene no deja mucho margen de error en el caso de los cereales como la escanda. Lo mismo se puede decir de los muchos cultivos de huerta. Si hablamos de la cría de animales, la trashumancia (la transferencia entre los pastos de invierno y los de verano) puede complicarse y suponer pérdidas; y puede que retenga al compañero de Rhea lejos de la cabaña durante semanas seguidas. La vida está siempre amenazada, pero no sienta bien regodearse en esos pensamientos.
Cuando Rhea vuelva a mirar a su alrededor, puede que se detenga en el espacio mismo, en la arquitectura, en la cabaña. Este tipo de morada, que ofrece espacio únicamente para una familia nuclear bastante pequeña y sus posesiones, no solo es una alternativa pragmática a la vida en una casa comunal, en una estructura tipo tienda de campaña o en una cueva (un modo de vida muy extendido allí donde la roca volcánica, que se trabaja con facilidad, hace posible ese tipo de morada, o más bien esa negación de su forma arquitectónica). Las muchas descripciones de las que hablaré a continuación apuntan a que la cabaña también tiene un potente sentido emocional para Rhea, representando tanto el refugio más sólido de su incierta vida como, al mismo tiempo, un milagro tecnológico que ha convertido el ensamblaje sistemático de componentes frágiles en un conjunto estable, aunque aún precario.
¿A quién debería Rhea agradecerle todo esto? Es posible que no entendiera la pregunta. Ella ha visto cómo se ha construido la cabaña, cómo se ha reparado una y otra vez; sabe qué tareas deben hacer en el campo, ella y el resto, es consciente de las dificultades que implica tejer, hacer cerámica y cocinar, transformar lo incomible e inservible en comestible y útil. Pero también podría decirnos que hay vecinos que piensan que el éxito no depende únicamente de sus propios esfuerzos, que hay otros seres, que tienen nombres pero que no pueden ser vistos, cuya ayuda o, al menos, cuya buena voluntad, es importante o incluso vital. Muchos de estos vecinos incluso se toman la molestia de separar una parte de su cosecha, de la misma forma que hacen con las semillas, para estos ayudantes y auxiliares invisibles, y llevan esos regalos a lugares especiales donde aunque no se pueda aún ver a esos «otros» (o eso dicen la mayoría de quienes se ocupan de esas cosas) al menos pueden ser contactados y apelados: en las cuevas o en los manantiales hediondos en los márgenes del asentamiento. Las palabras de Rhea no nos dicen demasiado acerca de lo que ella piensa de todo esto; pero podemos imaginar que, si los tiempos llegaran a ser verdaderamente duros, es posible que decidiera preguntar a quienes tienen más experiencia por los nombres y por las acciones que debe efectuar.
La religión en la primera Edad del Hierro: reflexiones metodológicas
La historia de Rhea nos da acceso a una época en la que las fuentes están muy escasamente distribuidas, esparcidas y, sobre todo, no están recopiladas en relatos escritos contemporáneos. Mi relato ha sido, por supuesto, una ficción. Es mi interpretación de las evidencias arqueológicas, mi intento de desarrollar un modelo para una religión que encarne la acción según las circunstancias, que sea optativa por naturaleza y, por encima de todo –y este es el factor principal que la hace tan aprehensible–, represente una forma particular e intensa de comunicación. La historia nos presenta el «asombro» de Rhea y, sin duda, las prácticas religiosas tienen la capacidad de suscitar asombro. Nuestra primera tarea, sin embargo, es descubrir estas prácticas religiosas.
La situación en la última parte de la Edad del Bronce, aproximadamente en los siglos XII y XI a.C. en el Mediterráneo occidental, difiere muy poco del escenario que podríamos reconstruir para la Grecia posmicénica: ambas son culturas sin imágenes de dioses, sin templos ni sacerdocio. En ausencia de la escritura y de los relatos contemporáneos procedentes de las culturas alfabetizadas de Oriente, cualquier reconstrucción depende por completo de las fuentes arqueológicas. Las pruebas que estas aportan son, no obstante, bastante limitadas. Podemos percibir una actividad religiosa intensificada o más institucionalizada en prácticas que difieren del comer habitual, en depósitos que difieren de la manera habitual de depositar los restos y en las señales de que había lugares a los que se les daba un uso que no encaja con los patrones del asentamiento cotidiano. Pero, ¿qué hay en esos rasgos que los haga religiosos? ¿Qué podemos defender que sea seriamente comparable con algo de lo que hoy, bajo el ropaje de la religión, constituye un elemento tan importante y dramático de nuestra experiencia vital, ya sea en las Américas, en la India o en Europa? La visión clásica apenas reconoce nada de esto como incuestionablemente «religioso», excepto los depósitos, que podrían interpretarse como «sacrificios». Y dichos depósitos, tanto debido a los límites de la tecnología arqueológica como debido al hecho de que buena parte de lo que nos podría ayudar es perecedero, se limitan a una estrecha serie de ofrendas[2]. Es complicado identificar las ofrendas animales como «religiosas», a no ser que los huesos se hayan encontrado en un contexto que ya haya sido interpretado como tal según la forma de sus restos arquitectónicos[3]. Es igualmente difícil reconocer las ofrendas enterradas o los depósitos votivos si su localización no se ha identificado previamente como un lugar ritual. Los depósitos en cuevas y manantiales, a lo largo de cursos de agua o en masas de agua estancada, dominan por lo tanto las pruebas arqueológicas hasta la primera Edad de Hierro, hasta el siglo X (y muy entrado el IX) a.C.
Lo que encontramos en estos contextos son los mismos objetos que hemos visto en la historia de Rhea. Predominan los artículos de la vida cotidiana, algunos de ellos en forma miniaturizada. Solo ocasionalmente encontramos acumulaciones de objetos de prestigio, como las armas. Esta circunstancia frustra los intentos (y ha habido muchos) de identificar a los interlocutores divinos mediante las cualidades específicas de los objetos o de los lugares: las ruecas no señalan a los dioses del tejer, ni tampoco las cerámicas a los dioses de la alfarería. No se trata de que las pruebas sean inadecuadas, sino de que la pregunta que se ha planteado es falsa. El discurso arqueológico nos ha enseñado a ver los objetos de manera diferente, especialmente en el contexto de la historia de la religión[4]. Los leemos como instrumentos de un ritual, pero también como objetos que suscitan experiencias, como la del asombro, por encontrarse con una forma no familiar; o como desafíos para la acción, como en el caso de una jarra que «quiere» que se le llene con un líquido. Las personas se encariñan con los objetos, les asocian recuerdos y sentimientos; su producción y mantenimiento exigen esfuerzos, hay procesos de intercambio implicados, incluso tal vez requisitos para la movilidad; las biografías de los humanos y de los objetos se enredan. Bajo la perspectiva de la religión, podemos ver cómo se adscriben distintas actividades, potencias y personalidades a los objetos. Si bajo circunstancias normales percibimos los objetos como especiales únicamente en virtud de sus formas o materiales extraordinarios, es decir como un reflejo de los excepcionales medios financieros y tal vez de los contactos culturales de su donante, debemos no obstante suponer que la individuación[5], o la subjetivación de lo individual, ocurre siempre en contextos específicos, según el grado de sensibilidad adquirido por un determinado individuo a la hora de relacionarse con los objetos[6]. De esta manera, también seremos capaces de reconstruir la antigua religión en tanto «religión vivida»[7].
2. LA TRANSICIÓN DE LA EDAD DEL BRONCE A LA EDAD DEL HIERRO EN LA REGIÓN MEDITERRÁNEA
El espacio
Italia, Sicilia y Malta, junto con Túnez, forman una cadena central que atraviesa el Mediterráneo y que, en algunas épocas, fue más un puente que una línea divisoria[8]. Ese puente se extiende muy al norte: el arco de los Alpes se podía atravesar de múltiples maneras, canalizando, más que impidiendo, el intercambio cultural y económico. Esta cadena no es única, por supuesto: el Adriático es una estrecha masa de agua y poco podía hacer para impedir los contactos, a menudo permanentes, en el segundo y tercer milenios a.C.[9], mientras que, al mismo tiempo, la costa oriental de Italia era inhóspita para la navegación y ofrecía pocos puertos[10]. Al principio del segundo milenio a.C., las principales rutas marítimas que partían del Egeo, entre lo que ahora es Grecia y Turquía, y desde Levante, en el Mediterráneo oriental, alcanzaban únicamente unos pocos lugares de la costa sur de Italia, a través de los estrechos hasta las islas del Eolo, hasta Sicilia y, desde allí, hasta Cerdeña o Malta. Desde ese punto, el transporte era indirecto y las mercancías se llevaban mediante la navegación costera. El grado de facilidad de acceso a las regiones influía en el grado de su integración cultural dentro de la región mediterránea en su conjunto. Las grandes islas de Sicilia y Cerdeña[11] presentan un cuadro muy diferente del resto de la costa occidental italiana, de la que solamente algunos puntos son fácilmente navegables (el golfo de Nápoles y después, más al norte, la región central del Lazio y la Toscana).
