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El impacto de la Segunda Guerra Mundial
«Lo maté porque tenía una pistola.
¡Y da tanto gusto tenerla a mano!».
Max Aub, Crímenes ejemplares.
En junio de 1940, cuando las divisiones blindadas germanas invadieron Francia por las Ardenas —la ruta inesperada—, tras aplastar la resistencia belga y holandesa, miles de exiliados españoles procedentes de los campos de internamiento franceses se habían incorporado forzosa o voluntariamente a las Compañías de Trabajadores Extranjeros (CTE) y los Batallones de Marcha (BM). Ser mano de obra prácticamente esclava en la agricultura, en la industria, en las minas o en la construcción de grandes obras militares, facilitó a los jóvenes republicanos españoles la salida de los campos, sin que ello supusiera una mejora sustancial de sus precarias condiciones de vida.
De los campos al trabajo esclavo
Los trabajos eran muy duros. Las jornadas se sucedían agotadoras y monótonas mientras la comida y la ropa adecuada escaseaban. En los BM, el Gobierno francés compensaba a cada trabajador con «una paga diaria de cincuenta céntimos, un paquete de cigarrillos y un sello para mandar cartas a sus familiares». Aunque las cifras nunca acaban de encajar del todo, cerca de doscientos mil refugiados —en su mayoría civiles no excombatientes— optaron por el retorno; unos cincuenta mil se embarcaron con destino a las Américas, sobre todo rumbo a México. Se calcula que otros tantos optaron por incorporarse a la Legión Extranjera, prefiriendo el salario del miedo al salario del trabajo esclavo.
En los campos de concentración, quedaron —más allá de 1940— los hombres mayores, los enfermos, los mutilados y los considerados «indeseables»; es decir, políticamente peligrosos. No eran delincuentes, sino exdirigentes, jefes y oficiales del Ejército Popular de la República (EPR) que, por los informes enviados desde España, el mando francés consideraba a priori capaces de sublevarse contra su autoridad. Hacía tan solo un año y cuatro meses que poco menos de medio millón de españoles había atravesado la frontera francesa con la intención de solicitar asilo político o refugio temporal, pero el maltrato recibido en los campos, la presión constante de las autoridades francesas haciéndose eco de las falsas promesas del régimen franquista, amén de motivos personales, habían roto miles de ilusiones.
De la línea Maginot a las estepas rusas
Miles de españoles participaron activamente en la Segunda Guerra Mundial, que era también una guerra civil europea entre nazifascistas y antifascistas, entre regímenes totalitarios y democráticos, entre la ferocidad de un capitalismo financiero de nuevo cuño y las barreras de un capitalismo desfasado ante los retos de la mundialización. La Guerra Civil española había sido, sin duda, con toda su modestia y crueldad, la antesala de todo aquello.
Franco, que en este contexto, tenía ambiciones de expansión territorial en África y de ser admitido como aliado en el Eje, tuvo que conformarse con enviar al frente ruso, entre 1941 y 1943, la conocida como División Azul, formada por unos 45 000 hombres —en su mayoría falangistas— al mando inicialmente del general Agustín Muñoz Grandes, luego sustituido por el general Emilio Esteban Infantes. La unidad, integrada en la 250 división de la Wehrmacht —Ejército de tierra—, luchó en Novgorod (río Voljova) y en el cerco de Leningrado (Krasny Bor), frentes en los que cosechó unas 16 000 bajas. Aunque la División Azul no llegó a conocer toda la inmensidad de la derrota alemana en Stalingrado, el entonces capitán Aramburu Topete sostenía que «estaba convencido de que los alemanes no ganarían, cuando vi que llegaba el primer invierno sin haber logrado la victoria».
Por su parte, cerca de ochocientos comunistas españoles exiliados en la URSS, comisarios políticos, soldados, jefes y oficiales del EPR, pilotos, artilleros, paracaidistas, etc., lucharon en las filas del Ejército Rojo por la defensa de Moscú y Leningrado y en otros muchos frentes: el mar de Azov, Bielorrusia, Ucrania o el Báltico. Buena parte procedía del XIV Cuerpo de Guerrilleros y se integró con facilidad en las avanzadillas partisanas del NKVD, interviniendo en misiones peligrosas y secretas que, a veces, quedaban inconclusas.
