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La España de Franco y el exilio republicano
«Europa se ha convertido en una tierra inhumana,
donde sin embargo, todo el mundo habla de humanismo».
Albert Camus, ¡España Libre!
Terminada oficialmente la guerra el primero de abril de 1939, extinguido el fragor de las batallas, el estado de guerra se prolongó, no obstante, hasta 1948 por orden expresa de Franco, el «invicto Caudillo» y Generalísimo de los ejércitos victoriosos. Sus intenciones quedaron claras en un discurso radiado, ya en las postrimerías de la guerra: «Un estado totalitario armonizará en España el funcionamiento de todas las capacidades y energías del país […]». No fue una baladronada ni algo que se dice gratuitamente. «España no era, en consecuencia una excepción ni el único país donde el discurso del orden y del nacionalismo extremo se imponían al de la democracia y la revolución. La victoria de Franco fue también una victoria de Hitler y Mussolini. Y la derrota de la República fue asimismo una derrota de las democracias» [Casanova, 2013].
La violencia política y la exclusión social pasaron a ser habituales en la vida cotidiana. El afán de perpetuarse generó un régimen, el franquista, que llevó a cabo una política sistemática de exterminio de «rojos» y en particular de los cuadros dirigentes y medios de todas las fuerzas políticas y sindicales que, en el marco del extinto Frente Popular, habían dado sostén a las instituciones republicanas. Y esto no era nuevo, pero si más intenso y extenso. Suponía implantar, a escala nacional, la brutal represión que el «ejército de ocupación» ejercía desde 1937 en las plazas conquistadas. ¿Cuáles eran los propósitos de tal despropósito? «La finalidad de esta represión […] no consistía en asegurar la victoria militar, sino en una depuración masiva de los vencidos hasta erradicar por completo todo lo que los vencedores tenían como causa del desvío de la nación, según dijo el mismo Franco (…) había que enderezar la nación torcida.» [Di Febo y Juliá, 2015].
La represión pasó a formar parte del sistema mismo en los primeros años de posguerra y así se mantuvo hasta la muerte del dictador. Julio Aróstegui, Paul Preston, Santos Juliá, Julián Casanova, Matilde Eiroa, Francisco Espinosa, Francisco Moreno, Solé y Sabaté, Mirta Núñez, etc., han trabajado recientemente el tema de la represión en diversos libros y publicaciones.
Para llevar a cabo los planes de exterminio, con la impunidad que concede una legislación hecha a la medida, el nuevo régimen se dotó de los instrumentos jurídicos necesarios para «legalizar» las mayores atrocidades. Los consejos de guerra sumarísimos, que solían acabar en fusilamientos, se hicieron frecuentes. «Al menos 50 000 personas fueron ejecutadas entre 1939 y 1946» [Casanova, 2013]. Se incrementó el número de cárceles, se habilitaron campos de concentración en los lugares más inhóspitos y peregrinos donde los vencidos sirvieron como trabajadores esclavos; colonias penitenciarias militarizadas, en las que se implantó la «redención de penas por el trabajo». Un inframundo, concebido desde el poder franquista como un fin en sí mismo. Una «política de la venganza» —como afirma Preston— en toda regla.
Un angustioso final
Tras las batallas del Ebro y Segre; tras la caída de Barcelona y Lleida, la guerra estaba, militarmente al menos, perdida para la Segunda República española. Miles de combatientes se vieron cogidos en una trampa entre los Pirineos y la frontera de la vecina República francesa. La situación militar —en plena retirada— les forzó a internarse en territorio francés, atravesando por diversas localidades una frontera que se asemejó por momentos a un queso de Gruyère. A estos españoles les estaba reservada una angustiosa aventura, que para unos terminó de forma rápida y trágica con su muerte. Para otros se prolongó en el tiempo dando lugar a numerosas vicisitudes. Una de tantas conducía a través de la participación en la Resistencia francesa contra los nazis, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial —como veremos— a la resurrección de las guerrillas españolas.
