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2 UN LUGAR CREÍBLE (622-1071)

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Para tal fundamento se toman piedras grandes y preciosas, pues los varones notables en obras y santidad se adhieren a su Creador en familiar santidad de mente, a fin de que, cuanto más esperan en él sean con mayor ánimo capaces de digerir la vida de otros, lo que significa soportar la carga.

BEDA, De Templo Salomonis Liber, 742-B

PUNTO DE PARTIDA

En el siglo VII, Europa se convirtió en un locus credibilis, dijo Beda el Venerable. ¿Un lugar creíble en plena edad oscura? Es hora de reconsiderar la imagen del Dark Ages, un viejo tópico sin base real ni razón de ser. Sin embargo, por absurdo que parezca, cualquiera en nuestros días exclama, ante un acto de violencia o una tropelía, «parece que volvamos a la oscura Edad Media». Reconozco que esa expresión responde a la idea que tenemos de la época, una idea adquirida por una pésima literatura y una burlesca filmografía.

¡Qué remedio! El mundo no ha hecho sino aceptar educada (o maliciosamente) la interpretación que se le ha ofrecido durante años, sin pararse a pensar si tiene algo que ver con lo realmente sucedido entre el 622, año de la hégira, y el 1071, año de la batalla de Manzikert. Creo necesario revisar algunos estereotipos para aproximarnos a lo que hoy en día una élite intelectual internacional considera necesario saber sobre la época. Dicho de otra manera: si la renovación historiográfica no existiera, la historia de Europa no sería más que un inmenso depósito de obras cuya presencia entre nosotros carecería de sentido. Y a la inversa: solo se podrá percibir en su justa medida el valor de la moderna cultura europea en el contexto de un legado que comenzó a acrisolarse en el siglo VII. Por eso, al afirmar que Dark Ages es un concepto que debe desterrarse, no emito un juicio de valor, sino una descripción.

La descripción del esfuerzo regenerativo de toda una civilización, en paralelo, aunque de forma diferente, al que se realizaba en el mundo islámico. Es la historia de un salto adelante basado en una fuerte imaginación creadora que posibilitó poemas como el Beowulf o trabajos de orfebrería como el ajuar funerario hallado en Sutton Hoo, Gran Bretaña. La ambición de sus protagonistas no es la de hacerlo mejor que sus predecesores de la época clásica, sino la de ver lo que ellos no habían visto, la de decir lo que no habían dicho. No se trataba de olvidar la herencia grecolatina, ni de juzgarla, sino de aprender con ella las vías de acceso al conocimiento.

La educación fue una apuesta personal, pero que no se encerró en la subjetividad sino que se abrió a otros juicios. Cuando eso ocurrió, Beda el Venerable, Alcuino de York, Rabano Mauro, Nennio, Duoda, Juan Escoto Erígena, Hroswitha de Gandersheim o Gerberto de Aurillac se volvieron visibles: fueron los primeros europeos con conciencia de tales. Sus obras fueron copiadas con esmero en unos códices en pergamino o en vitela para que durasen; un trabajo de ángeles, dijo Gerald de Gales, mientras contemplaba el Libro de Kells, un hermoso manuscrito elaborado por los monjes irlandeses hacia el año 800.

ORO, INCIENSO Y MIRRA

El icono que mejor refleja el paso del mundo clásico a Europa está en el baptisterio de Florencia, a escasos metros de la catedral construida por Giotto y culminada por Brunelleschi con su cúpula. Dante dijo que el baptisterio se levantó sobre el antiguo templo de Marte, el dios protector de la ciudad; la arqueología ha desmentido esa leyenda, al seguir la línea de una muralla. Probablemente fue una torre de defensa, la única intacta tras el ataque del ostrogodo Totila. De esa construcción octogonal, cuyas puertas son un bello ejemplo de escultura renacentista, me detengo en un mosaico del ábside, que representa a los Reyes Magos ante la Virgen y el Niño en el portal de Belén, con los regalos que le llevaron, oro, incienso y mirra: de Oriente llegó el reconocimiento de la divinidad de Jesús.

El gesto de los Reyes Magos construyó Europa. La costumbre de celebrar la Navidad el 25 de diciembre se instauró el año 353 bajo el papa Liberio, posiblemente para absorber el festival del nacimiento de Mitra de la roca madre, al comienzo del solsticio de invierno, y de ese modo Cristo podía ser reconocido como el sol naciente. El mejor complemento de esa idea es que unos sabios de Oriente se postraran ante el nuevo Rey del mundo. El mejor día para hacer la visita era el 6 de enero, ya que en Alejandría, la capital cultural de la época, era la fecha de la presentación del nuevo Aion a Core, la virgen, identificada con Isis, de quien la brillante estrella Sirius, elevándose en el horizonte, había sido durante milenios el signo esperado.

Entre el 25 de diciembre y el 6 de enero se detiene el tiempo lineal para regresar al tiempo cíclico, al eterno retorno de un hecho que fundamenta la razón de ser de Europa. Tiempo de paz, de reuniones familiares, de voluntad de mejora, de regeneración. La noche que antecede al 25 de diciembre, «nochebuena», marca el punto de partida de un ritual que, al cabo, celebra el encuentro entre Oriente y Occidente.

