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CAPÍTULO I

Ante ciento catorce corbatas, Teddy se hallaba absorto. Indiscutiblemente, Austin Reed —Regent St. London— eran unos salvajes. Y tuvo que confesarse que esas corbatas se las compró en un momento de inexplicable debilidad.

Para una toilette de mañana, de golf, de cocktails, ¿cuál habría de ponerse? ¿Esta, acero? Absurdo, absurdo. Duque ladró alegremente.

—¡Oh, shut up!

En el escritorio, muebles de Simmons, Zamacois, mesa ministro, retratos de caballos y footballers, enciclopedia Espasa, Guido da Verona, el teléfono se desesperó de urgencia.

—¡God dam!

Interjectaba en inglés. Rezagos de Oxford donde había aprendido eso, jugar rugbi, beber pale ale y tener buenas maneras. Toda la casa se llenó de su desesperación que estallaba en las paredes, los libros, un retrato de Buchan, centre forward del New Castle, una raqueta Slazenger de 13 onzas y un crucifijo antiguo de moderna fabricación.

—¡Hello! ¿Quién llama?

—…

¡Cinco minutos! ¡Sí, ya!

—¡Sure! ¿En tu carro? ¡All right!

Colgó el auricular. Un rato se quedó mirando, sin ver, con sus anchos y húmedos ojos pardos. Se metió las manos en los bolsillos. Las volvió a sacar. Con un cortapapel de aceto embutido de oro, se limpió una uña. Luego, se dirigió al busto de Beethoven y, como si el pobre pudiera resolver tan arduo problema, dejó escapar de entre sus labios, casi pintados de puro rojo, esta pregunta que le salió difícil y espesa del fondo de su angustia inmensa:

***

Veinticinco años. Alto, delgado. Curtiss, Maddox St. Ojos rasgados, con esa licueficación criolla que atestiguaba cierta escandalosa leyenda, en que aparecía su bisabuela, marquesa de Soto Menor, acostándose con el mayordomo africano de la «hacienda». Manos finas de muñecas delgadas. Pulsera cursi que imitaba una culebra de ojos de zafiros. La Geografía la aprendió en las agendas de Cook. Creía que los Dardanelos eran los hermanos siameses de Oslo. Había leído a Pitigrilli, lugar común de los snobs. Practicó en Oxford la sodomía, usó cocaína, y su falta de conciencia lo llevó hasta admirar a las mujeres. A los dieciocho años egresó de Oxford para ingresar al Trocadero. De allí, pasó a todos los cabarets de Londres y los prostíbulos de París. Tenía actitudes de ángel cuando bailaba black-bottom, y era un bibelot cuando se estiraba al compás de esa música de lágrimas y mocos que se llama tango. A consecuencia de su estadía en Oxford se aficionó al citrato de soda. Esto le sirvió más tarde para rechazar, elegantemente, ciertos platos. Polo, Pitigrilli, Oxford, tenis, Austin Reed, cabarets, cocaína, pederastas, golf, galgo ruso, caballos, Curtiss, Napier; ¡Teddy Crownchield Soto Menor, hombre moderno!

Tres días hacía ya que habían desembarcado. Su señora mamá había pedido por cable una casa amueblada y servidumbre. Teddy, el pobre, no tuvo esa alegría de sentirse dueño de casa en un hotel de cinco pisos, siete salones, cuatro comedores y ciento veintitrés sirvientes.

Dicha señora, doña Carmen Soto Menor de Crownchield, era definitivamente elegante. En el barco, después de siete whiskys, al invitarla a jugar un cuarto robber de bridge para que se desquitase de tres perdidos, respondió con los ojos encandilados y la lengua acartonada, que «el cuarto se lo metían en la cama». Cuando se hallaba en crisis de disfuerzos, soltaba «ajos» que olían a Cuir de Russie. Era una mujer refinada.

Teddy se encontró solo, sin amigos. A los once años lo arrancaron de este suelo para trasladarlo a Europa, porque Mr. Edward Crownchield se había tomado ciertas libertades con fondos que no eran suyos. Ahora, muerto Mr. Crownchield después de pagar ¡hasta el último centavo! con el producto de otro desfalco en Alemania, venían, madre e hijo, a la ciudad virreinal, en la que acababan de regular el servicio de agua potable.