La derrota total de las armas republicanas culminaría, no obstante, dentro de las fronteras españolas. Las unidades que defendían Madrid, muy mermadas y sin la moral que solo proporcionan las victorias, aún resistían. Buena parte de la flota permanecía en Cartagena, y ciudades como Alicante y Valencia continuaban leales al Gobierno de Negrín. El coronel Casado, al sublevarse —en busca de una imposible paz pactada con Franco—, secundado por Wenceslao Carrillo, Besteiro y por el propio general Miaja —otrora defensor invicto de la capital— asestó un golpe mortal a la ya débil Segunda República. Desató una guerra interna que precipitó el final de la misma. Cipriano Mera derrotó a las tropas leales al gobierno al mando de Barceló y rindió Madrid (marzo de 1939), de manera vergonzante. La traición de Casado fue a la postre decisiva, en este sentido [Graham, 2005].
Todo se precipitó. Se impuso el instinto de supervivencia. Millares de personas, combatientes y civiles, esperaron en el puerto de Alicante los últimos días de marzo de 1939, a unos barcos británicos que nunca se presentaron al rescate, mientras las tropas italianas de Gámbara ocupaban la ciudad. La flota republicana comandada por el almirante Buíza abandonó Cartagena para —según explicó más tarde— no entregar los buques al enemigo.
En este angustioso final de la Guerra Civil se superponen dos hechos que suelen tratarse juntos, pero que de alguna manera deberíamos diferenciar: una retirada militar, por un lado, y un éxodo masivo de la población civil procedente en su mayoría de Cataluña y Aragón, que acompañó a los soldados, por otro. La llamada Retirada, así considerada, fue esencialmente, una operación militar que no contemplaba la riada de civiles que fue encontrando e incorporando a su paso; un éxodo masivo un tanto difícil de explicar. Ambos fenómenos desembocaron en lo que hemos convenido en llamar exilio republicano español de 1939.
El «exilio francés» y otros exilios
Ningún escenario final de la guerra ha sido tan mediático y retratado como el del paso de la frontera francesa, con secuencias dramáticas repletas de niños con sus madres, de tullidos, ancianos y enfermos; familias enteras, cargadas con sus enseres, desvalidas ante un futuro tan incierto como sobrecogedor, mientras que las unidades militares republicanas eran desarmadas por agentes de la Gendarmería y soldados coloniales para ser luego organizados en cuerdas de presos y llevados a los campos de internamiento —concentración— bajo vigilancia.
El objetivo, tanto para civiles como para militares de este exilio, era encontrar refugio en el país vecino. Vivir bajo la condición de réfugié politique implicaba, en cierto sentido, la aceptación de una derrota militar, pero con el reconocimiento del perdedor y por ende el respeto a su orgullo y dignidad como persona, como combatiente que esperaba una acogida humanitaria.
Sabemos, por la historiografía, así como por los abundantes testimonios existentes, que esto no fue así, al menos durante el año 1939 y los dos siguientes. Se generó una situación nueva no deseada ni por franceses ni por españoles. El Gobierno y las instituciones de la Tercera República Francesa no pudieron ni supieron, tal vez no quisieron, acoger esta riada humana que les superaba en los departamentos pirenaicos, algunas zonas del Midi y otros lugares, en una proporción de más de dos refugiados españoles por cada uno de los habitantes franceses. A estos factores poblacionales debemos añadir la torpe aplicación de unas timoratas políticas migratorias por parte de una administración presionada por la activa propaganda de la ultraderecha francesa de vocación racista y anticomunista. Todo español procedente de la Guerra Civil era para estos propagandistas, un comunista con «el cuchillo en los dientes», incendiario de iglesias y comecuras. Pronto la situación de estos exiliados se agravó, al tener los franceses el enemigo germano a las puertas.