Las rutas y destinos podían cambiar si lo permitían los vientos y las corrientes. La implicación de Malta y las islas eólicas en el flujo del tráfico a través del Mediterráneo claramente había declinado en la última parte de la Edad del Bronce, a finales del segundo milenio a.C., mientras que el acceso al norte del Adriático y también al estuario del Po era más sencillo[12]. Después de que los minoicos abandonaran el lugar cuando ese milenio llegaba a su fin, los mercaderes y artesanos chipriotas, fenicios y (especialmente a partir del siglo VIII) griegos las adoptaron y se extendieron hasta el sur de España y el valle del Guadalquivir (Tartessos)[13] y, por supuesto, hasta la costa tunecina (¡Cartago!) y su interior. Hacia finales del segundo milenio a.C. y en épocas posteriores, el tráfico, tanto cultural como material, a lo largo de esas rutas parecía descompensado, en general fluyendo más intensamente en una dirección este-oeste que desde el oeste hasta el este. La medida del intercambio cultural en cada localidad concreta dependía mucho del grado en el que las mercancías extranjeras fueran aceptadas por los grupos locales y del nivel de iniciativa mostrado por estos grupos, especialmente por sus elites. Con la excepción de las relaciones dentro del ámbito de la Magna Grecia, el grado de conectividad entre el Levante y Grecia no tenía parangón[14].
Las rutas aquí esbozadas eran importantes atendiendo a las distancias más bien cortas que implicaban en el caso de Italia: una situación muy semejante a la de Grecia y la costa de Asia Menor. Estas rutas producían una multitud de acontecimientos dispares; especialmente trascendentales fueron los cambios que acarrearon en las pocas grandes esferas culturales y políticas. Dentro del ámbito italiano, además de Sicilia y Cerdeña, hay que destacar la llanura del Po y la región etrusca del centro de Italia; y, en la península Ibérica, el sector más al sur (lo que más tarde sería Bética). El sur de Francia estaba implicado solo de manera indirecta, mediante los contactos regionales a lo largo de la línea costera, pero sí jugó un papel muy importante en los intercambios con las regiones más lejanas de la Europa del noroeste. En torno al año 1200 a.C.[15] se puede detectar una fase de extrema fragmentación regional, donde no hubo grandes formaciones políticas ni monumentos correspondientes. Las culturas megalíticas, con sus enormes círculos y estructuras de piedra, habían desaparecido, al igual que los grupos sociales asociados con ellas. Esto se puede demostrar en el caso de Malta, en el sur, y de las islas británicas en el norte[16]. La persistencia de un santuario megalítico (ilustración 1) como Tas-Silġ en Malta es algo excepcional. Al mismo tiempo, la dedicatoria que luce, una importación ligeramente más antigua procedente de Mesopotamia, una dorada luna creciente con una inscripción cuneiforme, muestra que no puede subestimarse fácilmente la influencia extrarregional en las localidades concretas.
1. Mnajdra (Malta). Complejo de templo neolítico de finales del cuarto milenio a.C. akg-images/Rainer Hackenberg.
Modelos de desarrollo y resultados
Debido a las estructuras sociales regionales y a los niveles de interacción, todos ellos factores muy variables, la transición de la Edad de Bronce a la Edad del Hierro fue también muy variable, tanto en términos de cronología como de intensidad. Quiero centrarme especialmente en dos procesos –la diferenciación social y la urbanización– que han dejado sus huellas en los registros arqueológicos. Una amplia gama de factores determinaba si un enclave particular adquiría el carácter de una ciudad. Puede que los aumentos de población en la región mediterránea hayan sustentado este proceso, y esta expansión demográfica puede a su vez haber sido favorecida por el final de un periodo muy seco en torno al cambio de milenio[17]. En cada periodo, los grandes cambios climáticos tienen unas consecuencias de largo alcance; y las consecuencias enormemente diversas del calentamiento global que hoy observamos bastan para agudizar nuestra conciencia de los problemas que suscita tomar las capas de sedimento de un lago aquí o los anillos de crecimiento de un bosque allá como base para hacer afirmaciones acerca de otras localidades en una zona físicamente tan variada como es la región mediterránea.
Las diferencias, no obstante, no se producen únicamente por la interpretación de los datos climáticos. Junto con las evidencias locales, las tradiciones investigadoras en los campos de estudio concretos también juegan un papel importante en la reconstrucción de los desarrollos sociales y culturales. En el caso de Grecia, la formación de las jerarquías sociales y la fundación de las ciudades se estudian contra el telón de fondo de las épicas de Homero y del concepto de la polis autónoma, que nos es familiar por los textos antiguos sobre teoría política. En Italia, por otro lado, se adscribe un papel central al modelo romano de formación de las ciudades y a la monarquía, que implicaba a una aristocracia organizada en torno a grandes familias y una oposición permanente entre los patricios (gentes) y los plebeyos (clientes, clase media)[18]. Estos tropos de la investigación académica han tenido un impacto que afecta a los detalles de la interpretación arqueológica.
De la misma manera, las prácticas religiosas, y en especial las prácticas funerarias, se leen normalmente como un reflejo o expresión de la diferenciación social. Alternativamente, se pueden entender como respuestas a los dictados de las concepciones y las creencias religiosas, siempre teniendo en cuenta la posición social que ese actor en particular hubiera alcanzado. Habitualmente la religión no se percibe como una dimensión autónoma o, en algunas circunstancias, ni siquiera como un motor de la diferenciación social. Las historias modernas se concentran, como regla general, en los desafíos tecnológicos y en las relaciones de propiedad, junto con las relaciones de dependencia a largo plazo que estas pueden engendrar[19].
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los cambios de organización social en este periodo eran más rápidos que los avances tecnológicos y que, a menudo, no duraban mucho. Hasta el punto que las pruebas arqueológicas nos permiten juzgar, los ritos y la manipulación del espacio y del tiempo (más difícil aún de percibir) relacionados con la religión deben haber estado entre los medios más eficaces para comunicar un mensaje duradero y para garantizar la persistencia de una disposición social. Lo que era crucial no era que un príncipe recibiera una tumba principesca, sino que la persona que construía la tumba «principesca» fuera visto como el hijo de un príncipe por sus contemporáneos (y por nosotros). Esta perspectiva nos ofrece una idea de «religión vivida». Es significativo que dichas tumbas precedieran a las casas palaciegas en varias generaciones[20].
Aunque este primer capítulo se ocupa principalmente de Italia y, en especial, de los desarrollos en la región central de Italia, a modo de comparación voy a prestar brevemente atención a los desarrollos del mundo griego. El ejemplo de las «tumbas principescas» nos ha hecho conjeturar una vez más que, en estos contextos, la comunicación religiosa proporcionaba al actor nuevas competencias y opciones que podían después encontrar una expresión en su posición social y quizás también en su poder. En el caso de Grecia, se puede confirmar mediante el hecho de que se fabricaran objetos de metal para usos específicamente religiosos, y que, por lo tanto, el uso del objeto en la religión, en un contexto funerario, por ejemplo, fuera primario y no secundario[21]. En los santuarios importantes del periodo de los palacios, encontramos a gobernantes que usan los mismos objetos que se usan en muchos otros escenarios, proporcionándonos así un vínculo entre esos contextos tan diferentes. De hecho, después de que finalizara la cultura palaciega, en una época tan temprana como el siglo XI, descubrimos se usan de nuevo, ocasionalmente, lugares de culto del periodo palaciego[22]. En las casas de los jefecillos tenían lugar más habitualmente unas prácticas de culto más espléndidas y evolucionadas, aunque no en espacios específicamente designados para el culto, y esta costumbre parece haber persistido durante un periodo posterior al establecimiento de grandes lugares públicos para el culto, un desarrollo que comenzó en el siglo IX[23]. Dichas localizaciones estructuradas coincidieron con la ampliación de las unidades políticas y proporcionaron un espacio para las celebraciones públicas, marcadas no solamente por el consumo comunitario de carne[24]. En algunos casos, no se formó un asentamiento importante en la vecindad de estos lugares de culto, de forma que, hasta alrededor del año 600 a.C., estos lugares no quedaron bajo el control de los puestos de poder regionales.