Un buen ejemplo fue la misión encomendada a un escogido grupo de guerrilleros que, tras duro entrenamiento y vistiendo uniforme alemán con distintivo divisionario español debía «liquidar» al comisario general de Alemania en los Países Bálticos, el mariscal Von Reitel, tras penetrar en su cuartel general de Vilnius (Lituania). Secundariamente, los partisanos debían capturar al jefe de la División Azul, aprovechando su aspecto de oficiales de dicha unidad. El comando «Guadalajara», ese fue el nombre que escogieron [Arasa, 2005], formado por cinco hombres al mando de José Parra, fue trasladado, en abril de 1944, por un Douglas desde las afueras de Moscú hasta una base soviética cercana al teatro de operaciones. Lograron, no sin dificultades, infiltrarse entre los voluntarios de Franco, constatando, por ejemplo, la «escasa simpatía» que existía entre estos y los soldados alemanes. Cuando estaban a punto de consumar con éxito la misión, fue abortada por el mando porque se había iniciado la gran ofensiva soviética destinada a ocupar dicho territorio.
En estas historias acaecidas en la URSS encontramos nombres familiares, como los citados Peregrín Pérez, o el propio jefe del XIV Cuerpo, el coronel Domingo Ungría. Perduran varias leyendas, entre ellas la del enlace motorizado Josep Gros, alias «Antonio el catalán», amigo personal de Santiago Carrillo, que planificó y llevó a cabo diversas acciones guerrilleras de mérito, como la voladura de doce kilómetros de la carretera Moscú-Leningrado impidiendo el pase de los blindados alemanes, tras haber dejado pasar a los suyos. Fue condecorado varias veces; sin embargo, años más tarde, en su papel de interlocutor entre la dirección del PCE y los maquis en España, fue claramente cuestionado por estos últimos, y —como veremos más adelante—, corresponsable de la liquidación física de guerrilleros disidentes.
Pero al lado de estos imaginarios salpicados por la épica guerrera, encontramos lo que era el pan nuestro de cada día para los republicanos españoles refugiados en Rusia: el hambre y la miseria cotidianas, incluso, durante la guerra, para aquellos privilegiados que habían sido admitidos en la famosa academia militar Frunze. Conseguir una ración diaria de alimentos era casi un milagro.
Pasados los primeros tiempos en los que los niños evacuados desde España fueron muy bien atendidos, la Segunda Guerra Mundial hizo que acabaran prácticamente abandonados. Trasladados, para protegerlos de los combates, a las repúblicas asiáticas, algunos murieron en el viaje, y otros muchos se perdieron; sobrevivieron mendigando o robando, organizados como pandilleros, etc. Los que fueron repescados trabajaron a la fuerza en las fábricas de armamentos o como auxiliares en tareas militares domésticas.
La suerte de las mujeres fue diversa, siempre cercadas por las hambrunas, el trabajo en condiciones de esclavitud y los abusos sexuales. Las excepciones fueron las esposas o acompañantes de los dirigentes políticos y militares, lo que no eximió a Dolores Ibárruri de la congoja por la muerte de su hijo Rubén, caído en la defensa de Stalingrado, ni de ese mismo dolor a Margarita Nelken, exiliada en México, al conocer la trágica suerte de su hijo Santiago, también caído en el frente ruso.
De «La Nueve» a la muralla atlántica
Iniciada ya la batalla de Francia, muchos ex combatientes republicanos se adscribieron a diversas unidades del Ejército de la Francia Libre que dirigía desde Gran Bretaña el general Charles de Gaulle. Este ejército, a las órdenes del general Leclerc —futuro libertador de París—, incluía fuerzas de la Legión Extranjera donde formaban españoles salidos de los campos de trabajo norteafricanos, que operaron en el norte de África (Túnez, Orán, etc.) en batallas que enfrentaron a los ejércitos aliados con tropas italianas y contra las unidades blindadas del mariscal Rommel. Se luchó en las ciudades y en los desiertos.
Algunos de los mejores destacamentos legionarios estaban formados casi íntegramente por españoles. El ejemplo más glosado y popular «La Nueve», una unidad blindada, creada en febrero de 1943 y que formó parte del tercer batallón del Regimiento de Marcha del Chad, más conocido como «el batallón hispano». Los avatares de «La Nueve», cuyos componentes frisaban los 19 años cuando se inició la Guerra Civil española en 1936, están recogidos con minuciosidad en el libro publicado por Evelyn Mesquida: La Nueve. Los españoles que liberaron París (2010). Fueron los primeros en entrar en la capital francesa rindiendo al destacamento alemán que controlaba el Ayuntamiento alzando al tiempo la escarapela francesa y la tricolor de la extinta República española. En agosto de 1944, desfilaron por los Campos Elíseos, en sus blindados bautizados al efecto como Guadalajara, Belchite, Brunete, Teruel, al mando de sus jefes, el capitán Raymond Dronne y el teniente valenciano Amado Granell.