Es así como de la presunta consideración de refugiados políticos se pasó a la de internados, un eufemismo utilizado para no usar —deliberadamente— las palabras prisionero, detenido, deportado, etc. Los españoles fueron masivamente internados —concentrados como prisioneros— en diversos campos —nueve principales y multitud de secundarios— que algunos autores han calificado —en muchos casos— como «de castigo». Por diversas razones, un buen contingente de excombatientes fue enviado a los campos del norte de África, y entre 8 000 y 10 000 republicanos más, prisioneros de los nazis y considerados apátridas, fueron enviados al campo de trabajo y exterminio de Mauthausen, donde muchos acabarían perdiendo la vida. Un tratamiento injusto y desproporcionado que suponía el ejercicio de la violencia política sin discriminaciones. En el caso de los que quedaron en Francia y pasaron por sus campos sufrieron esa violencia en un grado intermedio, en relación con lo que esto mismo suponía en países como Alemania, Austria o Polonia, incluso en Argelia. Por comparación, los campos franceses venían a ser como el purgatorio, o sea, la antesala del infierno de los campos nazis.
Todavía no se ha explicado satisfactoriamente este capítulo de la desolación humana a pesar de la existencia de numerosos trabajos sobre el tema y aunque no es misión de este hacerlo, pero sí el de dejar algún apunte que pueda mover a la reflexión. ¿Por qué la población civil de las regiones españolas citadas, inició lo que más bien parecía una huida masiva al finalizar la Guerra Civil? La primera explicación es el miedo incontenible ante las represalias de los vencedores, las tropelías cometidas por el «Ejército de ocupación», etc. Pero esta explicación no parece suficiente.
Una cosa era la represión exterminadora que se cernió sobre los dirigentes políticos republicanos «rojos», los jefes y oficiales de su ejército, sobre los funcionarios públicos —los maestros de escuela en particular—, que fueron hechos prisioneros, depurados y vejados; las constantes ejecuciones de resistentes y enemigos destacados…; y otra la posibilidad de que el conjunto de la población civil, individualmente considerada, sufriese semejantes castigos. ¿Pudo la sobreabundancia de prácticas represivas como la detención, la tortura, el internamiento en cárceles y campos, o la ya esperada exclusión social, ser el motor de esta gigantesca oleada de centenares de miles de personas de toda edad y condición social y laboral, que se lanzaron a ganar a toda costa la frontera francesa?
Desde luego que pudo ser así, pero no resultaría impensable dejar de considerar otras perspectivas y posibilidades que puedan ofrecer conclusiones diferentes desde la psicología de masas, desde la sociología o desde las teorías de comportamiento humano globalizado, que no tienen por qué considerarse tan solo como acontecimientos históricos reseñables. El enigma parece mayor cuando consideramos que más de un tercio de la población española, ya exiliada en Francia, decidió volver a España con prontitud. A la España de Franco, a la de la paz de los cementerios, la del silencio, la del hambre y la represión. La intensidad de los lazos familiares influyó en no pocas de estas decisiones que marcaron el camino de retorno; también el disponer de una salud precaria, o el padecer enfermedades incurables como fue el caso del soldado Broseta Domingo [Vidal Castaño, 2013]. El contexto político y social tampoco invitaba a quedarse: la invasión alemana, el régimen pronazi de Vichy, la estela —en definitiva— de una nueva guerra de carácter europeo y mundial.
Mientras se producía el exilio republicano de 1939 tras la derrota de sus ejércitos, sería bueno dar un repaso a la situación organizativa de los partidos políticos y fuerzas sindicales en el interior de España.
De sacrificios y silencios
Los organismos dirigentes e institucionales republicanos dejaron de existir y las personas que estaban a su cargo salieron mayoritariamente del país, por lo que no cabe hablar de la existencia como tal de ninguna asociación de carácter político organizada en el interior de España durante los primeros años del franquismo. El régimen del general Franco, absoluto dominador de todas las palancas del poder, no daba opción ni resquicio a la existencia, no ya de grupos de oposición, sino de formas de organización distintas a las que integraban el partido único del régimen: el Movimiento Nacional. En este «movimiento» convivía una amalgama de falangistas —omnipresentes y políticamente dominantes hasta 1942—, monárquicos de diversa laya, carlistas y políticos conservadores, formando un magma que se alteraba con frecuencia.