De la misma manera que observamos en Italia, vemos una diferenciación en el área de las prácticas de enterramiento griegas. Aquí la religión ofrecía oportunidades bien para crear o para consolidar las diferencias sociales, bien para mitigarlas. La cremación se extendió rápidamente a partir del siglo XII a.C. en adelante. Se asoció con los túmulos de tamaños muy variados y con los ajuares funerarios, de una cantidad y calidad también muy dispar. Pero el grado de variación nunca alcanzó la proporción que encontramos en los enterramientos etrusco-latinos del mismo periodo. A partir aproximadamente del año 750 a.C., se produjo un desplazamiento que hizo que la mayoría de la inversión religiosa se destinara a erigir monumentales santuarios en piedra, en un primer momento según un estilo que calcaba las estructuras domésticas contemporáneas[25]. Esto se vio primero en unas pocas localidades, de las cuales Samos es un destacado ejemplo, pero la tendencia se extendió rápidamente a lo largo de Grecia y después en el mundo de la Magna Grecia. En el siglo VI a.C. esta tendencia ya había llegado a Roma[26]. Más o menos al mismo tiempo, y con la misma rapidez, observamos un aumento de la producción de ofrendas votivas de gran formato, a menudo de un tamaño superior al real. Eran, en su mayor parte, descripciones completas en tres dimensiones (cuando no retratos) de madera[27], de bronce (sphyrelata)[28], de arcilla o de piedra y es posible que representaran a los donantes, tanto varones como mujeres. Estos lugares se convirtieron en las sedes de la autopromoción aristocrática y empezaron a competir unos con otros. En algunos casos, la rivalidad encontró su expresión en competiciones verdaderas, como los juegos de Olimpia (cuya fundación se data tradicionalmente en el año 776 a.C.) y en Corinto[29].
Si nos vamos ahora de la costa oriental y nos centramos en la fachada occidental de Italia, en Cerdeña, observamos una marcada continuidad[30] de la cultura nurágica originaria de la Edad del Bronce Temprana, con su multitud de estructuras de piedra locales, que tal vez tuvieran una función ritual. Estas continuaron usándose, pero con posterioridad al año 1000 a.C. aproximadamente, no se construyeron nuevos ejemplos[31]. El uso de materiales exóticos distingue a un pequeño número de ellas como proyectos construidos por las elites, que podían obtener materiales procedentes de orígenes remotos, pero, no obstante, cumplían en el nivel local la función de foci para la formación de identidad. Esta identidad se asociaba con una práctica concreta. Los individuos o los grupos, en contextos rituales, conservaban la tradición de insertar pequeñas figurinas de bronce en las grietas de los muros[32]. Las figuras y las escenas que representaban harían referencia a historias contadas con frecuencia y solo ver la parte visible de las figurinas habría sido suficiente para que los visitantes recordaran el relato. Esto no solamente garantizaba un mundo narrativo compartido, sino que, combinado con el uso ocasional de escenas que hacían referencia a acontecimientos actuales y a motivos personales, en un edificio constantemente renovado y bajo un uso constante, habrían conferido, tanto a la estructura como a su localización, un sentido de la permanencia, de estar allí eternamente para uso del pueblo. Aquí también la religión parece haber contribuido a posibilitar y estabilizar un desarrollado sentido de la territorialidad: es difícil imaginar que cualquiera hubiera tenido derecho a contribuir con su figurina. No conocemos el contenido de los relatos vinculados a las figurinas; pero podemos establecer que hay deidades claramente representadas por al menos una minoría de las figuras antropomórficas[33]. La estabilidad, tanto de la práctica como de la cultura local, puede medirse por el hecho de que el desarrollo local no parece haber sido afectado en general por el flujo de importaciones y por la presencia de comerciantes y artesanos fenicios[34].
3. DEPÓSITOS RITUALES
Volvamos ahora al tema de lo «especial», tal y como se ejemplificaba en la región central italiana en los inicios de la Edad del Hierro. En el sur del Lazio, a unos 60 kilómetros al sur de Roma, junto al riachuelo Asturia, se localizan los yacimientos de Campoverde y, unos kilómetros más al sur y descendiendo por el río, los de Satricum. La gente de esta zona, que seguramente constituía una unidad política, tenía la costumbre de arrojar vasijas de cerámica, tanto en miniatura como de tamaño normal, a los pozos excavados dentro de los asentamientos anteriores y al Laghetto del Monsignore, un pequeño lago cerca de Campoverde alimentado del agua procedente de manantiales. No todas las formas se encuentran en ambos tamaños, pero se ha podido demostrar, al menos en algunos casos, que las vasijas de los dos tamaños se fabricaban en el mismo lugar y con las mismas técnicas[35]. Aunque los objetos de cerámica forman el grueso de los hallazgos que han sobrevivido, los habitantes de los asentamientos circundantes también depositaban perlas y artículos de bronce, como fibulae y figurinas de metal[36].
Las cerámicas hechas a mano, el componente dominante de estos depósitos, pueden parecer vulgares, pero son ejemplos de una tecnología compleja, de un proceso de manufactura no intuitivo, cuyos productos, en teoría, se usan y reparan a lo largo de años. El empleo de elementos de alfarería como medios de comunicación con actores cuya presencia no está fuera de toda disputa (para regresar al tema que tratábamos antes) se asociaba con frecuencia con las ofrendas de comida, que requerían una preparación que puede haber sido igualmente compleja. Los productos de la huerta y del campo requerían a menudo un procesado antes de poder usarse en el hogar. La misma complejidad tecnológica se aplicaría a la manufactura de textiles y, aunque estos no suelen aparecer entre las pruebas arqueológicas, son habituales ruecas de huso y otros instrumentos asociados con los telares y con el hilado[37]. Los escasos objetos de metal son productos de otro complejo proceso de producción.
Todos estos objetos pueden entenderse no solamente como elementos de intercambio[38], sino que representan también al donante, hombre o mujer, tanto en el acto depositario como más allá. La prolongada familiaridad previa al depositado –muchos de estos objetos muestran señales de un largo uso[39]– hace que las «biografías» de los objetos y del donante se entremezclen. Esta historia compartida confiere sentido a la acción de separarse y afirma la continuidad (aunque invisible) del objeto en el lugar concreto, dando relevancia a ambos[40]. La miniaturización, es decir la producción de objetos específicamente para su depósito, crea esa relevancia en el momento mismo de la producción, anticipando su uso posterior.
Más cerca de Roma, pero también en el Lazio, está Gabii, donde una colección de cabañas señala un asentamiento que se remonta como muy tarde al siglo IX a.C. Este yacimiento es también un ejemplo de un fenómeno generalizado que vio cómo los lugares de culto se mudaban desde los bordes exteriores de una zona agrícola a lugares más cercanos a los asentamientos domésticos. A partir de finales del siglo VIII, una localización aquí adquirió un significado especial en tanto lugar en el que se depositaban regularmente objetos[41]. No se erigiría ningún templo en ese lugar, sin embargo, hasta la primera mitad del siglo VI. Una vez más, los habitantes de Gabii empleaban las miniaturas para comunicarse con sus contrapartidas (espirituales); incluso se han encontrado hogazas de pan en miniatura[42]. El pequeño tamaño puede indicar que nunca se pretendió que los objetos se usaran antes de ser depositados en la fosa; o, por lo menos, que los actores renunciaban a cualquier idea de seguir teniéndolos a la vista, lo que era claramente el caso en Laghetto del Monsignore. Las pruebas arqueológicas no son siempre claras a este respecto. En muchos casos, sin duda, los objetos se exhibían, primero al aire libre y más tarde en estructuras de templo, para después apartarse y enterrarse muy separados entre sí. Las miniaturizaciones, en cualquier caso, se encuentran a partir del Neolítico en adelante, y su empleo era generalizado en la Edad del Bronce tardía y en la Edad de Hierro Temprana.
¿Qué aspectos de la vida en la primera Edad de Hierro condujeron a emplear objetos específicamente domésticos como medio de comunicación entre los actores humanos y sus contrapartidas no del todo tangibles, una comunicación que a menudo tenía lugar en espacios naturales no habituales, como las cuevas o, en la Edad de Bronce, en «agua contaminada» procedente de contextos volcánicos[43], y después, cada vez más, en lugares especiales cercanos a los asentamientos? Estos objetos, como ya se ha mencionado, probablemente encarnaban asociaciones con la manufactura y con los riesgos de fallos materiales en el proceso de manufactura, en el horneado o el tejido, y eran así objetos proclives a la destrucción, a la rotura o a la pérdida. ¿Cómo contribuían estos factores al uso de dichos objetos como medios de comunicación con seres que no eran del todo accesibles por los medios habituales? ¿Qué violación de la experiencia cotidiana, qué «transcendencias» en grados variables[44] se abordaban aquí, se rememoraban y, al mismo tiempo, se hacían accesibles, no solamente a los dioses, sino también a la arqueología? ¿O serían intentos directos de intervenir en dichos acontecimientos? ¿Hasta qué punto había una conexión entre estos ritos y las transcendencias extremas que se podían encontrar dentro de los límites de una vida humana concreta, por ejemplo, la hambruna, el accidente, la enfermedad o la mortalidad infantil? Estas cuestiones no admiten respuestas para este periodo. Tienen que pasar siglos para que sea discernible un cambio fundamental en la forma de comunicación. La generalización intensiva de los cultos de sanación, que se manifiesta en el depósito de réplicas de partes corporales[45] surge únicamente en la última parte del siglo V a.C., cuando se puede leer como la expresión de una nueva relación con el cuerpo y de un nuevo concepto del yo[46].