«La Nueve» escribió gloriosas páginas a lo largo del conflicto bélico, interviniendo en numerosos frentes de combate, amén de lo citado en el norte de África y en la liberación de París: desde Noruega, pasando por el ataque al Nido del Águila de Hitler y las playas de Normandía, hasta las cercanías de Berlín. Numerosas publicaciones lo han recogido en reportajes periodísticos, en las viñetas dibujadas por Paco Roca en Los surcos del azar (2013), donde «La Nueve» es también protagonista en películas y documentales que sobre su heroico comportamiento militar.
Otros muchos jóvenes incrementaron la mano de obra extranjera para la construcción del gigantesco muro del Atlántico, destinado a evitar un probable desembarco aliado; incluso se echó mano de prisioneros vetados políticamente, tras asegurarse de su estado de salud, para que el trabajo sufriese las menores interrupciones posibles. Al frente de esta obra de colosales dimensiones se encontraba la organización creada por el ingeniero Fritz Todt, a quien ya en 1938 le fue encomendada por Hitler la construcción de las autopistas alemanas. Puesta la organización Todt al servicio de la Wehrmacht, a partir de 1942, pasó a estar dirigida por el influyente arquitecto Albert Speer, nombrado al efecto ministro del ramo.
No todos los hombres republicanos españoles que trabajaban o luchaban contra el invasor nazi, lo hacían en la agricultura ni en la construcción de obras para la industria francesa o la defensa de la fortaleza europea de Hitler; ni todos hicieron la guerra en unidades militares del ejército regular francés. Una minoría sustancial, los más inconformistas pero también los más capaces desde la perspectiva del manejo de las armas, defensores a ultranza de la ideología antifascista, formaron a instancias del PCE —que seguía fiel a Moscú, pese a las purgas estalinistas y el Pacto Germano-soviético— grupos de resistencia armada.
Los «carboneros» y la lucha armada
El origen de esos grupos de resistentes hay que relacionarlo con los chantiers, explotaciones forestales situadas en los bosques del Aude, el Ariège o los Pirineos, donde se hacían trabajos de construcción y demolición; minería del carbón, explotación de canteras y tala de bosques para venta de madera, etc. Creados por comunistas franceses en 1940 para acoger a sus camaradas españoles y sostener la manutención del aparato dirigente del PCE, se convirtieron en empresas rentables en tiempos de clandestinidad, vendiendo traviesas a los ferrocarriles franceses (SNCF), gracias a ofertar los mejores precios del mercado a costa de los bajos salarios que percibían sus obreros, militantes comunistas en su mayoría. También ayudó en la financiación la venta ilegal de tabaco rubio inglés o americano, procedente del contrabando.
Al frente de los chantiers, como responsables de las tareas militares, se encontraban Jesús Ríos, Cristino García Granda, Walter alias «Manolo el mecánico», Luis Fernández y Vicente López Tovar. El empresario amateur José Antonio Valledor se ocupó más, ayudado a veces por el coronel López Tovar, de las aportaciones de dinero y armas; también de dotar a la organización de una pequeña imprenta Minerva para las labores de agitación y propaganda. Valledor y López Tovar visitaban los chantiers para unificar criterios, y trabajos; para determinar las acciones a emprender.
También se aprendían y entrenaban las primeras nociones de estrategia en «el arte de reunirse y de dispersarse […]» [Agudo, 1985]. La estructura estaba articulada en tres niveles: había maquis blancos o de primer nivel, también llamados del llano, que aparecían como simples trabajadores o capataces de las explotaciones; los de segundo nivel, o intermedio, que iban de un puesto a otro para evitar ser localizados; y los de tercer nivel o maquis verdaderos, que llevaban a cabo las acciones y permanecían, generalmente, alejados de los chantiers.
En estos chantiers se fueron dando cita antiguos componentes del XIV Cuerpo, que se mantenían bastante unidos, según el exguerrillero Corachán, «más que nada por ser antifascistas». Además de trabajar como «carboneros» o leñadores de ocasión, estos se organizaron para resistir al invasor nazi haciendo acopio de armas —recuperadas a los gendarmes o procedentes de asaltos a cuarteles de la milicia de Vichy, sobre todo— y explosivos —de sustracciones a las minas, por ejemplo—; material que a veces les cayó del cielo literalmente. Se trataba de material británico, perdido al ser lanzado en paracaídas por aviones de las Reales Fuerzas Aéreas (RAF) y destinado inicialmente para uso de las unidades de la resistencia gaullista.