Unos pocos amigos, conocidos en París, fueron a recibirlos. Eran gentlemen

a cuyas señoras doña Carmen había llevado Au Printemps a comprar ropa blanca, bolsas de agua caliente, baterías de cocina, donde ella tenía una comisión de 35%.

El primer día de Lima lo gastaron en instalarse. La casa era un primor: salón dorado, espejos, sofás, Sèvres legítimos, un nevers rajado, alfombras de Daghestan hechas en París, un Gobelino auténtico y un Rembrandt falso, salita-escritorio, escudo de armas —un lobo pasante en campo de gules, bordura de azur con ocho aspas de oro—, libros, retratos… Bueno, ya lo he descrito antes. Comedor inglés: profusión de cristales y plata (para diario tenían un servicio de loza comprado a Ferrand), manteles bordados, porcelanas, flores, frutas y mucha luz, siempre más nutritiva que un chateaubriand o un mixed-grill. ¡Ah! Me olvidaba: borgoñas falsificados.

No sé qué era más femenino: si el dormitorio-boudoir de Teddy o el de Doña Carmen. En ambos había exceso de encajes, vasos de noche de plata, lamparillas eléctricas de color rosa en las mesas de noche, almohadones, veladores de toilette llenos de escobillas, polvos, cremas, leche Innoxa, Tabac Blond, Cuir de Russie, anillos, pulseras, relojes con cupidos, manicura. Doña Carmen le llevaba ventaja a Teddy, en que este no usaba aretes ni toallas higiénicas.

W.C. estupendo.

Siete sirvientes cuyos nombres lamento no recordar. Antonio Tong, virtuoso de la cacerola. Apreciado por Teddy, que tenía el total convencimiento de que de un vientre venimos y en un vientre terminamos.

***

Un bocinazo rompió todos los vidrios. Teddy encendió un cigarro y, tarareando Rose Marie, fue al encuentro de Carlos Astorga Rey, gerente de una compañía petrolera. Capital subscrito: catorce millones; erogado: siete y medio. Cuarenta y cuatro años. Sedimentos europeos. Auténticas aberraciones atribuidas por la maledicencia. Chauffeur bellísimo. Packard Eight. Anillo con escudo de armas de su invención. Pulcro, galante, correcto, exacto. Vaga mirada de ojos incoloros que a veces se hacía dura y recta como chorros de esperma.

Decíase de Astorga que era padre de Beatriz Astorga. Imputación calumniosa, porque a pesar de que Bati era hija de la señora Astorga, era igualmente hija de Lucien Durant, rubio aventurero francés, sabio del baccarat, fotógrafo que murió en un lance de honor por cuestión de trampa.

Melena de dieciocho quilates. Boca carnosa y procaz de dientes unánimes. En «San Pedro» tajaba los lápices con los dientes. El resto, formidable. Lectora de Maryan y de Répide. Ondulado permanente. Tenía un método de besos, y se dejaba acariciar lo indispensable para perder la virginidad sin derramamiento de sangre.

—Chico, muy smart...

—¿Te parece? Curtiss tiene más genio que Lloyd George.

—Fijo, Teddy; jamás se le ha dado un voto de censura.

—¿Fumas?

—Acabo de largar el pucho. Vamos, Petronio…

—¡Cómo!

—No, es Juan Bautista, pero yo lo he cambiado por Petronio. Me parece...

—…que debieras decirle Narciso. Es bello.

—Bella...

—¡Oh, shocking!

—¿Te escandalizas? Es lo único que le faltaba a tu cachet de posguerra. De todos modos, es preferible la franqueza.

—No, hombre. Cuando alguien comienza a hablarme, diciéndome «con franqueza, Teddy», o me va a pedir plata o a contar una grosería. ¿De quién es esta casa?

—Del doctor Ladrón de Tejada. Algunos dicen que no es de Tejada, sino de la Testamentaría de Zegarra, ¿quién va a saber?

—¿Lo repruebas?