EN EL UMBRAL

Europa se descubre a sí misma en el siglo VII. El hecho decisivo para esa revelación fue la hégira del Profeta desde su tribu nómada en La Meca a la ciudad oasis de Yathrib, a la que más tarde se llamó Medina, el 16 de julio de 622, acontecimiento de alcance mundial, y no solo por lo que respecta al calendario de los musulmanes. El futuro, que comienza ahora, guarda una relación de discontinuidad con el pasado. Se hace así realidad la máxima coránica de que el islam cancela todo lo que hubo antes de él.

Estas últimas palabras me recuerdan la tesis de Henri Pirenne: sin Mahoma no hubiera existido Carlomagno. ¿Cómo podía un historiador tan grande proferir semejante provocadora teoría? ¿Un pecado de juventud? No es el motivo: lo hizo al final de su carrera, con setenta años. Además, ¿qué necesidad tenía de escribir eso cuando había alcanzado el máximo respeto que un historiador puede llegar a tener? Precisamente para hallar una explicación al sentido de la expansión árabe en la formación de Europa. La ruptura del Mediterráneo entre un norte cristiano y un sur musulmán, entre un Oriente bizantino y un Occidente latino, sacó al hombre de las ensoñaciones del mundo antiguo, una de las cuales era calificar al mar-de-en-medio como Mare nostrum.

La aparición del islam hizo inevitable el nacimiento de Europa, aunque esa no fuera por supuesto su intención. Aparecen aquí dos problemas simultáneos: 1) la comparación entre una edad oscura cristiana y una edad luminosa musulmana; y 2) la garantía de una estabilidad mundial por los emperadores carolingios y por los califas de Bagdad ante el riesgo de un vacío de poder.

UNA VENTANA INESPERADA

Europa. ¿Qué era exactamente en el siglo VII? Por suerte, se ha investigado el ritmo de su economía, el uso de la moneda de oro, el besante bizantino (el euro de la época) y el dinar árabe, como también hay excelentes investigaciones sobre el valor de la guerra, la diplomacia, las reformas sociales, el arte, la literatura o las leyendas. En pocas palabras, se ha construido el gran contexto que ha permitido interpretar las cartas depositadas en la geniza de El Cairo, un almacén en la sinagoga de Ben Ezra, protegido por la sequedad ambiental. En esas cartas, unos personajes expresan sus deseos de formar sociedades comerciales contratando a agentes para que los representasen en el extranjero. Se trata de las primeras evidencias sobre la importancia de la reputación, el arbitraje y la confianza en el desarrollo de la vida mercantil, unos rasgos que caracterizarán la vida europea durante siglos hasta alcanzar lo que Max Weber llamó espíritu capitalista.

Las comunidades hebreas que vemos en la documentación de la geniza pusieron la vida mercantil en el camino de la explotación de las materias primas y de la aplicación de nuevas habilidades en el mundo de los negocios. Conocemos el nombre de alguna de esas materias primas, que actuaron en esos años como el petróleo o el gas en el mundo actual, la seda, la pimienta, el oro, el alumbre, la lana merina, el pescado; también conocemos las habilidades utilizadas para afianzar las redes del sistema mundial de comercio que estaban a punto de una fractura de impredecibles consecuencias: el uso de la numeración arábiga y no romana en la contabilidad, la selección en función del mérito, la división del trabajo, punto de partida del sistema de putting-out, el valor de la productividad como objetivo principal, el respeto por el trabajo manual, el papel concedido al mercado y a la noción de empresa.

Se alcanza así el perfil de una cultura empresarial y de un modo de entender la vida económica que ponía fin a siglos de trabas para impedir el acceso de los emprendedores a la política, monopolio de los propietarios de tierras, una nobleza de estirpe que imitaba los modelos de la clase senatorial romana. Esa limitación desapareció y la burguesía, salida de lo profundo de la economía, venció los destinos sin salidas que le había presentado la historia. El ascenso social se separa de las obligaciones feudales y se regirá por los juegos del intercambio, por la importancia concedida al dinero.

LA ALARGADA SOMBRA DE BIZANCIO

De las muchas acepciones que tiene la palabra Bizancio, aquí elijo la de una cultura irrepetible y multiforme que se extendió más allá de las fronteras del imperio de Constantinopla. Su legado alcanza a Serbia, Bulgaria, Bielorrusia, Ucrania, Rusia, es decir, la llamada Europa del Este, que tiene su propio ritmo histórico, su propio rostro arquitectónico, su propia religión, su propio alfabeto (el cirílico que procede del griego). ¿Cómo se llegó a esa situación? Veamos unos cuantos motivos anclados en la Historia Universal.