Los «carboneros» recibían intensiva instrucción militar. Para las clases teóricas disponían de profesores como Santiago Carrillo, Luis Fernández, Manuel Azcárate y otros dirigentes. Los titulares de las explotaciones seguían siendo franceses pero los dueños reales eran los comunistas españoles, que accedían a la propiedad mediante métodos más o menos legales o como fruto de «recuperaciones» —eufemismo para ocultar el uso de la fuerza—. En alguno de estos lugares hubo ejecuciones sumarias de disidentes acusados de traición al partido, o de ser agentes del mariscal Tito —exresistente y jefe del Estado yugoslavo tras acabar la guerra—, cuyas posturas encrespaban a Stalin [Hernández Sánchez, 2014].
Españoles y franceses en el maquis y la Résistance
Durante la Segunda Guerra Mundial y en el territorio de la Francia no ocupada los maquisards españoles operaron casi siempre con relativa independencia, sin que esto fuese óbice para planificar y tomar parte en diversas acciones armadas junto a las organizaciones de la Résistance francesa que fueron apareciendo a lo largo del conflicto. A finales de 1941, los refugiados españoles decidieron pasar a la resistencia armada. En agosto, el Comité Central dio a conocer un manifiesto titulado Unión Nacional, que a través de sus débiles organizaciones y redes de influencia del interior intentaron hacer llegar a todos los sectores antifranquistas de la burguesía nacional con la pretensión, entre otras, de frenar la entrada de Franco en la guerra mundial a favor de Hitler.
La reconstrucción formal del XIV Cuerpo de guerrilleros se produjo en abril de 1942 en el departamento del Ariège y su primer jefe fue el comandante Jesús Ríos; disponiéndose un encuadramiento teórico en nueve divisiones, que hacia 1944 acordaron la unidad de acción con los FTP-MOI, unidades de resistentes de las que hablaremos más adelante. Estas divisiones estaban dirigidas por un Estado Mayor Central y cubrían con sus diversas formaciones zonas muy extensas agrupadas en brigadas: Bajos y Altos Pirineos, Gers; Alto Garona, Tarn-et-Garonne; Lozère, Ardèche, Garde; Dordoña, Lot, Corrèze; Bajos Alpes, Var, Bocas del Ródano, Drôme; Pirineos Orientales, Ariège, Aude, Tarn, Aveyron, Hérault; Ain, Jura, Saboya, Alta Saboya e Isère; Loire y Alto Loire; Allier; Puy de Dôme y Cantal, según un organigrama elaborado por la propia organización.
En mayo de 1944 el XIV Cuerpo pasó a constituirse formalmente como la Agrupación de Guerrilleros Españoles (AGE) en Francia, y fijó su cuartel general en Toulouse.
Parece oportuno detenernos en el surgimiento de las primeras organizaciones armadas francesas a partir del 22 de junio de 1941, fecha de la ruptura del pacto Ribbentrop-Molotov —el aludido Pacto Germano-soviético—. Auspiciadas por el Partido Comunista Francés (PCF) en la más estricta clandestinidad. Sus objetivos apuntaban directamente al hostigamiento del ejército alemán y secundariamente a la liberación de Francia. A partir de 1942, la organización más consistente tomará el nombre de Francotiradores y Partisanos (FTP) abriendo sus filas a otras ideologías y credos presentes ya en su rama política conocida como el Frente Nacional (FN). Hacia 1943 se registraron numerosas deserciones y la organización extendió su radio de acción a todo el territorio francés excepto el noroeste.
Las FTP acabaron uniéndose a Combat y Libération-Sud y reconociendo la autoridad de las fuerzas de la Francia Libre, comandadas por De Gaulle, que había encontrado refugio y apoyo político y militar en Gran Bretaña. El Ejército Secreto, L’Armée Secrète (AS), reunirá a todos los movimientos de resistencia franceses bajo el mando del mítico Jean Moulin, héroe y futuro mártir de Francia, fusilado por los nazis. En 1943 tuvo lugar un nuevo reagrupamiento que se presentará bajo las siglas de Fuerzas Francesas del Interior (FFI) dirigidas por el general Pierre Koenig.