—No… Todo es cuestión de tiempo. Quien en veinte años, quien en una hora. El ladrón no es sino un financista sin paciencia.

—¡Ja, ja! ¿Y si te roban a ti?

—El que a hierro mata…

Todas las cosas en veloz huida hacia Lima: casa y árboles. La colilla del cigarro de Teddy siguió, dos segundos, los noventa kilómetros del Packard. La mañana partida en dos, como una sandía, por el auto. De pronto, sin avisar a nadie, Petronio enderezó al Country. La avenida, rápida y airosa, se enrolló al cuello de Teddy como una bufanda.

—Confusamente recuerdo carros de mulas, alumbrado de gas, calles empedradas. Esto ha progresado, ¿no es cierto, Carlos?

—Notablemente. Y el progreso nos sirve ahora para constatar que alguna vez fuimos bestias.

—¡Uy, qué frases! Lo del ladrón, lo del progreso... vas a tener que darme un reconstituyente.

Los frenos se quejaron. Cuartel de artillería convertido en Country Club. Postrer esfuerzo de la sociedad elegante por hacer su último baluarte. Imposible: el ministro de Fomento concurre a veces. Un groom caqui abrió la portezuela. Enormes girasoles listados —rojo y verde, azul y amarillo, blanco y celeste— servían de sombrillas. Academia de idiomas en la que todos repetían, a un mismo tiempo, distinta lección. Sol de chicha de jora y ají. Inmenso panorama de piernas procaces. La gente ha venido a jugar golf para tomar cocktails. Autos en anfiteatro presenciando con los faros absortos el barullo multánime. Boys discutiendo propinas. Los mozos, telegramas blancos, cruzan raudos con bandejas floridas de copas. Risas de rondín palomilla. Sweaters, como polícromos lomos de insectos. Alegría de whisky and soda.

Carlos presentó:

—Teddy Crownchield

—Señora Grimanesa de Ladrón de Tejada

—Señora Zoilá del Campo

—Rosita Ráez

—Jorge Ráez

—Señor José María del Campo

—Señora Lucila de Matos Silva

—Leonor Matos Silva

Mme. Ladrón de Tejada lucía, a más de una adiposidad blanda, una nariz prócer y una inocencia de colegiala. Tenía, cotorrona y coloreada, traza de guacamayo que aprendiera a hablar en Francia. Zoila del Campo, seca y apergaminada, lucía dos ojazos negros, últimos restos en esta ruina de belleza que usufructuaron todos los ministros de Estado en el tiempo en que fue joven. Su marido, don José María, siempre regañón y fosco, no sabía agradecer la posición en que, exclusivamente por ella, se veía ahora: presidente de un directorio de un banco y de una compañía de algo raro. Rosita Ráez, todavía con dejos de un Puno primitivo y lejano. Su hermano Jorge, procurando disimular la furiosa soltería de ella tratándola con diminutivos. En los dos, el mismo olor agraz de sierra que Coty no lograba disimular. Lucila de Matos Silva, señorial y discreta, atrayéndose a todos los improvisados que podían invitarla a tal cena o cual almuerzo, que le ahorrasen gasto de cocinera. Leonorcita, linda y morena, con una fría mirada de financista, a caza de un marido, sea cual fuere, pero rico.

Trajes de golf. Guantes abrochados por el dorso. Impertinentes, cigarrillos, gin-fizz general. Charla efímera con reglas de bridge. Dos invitaciones a tomar el té. Un almuerzo que no puede ser jueves seis, porque es Pascua de Reyes y la tradición manda dar regalos a los huerfanitos. La señora del Campo ordena otro cocktail. Teddy tiene el honor de aceptar la comida para el viernes. Almuerzo, imposible: se levanta a la una. Todos sonríen de escándalo. No tiene quién le eche de la cama a una hora razonable. El señor del Campo palidece de envidia. Jorge Ráez, pidiendo disculpas, suplica a Teddy que, si lo tiene a bien y «si el señor Crownchield no hace de ello un secreto», le diga quién es el genio que le viste.

—¡Oh, querido Jorge!

La señora de Tejada (suprimamos al Ladrón) apuntó, asustándose sin motivo, que era la una y media.