La extensión de la actividad comunicativa a destinatarios y actores que no son indiscutiblemente plausibles en los términos cotidianos, pero a los que, no obstante, se les solicita, mediante una forma de comunicación que señala un elevado grado de relevancia, es característica de la religión de este periodo y de esta zona geográfica. La relevancia se señala por el despliegue de objetos con los que los actores religiosos están íntimamente asociados, ya sea mediante su empleo dentro del hogar y la contribución a la perpetuación de la familia[47], ya sea por la dificultad y alto grado de riesgo que implica su manufactura. Hay que mencionar aquí los pocos casos de sacrificio animal en Italia durante la Edad de Bronce media y tardía, que no acompañaban a los entierros; estos incluían típicamente a perros con una íntima relación con el hogar, o a animales cuya caza implicaba un riesgo o, al menos, un grado de esfuerzo poco habitual[48].
Pero la comunicación religiosa no se limita a la conversación confidencial entre los iniciadores humanos y sus contrapartidas más problemáticamente tangibles. La expansión de las opciones activas creada por la atribución de iniciativas y de influencias sobre situaciones concretas a actores no humanos, cuya implicación no tiene por qué ser enteramente, o ni siquiera en absoluto, aceptada por todos los actores humanos, da lugar a una forma de acción religiosa que también modifica las relaciones entre humanos, ya sea aumentando el poder y la capacidad creativa del actor, porque está respaldado por estos actores no humanos y se considera su instrumento, o ya sea consignándolo a la pasividad. Somos conscientes de un quietismo así en la historia religiosa más reciente[49], pero no ha dejado huellas arqueológicas discernibles. Así, aunque no podemos excluir la posibilidad de que ese fenómeno existiera también en la Antigüedad, no podemos demostrar que así fuera.
En ambos casos, la acción religiosa puede ser también una acción estratégica. Los actores religiosos interpretan un papel doble en esta situación, definiendo una identidad religiosa y, al mismo tiempo, entablando una doble batalla: por el prestigio social y por el máximo grado de atención por parte de sus contrapartidas divinas. Ambas batallas pueden asumir una forma completamente paradójica: una renuncia explícita por parte del actor de su poder personal al deshacerse de cosas que desea, o un consumo conspicuo, que implica un gasto considerable de recursos materiales.
La ecuación de la distinción ritual y la diferenciación social es uno de los conceptos claves que subyacen a la interpretación de las primeras prácticas rituales, especialmente de las que podemos distinguir durante la transición entre la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, que son, de hecho, considerados periodos de diferenciación étnica y social[50]. El cuadro social que subyace es uno en el que la propiedad, los contactos externos y sociales, y las prácticas estéticas y religiosas van de la mano del poder, el estatus y el prestigio, conduciendo a una jerarquía unificada. Esta hipótesis fundamental es problemática. La perspectiva alternativa es la de una heterarquía, en la que las posiciones de los individuos pueden variar sobre las diferentes escalas, de forma que el tener preferencia en cualquier circunstancia particular sería algo sujeto a una negociación. Esto abre nuevas perspectivas, y, en mi opinión, fructíferas, sobre las evidencias que tenemos procedentes de la Antigüedad[51]. No obstante, me gustaría hacer hincapié en que el grado en el que los actos rituales de comunicación religiosa eran visibles, a largo plazo o incluso a corto plazo, era a menudo escaso. Por regla general, sabemos poco acerca del público. La ausencia de una correlación geográfica entre los lugares de actividad religiosa y los asentamientos específicos en la primera Edad del Hierro y en la época inmediatamente anterior, no nos permite suponer actividades comunitarias que confirmen la realidad de la actividad testimonial. Deberíamos, por lo tanto, tener cautela a la hora de afirmar las actividades colectivas. Estas son solamente discernibles en ocasiones, como, por ejemplo, en algunos casos de sacrificio animal relacionados con funerales colectivos[52]. Esto tiene sus implicaciones. Las «tradiciones» se desarrollan con dificultad si no suele haber mucha gente presente. Así, mientras que, por una parte, la práctica del depósito nos muestra que las personas usaban este método para entablar comunicación con sus contrapartidas invisibles, por otro lado, debido a la escasez de pruebas, nuestra capacidad de interpretar sus intenciones y pensamientos específicos está igualmente limitada.
4. ENTIERROS
Los entierros están entre las prácticas más antiguas que permiten una visión tangible de la religión y se distinguen también por su enorme variedad y por la velocidad a la que pueden cambiar, incluso dentro de zonas geográficas restringidas y durante breves periodos de tiempo. En Italia, la cremación y el depósito de las cenizas en urnas se extendió desde el norte, iniciándose en el siglo XII a.C., probablemente bajo la influencia de la cultura de los campos de urnas del centro y el noroeste de Europa[53]. El entierro de las urnas, muy cerca unas de otras, en lo que probablemente eran sepulturas familiares, se volvió más sistemático y se coordinaba con las zonas de asentamiento. Al mismo tiempo había una larga tradición de entierros infantiles cerca o dentro de las casas. Los entierros dentro de las cuevas, propios de la Edad de Bronce, cesaron casi por completo[54], aunque los depósitos en los lugares junto a las fuentes remotas continuaban. El lugar en el que se enterraba a los semejantes no era, evidentemente, un asunto indiferente para los habitantes de estos asentamientos. Cuando fijaban un lugar de entierro, un espacio para los muertos, a una distancia accesible, estaban también diciendo algo sobre el espacio dedicado a una comunidad, que incluía tanto a los vivos como a los muertos. Establecer una localización para los primeros implicaba establecer una localización para los segundos. Así reclamaban y delimitaban un territorio completo en tanto suyo, opuesto al territorio de los demás. Por supuesto, no era un dispositivo completamente nuevo. El mismo método de establecer la territorialidad mediante el emplazamiento de cementerios, es decir, de lugares de entierro conservados por varias personas a lo largo de un periodo determinado, ya se había desarrollado en diversas localidades de todo el mundo en el noveno milenio[55]; pero los ejemplos concretos nunca habían durado más que periodos muy limitados.
¿Cómo se hacían los entierros? El uso de urnas-cabañas (ilustración 2) se hizo habitual a partir del siglo IX[56] en muchos lugares de la zona de la cultura de Villanova (en el norte de Italia al sur de las llanuras del Po), y posteriormente en Etruria y en el Lazio. Que los residentes del siglo VIII de Vulci, un centro etrusco y para nada un asentamiento remoto, pudieran optar en cambio por la cremación directa en una fosa longitudinal (fossa)[57] señala la disponibilidad de un abanico de opciones incluso en el contexto de las «modas» funerarias. Cuando las personas modelan vasijas en forma de cabañas para los restos cremados (las cenizas y los restos de hueso no completamente carbonizados) nos recuerdan a Rhea contemplando lo que era «especial» en su vida, una vida siempre amenazada por la muerte inminente, especialmente para una mujer en edad de procrear. El descanso final para los muertos se diseña con la esfera doméstica muy en mente[58]. No se podía pensar en los muertos sin recordar que los vivos comparten su destino.
2. Urna cineraria en forma de cabaña, bronce con plomo en el doble fondo; 28,5 cm de alto, 40,5 cm de largo, 35,76 cm de fondo, ca. 800-750 a.C., procedente de la Necrópolis de Osteria, en Vulci, Tomba della Cista litica. Roma, Museo Nazionale di Villa Giulia, inv.84900/01. akg-images/Andrea Baguzzi.
Las alianzas de asentamiento basadas en el parentesco, la proximidad, o en cualquier otro criterio amplio movilizaban otras decisiones con respecto a los lugares de entierro –decisiones que podían bien preceder o bien seguir a las que tenían que ver con las alianzas residenciales. En una serie de localidades vemos cómo los asentamientos dispersos en una llanura de toba volcánica se unieron a partir del siglo IX a.C. en adelante. La decisión de hacer un asentamiento unido más grande, ya fuera para usar un lugar de entierro común o para seguir conservando los lugares separados, podría ser una expresión tanto de la complejidad del proceso de integración como de las reclamaciones conflictivas y persistentes[59]. La competencia entre los distritos de entierro puede leerse en disposiciones completamente distintas, situadas por completo fuera de las áreas de asentamiento, o en el uso de las áreas de asentamiento[60]. Vemos cómo se exploran todas las diversas opciones disponibles para esta forma de actividad en Orvieto, donde se creó una necrópolis a mediados del siglo VI siguiendo un plano sistemático de calles paralelas, el mismo patrón que se eligió en Cerveteri en torno al año 530 a.C. (ilustración 3), mientras que los asentamientos en Marzabotto no adoptaron una apariencia así hasta finales de ese mismo siglo[61].
3. Tumbas túmulo en la Necrópolis de Banditaccia en Cerveteri/Caere, entre los siglos VI y V a.C. Fotografía: J. Rüpke.
Sin embargo, no son únicamente las circunstancias locales las que se articulan mediante la manera en la que se entierra a los antepasados o a los niños. Los ajuares funerarios apuntan a la existencia de un intensivo intercambio transmediterráneo durante el llamado periodo Orientalizante, desde finales del siglo VIII hasta mediados del siglo VII a.C. Son pruebas de los contactos comerciales que se extienden hasta España y también presuponen una colaboración estrecha y un aprendizaje intensivo por parte de los artesanos, así como una orientación transregional por parte de las elites indígenas que estaban en comunicación con las elites coloniales que llegaban. En el campo de la religión también había en juego una interacción y no una simple recepción[62].