A lo largo de 1943, los FTP se fusionaron, a su vez, con los MOI (Mano de Obra Inmigrada) pasando a llamarse FTP-MOI. Los MOI eran una vieja estructura creada en 1920 para los extranjeros que residían en Francia y dependían directamente del Komintern. «Indeseables» para el régimen de Vichy, fueron totalmente clandestinos y sus componentes eran multirraciales: judíos, españoles, italianos, polacos, húngaros y rumanos. Los MOI estarían presentes en la liberación de París, Toulouse, Lyon y Grenoble. La Brigada 35, que luchó en las cercanías de Toulouse, estaba compuesta mayoritariamente por españoles de militancia comunista o anarquista.
La Resistencia francesa fue duramente castigada por una infiltración en 1944. Sus principales jefes cayeron en manos de la Gestapo en una redada dirigida por el tristemente célebre Klaus Barbie y fueron torturados, asesinados o deportados [Marcot, 2006; Tillon, 1991; Ouzoulias, 1975; Freire, 1970].
Deportación y heroísmo guerrillero
La política de deportación puesta en marcha por los nazis contra los judíos franceses tuvo repercusiones muy negativas para los republicanos españoles, víctimas del Gobierno títere del mariscal Pétain. Entre ocho y diez mil exiliados republicanos fueron enviados, previa consulta al ministro español de Asuntos Exteriores Ramón Serrano Suñer, que no les reconoció como españoles, al campo de concentración de Mauthausen, situado cerca de la ciudad austriaca de Linz. Gracias a los testimonios de los escasos supervivientes, como el del excombatiente de Vinaroz Francisco Batiste en su libro El sol se extinguió en Mauthausen o a las impagables fotos de Francisco Boix —usadas como prueba de la acusación en los procesos de Núremberg—, conocemos parte de lo que fue el infierno de Mauthausen-Gussen. Permanecen, cautivos de la memoria, el triste recuerdo de la «escalera de la muerte» y la extrema crueldad de sus gestores.
Dentro de este particular holocausto español citaremos también otros campos como Oranienburg, en las cercanías de Berlín, donde penó el socialista Largo Caballero; Buchenwald, cerca de la culta y encantadora ciudad de Weimar, donde se «alojó» Jorge Semprún, en aquellos momentos militante comunista y un escritor clave de la literatura de la deportación a través de sus libros La escritura o la vida, Viviré con su nombre, morirá con el mío y, sobre todo, El largo viaje, narraciones que trascienden, por su capacidad de análisis y reflexión, lo puramente testimonial; Dachau y Ravensbrück —campo para mujeres, donde estuvo Neus Catalá— e incluso el propio Auschwitz.
Para la comprensión del fenómeno de la deportación y sus devastadores efectos entre los supervivientes, y dado que esta monstruosidad excede límites fronterizos y raciales es interesante leer o releer al judío piamontés Primo Levi, químico y escritor, en Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados. El capítulo de esta última titulado «La zona gris» le confiere el rango de ser un testigo prácticamente único del Holocausto. Al final de su vida, Levi empezó a dudar de la utilidad de su testimonio y, al parecer, se quitó la vida, arrojándose por el hueco de un ascensor.
Las unidades de guerrilleros españoles desarrollaron un papel relevante y valeroso en la liberación de numerosos departamentos del Midi, del sudoeste, y de los Pirineos franceses. En ocasiones, libraron verdaderas batallas contra las tropas alemanas y las fuerzas de Vichy. En la llamada batalla de la Madeleine este ejército irregular, al mando del comunista asturiano Cristino García Granda, sometió a un destacamento alemán tres veces superior en número.
El comunicado oficial dado al final de esta acción desmitificó la imagen de sempiterno vencedor que aureolaba al ejército alemán:
«Treinta y dos guerrilleros, apoyados por cuatro FTPF —francotiradores y partisanos franceses—, después de haber volado el puente y cortado la carretera en el lugar denominado La Madeleine, libran combate con mil quinientos alemanes. Después de tres horas de lucha la columna enemiga se rinde, dejando más de mil prisioneros en nuestras manos y trescientos muertos y heridos sobre el terreno» [Fernández, 1973].