La mayor habilidad política de Franco, reconocida como tal por sus biógrafos, desde Juan Pablo Fusi a Paul Preston, «fue su capacidad para equilibrar las fuerzas internas de la coalición nacional» [Preston, 1994]. Franco no podía permitirse el lujo de poner en riesgo sus vínculos con el Ejército y la Iglesia católica, así como de acrecentar su influencia acerca de las Fuerzas del Orden Público —Policía, Guardia Civil, etc.—. Por todo ello, y por el declive de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, no vacilará en apartar políticamente de su lado y de la cúpula del poder institucional a Ramón Serrano Suñer, demasiado escorado hacia posiciones nazifascistas, que sin embargo eran del máximo agrado del dictador, y sustituirlo en septiembre de 1942 en la cartera de Exteriores, por el general Gómez-Jordana Sousa. Un ajuste de equilibrio que ayudaba a reubicar la política exterior del régimen sin alterar su naturaleza antidemocrática.
Ibáñez Salas, en su síntesis sobre El franquismo remarca «el respaldo evidente» de la jerarquía de la Iglesia católica al franquismo. «El Nuevo Estado que ha de surgir de entre las cenizas del campamental […] tiene una base ideológica que puede unir al nacionalsindicalismo: el catolicismo nacional, la unión indisoluble entre el Estado y la religión dogmática proveniente de la Roma vaticana y tan española». Sin «la máscara y el culto» que la Iglesia forjó en torno al dictador «Franco hubiera tenido muchas dificultades para mantener su omnímodo poder», y añade que el dictador, recién ganada la guerra, no solo se enfrentaba a la reconstrucción del país sino a tratar de «integrar y dosificar las diferentes corrientes políticas que le habían servido de apoyo para alcanzar su victoria [...]» Estas familias políticas «conformaban un extraño pluralismo que, no obstante, formaba el llamado bloque dominante» [Ibáñez Salas, 2013].
Por el contrario, las que habían sido fuerzas que integraron el Frente Popular durante el período republicano, así como las sindicales, además de ser consideradas ilegales habían desaparecido en algunos lugares, incluso físicamente. No podemos hablar más que de intentos de reorganización de dichas fuerzas, dirigidos normalmente desde el exterior. La mayoría de los militantes y dirigentes medios o de un rango mayor habían pasado a habitar directamente los campos de concentración y las cárceles franquistas, o se encontraban ya ubicados en sus diversos exilios en Francia, México, norte de África, Puerto Rico, Estados Unidos, Argentina, Chile, centro de Europa, Reino Unido, etc.
Mención aparte merece la masonería, objeto de particular animadversión del dictador, entre otros motivos porque notables personalidades políticas republicanas pertenecían o estaban vinculadas a la hermandad. Franco, en su histérica fobia por esta peculiar sociedad, les hacía culpables de liberalismo fuente, —junto a la democracia— de todo mal, germen de la anti-España y las ideas disolventes de carácter extranjerizante, madre de todas las conspiraciones en contubernio con judíos y comunistas. Los agentes del Cuerpo Superior de Policía compartían la visión del jefe del Estado. No hay más que leer, en relación con este momento histórico, algunos párrafos de La República en el exilio. 1939-1957, obra de notable extensión, pródiga en descalificaciones e infundios, del que fue director de la Escuela Superior de Policía del régimen franquista, Eduardo Comín Colomer.
En muchas ocasiones, era en las cárceles y centros de detención donde se iniciarían los primeros intentos espontáneos de reorganización de la oposición política al franquismo. El partido de los comunistas, completamente desintegrado en el interior tras la finalización de la guerra, comenzó a reorganizarse en las cárceles [Estruch, 2000].
Según Fernández Vargas, «Desde los primeros momentos, se intentará establecer enlaces [los dirigentes del exterior] con el interior. Enlaces frecuentemente truncados por la represión, y, pese a casi todo, siempre rehechos». Reorganización poco menos que imprescindible para el mantenimiento de la «integridad moral y psicológica de hombres y mujeres sometidos a presiones inhumanas» [Fernández Vargas, 1981].
Veamos brevemente la situación concreta de los partidos y organizaciones que, poco a poco, formaron la oposición política al régimen de Franco en la España del interior, durante el período comprendido entre 1939, con el caótico final de la guerra, y los años cincuenta del pasado siglo.