Primer motivo, la política de Bizancio en Oriente Próximo que afectaba a las regiones del Cáucaso, a su situación en la frontera del Danubio y en los Balcanes. Tras sacar para siempre a los persas de la historia por medio de unas brillantes campañas militares, el emperador Heraclio tardó algún tiempo en percibir el sentido de la pérdida de la fortaleza de Bothra (Bosra), en la frontera del Jordán. Tengamos presente esa actitud dramática porque es una parte sustancial de la historia de Bizancio, y no olvidemos tampoco que, tras la batalla de Yarmuk (636), una nueva derrota, Heraclio tuvo que aceptar la pérdida de Palestina, Siria y Egipto, lo que facilitó el avance de los árabes por la costa occidental, los viejos graneros de Roma: nos encontramos no solo con una situación crítica sino con una defensa heroica, en la que el hecho de vivir en Constantinopla se contempló en términos proféticos.

Segundo motivo, las reflexiones de Máximo el Confesor sobre el ideal de taxis, el orden invariable, armonioso y jerárquico de todas las cosas. La taxiarchía redime a Bizancio al protegerle con una corte de ángeles. Esa realidad celestial, invisible, convierte al emperador en Kosmokrator, señor del mundo, en la garantía del futuro, como serán los zares, sus herederos naturales. El efecto en la sociedad es la concepción ortodoxa de la gracia divina. A diferencia de la visión religiosa de Occidente (católica, protestante o puritana), según la cual la gracia se concede a los virtuosos, la religión ortodoxa considera la gracia un estado natural de la creación, que se encuentra en cualquier ser humano creado por Dios. Al secularizarse esta idea en el siglo XX, originó la particular concepción del comunismo de Stalin y Brézhnev, que se quiso imponer a Europa por medio del Ejército Rojo.

Y el tercer motivo, la unión de política y religión permitió que Bizancio sobreviviera a cualquier ataque, y poder contarlo, lo que no pudieron hacer los habitantes de Damasco, Petra o Alejandría. La resistencia al islam es su legado y la razón de su identidad. Decir «bizantino» era decir ortodoxo. Constantino IV convirtió esa idea en una herramienta evangelizadora cuando supo que las tierras del Danubio se llenaban de eslavos o búlgaros. Con el tiempo, decir serbio o decir búlgaro era también decir ortodoxo. Basta con ver un mapa del continente para comprobar que un hecho así marcará la historia de Europa. Los Balcanes están en el centro y sus costas dan al Adriático: la frontera exterior se situó en el río Don, frente a los pueblos de la estepa, y todavía no era la frontera definitiva, ya que aún deberían llegar pechenegos, magiares, turcos, tártaros y mongoles desde Asia central.

Esto último nos obliga a plantear si Rusia es, o no, europea: «Rasca en un ruso y encontrarás un tártaro», dijo Napoleón con un sentido de la oportunidad política en abierto contraste con los mitos que Rusia quería darse a sí misma. La épica nacional rusa es la historia de la lucha entre los agricultores de las tierras boscosas del norte y los jinetes de la estepa asiática: los ávaros y los jázaros, los polovtsianos y los mongoles, los kazajos, los kalmukos y todas las otras tribus de arco y flecha que habían atacado Rusia. Ese mito nacional se volvió tan fundamental para la identidad europea de los rusos que la más mínima sugerencia de una influencia asiática en su cultura era considerada una traición. En todo caso, recuerda Gógol en Taras Bulba, ser ruso es ser ortodoxo.

EL PUEBLO FRANCO

La idea de la gracia de Bizancio contrasta con la cultura del éxito del pueblo franco en Poitiers, el 11 de octubre de 732. Allí se libró una batalla decisiva, aunque los modernos historiadores creen que es la recreación cronística de una escaramuza. Pero el camino de los hechos nunca es el mismo que el de los significados.

Europa vincula el éxito a la victoria en el campo de batalla. Es más profundo que el triunfo entre los romanos; aquí interviene la mano de Dios. En ningún otro lugar ni en ningún otro momento resulta más fácil entender ese principio cultural que en la llanura entre Tours y Poitiers el año 732, ya que fue allí y entonces donde Carlos Martel, el martillo (alusión al héroe bíblico Judas Macabeo), convirtió la victoria en un homenaje a la comunidad de hombres libres conocida en las leyendas épicas como la dulce Francia. Para conseguirlo, introdujo una nueva estrategia; valiente, osada, que le dio resultado. Desplegó a sus hombres a pie, unos junto a otros, «erguidos como un muro», dice el cronista, firmes frente a las cargas de los jinetes árabes y bereberes.

La estrategia funcionó, las bajas fueron escasas, y los francos del norte comenzaron a mirar con desdén a los invasores del sur, que, en vez de ser eficientes y mantener un riguroso orden de ataque, insistieron en la carga de la caballería. Entonces Carlos Martel «condujo valientemente su línea contra los sarracenos». Este comentario no ilumina solamente un oscuro hecho de armas, también es un diagnóstico sobre la cultura. ¿Acaso el éxito en la batalla no hizo que el escritor Beda el Venerable se reafirmara en su idea de las raíces cristianas de Europa? Entre el esplendor del islam y la identidad de Europa, Beda escogió lo segundo. Es la elección de un visionario.