La lectura del parte bélico anterior puede provocar cierta incredulidad, pero no es la única hazaña de entre las que se sucedieron en estos «Jours de gloire, jours de honte» [Pike, 1984]. Cristino García Granda, que dirigió esta heroica acción fue, terminada la guerra, reconocido como «libertador de los departamentos del Gard, Lozère y del Ardèche». Su nombre figura, además, en varios monumentos, placas en plazas y calles de diversas poblaciones. En ellas se puede leer: «Honneur à Cristino García, chef de maquis».
Alfonso Domingo, recoge también las hazañas de Cristino García y sus guerrilleros; destacando al mismo nivel la intervención de José Antonio Alonso Alcalá, más conocido como commandant Robert, liberador de la ciudad de Foix en el Ariège y exinquilino del campo de Septfonds [Domingo, 2009], a quien entrevisté en Santa Cruz de Moya (Cuenca) en el año 2001.
En ocasiones, los guerrilleros españoles colaboraron en acciones conjuntas o supervisadas por el «ejército secreto» francés. Se trataba de volar puentes, destruir vías férreas, instalaciones eléctricas o lugares de abastecimiento para los ejércitos invasores. En estas batallas no solía haber tregua ni cuartel alguno. Eran sordas, intensas y brutales. Apenas había heridos. Los prisioneros eran sometidos a crueles torturas y vejaciones. Pocos de ellos sobrevivían.
Resistencia versus ocupación en la novela y el cine
El duro trabajo resistente terminó por erosionar seriamente la estabilidad emocional de los combatientes. Se produjeron deserciones y delaciones. Más que relatar casos concretos que serían inabordables, citaremos como ejemplo algunos pasajes de la novela del escritor franco-lituano Romain Gary, El bosque del odio (2009):
«La división Das Reich de las SS […] operaba en la retaguardia, en los territorios ocupados donde la utilizaban para tareas especiales y delicadas de las que a veces las unidades regulares del ejército alemán rehusaban encargarse».
Destacamentos de esta unidad de élite, refiere Gary, llegaban en camiones a las calles de cualquier población desprotegida donde sabían que parte de sus vecinos, hombres jóvenes por lo regular, estaban en el maquis. Tras algunos disparos volvían a los camiones, «[…] llevándose a una veintena de mujeres jóvenes y aterrorizadas» hasta alguna residencia de verano, escogida al efecto, en los alrededores. Era un ardid en el que picaban los maquis con facilidad:
«En cuanto los maquis se enteraban de que sus hijas, hermanas, esposas y novias habían sido entregadas al placer de los soldados alemanes […] salían del bosque y se lanzaban al rescate de las mujeres, que era exactamente lo que esperaba el enemigo. Solo había que fumarse tranquilamente un cigarrillo detrás de la ametralladora […]».
Casi en los inicios traza un retrato válido para cualquier latitud donde privase el imaginario de la ocupación y la resistencia de los maquis:
«En el corazón del bosque vivían unos hombres hambrientos y debilitados. En las ciudades les llamaban partisanos (o maquis) y en el campo, “verdes”. Hacía ya tiempo que aquellos hombres solo luchaban contra el hambre, el frío y la desesperación. Su única preocupación era sobrevivir. Vivían en grupitos de seis o siete, en guaridas excavadas en el suelo y disimuladas con ramas, como animales perseguidos. Obtener alimentos era difícil, a menudo imposible. Solo los que tenían familia o amigos en la región lograban comida. Los demás se morían de hambre, o bien abandonaban el bosque para que los mataran».
La visión puede parecer descarnada y pesimista, pero está dotada de gran verosimilitud. El ansia de supervivencia no hace menos heroicos a los maquis, sino todo lo contrario. Más difícil es reflejar la pasividad de los no combatientes; de millares de familias campesinas y de habitantes de las ciudades, de extracción humilde, que aceptaron la ocupación y las humillaciones que conlleva. Si deseamos acercarnos a las raíces, al contexto histórico-social y vital que hizo posible la colaboración con los nazis, la pervivencia incluso, del régimen de Vichy; la indiferencia ante la violencia discriminatoria, tendremos que recurrir tanto a la historia como a la literatura e incluso al cine.
Pocos autores han descrito mejor el desbarajuste moral de una sociedad como la francesa en los años treinta; el pulso de una nación alejada de la grandeur, como lo hizo Louis Ferdinand Céline, escritor antisemita, inclinado en principio al pacifismo que terminó por asumir los postulados nazis. Céline, en su novela Viaje al fin de la noche (1932), nos descubre las contradicciones vitales de Ferdinand Bardamu, su alter ego, que sufre el desgarro de la Gran Guerra en la que fue combatiente. Bardamu es cada vez más inhumano; lleva una vida frenética y sin rumbo; con vivencias cada vez más sórdidas. El lenguaje directo, descarnado, a veces soez, con frecuente uso del argot, vehicula esta historia a la degradación moral.