Como he apuntado antes, cuando hay un elevado grado de variación entre los lugares se introduce un elemento de inestabilidad en las tradiciones rituales[63] y, en el caso de los enterramientos más densamente espaciados, incluso cuando están dentro del mismo lugar. En Pontecagnano, situado al norte del Sele en Campania, se hicieron tentativas repetidas de regular las prácticas funerarias entre finales del siglo VIII y el segundo cuarto del siglo VI. La intención era estandarizar las prácticas y evitar las acumulaciones ostentosas de ajuares funerarios. Al mismo tiempo, no obstante, se puede observar cómo se producían cambios opuestos en áreas topográficamente diferentes de la necrópolis. Un grupo elige expresar una exclusividad masculina, mientras que otro aplica el mismo tipo de entierro lujoso también a las mujeres y a los niños de cualquier edad[64]. Aquí también surge la pregunta de hasta qué punto estaría extendida una práctica concreta entre la población. De hecho, ¿quién haría las inversiones necesarias para los enterramientos que ha descubierto la arqueología? ¿Qué proporción de la población local está atrayendo nuestra atención de esta manera? Una perspectiva evolutiva de la historia, del tipo que habitualmente adopta la investigación con orientación cognitiva, a menudo presupone una perfecta uniformidad en la propagación de las prácticas culturales: lo que en un caso individual tiene éxito es adoptado por todos o, al menos, por todos los que sobreviven a largo plazo; y el proceso de adopción suele ser rápido. Los entierros rituales (al contrario que el mero deshacerse del cadáver), según esta perspectiva, habrían sido desde hacía mucho tiempo una práctica universal. El concepto de religión desarrollado al inicio de este capítulo, que pone el énfasis sobre el riesgo, incluso sobre la posibilidad del fracaso, implicado en la acción religiosa, hace que ese escenario sea mucho menos probable y además está respaldado por las pruebas arqueológicas. Hay que reclamar escepticismo frente a la suposición tan extendida de que cualquier práctica funeraria era común a todos los miembros de una sociedad y que, por lo tanto, esta práctica basta para constituirse en un documento que abarca a toda esa sociedad en lo que se refiere a sus cementerios[65]. Una comparación del tamaño de los asentamientos por una parte y de los entierros documentados por otra apunta a que, también aquí, vemos una serie de clases concretas y de individuos concretos que optaron por hacer o no hacer una inversión que excedía el nivel de la necesidad estricta, y por realizar o no realizar las prácticas correspondientes. Incluso las presiones sociales no tienen por qué ser homogéneas.
El concepto de religión que hemos esbozado al inicio requiere que las prácticas funerarias se incluyan en la categoría de religión. En su apariencia externa, estas prácticas parecen consistir en métodos de depósito subterráneo, y se diría que su intención era establecer o propiciar una relación con actores que ya no eran indiscutiblemente plausibles. Una vez más, tenemos que recordar que no está aún claro qué idea ontológica precisa acerca del estatus de estos actores se asociaba con las prácticas en cuestión. Algunos participantes podrían haber tenido inquietudes por el «cuidado» a los muertos o por su «supervivencia después de la muerte», pero esas metáforas no se pueden considerar adecuadas para explicar por completo qué concepciones eran las habituales en lo que se refiere a los actores al otro lado de la situación, a los muertos, sino que sirven más bien para explorar las acciones, identidades y medios de comunicación de aquellos actores indiscutiblemente presentes en la situación, es decir, de los vivos. Allí donde carecemos de fuentes directas, debemos recurrir a la comparación histórica y etnográfica, pero evitando la trampa de mezclar las pruebas con las prácticas modernas que, aunque puedan coexistir en el mismo espacio que contiene las prácticas antiguas, judeocristianas e islámicas, son sin embargo productos de un entorno tecnológico claramente diferente, uno que también lleva el sello del racionalismo.
El problema principal después de un fallecimiento bien puede haber sido la necesidad de redefinir y reformar las relaciones sociales, a veces de una manera radical[66]. Cuanto más central fuera la persona difunta para la organización interna del grupo familiar y sus relaciones externas, con mayor urgencia se planteaba este problema a la gente de la primera Edad del Hierro (y mucho después). La muerte de un niño pequeño o de un padre anciano (de unos 40 o 50 años) puede haber sido emocionalmente devastadora. Desde la perspectiva de su importancia para las relaciones sociales, sin embargo, la muerte de una persona importante, como la madre o el padre, habría tenido consecuencias mayores para el grupo familiar. La muerte del padre hacía que las esposas fueran viudas y que los hijos fueran medio huérfanos, o huérfanos por completo si, como es probable, la madre hubiera muerto al dar a luz al último de ellos. Un hijo se convertiría entonces en el «cabeza de familia». De una manera incluso más radical para los miembros del grupo de asentamiento, la muerte de una figura importante podría implicar una pérdida de prestigio, de influencia, de propiedad o de ingresos. La presencia continuada de los difuntos podría esquivar esas amenazas si se conseguía hacer plausible su relevancia continuada. Se podría entonces concebir perfectamente que un individuo que gozara de una comunicación íntima con el difunto pudiera defender su derecho al respeto, la autoridad y la propiedad que hubiera pertenecido a ese difunto, podría hacer que se le fueran transferidos en tanto íntimo del difunto, y así podría inculcar este nuevo estatus dentro de la memoria del grupo grande y tal vez monopolizarlo[67].
El cadáver en sí podía jugar un papel muy breve en estas interacciones, a menos que se empleara la opción técnicamente compleja y cara de momificarlo. Pero las partes de un cuerpo pueden conservarse más fácilmente, ya sea mediante la desecación (como las cabezas reducidas del oeste de Sudamérica) o la esqueletización. En algunos casos, la pérdida de los tejidos blandos, mediante la cremación, o mediante lo que se denomina un entierro primario, temporal[68], o mediante la exposición al aire libre, podía revertirse mediante un posterior remodelado del cráneo, por ejemplo. La manipulación sustancial y habitual de partes del cadáver, como el cráneo, está muy documentada en la época neolítica del Mediterráneo oriental[69]. Mediante la propiedad de los ancestros, y teniéndolos a mano, en la propia casa o en el terreno propio, la comunicación con ellos podía controlarse y, una vez más, incluso monopolizarse. Esta circunstancia podía persistir durante generaciones o podía concluir pasados unos pocos años o incluso meses, tal vez con un entierro secundario y definitivo. El entierro del cadáver completo dentro del plazo más breve posible predominaba en Italia en el primer milenio a.C. Unas pocas horas de «velatorio» aparentemente obviaba la necesidad de una comunicación más prolongada con las partes corporales de los difuntos. Solo se han encontrado unos pocos ejemplos de entierro secundario en los yacimientos funerarios de la Edad del Bronce tardía; esto apunta a un uso más prolongado de los huesos[70] y señalaría diferencias abismales en las maneras en las que las familias gestionaban sus tratos públicos con los muertos. Esas enormes diferencias podrían deberse al hecho de que algunos individuos, o quizás muchos, eran ya reticentes a emplear un entierro conspicuo y un cuidado continuado de la sepultura, prefiriendo en cambio garantizar la relevancia continuada de los miembros fallecidos de la familia para la comunicación con la comunidad local, o como medio de afirmar su propia identidad en tanto miembros de una familia. Estas diferencias, y también la rápida velocidad de los cambios en las maneras de tratar con los muertos –ahora la inhumación completa, ahora la cremación, ahora el depósito en una urna, ahora entierro de los restos en la pira funeraria, o la cremación de los cuerpos en una fosa– han conducido a la conjetura de que no se trataba de dar una expresión ritual y material a unas concepciones del «ser», a una ontología de los difuntos; sino, más bien, que estas prácticas diversas reflejan unas concepciones muy inciertas de la muerte, unas ideas que estaban continuamente sometidas a revisión.