QUÉ CLASE DE SOCIEDAD

En el siglo VII, Europa estaba limitada por su población y por su naturaleza: una población de seiscientos mil habitantes en lo que hoy día es Alemania, dos millones para la actual Francia (una densidad entre 2,4 y 5,5 habitantes por kilómetro cuadrado); una naturaleza dominada por un espeso bosque y las marismas, el reino del mosquito anófeles, uno de los grandes asesinos de la historia al propagar el paludismo. ¿Cómo superar tan adversas condiciones? Primero se buscó el arbitraje de dos figuras de aquel tiempo, el héroe y el santo (a veces mezclados el héroe-santo, patrón de un territorio), capaces de luchar contra los monstruos que anidaban en los pantanos y las tierras bajas, en especial el dragón, la representación del mal; luego las vidas de los eremitas y de los monjes se convirtieron en modelos a seguir y, finalmente, se articuló a los propietarios de tierras en unidades familiares como queda reflejado en las expresiones stirps, gens, sippe. La familia extensa fue el origen de la casa solariega.1

Los señores de la casa solariega vivían de la renta, pero también de la venta de productos agrícolas, aunque esto último les exigió contar con la iniciativa de los intermediarios que conocían las rutas comerciales y los mercados. La mejora de los campos de cultivo convirtió a los emporia en polos de desarrollo y en centros de distribución de mercancías, el vino en primer término. Esos factores contribuyeron al desarrollo de la economía que, en poco tiempo, convirtió a los propietarios de tierras en una nobleza de estirpe y de espada. Los más avezados se acercaron al trono y ligaron su suerte a la amistad del rey.

Europa se hizo fuerte gracias a estas medidas, ya que fue capaz de fijar un modelo de conducta que le permitió integrar a los nuevos pueblos nómadas, los escandinavos y los magiares.

MATRIZ CAROLINGIA

La llegada del omeya Abderramán I a Almuñécar, un pueblo de la costa granadina, en el 755, coincidió con una revolución política en la corte merovingia, de las muchas que iban a dinamizar la historia de Europa durante siglos. Allí se vio el apego del poder secular al eclesiástico. Fue inolvidable: la irrupción del espíritu belicoso de la vieja nobleza al servicio de una ambiciosa familia que de momento monopolizaba el cargo de mayordomo de palacio.

Esta revolución política comenzó el día en que Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, el héroe de Poitiers, le preguntó al papa Zacarías: «¿Quién debe ser rey: quien reina o quien gobierna?». La respuesta fue toda una proclama política: Rege venit a regendo, que traducido quedaría: «A rey se llega reinando». Era una invitación al golpe de Estado. No hay revolución política que no esté teñida por los colores de la exclusión y el olvido, el deseo y la memoria. En este caso, el mayor damnificado fue Childerico III, el último rey merovingio. Se ganó su lugar en la historia cuando fue trasladado al monasterio de Saint-Omer donde fue tonsurado, perdiendo su trenza, el emblema de la dinastía.

La formación de una matriz carolingia requirió un cierto nivel de paz interna. No se conciliaba bien con la violencia arbitraria y no autorizada de los señores de la guerra o con la persistencia de lo «crudo sobre lo cocido» en muchas regiones. Europa era todavía un espacio salvaje según prueba el obispo Bourchard en una visita pastoral a la diócesis de Worms. Cuando seguimos con Eginardo las campañas de Carlomagno en Sajonia, Austria o España (conquista de Barcelona tras su fracaso en Zaragoza), podemos observar la intención de crear un imperio territorial en los mismos años que lo hacían los Nara en Japón, los Tang en China, los Abasíes en Bagdad, los Isaúricos en Bizancio.

La coronación imperial en la Navidad del 800 escenifica esa voluntad de poder inspirada en las ideas de Alcuino de York, el sabio más original surgido del think tank de Northumbria. El Imperio carolingio realizó una renovación política y cultural en su constante lucha por inventarse. Construyó una sociedad segura y ordenada donde los potentes, la nobleza palatina, se relacionaban con los pauperes, los hombres libres que formaban el ejército imperial. Ambos sectores se influyeron mutuamente y fijaron una agenda compartida. La recuperación espiritual y la artística iban de la mano.

La familia carolingia buscó una matriz estable, duradera, con la que se superara el mosaico étnico-político de Europa. Esa matriz reclamó, en primer lugar, la creación de un territorio delimitando sus fronteras (marcas); en segundo término, un gobierno imperial sostenido por una red de emisarios, missi dominici; y, terceramente, una conciencia de la relación entre el renacimiento cultural romano y la tradición germánica.

Primero, la creación de un territorio. Los principales trazos del territorio carolingio pueden resumirse de la siguiente manera según aparece descrito en la Capitular de Villis: la propiedad se organiza como un señorío con una tierra cultivada por siervos dependientes del propietario y unas parcelas arrendadas a campesinos libres que pagan un censo. Esa forma económica es un vasto programa de ocupación agrícola para veteranos de las campañas del emperador, situados en las marcas, fronteras militares. El territorio carolingio, así concebido y desarrollado durante siglos, es una magnífica obra de intrincada armonía, imbuida de un sentido de la rectitud a la par estético y moral. La idea adquirió muy pronto su propio rostro arquitectónico en la capilla Palatina (Pfalzkapelle) de Aquisgrán, de planta octogonal, un diagrama cósmico, siguiendo el modelo de San Vital de Rávena y el palacio imperial de Constantinopla, con el célebre chrystotriklinos, combinación de capilla y salón del trono.