El cine ha tratado los temas contenidos en este capítulo en diversas ocasiones y con películas de gran interés. En Esta tierra es mía (This land is mine), producción estadounidense de 1943 dirigida por Jean Renoir, Charles Laughton compone la figura de un maestro de escuela tímido y retraído que acaba apoyando a la resistencia, al descubrir el doble juego de personas en las que confiaba; personas respetables que colaboran con las fuerzas de ocupación delatando a sus convecinos.
La producción francesa que más se acerca a la compleja existencia de los movimientos de resistencia clandestina y sus avatares es, sin duda, El ejército de las sombras (L’armée des ombres), dirigida en 1969 por Jean-Pierre Melville. Lino Ventura, un ciudadano sin tacha es, en realidad, jefe de la Resistencia que opera en varias ciudades. Junto a él, Simone Signoret encarna a una sorprendente mujer resistente. Tras un viaje a Londres, ambos se ven obligados a tomar decisiones difíciles. Un lenguaje cinematográfico sobrio y directo resalta tanto los aspectos heroicos como los inhumanos o mezquinos de la lucha clandestina.
Durante mucho tiempo el público francés vivió de espaldas a las vergüenzas de la colaboración con los ocupantes nazis y la sumisión al régimen de Vichy. El director Louis Malle, en los años 1974 y 1987, consiguió reflejar este mundo complejo, de traiciones y convivencias forzadas, de violencia cotidiana, que se produjo en los años de la Segunda Guerra Mundial, en sus cintas Lacombe Lucien y Adiós muchachos (Au revoir les enfants). En la segunda, Malle nos muestra también la existencia de la esperanza, la amistad y la dignidad como reductos morales, que venían a ser los valores pretendidos por la Resistencia.
Este imaginario cultural quedaría incompleto sin la referencia a Albert Camus, cuya mejor novela, El extranjero, nos hace ver el extrañamiento del ser humano frente a lo que le rodea. Camus colaboró activamente con la Resistencia representando la cara opuesta a la ofrecida por Céline. En marzo de 1944, en uno de sus artículos publicado en Combat y titulado «A guerra total, resistencia total», explicó que quería ser «una advertencia contra la inercia, la falta de compromiso[…]» porque «lo matarán a usted, lo deportarán o torturarán tanto por simpatizante como por militante […]».
Los guerrilleros españoles, en general, permanecieron un tanto alejados de estos imaginarios culturales que se dieron en Francia entre 1940 y 1945. Anduvieron más preocupados por reunir la fuerza suficiente para trasladar la lucha armada a la España de Franco. Los dirigentes políticos, y los del PCE en particular, intentaron mantenerse en todo momento al tanto de las últimas corrientes culturales y establecer contactos con el mundo intelectual y artístico de París, donde estos y extranjeros notables tenían un gran peso entre la opinión pública de toda Francia e, incluso, fuera de ella. Tanto los dirigentes comunistas como los guerrilleros de a pie, no obstante, eran conscientes de lo difícil, por no decir imposible, de su pretensión de trasladar su lucha a España si no se conseguía doblegar a los ocupantes y ello suponía luchar, sin tregua, a favor de los aliados.
Colaboración y resistencia se veían obligados a existir al tiempo; a cohabitar. Era prácticamente imposible deslindar estos campos en una ciudad donde convivían los mundos artificiales de la moda, con sus cocottes, modelos de alta costura y chicas frívolas; los espectáculos musicales y los deportes de élite, con la brutalidad de las detenciones, las algaradas nocturnas y las necesidades materiales de las gentes humildes quienes vivían en la miseria más absoluta. Convivencia y connivencia, donde no se sabía bien quién espiaba a quién, en la que intelectuales de izquierdas no parecían ser lo que habían fingido ser en los tiempos normales. La resistencia era como una novia deseada y escurridiza: los partisanos solo aparecían, cuando lo hacían, para golpear al enemigo y esfumarse, sin importarles —eso creía el vulgo— lo que ocurriera después, a la hora de las represalias. Gentes del teatro y los espectáculos, de la moda y de las artes, se acomodaron a la vida, usos y costumbres de la ocupación.