—¿Vamos al Grill?

Grill-room. Taberna del siglo XVII. Sorprende no encontrar allí a Shakespeare ante un jarro de cerveza y unas salchichas de Oxford. Por una coincidencia completamente cinematográfica, Teddy se encontró sentado junto a Beatriz. Ella le observa al sesgo, encontrándole airoso y frágil. En la mirada de Bati hay un destello de sugerencias sospechosas. Anécdotas de viaje. Negras rezumantes y lustrosas de Jamaica.

Delfines domésticos sobre las olas pandas. Dioses de ébano que saltan entre tiburones por un penny. Rugby, sport favorito. Admiración general: juego tan burdo, tan tosco, tan...

—¿Qué quiere Bati? Así soy; un poco rudo y un poco frágil. Mis sesenta kilos me permiten cierta dualidad amena. Bebo poco. A veces me emborracho totalmente. Creo que todo es malo, cuando no es estúpido. Nunca siento tedio: no conozco el encanto del bostezo. Cuando el resto me aburre, me aíslo y siempre termino sonriendo. Oye, cacao con coñac...

Finaliza el almuerzo. En el fondo, tres ingleses juegan ferozmente. Al cacho el almuerzo amistoso. Dos señores comen, sonríen; tornan a comer. Por las ventanas llega un reflejo verde del campo de polo. Dos girls yanquis pasan enseñando sonrisas de choclo. Teddy incrusta su rodilla bajo la corva tibia de Bati, que replica con voz delgada un «insolente» que pasaría por el hueco de una aguja.

Chartreuse.

Ascienden al hall.

¡Esta noche me emborracho bien

me mamo bien mamao

pa’ no pensar!

Música, qué dije, de lágrimas y mocos. Estridencia de gramófono zonzo con pañuelo en el pescuezo. Ritmo acanallado de barrio sin agua ni desagüe. Cursilería de compadrito con lloriqueos que siempre terminan sonándose. Sentimentalidad de bar Cristini.

—¿Quiere, Bati?

Se abandona con perversidad de cine. La mandíbula de Teddy se alarga agresiva. La abraza. Siente sus pechos, su vientre blando, sus muslos fríos y prietos como embutidos alemanes. La seda del traje de Bati se pliega sobre el busto que hace quejarse al sostén. Teddy aprieta más el brazo, y sudan agitados. Aprobación general.

—Muy bien, muy bien...

En el pantalón de Teddy, el bolsillo izquierdo se hace duro. Bati se esguinza, rápida y prudente, sin hacerse la desentendida. Repite con enojo agrado su insolencia incitante.

—¡Bah! Esto y eso acercan más que una amistad desde la infancia con «escondidos» y todo...

Sonrisa.

Astorga invita:

—Es tarde... ¿vamos?

¡Oh, las tres! Se despiden. ¿Hasta el viernes, Teddy? Hasta el viernes.

—Y ustedes no me falten, ¿ah? Hay crème de camarones.

—¡Oh, Grimanesa…!

Desfilan. Se acerca Petronio, Rosita, Teddy, Bati. En el asiento adicional, Jorge Ráez, Carlos y Petronio.

—¡Hasta el viernes! ¡Adiós!

—¡Adiós!

El carro acomoda su esfuerzo en tres tentativas de marcha. Se achican los gringos que pastan en el link de golf. Un palomilla mea contra un sauce. Sol espeso de siesta apacible que interrumpe el viento corriendo contra el auto. Silencio de haber comido bien.

—En la próxima esquina...

Teddy se despide brevemente. Carlos le suplica no olvide la cita de la señora Ladrón de Tejada. Rosita Ráez estrecha la mano de Teddy con un shake-hands tremendo. Teddy invita:

—Jorge, si quiere, búsqueme después de comida...

—Encantado hombre, encantado.

—Adiós…

—Hasta luego…

Larga mirada cernida por las pestañas densas. Mirada lustrosa, esmaltada. Teddy siente una sensación en el plexo, como si un ascensor le arrancase de pronto.

—Adiós, adiós...

—Adiós, Bati.

Duque

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