Segundo, el gobierno imperial. El gobierno fue el resultado de una sociedad convencida de la necesidad de una organización burocrática y de la conversión de la vieja aristocracia en una nobleza palatina. Ambos hechos trajeron consigo un modelo de sociabilidad adaptada a los nuevos ideales educativos, expuestos de forma precisa por Duoda de Septimania en un excelente manual de educación para sus hijos. El ideal no es el jefe guerrero de la época de las migraciones, sino el barón que aconseja al emperador y le acompaña en las expediciones públicas.

Tercero, la renovación cultural y política. La idea clave de la Europa carolingia fue la renovatio romani imperii, es decir, la restauración del Imperio Romano, sin olvidar, sin embargo, las raíces germánicas. Difícil equilibrio entre el porvenir y la tradición. No hay futuro vivo con un pasado muerto, repetía Alcuino de York. La mejor prueba de ese equilibrio se percibe en los tres pilares del programa de la renovatio: 1) la recuperación del latín clásico, paso previo para el renacimiento de la literatura latina; 2) el desarrollo de una caligrafía revolucionaria basada en la minúscula carolina, la letra que con ligeros retoques se utiliza hoy día en nuestros ordenadores; y 3) la creación de un calendario litúrgico común. Esto último fue clave en una época en que aún se celebraban dos Pascuas en Britania, la católica y la celta. Carlomagno apoyó la reforma litúrgica, no solo porque procedía de Beda, el maestro de su amigo Alcuino, sino porque era una buena manera de crear un espacio cultural europeo. Para ello emitió un edicto sobre cómo debía medirse el tiempo. Se decidió comenzar por el año del nacimiento de Cristo, Anno Domini, y siguió con la organización de las fiestas litúrgicas y otros elementos de lo que Krzysztof Pomian denomina el noyau organisateur de Europa.

Imperio carolingio, ¿esbozo de Europa o partida equivocada? Llevamos años haciéndonos la pregunta. En el año 800, momento de su mayor expansión, el Imperio se mostraba etnocéntrico, seguro de su propia superioridad, ya que estaba a la vanguardia de la cultura y del desarrollo económico. Su poder abarcaba prácticamente toda la Europa católica con la excepción de Inglaterra, donde el rey de Mercia se resistía a formar parte de un contexto que no era el suyo. El futuro iría por senderos diferentes a los que él trazó. El debate sigue abierto.

LA TORRE DE BABEL

El Imperio carolingio proyectó hacia atrás, hasta los orígenes en Roma, la creencia de que el pasado prefiguraba el futuro; después Alcuino y Eginardo consideraron el apoyo del califa Harun al-Rashid como la prueba de que en Europa solo había un poder legítimo, el de Carlomagno y sus herederos. Ese orgullo es el mismo de Carlos V y Napoleón, según el cual el Imperio es el único marco político adecuado a Europa. Pero la historia a veces no piensa así. Y en poco tiempo se pudo comprobar.

En efecto, el Imperio carolingio fue afectado por dos factores transformadores. El primer factor fue la clásica crisis de la tercera generación: los nietos no son capaces de mantener la voluntad política del abuelo; una actitud psicológica, que sigue perpetuándose. Así, en el año 843, tres nietos de Carlomagno (hijos de Luis el Piadoso) firmaron el Tratado de Verdún, por el que dividían el Imperio carolingio en tres partes: Francia, los Países Bajos y Alemania con las dependencias italianas. La partición fue territorial, política y lingüística: el latín cedió ante el empuje de las lenguas románicas, del alemán y del neerlandés. La torre de Babel es la metáfora de este impulso irrefrenable a convertir la lengua en el principio de identidad de los pueblos. Todos querían escribir en la lengua que hablaban. Europa entonces se encontró con decenas de lenguas, sin apenas tiempo para darse cuenta de lo que un hecho así significaría para el futuro. Las dudas ante el futuro cuestionaron la universalidad del Imperio y acabaron por fragmentarlo.

El segundo factor fue la invasión de los pueblos escandinavos. La invasión afectó también a otros territorios de Europa, Irlanda, Inglaterra, el emirato de Córdoba, pero alteró más al Imperio por la lacerante sensación de desvanecimiento que provocó un hecho así. Recordaba demasiado al final del Imperio Romano de Occidente, el modelo político que los carolingios habían elegido. Un nuevo panteón descendió sobre el trono de Carlomagno y lo vaporizó en poco tiempo. Se trataba justamente de dar una pátina de legitimidad a la vieja costumbre del vencedor que visita al poder derrotado y le ofrece su amistad para sentirse seguro de que va a formar parte de la historia.

Después del Tratado de Verdún (843), en medio de miles de quejas por la debilidad del emperador, las fronteras del Imperio bullían de pueblos bárbaros, que no respondían a la idea de la civilización forjada por los carolingios. Carlos II el Calvo reclamó la autoridad de Juan Escoto Erígena para obtener una explicación. En las costas, se veían las velas de los nuevos invasores. Tensión. En Europa se abrió un nuevo y fascinante capítulo de su historia.