La situación de las organizaciones republicanas propiamente dichas, en particular lo que había sido el partido del presidente Manuel Azaña, Izquierda Republicana, y otras pequeñas organizaciones afines, dejaron prácticamente de existir en el interior. Los tímidos intentos de reorganización, promovidos por militantes aislados, no dieron fruto alguno. El grueso de esta organización se repartió entre los lugares del exilio: Francia y México, principalmente. Durante años funcionó un comité de dirección de este partido integrado por republicanos notables que habían formado parte, en algunos casos, de gobiernos anteriores al exilio. Se llegó a constituir un Gobierno republicano en el exilio, con presidentes de distintas formaciones políticas del antiguo Frente Popular, principalmente socialistas, pero las divisiones internas y la propia fragilidad institucional dieron al traste con su existencia.
A través de esta institución y de los grupos republicanos se creó una red clandestina de apoyos para control de los pasos fronterizos con Francia y el intento de constituir un movimiento guerrillero armado (entre 1945 y 1947) de carácter estrictamente republicano, sobre el que volveremos más adelante.
Tampoco la presencia del movimiento anarquista y de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en la España del interior tuvo una relevancia acorde con lo que fue y representó durante el periodo republicano y la Guerra Civil. Los núcleos anarcosindicalistas fueron un débil reflejo de las organizaciones de esta índole que se desarrollaron, sin embargo, en algunas poblaciones francesas donde tuvieron amplía presencia, con periódicos y publicaciones circulando en las calles, en particular en Toulouse y París. Todo ello, sin duda, animó los intentos de consolidar una guerrilla urbana en Barcelona. También se dieron casos de transfuguismo. Algunos dirigentes obreros fueron captados, por extraño que pueda parecer, por la Organización Sindical franquista, más conocida como «El Vertical», para nutrir de cuadros a sus sindicatos de rama en el metal, construcción y sobre todo los transportes.
Las divisiones internas entre partidos y grupos que habían dado sustento a la política del Frente Popular mermaron considerablemente las posibilidades de establecer una coordinación mínimamente efectiva cuando pasaron a ser oposición en el exterior de España. En el interior, seguía vigente la ley del 9 de febrero de 1939 sobre sanciones y responsabilidades políticas —que consideraba sujetos a responsabilidad a los mayores de catorce años, aunque luego se atenuara elevando esta edad a los dieciocho—, a la que se sumaron nuevas leyes represivas. Existía un fuerte control gubernativo sobre las reuniones públicas, reguladas por normas y decretos emitidos por el Boletín Oficial del Estado (BOE). Los sucesivos gobiernos de Franco disponían de organismos y recursos más que suficientes para hacer cumplir sus leyes. Pueden servir de ejemplo las disposiciones existentes sobre los pasaportes y el uso restringido de los mismos. Era necesario para obtenerlos y poder así viajar al extranjero, el correspondiente certificado de penales, amén del certificado de buena conducta moral y religiosa expedido por la Guardia Civil, las jefaturas locales de Falange y los curas párrocos correspondientes [Fernández Vargas, 1981].
Como caso extremo del celo puesto por los sicarios del régimen en el asunto de las identificaciones, se cita el caso del militante comunista Heriberto Quiñones, «hombre clave en el resurgimiento del PCE bajo el régimen franquista» [Heine, 1983]. Quiñones fue detenido el 30 de diciembre de 1941, y ante su resistencia a identificarse a pesar de las torturas, apareció en un anuncio del periódico ABC como un hospitalizado desconocido por «no tener documentación que le identifique». Quiñones fue fusilado en Madrid el 2 de octubre de 1942, atado a una silla. No podía ponerse de pie debido a las torturas a las que fue sometido en comisaría. La historia de Quiñones que, según fuentes oficiales del PCE, operaba siguiendo las directrices de la Internacional Comunista, es asfixiante. Fue considerado un usurpador e incluso un traidor. Su trágica historia viene a ser el paradigma de la dureza y el sacrificio de la militancia clandestina contra la dictadura. Tuvieron que pasar varios años para que Quiñones fuera rehabilitado por su propio partido. El libro de David Ginard, Heriberto Quiñones y el movimiento comunista en España (1931-1942), nos acerca la vida y muerte de este revolucionario profesional, tan víctima de la policía franquista como del fuego amigo.
