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CAPÍTULO IV

Pequeñita, rubia, la linda carita ajada de trasnocheos y amores desganados. Voz delgada, insinuante, sedeña. En las paredes de la salita, desnudos de la Vie Parisienne, un maravilloso apunte de Holguín, un Ronald Colman de Cine Mundial, un retrato con dedicatoria de Silvetti. Muebles de club cooperativo, con reps gastado y verde. Escupideras de vidrio, amarillas y rojas. Victrola afónica, —¡tantas malas noches!— con discos en que se pelean dos borrachos en el tranvía.

—¡Allons, niñas!

Acudieron cinco, trayendo de la mano una sonrisa que luego se encajaron en los rostros empolvados y ojerosos.

—¡Buenas noches!

—¡Buenas noches!

Hombres y mujeres formaron dos grupos distintos, mirándose aviesamente, como con un deseo de acometerse.

—Pa’ mí, menta...

—Poug moi, un peu de cegvessa.

—Yo, sifón.

Terció Rigoletto:

—¡Ah, caray! ¿Y quién convida? ¡Mi madre, qué concha!

—No, Pedro, hombre, déjalas: yo pago —accedió Teddy—. Doce ojos se le volvieron, pasmados. Lissette se le acercó ondulante y mecánica.

—Tu ne fais pas l’amour?

—¡Oh, pas encore! —respondió el muchacho ya borracho y bostezante.

—¡Un poco de miusic! ¿Bailamos? —invitó Ivette dándole vueltas a la manija de Víctor. Mientras servían lo pedido, y cada cual pasaba la copa al vecino, se decían de un modo insólito unos «gracias» fuera de lugar. A media copa, reventó el fonógrafo con un tango que hizo llorar a las mujeres la primera vez que lo cantó el negro Marchena en el burdel de la Medrano:

—¡Cascabel, cascabelito!...

Ráez y Camacho se sentaron en el sofá. A una seña de Lissette, dos niñas, mimosas y cansadas, se echaron sobre ambos, luciendo los muslos flácidos, empolvados, y las ligas celestes adornadas con rosas y hojitas verdes. Teddy, apoyado en el quicio de una puerta para sostener a Lissette, oía la apología que de ella hacía Rigoletto. Sobre una silla tumbados, Carlos Suárez y Janina se besaban con una voracidad y un descaro edificantes. El resto conversaba, olvidándose en un segundo de lo que hacía un segundo había dicho, junto a la mesa que sostenía el fonógrafo y la bandeja, de la compañía de seguros Italia, con copas de distinto juego.

Sirvieron unas copas más, y cada uno se fue con cada una. Pero faltó mujer para Camacho, que se quedó semidormido sobre el sofá incómodo, con la diestra que sostenía el puro —regalo de don Pedro— colgando tras el respaldo, y royéndose pertinaz y goloso la uña esmaltada del índice zurdo.

En la alcoba de Lissette —cuja de dos plazas con Pierrot de trapo, fotos pornográficas, retrato de Gloria Swanson, toilette de cajón de gasolina, cubierto con papel de cometa, polvos Éclat, Narcisse Noir, bidet de fierro aporcelanado, primus encendido calentando una tetera con agua, pantalla Tutencamen— Teddy preguntó inconsciente:

—¿Y qué vamos a hacer?

Lissette le respondió con la lengua sabia, jugueteándola entre los labios secos del muchacho. Se abrazó a él, haciéndole sentir su vientre que subía y bajaba con una regularidad de ejercicio físico.

Comenzó a desnudarle, dándole diminutivos arrulladores: mon petit chien, ma petit rat, guinquito mío, y besos sonoros en las tetillas, en el cuello, y hasta cierto mordisconcito en el vientre musculoso y terso. Teddy la dejó hacer, mirándola a los ojos. En un santiamén se desnudó la hembra, dejándose solo la camisita de seda, que se levantaba con los menudos pechos erectos. Se abrazaron, y Teddy recordó el abrazo con que cogió a Bati en el hall del Country. Y entonces, furiosamente, con un inmenso deseo de hacer daño, se volcó íntegro sobre la prostituta, gritándole de tal modo en los ojos, en las orejas, en la boca «¡Beatriz, Beatriz!», que hasta la cama se quejaba asustada.

En la alcoba contigua paró un instante el ruido del sommier. Luego, estridente, se alzó la voz de Rigoletto que explicaba airado:

—¡Mal haya, si se llama Lissette!

***

Cuando sacaron a Teddy, totalmente borracho y ya vomitado, encontraron a Pepe Camacho dormido con el índice zurdo en la boca, y el disco de la victrola girando sin descanso, y sin descanso dejándose arañar por la aguja mohosa: ¡Cascabel, cascabelito…!

Duque

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