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CAPÍTULO III

Todos, a excepción de don Pedro, habían estado en París. Encontrados al azar en un cabaret, en un teatro, cuando confesaban avergonzados, a la compañera de una noche «je suis peruvien». Compañeros de lejanas orgías de cien francos, de exquisiteces del Armenonville, del Claridge’s. La charla se inició en plan evocativo. Anécdotas sin gracia contadas graciosamente. Líos y baraúndas —orgullo peruano— en los que saltaba contuso un argentino, un cubano, un portorriqueño. De pasada, recordaron el Louvre. Pepe Camacho, desde su importancia de gordo, preguntó sobre sus lentes de concha literaria:

—¿Y qué hace el bueno de Larbaud?

—¡Oh! ¡Quién conoce a Larbaud!

Rigoletto de vuelta. Había desairado a Gales que se quedó tibio, pero no podía: esa noche todos comían con él en honor de Teddy, para iniciarle en la vida arrastrada de Lima. ¿Dónde? Pero ¿a quién se le ocurre preguntar dónde, habiendo en el Callao el templo de Aranguren? ¡En el salón Blanco, claro, hombre! ¡No, aquí nadie no puede! ¡O al Salón Blanco o a la Intendencia! ¡No hay caso!

—Teddy, te llaman…

Era Román que avisaba que el coche estaba listo. No, no iba a casa. Que se llevase el bastón y dijera que comía fuera.

—Pero niño, hoy van el señor y la señora Saavedra…

—Razón de más Román, razón de más. Lléveme el coche al paradero del Bolívar. ¿Vamos al Morris?

—¡Cómo! —interrumpió Ráez— ¿Conoces el Morris?

—¡Bah! Eso es internacional como Josefina Baker o León Trotzki.

Ocho y media. Gentes acaloradas saliendo del Excelsior. Horrendos martes de moda que es el mejor curso de sociología limeña. Todos los autos de Lima ante la puerta del teatro, inflando las calles de humo de gasolina. Saludos, sonrisas. Discretas miradas indiscretas de las muchachas al grupo tarambana. Ojos empujados hacia dentro por una envidia lógica a los trajes ingleses. Comentario procaz.

—Debe ser algún marica que ha llegado de Europa. Va bien vestido…

Al municipal le habían crecido dos brazos más, como a Shiva, para intentar dirigir el tránsito. Llegaron al Morris1. Augusto, grave y pontifical, sonrió acogedor calculando cuántos old-tom. Gringos cantando un ¡O sole mío! que se bamboleaba en los belfos rezumantes de alcohol. Aplausos de dados sobre el mostrador. Letreros de un pragmatismo definitivo: «cuando usted presta dinero a algún amigo, etc.» Lincoln y Roosevelt bajo la bandera yanqui.

—¡Cocktail de old-tom para todos!

Lo trajeron junto con unas salchichas y una salsa picante. Bebieron, comieron y charlaron.

—Y, ¿cómo es Paris? —interrogó displicente Rigoletto.

—¡Bah! Casi lo mismo que Lima —respondió Teddy—. Las calles, algunas, más anchas. Más gente, más cabarets, más burdeles, más rameras, más vividores, más monumentos, el río más grande, la gente más sórdida: ¡París!

Camacho protestó. Rigoletto le hizo callar, pidiendo, por cuenta del protestante, otra tanda de tragos.

—Así es que, ¿lo mismo?

—Lo mismo, ilustre don Pedro. Usted entra a un restaurante: dispepsia segura. Pide usted vino: siempre es falsificado. Busca usted una mujer.

—¡No, querido! Yo buscaría un doncel…

Todos rieron. De las mesas vecinas corearon las carcajadas.

—¡Salud! ¡Salud!

—¡Salud! —respondía Teddy, sonriente.

Bebieron. Luego Crownchield ordenó otra ronda. Los mozos empezaron a charlar, dos a dos. Se iba haciendo un barullo insoportable. De fuera, llegaba el ruido de las «cocktaileras» batiendo mixturas.

Fueron cuatro cocktails más. El ambiente hervía. Rigoletto gritó, con la corbata deshecha, un «todo pagado» fascista. Cantando, riendo, con la euforia de una borrachera ligera, partieron a ochenta hacia el Callao. Al llegar a Belén, papeleta por exceso de velocidad.

—¡No le hace! Tengo en mi presupuesto una partida para multas. ¡Adelante!

¡La donna e mobile

cual piumma al vento!

cantó, desafinado y atroz, Pepe Camacho. El faro posterior del Napier estaba rojo, congestionado de risa.