El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tuvo en estos años los mismos problemas que los demás grupos sobre cuestiones organizativas, pero cabe añadir algunos específicos que se concretan en los enfrentamientos entre algunos de sus dirigentes —declaradamente anticomunistas— con los dirigentes del PCE [Fernández Vargas, 1981]. Se produce, entre los socialistas, un paulatino abandono de las tesis marxistas y un acercamiento hacia los modelos socialdemócratas vigentes en algunos países de Europa. El PSOE abundó en la división interna entre sus dirigentes Juan Negrín e Indalecio Prieto, mientras que otros como Julián Besteiro —fallecido en la cárcel de Carmona— y Francisco Largo Caballero —prisionero en el campo de Oranienburg, cerca de Berlín, entre 1942 y 1945— serán olvidados pese a su relevancia en la guerra. Julián Besteiro, apresado por los franquistas, falleció a consecuencia de una septicemia aguda que contrajo al limpiar los retretes de la prisión sevillana con una mano herida y Largo Caballero al serle amputada una pierna, para salvar su vida, en un hospital de París en 1946.
Las divisiones políticas entre los dirigentes socialistas se trasladaron con facilidad a sus bases, divergencias que prosiguieron en el exilio en los organismos de ayuda a los refugiados, como fueron la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE) en manos de Prieto, y el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles (SERE) bajo control de Negrín. En el interior, los únicos miembros organizados se encontraban también en las cárceles. El informe de Rodolfo Llopis —elegido secretario general en 1944— recogía un trabajo titulado Clandestinidad y exilio, en el que se daba a conocer la existencia de unos dos millones de hombres encarcelados. Solo en Madrid hubo veintidós prisiones con más de 15 000 presos, entre ellos los principales dirigentes de las agrupaciones políticas y los responsables de la Unión General de Trabajadores (UGT).
El PSOE asiste a un agónico sacrificio de su legitimidad republicana «sin signo institucional definido» quedando, por así decirlo, «reducido a un recuerdo histórico» que solo dispondrá de vida orgánica en el exterior, en espera de una refundación [Juliá, 1996]. En líneas generales, su política se inclinaba hacia la realización de pactos y alianzas con otras fuerzas de allende las fronteras, dejando prácticamente abandonado el frente interior; desapareciendo así de la política española durante las primeras dos décadas de la dictadura.
También los partidos nacionalistas de Cataluña, Euskadi, Galicia y otras regiones españolas, experimentaron un importante reflujo en sus respectivos escenarios de actuación. Citaremos seguidamente algunos detalles relativos a estos partidos en Cataluña y Euskadi por su mayor influjo en la política del Estado.
La derecha nacionalista catalana permanecía agazapada entre los sectores privilegiados de la alta burguesía y de la estructura empresarial, en espera de tiempos mejores. Algunos de sus prohombres aprovecharon algún que otro corto exilio para afianzar contactos exteriores, prestos a sintonizar en las distancias cortas con el franquismo, del que pronto pasaron a ser parte consustancial.
La formación política de Cataluña más influyente durante la Guerra Civil, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), sufrió un duro golpe tras la detención en el extranjero de su máximo líder y Presidente de la Generalitat de Catalunya, Lluís Companys. Devuelto por las autoridades del régimen de Vichy a Barcelona, y tras un corto y ejemplar juicio sumarísimo, por vía militar, fue condenado a muerte y ejecutado en octubre de 1940, en las tapias del castillo de Montjuïc. Este asesinato «legal» encrespó a buena parte de la opinión pública catalana, cuya clase política siempre tendría desde entonces presente como una reivindicación pendiente la rehabilitación de la figura de su expresidente. La base militante de su partido se dispersó, subsistiendo a duras penas como una formación política clandestina con escasa influencia durante el franquismo.