¿Qué tenemos que decir de estas concepciones, de estas suposiciones que se hacen una y otra vez en diversas situaciones, aunque tal vez únicamente de forma implícita? Quienes incorporaran «reliquias» de sus ancestros o de los miembros difuntos de su familia en tanto objetos relevantes en sus acciones y comunicaciones podrían haber estar intentando hacer referencia al estatus del individuo dentro de la familia o la localidad, o tal vez evocar alguna de sus cualidades personales. Los entierros primarios y secundarios en nuestros días, no obstante, pocas veces nos permiten sacar conclusiones sobre las percepciones previas de los difuntos. La idea de que los contenidos de un entierro solitario buscan individualizar al difunto se contradice con el hecho de que los contenidos de esa sepultura a menudo son de una naturaleza bastante genérica, convencional. Además, pueden faltan los marcadores de la tumba o puede que no incluyan un retrato de la persona fallecida. El ajuar funerario era, en cualquier caso, algo bastante infrecuente en la Edad del Bronce tardía en Italia. Allí donde más tarde se hicieron más frecuentes, sigue abierta la cuestión de hasta qué punto objetos aparentemente genéricos debieran asociarse con esta persona específica allí enterrada, tal vez como una posesión personal o porque el individuo las fabricara. Mientras que la cremación y la posterior recogida y depósito de los restos cremados en urnas permitía una manipulación breve aunque intensiva del cadáver, entre la recogida de las cenizas y el entierro de los huesos (y ese periodo puede haber sido más prolongado en casos concretos), ese mismo proceso imposibilitaba para siempre que esos restos se trataran en el futuro y evitaba cualquier posibilidad de que el difunto se presentara de nuevo con su apariencia anterior. Aquí podemos especular acerca de las concepciones. ¿Se pensaba que el acto más distintivo y conspicuo de la cremación permitía que el individuo se hiciera uno con sus ancestros? ¿Había en juego una transición ontológica, una a la que también haría referencia el uso frecuente de las miniaturizaciones, que son especialmente comunes en los entierros de cremación?[71]. Desde este estadio del proceso ritual en adelante, la comunicación con estos actores, cuya presencia era ahora menos que segura, adoptaría la misma forma que la comunicación con los «dioses».
Podemos de hecho incluso observar esto en el caso de individuos particulares. L. Velchaina, de Caere, usó los mismos objetos para comunicarse visiblemente con los dioses en los lugares de culto que los que usó para comunicarse en las tumbas con los muertos[72]. Debemos esta información al hecho de que, en ambos casos, al inscribir los objetos, dejó claro para la posteridad que él era quien había entrado en comunicación de esta manera, y que era él quien tenía algo importante que decir. Que esto era importante para él y para otros se indica mediante la selección de los objetos, pero dónde residía exactamente esa importancia es algo que aún se nos escapa. Las piezas de vajilla y las ruecas de huso que ya hemos mencionado se encuentran tanto en las tumbas como en otros depósitos; las réplicas de ánforas o de otros objetos implicaban procesos de producción arriesgados, lo que da un peso mayor a su vínculo con la persona del donante. Esos «signos de exclamación», esas referencias al actor son características de las comunicaciones religiosas: es decir, del proceso de establecer una conexión entre los vivos y los muertos de la misma manera que se establece la comunicación con otros actores cuya presencia es más que incierta.
5. DIOSES, IMÁGENES Y BANQUETES
En esta miniaturización de los ajuares funerarios es donde encontramos un paralelismo entre estos objetos y otros medios de relacionarse con agentes no humanos que no eran los propios ancestros, sino más bien «dioses». Sin imágenes ni lugares consagrados, sin representaciones ni símbolos claramente distinguibles, sin textos fiables ni enseñanzas establecidas, la diferenciación y la personalización de estos actores es a la vez difícil e incierta. Hemos podido acceder a las prácticas de nombrado de un periodo posterior bajo su forma escrita, tanto desde fuentes romanas como etruscas, y estas dejan claro que había agrupaciones de dioses a los que se les llamaba por el mismo nombre y que había variaciones entre las formas singular y plural de estos nombres. El género de estos actores no es constante; su relación mutua es también inestable, expresada en formas adjetivas o genitivas[73]: Turms de Hades (turmś aitaś); Thesan de Tin (θesan tinś); Lasa, Acólito del demiurgo (lasa achunanu)[74].
Por razones fonológicas y semánticas, sin embargo, queda claro que los nombres de los dioses y de las diosas ya se habían estabilizado dentro de los grupos de lenguaje de la Edad de Bronce, con anterioridad a la renovación de los contactos en la Edad de Hierro, y que estos nombres tenían un uso generalizado. Ejemplos de estos nombres antiguos del etrusco son Menerva, Uni (itálico), Nethuns, Suri, Tinia y Turan[75]. Como se usaban con regularidad en la comunicación religiosa durante la Edad de Bronce y durante la primera Edad de Hierro, acabaron por usarse también en la comunicación interpersonal y así alcanzaron circulación y estabilidad. «Ven, Tinia», «Menerva ha aparecido», «Sacrificio a Veive», «Usill ha venido», «Dedicada a Maris». Con esta variedad de invocaciones posibles, de afirmaciones de presencia, de peticiones de intercesión y de llamadas a la devoción, se diría que los participantes tenían libertad de elegir el tipo de apelación que consideraran más adecuada para la ocasión o para cubrir sus necesidades y después transmitírsela a otros para que la usaran a su vez. Con todo su carácter inestable, lo que tenemos aquí es un aparato cultural que tanto delimita el comportamiento religioso individual como concede credibilidad a la comunicación religiosa, mientras que, al mismo tiempo, depende de los actos individuales de apropiación[76]. No era en absoluto un «panteón» estructurado, sino un conocimiento básico común que se produjo y que podía ser ampliado por quienes fueran llegando, especialmente si traían elementos religiosos convincentes a la conversación. Los nombres de Menerva, Juno y Nethuns llegaron a Veyes por esta vía. Llegaron tanto en su forma griega como romana y después arraigaron allí, adquiriendo sus propios lugares de culto[77].
Imágenes
Hasta donde sabemos, las imágenes de gran formato no jugaban ningún papel en Italia antes del siglo VI a.C. Conocemos rostros antropomórficos en cerámica desde el Neolítico temprano, especialmente en recipientes que no se usaban en la vida cotidiana. Las imágenes de las personas claramente eran muy especiales[78]. En la Edad del Bronce en Italia la gente también hacía imágenes de personas. Adoptaban la forma de urnas antropomórficas, que describían características faciales en particular; más tarde, escultores y ceramistas empezaron a decorar las vasijas de bronce y de arcilla con pequeños bajorrelieves que describían figuras humanas o animales (ilustración 4)[79]. A pesar de la predilección por esas imágenes en distintas localidades (y a menudo en periodos determinados), las representaciones de tamaño natural parecen haber recibido un impulso que procedía del exterior: tal vez llegaron a lugares como Cerveteri desde la región de Siria en la primera mitad del siglo VII[80]. El proceso de adopción fue seguramente complejo, pues los objetos de tamaño natural no podrían haberse transportado. En su lugar sin duda fueron las ideas, los conceptos de representación y los diseños los que hicieron el necesario viaje de miles de kilómetros. Los artesanos ambulantes sin duda fueron cruciales, como lo fueron los clientes interesados en lo nuevo y lo insólito, especialmente si esto podía darles más prestigio. Tenemos leyendas, registradas en los primeros siglos, tanto a.C. como d.C., que hablan de que Demarato, padre del rey romano Tarquinio Prisco, huyó de Corinto y se llevó consigo a Tarquinia a los artesanos de Corinto[81]. Si la pareja sedente que ocupa la tumba descrita en la Tomba delle Statue de Ceri cerca de Cerveteri (ilustración 5) es representativa de este proceso, entonces la traducción no se limitó a ser una reinterpretación de las esculturas regias como esculturas funerarias: fue una expresión siria del poder hegemónico que se tuvo que reinterpretar de una manera plausiblemente etrusca. La idea de proyectar el estatus y tal vez el poder de cada uno mediante la arquitectura monumental proporcionó el contexto necesario[82]. En Etruria esto comenzó en el ámbito de las estructuras funerarias, pues existían precedentes antiguos bajo la forma de tumuli (grandes túmulos) que sirvieron como modelo.
4. Situla Benvenuti, detalle con animales y los guerreros que regresan. Bronce, repujado y grabado; 25,5 cm de altura; 25,5 cm de diámetro en la embocadura, ca. 600 a.C., procedente de Este, Villa Benvenuti, tumba 126. Este, Museo Nazionale Atestino, inv. 4667. akg-images/Cameraphoto.
5. Figuras de piedra, de tamaño inferior al natural, procedentes de la Tomba delle Statue, Cerveteri/Caere, 700-650 a.C. Dibujo de Giovanni Colonna, reproducido aquí con su amable autorización.