EXTREMOS DE ESCANDINAVIA

Los pueblos escandinavos protagonizaron uno de los hechos más singulares de la historia de Europa: la emigración de los valles de Noruega, Suecia y Dinamarca a las planicies de Groenlandia, Irlanda, Inglaterra, Normandía, Sicilia y Ucrania. El cronista Dudon de Saint-Quentin sostuvo la necesidad de comprender a los recién llegados, con todo su conflictivo equipaje cultural de mitos, ritos, deseos, lastres, poesía, drama y tópicos; y propuso seguir la vida del jarl, conde, de Möre, Gangu-Hrolf, Rollon el Caminante, soberano de las Orcadas que por entonces incluían las Hébridas, las Feroe y la región escocesa de Caithness: seguir su vida desde que desembarcó en Francia para afincarse allí con su gente.

El encuentro de Rollon con el Imperio carolingio es un hecho crucial para Europa. Enaltece la visión de una historia que se vuelve más compleja con la llegada de estos hombres del norte, más rica al estar alentada por el deseo de valorar el ver sacrum, la primavera sagrada, y el regalo como contrapeso al pillaje. No puedo imaginar una Europa sin un conocimiento de ese mundo; y no solo porque las runas son uno de los grandes legados de esta época. Lo primero es precisar el nombre vikingo, con el que se conoce a esos pueblos.

El vikingo pertenece a una liturgia especial donde la fantasía compite con una geografía de témpanos helados que, por supuesto, no se atiene a la realidad (entonces hacía más calor y los fiordos no tenían ese aspecto); pero el romanticismo le había convertido en la imagen del guerrero rubio que adoraba a Odín, tema de novelas y películas. Recuerdo la de Richard Fleischer con Kirk Douglas enamorado de una hermosa cautiva inglesa interpretada por Janet Leigh. De ese modo han mostrado la parte escondida del mundo vikingo, recuperando un pasado que parecía perdido. Como dijo y comprendió bien Saxo Grammaticus en la Gesta Danorum, escrita en el siglo XII, el pasado de los vikingos forma parte de Europa.

¿Qué significa la expresión vera, fara í vikingu («ser e ir en expedición de vikingo»)? Una respuesta la dio Adam de Bremen, obispo de Hamburgo: ipsi pyratae quod ille Wichingos appellant («aquellos piratas que de otro modo se llaman vikingos»). Respuesta vulnerable que se asimila a otra, paralela, aunque más ancha, la de Snorri Sturluson cuando escribió en la Heimskringla sobre un individuo que «durante mucho tiempo fue en expedición vikinga, pero a menudo en viajes de comercio y en consecuencia conocía muchos lugares». Búsqueda de la identidad de los vikingos, búsqueda de una historia que sepa situar las gestas en su exacta medida, ya que los vikingos, además de piratas, fueron ganaderos, comerciantes y exploradores. Muchos de ellos se fusionaron con las poblaciones locales y desempeñaron un papel decisivo en la formación de Rusia, Francia, Inglaterra o Sicilia. La colonia de Vinlandia fue la primera tentativa, fracasada, de unos europeos por colonizar América.

La prodigiosa historia vikinga adoptó tres formas diferentes que responden a su vez a tres pueblos con una identidad definida: los daneses volcados sobre Inglaterra, la Europa carolingia, el emirato de Córdoba y, finalmente, Sicilia, donde crearon un reino muy original; los noruegos que se dirigieron a Escocia, las Orcadas, Irlanda, Islandia, Groenlandia y Cánada; los suecos (varegos) que se encaminaron hacia el este por el Báltico hasta la región de los grandes lagos, y desde el Ladoga eligieron dos rutas: por la más oriental descendieron sobre Gnezdovo por el Dvina y por el Volga hasta llegar al mar Caspio en Itil, donde entraron en contacto con las caravanas en dirección a Bujara y Samarcanda, o, atravesando el Caspio, llegaron a Gurgan y desde allí a Bagdad; por la más occidental, desde Novgorod llegaba hasta Kiev para descender por el Dniéper al mar Negro en Odessa, desde donde los suecos alcanzaron Bizancio.

Podemos ver un efecto tardío de la aventura vikinga en las sagas escritas en Islandia en los siglos XIII y XIV, el primer tesoro de la literatura europea; también en algunas obras literarias actuales, ya que basta pensar en la confesión de la heroína de la novela Salka Valka de Halldór Laxness: «Cuando ya está todo dicho y hecho, la vida consiste primero y principalmente en pescado salado».

La memoria de los vikingos, una razón de ser ante la vida, que sigue renovándose en los sueños árticos, que dijo Barry Lopez: la historia de la exploración europea de cualquier parte del mundo supone la confrontación de la realidad con alguna visión de una distante riqueza. Oro, pieles, madera, ballenas, control de las rutas comerciales, todos eran tesoros que debían ser verificados, adquiridos, transformados, distribuidos y defendidos. Y, al cabo, en el centro de todo ello, un europeo de excepción, Leif Eriksson.

EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO Y SUS ADVERSARIOS

El siglo X es el tiempo del otro, incluyendo al otro que solo lo es porque no desea pensar su pasado en términos de un mestizaje de pueblos y culturas. Es lo que le sucedió al duque de Sajonia Otón I con la llegada de los magiares, el azote de los tiempos, a los que la gente llamó «húngaros». Procedían al parecer de los Urales y habían sido conducidos a la llanura de Panonia por siete líderes, aunque eso parece más bien fruto de la leyenda que de la historia. El primogénito de uno de ellos se llamó Árpad y con él comenzó una dinastía que estaba destinada a construir Europa. Pero antes de que eso ocurriera tuvieron que enfrentarse en la ribera del río Lech, afluente del Danubio, con las tropas del duque de Sajonia, que los derrotó de forma inapelable en 955.

La batalla del río Lech permitió construir el Sacro Imperio Romano Germánico, del que, no obstante el interés por recuperar los valores romanos de la cortesía (urbanitas), al final solo se deseaba huir. Este hecho relativiza el alcance y la noción del Sacro Imperio, muestra su carácter vago, también aclara las relaciones diplomáticas con Bizancio que permitieron la llegada de la princesa Teófanes, madre del emperador Otón III, el hombre que soñó con un imperio universal, por influencia de su tutor el monje Gerberto de Aurillac, papa Silvestre II. Tras su misteriosa muerte y la subida al trono de Enrique II, que se hizo coronar con una capa de fondo azul con todas las constelaciones, la pregunta durante siglos fue: ¿resulta imposible una duradera comunidad europea?

Las naciones que comenzaron a surgir por entonces nunca tuvieron una noción de Europa, solo se interesaban por las fronteras para defenderlas o para atacarlas. Pocas veces se dejaron convencer por teóricos de la unidad, a los que veían como agentes del Papado. Las relaciones entre esas naciones no se debían a su voluntad, a una mutua simpatía, ni a la proximidad lingüística, sino a una necesidad común. El siglo XI hizo explotar los valores étnicos y lingüísticos de las poblaciones enmarcadas en el Sacro Imperio que se negaban a dejarse asimilar, es decir, germanizar. Aquí se abrió un problema que los siglos siguientes no hicieron más que agrandar. Afectó desde Austria, inclinada a intervenir en los Balcanes, a las comunidades judías askenazíes que quisieron vivir con su lengua propia, el yiddish. El edicto contra la poligamia, dictado por Rabbenu Gershom ben Judah, reafirmó la comunidad judía askuenazí, que se alejó de los sefardíes.

Después de la guerra del emperador bizantino Basilio II contra los búlgaros, muchos estados danubianos y balcánicos buscaron la forma de alcanzar una identidad en el barullo lingüístico y étnico de la Europa central; mientras, en la región de París, los obispos se levantaban contra el rey carolingio en nombre del conde Hugo Capeto. Esta sincronía de situaciones favoreció la formación de grandes redes de comunicación en el Atlántico y en Rusia.

ADMIRABLES DECISIONES

Los monjes de Optina Pustyn, el centro espiritual que en el siglo XIV creó la conciencia nacional y relacionó Rusia con Bizancio, no tuvieron mucha simpatía por la aportación de los varegos a la historia rusa. Semejante actitud tuvo Iván Kireyevski, el poeta romántico que peregrinó a Optina convencido de encontrar allí las respuestas a sus preguntas sobre el pasado ruso. Hay sensaciones adormecidas en la memoria de los siglos que, en el momento oportuno, acuden en ayuda de quienes buscan un motivo para creer en su patria. Gógol, Dostoievski, Tolstói, sondearon el alma rusa que era tanto como seguir las huellas de la llegada de los iconos a Rusia provenientes de Bizancio y elaborados en estilo griego. Todo eso ocurrió a finales del siglo X y siguió hasta los iconos de Andrei Rubliov, cuatro siglos después. Quizá los lectores recuerden la última escena de la película de Tarkovski sobre este pintor, en el que un grupo de campesinos forjan una campana, símbolo de la fuerza espiritual de un pueblo ante la adversidad.

La emergencia de Rusia al primer plano de la historia de Europa desenmascaró la mentira de una Rusia desinteresada por el desarrollo material, fuente de un espíritu universal que salvaría al mundo del progreso y que Gógol retrató en Almas muertas. La política de Vladimir el Grande y su hijo Yaroslav nos puede ayudar, y por razones que no tienen que ver con la literatura, pese a que en algunos momentos recuerdan a los personajes de Chéjov; son los detalles que permiten seguir la creación de unas redes comerciales entre el Báltico y el mar Negro al mismo tiempo que se implantaba la religión ortodoxa en los bazares de Novgorod y Kiev. La ejecución de esa política dependía de la alianza con el emperador Basilio II, una de cuyas hermanas partió para Rusia y, con ella la arquitectura de estilo bizantino, visible en Santa Sofía de Kiev, el culto religioso y, por supuesto, el arte de los iconos.