En Euskadi, el influyente Partido Nacionalista Vasco (PNV) sobrevivió en el exilio a duras penas y con precaria incidencia en los medios políticos. Su líder, el exlendakari (presidente de Euskadi) José Antonio Aguirre y Lecube, escapó de la Gestapo pasando por Francia, Bélgica, Alemania, Suecia y América de Sur, recalando en Nueva York, para volver definitivamente a Francia y fallecer en París en marzo de 1960.
Uno de los dirigentes del PNV, Jesús de Galíndez, representante del gobierno de Euskadi ante el gobierno estadounidense, protagonizó todo un thriller político al ser secuestrado, torturado y asesinado en 1956. Su desaparición, en la República Dominicana, se atribuye a la policía del dictador Leónidas Trujillo, que había recibido el encargo directo de los agentes del FBI, quienes secuestraron a Galíndez en Nueva York, para entregarlo al gobierno dominicano. Manuel Vázquez Montalbán, en su novela Galíndez, reconstruyó esta historia, al parecer, de manera muy próxima a lo ocurrido.
Una escisión del PNV formaría la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA) en 1958, cuyos atentados afectaron selectivamente a dirigentes políticos, empresariales o militares, comprometidos con la dictadura de Franco. Con la decadencia del régimen y la llegada de la democracia, ETA incrementará el uso de la violencia, ejerciéndola de manera masiva e indiscriminada, sustituyendo las pistolas por las bombas.
El inmenso vacío político dejado por los principales partidos, apenas puede colmarse con los sacrificios y el heroísmo de uno solo, el PCE, que con todas sus miserias y grandezas, constituyó, durante buena parte del franquismo, la única oposición organizada frente al régimen de Franco, cuyos guardianes no escatimaron esfuerzos por combatirlo; partido que en gran medida será el germen del futuro movimiento guerrillero antifranquista.
Con las organizaciones sindicales ocurrió lo mismo que con las políticas. Ya hemos visto el caso de la UGT, reducida, cada vez más, a ser una correa de transmisión del PSOE. En 1945, forma parte de la Federación Sindical Mundial (FSM), pero al ser acusada de «instrumento de acción del Gobierno ruso» hubo de abandonarla. El resultado de estos vaivenes fue la aparición de una nueva Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL), que tendría una marcada posición antifranquista y a favor de «la defensa de la democracia y la libertad contra cualquier totalitarismo», por lo que fue apoyada por los sindicatos norteamericanos. Hasta 1944 no se reúne en el exilio el I Congreso de la UGT.
La CNT, tan fuerte en tiempos de guerra y revolución, se irá diluyendo hasta quedar bastante mermada, aunque siguió funcionando su aparato de propaganda, adobado con publicaciones de libros y labores de extensión cultural. Como hemos apuntado, algunos de sus cuadros operativos en el interior se integraron en la maquinaria del sindicato vertical franquista en diversas empresas e incluso contribuyeron a la consolidación de las sociedades anónimas laborales, caso, por ejemplo, de la Sociedad Anónima Laboral de Transportes Urbanos de Valencia (SALTUV), que logró mantener la paz social durante años en beneficio del régimen, a través de un amago de convenio colectivo que mejoraba escasamente las condiciones de explotación de los trabajadores.
Por su parte, el PCE, con el apoyo de movimientos cristianos de base y pequeños grupos obreros de oposición al franquismo, lograría poner los cimientos para la construcción de una organización sindical de nuevo tipo: Comisiones Obreras (CCOO), que trabajaron en las empresas de los años cincuenta del pasado siglo por conseguir reivindicaciones salariales y mejoras laborales concretas, tras haberse ganado la confianza de muchos de sus compañeros desde sus antiguos puestos de enlaces y jurados a lo largo del primer franquismo. La primera de estas CCOO reconocida como tal funcionó en Asturias, a partir de 1957 en la mina La Camocha.
La España de la inmediata posguerra era política y culturalmente un erial, con una economía atascada y autárquica; una sociedad premoderna al servicio de un régimen parafascista o, si se quiere, «fascistizado» [Saz, 2004]. Régimen, que teniendo las de perder en el concierto internacional no tardó en sumergirse en el nacionalcatolicismo, suma teológica de la españolidad más rancia e integrista.