La disposición de los ricos etruscos de arriesgarse a unos experimentos tan remotos nos indica lo atractivo que debía ser retratar de este modo a quienes estaban geográficamente ausentes o ya no moraban entre los vivos. Revela quizás un determinado sentimiento común entre estos actores etruscos y los clientes griegos que, en torno a esta misma época, y después de un periodo que en gran medida había carecido de imágenes figurativas[83], empezaban a encargar Korai y Kuroi de tamaño natural y más grandes aún. Muchos visitantes al lugar de culto de Lavinio, a partir del mediados del siglo VI en adelante, se hicieron retratar en el formato de estatuas de arcilla; pero la práctica estaba mucho más extendida en el Lazio[84]. Era sin duda un género que gustaba mucho, porque tenemos pruebas de que entró en el mundo céltico al norte de los Alpes. La figura de terracota de tamaño natural procedente del Glauberg en Hesse, adornada con su corona de hojas, probablemente data también del siglo VI a.C.[85]. (Y esto una vez más nos recuerda que, gracias a los pasos que lo atraviesan, los Alpes no eran el obstáculo para la comunicación que pudieran parecer). Probablemente gracias a su conocimiento de las esculturas griegas de gran tamaño, las elites etruscas no solamente produjeron su primera arquitectura doméstica monumental sino también coronaron esas casas con las estatuas de sus ancestros. El palacio de Murlo (ilustración 6) fue uno de los primeros edificios privados en adornarse de esta manera. Sus dueños tal vez usaron el patio interior de la misma manera que los senadores romanos más tarde usarían los atrios: para los ritos y para la comunicación con los dioses[86]. Pero interpretar la estructura completa como un lugar de culto no estaría justificado[87]. A las casas en miniatura y a las urnas en forma de cabaña también se les dotó de ese tipo de imágenes[88]. En este momento es cuando empezamos también a encontrar estatuas de dioses en los tejados de los edificios que pueden interpretarse como templos, y fue solamente más tarde cuando esas estatuas se colocaron en el interior de los templos como imágenes de culto.
6. Palacio de Murlo/Poggio Civitate, reconstrucción con estatuas en el tejado. Siglos VII/VI a.C. Dibujo de Giovanni Colonna, reproducido aquí con su amable autorización.
Templos y diferenciación religiosa
En los asentamientos todavía más densamente poblados, los habitantes vivían ahora en un estrecho contacto diario los unos con otros. La actividad religiosa se mudó también, desde los confines del territorio hacia el centro, y, en el siglo VII a.C., algunos individuos habían introducido en los espacios urbanos la forma de mensajería religiosa más estentórea de este periodo, es decir, las representaciones en monumentos. Hacia el siglo VI a.C., se habían erigido templos exentos en la región central italiana[89]. Si su intención a la hora de hacer esas inversiones era estratégica, sin duda tuvieron éxito a la hora de ganar claramente por la mano a sus competidores, ya se tratara de un caso de rivalidad entre individuos o familias de la misma ciudad, o de una pugna entre ciudades. Pero esas iniciativas también establecían los criterios de la práctica religiosa. Mediante la elección de consagración determinaban qué dios estaría ahora más accesible para la gente e imponían las formas rituales que se adaptaban mejor a la extraña arquitectura elevada del templo, semejante a un escenario, con su orientación frontal y sus fuertes muros circundantes[90]. Posiblemente familiarizados con las estructuras de los templos griegos, ya fuera de manera directa o indirecta, los residentes de Francavilla Marittima en Calabria ya habían construido su primer templo verificable a principios del siglo VII a.C., primero de madera y más tarde en piedra[91].
Hacia el siglo VI a.C., las estructuras monumentales exentas ya no son dominantes. Los asentamientos, con sus calles cuidadosamente trazadas y sus edificios de piedra, estaban fusionándose en lo que ya puede llamarse sin reservas ciudades, ya fuera Tarquinia[92] o Roma. Como ya hemos visto, previamente había habido una carencia de espacios centrales arquitectónicamente diseñados para la comunicación religiosa, con la excepción de las áreas niveladas en las entradas de las tumbas y las zonas similares, pero mucho más grandes, junto a los túmulos[93]. En estas últimas localizaciones, los principales actores individuales probablemente habrían sido elegidos según el estatus de la familia o porque habían alcanzado ese estatus asumiendo responsabilidades religiosas. La ciudad no solamente carecía de la infraestructura espacial de la religión, sino de la infraestructura humana también. No había un contingente permanente de actores religiosos, nada parecido a una jerarquía sacerdotal. La actividad religiosa dependía de la situación, incluso aunque implicara una repetición considerable. Las figuras semejantes al sacerdocio aparecían aquí y allí, pero sin demasiada continuidad. En Etruria, en la Edad del Hierro Temprana y en el periodo Arcaico, los magnates locales se basaron en el simbolismo sacro de las monarquías del Mediterráneo oriental, por ejemplo adoptando las esfinges en su imaginería[94], pero todos los intentos que hubieran podido hacer para establecer una autoridad religiosa permanente fueron escasos y de corta duración. Puede que esas iniciativas fueran visibles para sus contemporáneos cuando, en situaciones reales o en la imaginería, se usara sistemáticamente un lituus, el báculo curvado de un sacerdote (ilustraciones 7 y 8) en lugar de un hacha que señala el poder de un magistrado. ¿Era el lituus un símbolo del sacerdocio? ¿Lo era el hacha? Es revelador que primero veamos la experimentación con esos símbolos en el contexto de los entierros y solamente después en la iconografía fuera de las necrópolis[95].
7. Lituus, bronce; 36,5 x 2,5 cm, procedente de una tumba de cámara en Caere, Roma. Museo Nazionale di Villa Giulia. akg-images.
8. Denarios de Pomponio Molo, Numa con lituus en el reverso, 97 a.C. Fotografía: Classical Numismatic Group (CC-BY-SA 2.5).
También en la Roma de los siglos VI y V a.C. se reclamaba la autoridad religiosa. Se basaban en distintas razones y, una vez más, era algo que ocurría solo de manera ocasional. Como veremos, no había una concepción del papel estable del sacerdocio, nada parecido a una jerarquía coordinada[96]. Pero, ¿se podía encontrar una base para un sistema global, sostenido, de autoridad religiosa? La comunicación de los individuos con sus propios ancestros era sin duda importante, pero únicamente en el nivel local; habría tenido una relevancia muy marginal en el contexto de las ciudades cada vez más complejas y fortificadas. En cuanto a las tumbas latinas, algunas eran de hecho tan suntuosas que las podríamos llamar «principescas», pero no sabemos si estas, y mucho menos sus opulentos contenidos, siquiera eran visibles después de lo que deben haber sido sin duda unas ceremonias fúnebres igualmente opulentas[97].
Tampoco sabemos el alcance ni la visibilidad de otra práctica social de este periodo. El consumo de vino, que empezó en el siglo IX, se desarrolló durante el «periodo orientalizante» hasta formar una cultura del banquete, con cálices y jarras abriéndose camino hasta los lugares de culto y las tumbas[98]. El disfrute del vino siguió siendo una actividad de lujo, su uso regular se limitaba a las casas ricas. En el periodo posterior, este se asociaría con la imaginería dionisíaca[99]. Esto puede haber sido un antiguo legado, o tal vez un intento de dar legitimidad a un estilo de vida criticado dándole una pátina religiosa. En cualquier caso, en el Lazio se evitaron las descripciones prominentes de banquetes a partir del siglo V en adelante. En Veyes, e incluso en Anagni, por otro lado, había muchos que consideraban adecuado atraer la atención a su apego por la cultura del vino desplegando la parafernalia de los banquetes en los santuarios de culto[100]. Al menos en lo que se refiere al Lazio, no obstante, podemos rechazar la idea de que esta rama particular de la actividad religiosa apoyara el establecimiento de roles religiosos y de formas de autoridad permanentes. Se puede asumir, no obstante, que los bebedores (y en el Lazio se incluía a las mujeres) continuaban practicando impertérritos su rito cultural, que sin duda conducía a la conservación de sus redes sociales.
La religión italiana también se desviaba del patrón fijado por el antiguo Oriente en que no producía una literatura religiosa; a pesar de que se había adoptado la escritura, que se había desarrollado más y que se había difundido en la segunda mitad del siglo VIII. Esto no se debía a ninguna restricción sobre la erudición escrita. Es más probable que la disciplina etrusca, literaria y sacerdotal, simplemente llegara más tarde, como una reacción a la expansión romana más que como la marca original de una religión revelada. Pero esto será objeto de un capítulo posterior[101].
[1] Véase Scheid y Svenbro, 1996 sobre la productividad de la metáfora de tejer. Tomo el concepto de lo «especial» como un determinante general de la religión de Taves, 2009.
[2] Para un relato completo del sacrificio animal en la Edad de Bronce mediterránea véase Wilkens, 2012.
[3] Zuchtriegel, 2012; para su importancia en periodos posteriores véase Prayon, 1990, Giontella, 2011. Para un debate general sobre los depósitos véase Haynes, 2013.
[4] Véase p.e., Pezzoli-Olgiati y Rowland, 2011, brevemente en la p. 11.
[5] Sobre el término y su contexto investigador véase Rüpke, 2012h, 2013g, 2013f.
[6] Meyer, 2008.
[7] Un análisis completo en Raja y Rüpke, 2015b. Para un breve tratamiento de la «arqueología postprocesual», véase Cazzella y Recchia, 2013; sobre la construcción teórica de correlaciones entre los objetos, su biografía y su agencia véase Latour, 2005a y Hodder, 2012.
[8] Sobre la región mediterránea como teatro histórico véase Horden y Purcell, 2000, Woolf, 2003, Abulafia, 2005, Harris, 2005, y Horden y Purcell, 2005.
[9] Ridgway, 2000a, p. 181; Recchia, 2011; y Alberti y Sabatini, 2012.