Cuando llegaron al Callao, los postigos estaban cerrados contra la noche. La pianola de un bar borracho salió corriendo tras el coche de Suárez Valle, con un couplet al hombro. A poco, el couplet, falto de equilibrio, cayó sobre el asfalto encendido. Llegaron al Blanco. Un telefonazo de Rigoleto había ordenado siete menús criollos. Un cocktail de conchas tentaba junto a las copas rojas y verdes que aguardaban el Chablis y el St. Julien. Las manos inefables de Aranguren habían creado unas paltas rellenas, un congrio hurtado a Poseidón, un pollo a la cacerola, digno del Nazareno, una ensalada de frutas como joyas, un manjar blanco tarmeño y divino, el moka que inspiró a Mahoma.

Todo el bar se llenó de risa, de insultos amistosos que rebosaron el comedor, y se marcharon, anchos y veloces por la mar lejana. Un policía acudió al estruendo:

—Señores, este escándalo…

—Es perfectamente normal —replicó don Pedro—. El señor (señaló a Teddy) acaba de llegar de Europa y trae el alma galga por el sancochado y el arroz con pato. La cocina, acaso usted lo ignora, leal servidor del régimen, es el más alto exponente de la nacionalidad. Los franceses ligeros y frívolos inventan bocaditos inconsistentes; los ingleses, prácticos y sanguíneos, el pórrich, el rosbif. Los alemanes, pesados y brutos, el chucrú nauseabundo y la cerveza filosófica; nosotros…

—Bueno, bueno, menos bulla y más orden; y a usted, so mozo…

—¡Un momento, indígena! Has de saber que yo mando en Palacio y no tolero desmanes. ¡Pertenezco a los Amos! Además, el señor —volviendo a señalar a Teddy— es íntimo de Pepe Pardo. De modo que, si con este no puedo, con el próximo régimen castigaré tu insolencia, porque has de saber que yo no le soy leal a nadie. Ahora, tómate este trago de champán y ¡lárgate!

Aranguren terció amigable, y todo se quedó en el proyecto de acallar la alegría gritona de los mozos. Al champagne, Aranguren fue llamado a beber a su salud. Rigoletto comenzó fácil y tumultuoso:

—¡Maestro! ¡Las tripas sonoras aplauden! ¡Pershing y tú! Debieras ser senador y presidir la comisión diplomática. ¡Morrow cedería al segundo plato! ¡Chupemos y alabemos a Dios que hace madrugar las uvas! Ya no es indispensable que Aranguren sea senador…

A nadie convenció el discurso. Rigoletto ordenó dos botellas más, y dos más, y otras dos, y entonces todos sintieron la necesidad de ir a Patos2.

—¡Uy, qué cochinada! —barbotó don Pedro.

No valieron protestas. Tronando y felices, volvieron a Lima, rumbo a la calle de Patos. Chata ranchería de hacienda colonial Tras las jaulas rojas, carotas pintarrajeadas sobre una lividez de haber vomitado. Gordas, desnudas y polacas. Francesas pueriles, criollas achinadas con voz de cerveza negra, que escupían las buenas noches con tufaradas de permanganato. Sonreían las rameras con bocazas pintadas, con el seno desnudo, con los ojos mortecinos y opacos. lnvitación marsellesa:

—Vengue, guiquito… Uno cochinadita, vengue, ¿quiegue?

Los mozos burlándose, riendo de la hembra traposa y famélica.

—Donde Lisette… —aconsejó Rigoletto.

—¿Tienes comisión?

Enderezaron al Huevo. Hombres avergonzados que salían de los burdeles sonándose para ocultarse. Ronda aviesa de jovencitos «vivos» con vocación a maquereaux. Rigoletto bajó del coche a llamar a una puerta. Con la mano extendida golpeó en el postigo. De la ventana bajó un delgado chorrito de voz:

—¿Quién esss?

—¡Yo, el Único!

—¡Ah, Guigoleto!

—¡Abre, canalla!

—Ya, hombrge, ya. No haces escandaló... Pego déjenme los cagos en la otrga cach…

Todos bajaron. Llevaron los coches a la vuelta, a Mariquitas. Murieron las luces; llave en los cambios y al grupo que les aguardaba. Tras Pepe Camacho, el postigo se cerró pesado y voraz.

—¡Bon soir! —saludó Lissette haciéndoles pasar al saloncito empapelado a listas verdes y amarillas.

1 Quiero consagrar un recuerdo emocionado y agradecido al Morri’s Bar, donde tan buenos whiskies servían y donde tantos «vales» me aceptaron. ¡Rest in pace!

2 Aviso a los interesados ignorantes que estas señoras se han trasladado, por disposición prefectural, a la Victoria: ocupan todas las calles que llevan nombre de próceres o de santos (Nota del autor).

Duque

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