En cualquier caso, los imaginarios existentes van evolucionando a lo largo de la guerra. Desde 1940 a 1943, y desde 1943 hasta el final de la misma en 1945, puede hablarse de dos etapas claramente diferenciadas en el desarrollo de las actitudes de las gentes frente a la ocupación. Los alemanes trataban de preservar la paz y el orden sociales para ofrecer una imagen de normalidad, para continuar exhibiendo la alegría y vitalidad de otros tiempos; la cara, en suma, de una Francia acogedora y amable. Por el contrario, el régimen de Vichy llevó a cabo programas y trazó políticas de restricción y control ciudadano superiores a las de los propios nazis, por ejemplo, legalizando la existencia de centenares de nuevos prostíbulos en su territorio, con el fin de prestar servicio a las tropas ocupantes. Esto no significa que el control real de la situación política, social y económica siguiera estando en manos de las autoridades hitlerianas.
Ocupación y liberación
Los imaginarios de la resistencia silenciosa, especialmente aquellos que afectaban a la vida cultural y social de la capital de Francia ocupada por los nazis, pueden seguirse —no sin cierto atasco— en el ensayo de Alan Riding, Y siguió la fiesta (2011), atasco que deriva de un exceso de información y de la no discriminación entre formas y grados de colaboración. No obstante, es interesante saber, por ejemplo, que Joséphine Baker, icono mundial de la cultura musical de los años cuarenta se negaba a actuar sistemáticamente cuando era informada de que algún gerifalte nazi se sentaba en el palco del teatro donde ella iba a dar su función.
En el terreno de la ficción cabe destacar la llamada —por la crítica francesa— Trilogía de la Ocupación (2012), las tres deslumbrantes novelas de Patrick Modiano publicadas en plena fiebre contestataria del mayo francés de 1968; literatura de márgenes finos, «entre el realismo y la realidad poética» —según Morand—, opuesta a la estética de márgenes gruesos y populistas de Céline.
Antony Beevor y Artemis Cooper, en su París después de la liberación: 1944-1949 (2015), aportan datos sobre el choque político y cultural que se produjo con la llegada de los estadounidenses. Su policía militar, a la que los comunistas llamaron nueva potencia de ocupación, mantenía el orden pero como los canadienses y británicos, decidieron no intervenir en los asuntos internos de los franceses. Se produjo en demasiadas ocasiones, con gentes de la Résistance (FFI y otros) a la cabeza, toda clase de abusos y desmanes contra colaboracionistas que no habían logrado escapar; especialmente contra las mujeres. Fue la llamada épuration sauvage contra la ocupación horizontal ejercida por los colaboracionistas con el régimen de Vichy. La venganza se escenificó, muy a menudo, en las calles —a modo de violentos escraches— para escarnio público de ciudadanos justa o injustamente acusados. «Les afeitaron la cabeza a las mujeres que habían estado durmiendo con oficiales y soldados alemanes». Acusadas de ejercer la prostitución recibían palizas, se les sometía a la marginación y al acoso sistemático, etc. La mayor inquina se centraba en las mujeres casadas con maridos prisioneros o deportados que tras ser desnudadas «eran untadas con brea y obligadas a desfilar con sus hijos ilegítimos haciendo el saludo nazi». La venganza se extendió a todos los estamentos, los géneros y las edades, incluyendo los fusilamientos con acusaciones de alta traición y arrestos irregulares, aunque los castigos eran más benignos para hombres que para mujeres. La colaboración ejercida por la milicia pronazi de Vichy —colaboración horizontal— suponía una doble traición por lo que en su castigo se utilizaron formas aberrantes de justicia popular que degeneraban en venganzas privadas. Fueron habilitados campos de concentración, como los de Drancy y Fresnes, en condiciones deplorables. Cálculos no bien establecidos, como casi todos los que hacen referencia a la represión, arrojan cifras no inferiores a las seiscientas muertes por mes entre los años 1944 y 1945. Todavía se discute si la depuración en Francia fue mayor o más benévola que en otros países en condiciones y épocas similares.
Estos imaginarios quedaron, pese a la sensación de liviandad o de sonrojo, según desde el lado que se mirase la ocupación, como sinónimos de ruptura del orden cívico y moral. Su recuerdo quedó solapado, que no superado, tras las sucesivas batallas por la liberación. Una liberación, la del suelo francés respecto del dominio nazi, que trajo consigo, entre otras consecuencias, que la AGE se dedicara en cuerpo y alma a la puesta en marcha de sus propios objetivos con respecto a socavar y combatir al régimen franquista.