[10] Snodgrass, 2000, p. 173.
[11] Bietti Sestieri, 2010.
[12] Cazzella y Recchia, 2009.
[13] Perdigones Moreno, 1991; sobre el contacto, López Castro, 2005.
[14] Véase Bresson, 2005, pp. 100-102; sobre los contactos entre Oriente Próximo y Grecia en la esfera religiosa véase p.e., Auffarth, 1991, Bremmer, 2008, y Burkert, 2011b.
[15] Bietti Sestieri, 2005, pp. 16-17.
[16] Malta: von Freeden, 1993; Gran Bretaña: Darvill, 2010, 221.
[17] Morris, 2009, p 66.
[18] Sobre la crítica, Smith, 2006.
[19] P.e., Gilman et al., 1981.
[20] Rathje, 2005, p. 26.
[21] Morgan, 2009, p. 54.
[22] Prayon, 2004b, pp. 88-89.
[23] Mazarakis Ainian, 1997, p. 394; Morris, 2009, p. 73; de Polignac, 2009, p. 429.
[24] Morgan, 2009, p. 53.
[25] Datación según Mazarakis Ainian, 1988.
[26] Mazzocchi, 1997, p. 179.
[27] Papadopoulos, 1980.
[28] Kyrieleis, 2008.
[29] de Polignac, 2009, p. 440.
[30] Bietti Sestieri, 2005, 18-19; Tore, 1983, p. 458.
[31] Lo Schiavo, 2002, p. 4.
[32] Ibid., p. 12.
[33] Tore, 1983.
[34] Lo Schiavo, 2002; véase también Torres Ortiz, 2005 para España.
[35] Kleibrink, 2000, pp. 443-444. Hay hallazgos semejantes en el caso de Roma, en la Casa de las Vestales: Argento, Cherubini y Gusberti, 2010, p. 81.
[36] Ibid., p. 441.
[37] Kleibrink, Kindberg Jacobsen y Handberg, 2004, p. 48; véase también Scheid y Svenbro, 1996.
[38] Esta interpretación se basa en Mauss, 1925.
[39] Véase p.e., Beijer, 1991.
[40] Para el ajuar funerario véase Laneri, 2007, 2011; Rieger, 2016.
[41] Zuchtriegel 2012, p. 235; sobre el templo en p. 259.
[42] Ibid., p. 269.
[43] Di Giuseppe y Serlorenzi, 2010.
[44] Luckmann, 1991.
[45] Comella, 1981 y 2005d.
[46] Cfr. para el Imperio, Rüpke y Woolf, 2013b.
[47] Van Rossenberg, 2005, p. 90.
[48] Wilkens, 2002, 2012, pp. 75-76.
[49] Agradezco este apunte a Julie Casteigt, investigadora del Max Weber Center.
[50] Gilman et al., 1981. El ajuar funerario se interpreta de esta manera; p.e., el depósito de armas como marca de un cambio en la homogeneidad social en Vulci (Cherici, 2005); véase también Putz, 1998.
[51] Aquí sigo la interpretación de Smith, 2005, pp. 76-77, aplicable a Roma (p. 78).
[52] Wilkens, 2012, pp. 57.
[53] Bartolini, 2013, p. 80.
[54] Van Rossenberg, 2005, p. 88.
[55] Pettitt, 2011.
[56] Buranelli, 1983, p. 117; la cronología está sometida a debate aún.
[57] Sgubini y Ricciardi, 2005, p. 526. Tabolli, 2013 establecía las temperaturas de la cremación entre los 600 y los 700 grados para Faliscan Narce en los siglos VII y VIII a.C.
[58] Van Rossenberg, 2005, p. 87.
[59] Cfr. Van Rossenberg, 2005, p. 87, y, de manera más general sobre las estrategias para la demarcación del espacio religioso en esta época, Van Dommelen, Gerritsen y Knapp, 2005; cfr. para Siria en el tercer milenio a.C., Porter, 2008. Sobre las formas de la necrópolis a lo largo de un periodo limitado en Tarquinia, véase Buranelli, 1983, p. 117.
[60] Para Tarquinia véase Steingräber, 1985a, p. 74.
[61] Para Orvieto, Prayon, 1975, p. 179; para Cerveteri, Izzet, 2007, p. 117.
[62] Marín Ceballos, Belén, 2005; Ridgway, 2000a, 2000b; Prayon, 2000.
[63] Colonna, 2000, pp. 258-259, registra esas diferencias entre las ciudades vecinas de Caere, Populonie, y Vetulonia en lo que respecta al acceso a las sepulturas y a la frecuencia y duración de los túmulos. Véase también Steingräber, 1985b, p. 35, con respecto a la orientación de las tumbas.
[64] Cuozzo, 2005.
[65] Smith, 2006, p. 145; sobre los problemas, por ejemplo, para identificar clientes: D’Agostino, 2005. En general Laneri, 2007, pp. 9-10.
[66] Rüpke, 2012b.
[67] Carroll, 2006; Carroll, Rempel y Drinkwater, 2011; Hope y Huskinson, 2011.
[68] Sobre la importancia de esta fase, Laneri, 2011, pp. 28-29.
[69] Croucher, 2012.
[70] Van Rossenberg, 2005, p. 88. Para una posible práctica en el siglo VI a.C. en Cortona de exponer el cadáver en un túmulo funerario, véase Prayon, 2010, p. 77.
[71] Kleibrink, 2000, p. 453.
[72] Zuchtriegel, 2012, p. 241.
[73] de Grummond, 2006; Radke, 1970, 1979.
[74] Pfiffig, 1975, pp. 240, 260, 277.
[75] Maggiani, 1997, pp. 431-432; Pfiffig, 1975, pp. 24; grupos de lengua estables: Renfrew, 1993, p. 48.
[76] Rüpke, 2012d. Sobre el concepto de apropiación que maneja de Certeau véase Füssel, 2006 y de Certeau, 2007.
[77] Descrito en el caso de Veyes por Maggiani, 1997, pp. 433-444.
[78] Lorusso y Affuso, 2008.
[79] Para una forma especialmente sofisticada de estas vasijas de bronces llamadas situla, cfr. Wamers et al., 2011, pp. 63-66. Sobre las figuras de bronce etruscas de los siglos VIII y VII a.C. véase Marchesi, 2011.
[80] Prayon, 1998a, Prayon, 2004b. No obstante, en algunos lugares había ejemplos aislados, p.e., los Gigantes de Mont’e Prama (siglos IX y VIII a.C.) o los menhires de Lunigiana desde el Neolítico hasta el siglo VIII o incluso hasta el siglo VI a.C. Para un debate más general sobre el papel de la difusión, véase Wilkinson, Sherratt y Bennet, 2011.
[81] Plinio, Historia Natural = Plinio. HN 35.152. Véase también Dioniso de Halicarnaso, 3.46.3-5, Estrabón, 5.2.2, y Roncalli, 1985, p. 75. Sobre la llegada de artesanos a Pithekoussai, el primer asentamiento griego en Italia, véase Scatozza Höricht, 2006.
[82] Prayon, 2004b. Las confusiones evidentes en la producción de dichos objetos señalan el empleo de modelos púnicos: Meissner, 2004.
[83] Véase Lemos, 2000 para Lefkandi.
[84] Mazzocchi, 1997.
[85] Kimmig, 1985.
[86] Para esta analogía, Holloway, 2005, p. 34.
[87] Torelli, 2011, pp. 3-4; Edlund-Berry, 2011; Lulof, 2011.
[88] Torelli, 2011, p. 5, fig. 4.
[89] Sobre el debate acerca de los posibles precursores véase Coarelli, 2011, pp. 49-50; pero véase también Zuchtriegel, 2012, p. 293.
[90] Izzet, 2000, 2007, pp. 130-142; véase también pp. 128-129 sobre paredes y dinteles. Cfr. para Grecia, sobre prácticas similares para dirigir la mirada mediante la colocación de frisos pictóricos o la construcción de un frontón en el templo véase Osborne, 2000.
[91] Kleibrink, Kindberg Jacobsen y Handberg, 2004.
[92] Bonghi Jovino, 2005. Sobre la discusión: Riva, 2010; Fulminante, 2014.
[93] Berardi Priori, 1997.
[94] Aigner-Foresti, 2000.
[95] Roth-Murray, 2005; Kleibrink, 2000, p. 458, y Bietti Sestieri, 2010, p. 274, defienden una postura diferente en el caso del Lazio así como Bietti Sestieri, 2011, p. 410 para Etruria. Sobre la clase completa de ruecas véase Gleba y Horsnaes, 2011.
[96] Rüpke, 2013a.
[97] Winther, 1997, p. 424.
[98] Botto, 2005.
[99] Batino, 1998, pp. 34-35.
[100] Zuchtriegel, 2012, pp. 259-262. Para estructuras y hallazgos rituales contemporáneos y posteriores en Anagni véase Gatti, Picuti, 2008, pp. 31-48.
[101] Véase infra, cap. VI.2: «Observación de uno mismo y del otro».