Igual de atrevida fue la iniciativa de los daneses en tiempos del rey Harald Blâtönn, «Diente Azul», de crear una talasocracia en el mar del Norte, con capital en Jelling, Jutlandia, convirtiendo los emporia en centros de intercambio comercial y polos de desarrollo. Sveinn Tjuguskegg (Suenón Barba Bifurcada), hijo de Harald, consiguió unir las dos tradiciones vikingas del Atlántico norte, la suya y la noruega, con sus grandes exploraciones más allá de Groenlandia, que sellaron la suerte de Erik el Rojo, el hombre que puso pie en la península del Labrador. El acercamiento entre daneses y noruegos le permite sumar sus fuerzas y su capacidad para llevar a cabo la acción. Olav Tryggvason prepara el terreno el año 991 al dirigir a los noruegos en la decisiva batalla de Maldon contra los ingleses, capitaneados por Byrhtnoth de Essex, objeto de un poema donde se relata su heroísmo. Maldon es el principio del sueño imperial danés. Canuto el Grande, hijo de Sveinn, termina la labor: divide la isla de forma cuadrangular antes de conquistarla, luego lleva a cabo la conquista, y en cierto momento una carta de la época le califica de rey de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y parte de Suecia.

La validez de este imperio sobre el mar del Norte, que tan lejos nos parece (pese a haber sido un éxito en su momento), es lo de menos. Lo que cuenta es la superación de la terrible adversidad en la que se vivía en el año 1000 por los esfuerzos de unos hombres y su férrea voluntad. Siguiendo la estela de estos proyectos políticos se crearon las redes comerciales que conectaron los puertos del mar del Norte con Rusia a través del Báltico. En el futuro esa red de ciudades comerciales se llamará Hansa. Aquí están sus orígenes.

Los puertos del mar del Norte se llenaron de almacenes, casas de hombres honestos que cerraban acuerdos según el derecho internacional, residencias palaciegas de aristócratas que soñaban con costear su sentido de la prodigalidad mediante impuestos sobre la actividad comercial, en los huertos cercanos se comenzaban a plantar productos suntuarios: el orden mercantil asomaba la cabeza. Los viajes en busca de productos alimentarios aumentaron, y con ellos aparecieron nuevos barcos, más pesados, con más capacidad. Concibieron la vida como una carrera en función del mérito. Y se asentaron en los suburbios de las viejas ciudades. Allí no había restricciones comerciales, únicamente un conflicto moral, el decoro frente al desorden, el acceso restringido frente a la entrada libre, la riqueza antigua frente a la nueva. Todo parecía dispuesto para que el dinero cambiara de manos, pero no iba a ser fácil. La gente rica miraba por encima del hombro a los recién llegados, campesinos que aún olían a establo, incapaces de comprender los prejuicios sociales.

CULTIVAR LA TIERRA, CULTIVAR EL ESPÍRITU

Europa era en el año 1000 un continente de naturaleza rural a pesar de las conquistas militares y las aventuras comerciales. Cada año, la cosecha ponía en juego la fortuna de todos, desde los altivos emperadores de la casa de Sajonia hasta los más humildes campesinos, pasando por los nobles feudales enfundados de hierro para sus expediciones de primavera, por los artesanos y mercaderes de las incipientes ciudades, por los juristas, abogados, médicos y sacerdotes, que agrupados bajo el apelativo de cives formaban una especie de patriciado urbano.

El progreso de la agricultura contó con un aliado inesperado: un clima relativamente estable y cálido que llenó de buenas cosechas la tierra. También ayudó un cambio de actitud hacia el trabajo, que podría definirse como una nueva moral vinculada al desarrollo del cristianismo en las aldeas. Los arados con ruedas y reja disimétrica perforaban los campos con mayor profundidad y eficacia, y menor coste de energía humana, que los viejos arados de cama curva romanos; la unción de los caballos con una collera rígida aumentaba la potencia de tiro; la rotación trienal permitía dejar en barbecho un trozo de tierra sin menoscabo de la cosecha de cereales (centeno, trigo) en invierno y de leguminosas (guisantes, lentejas, habas) en primavera. Estas últimas fijaban el nitrógeno en el suelo y conservaban su fertilidad. Las habas fueron el aporte de proteínas vegetales más eficaz durante muchos siglos. Mejoró el soma de los campesinos y permitió que las mujeres tuvieran más hijos sin riesgo a morir de sobreparto; disminuyó la mortalidad infantil, a lo que contribuyó el final de las prácticas abortivas y de infanticidio.

La población creció notablemente, efecto sin duda de un baby boom. Surgieron nuevas aldeas en lo que antes eran zonas boscosas, pantanos o tierras sin cultivar. Miles de hectáreas de bosques desaparecieron ante las hachas de los granjeros, que talaban los árboles para incrementar la superficie cultivable. Los insectos asesinos como el anófeles, que propaga el paludismo, fueron desterrados. Se construyeron puentes con la madera de los árboles que permitieron atravesar ríos por entonces más anchos y caudalosos que en la actualidad; muchos de ellos fáciles de navegar, con lo cual los puentes servían de aduana o fortaleza defensiva para quienes buscaban internarse río arriba. Toda la vida material desbordaba energía, y ocurrió entonces que un manto de iglesias blancas se extendió por Europa, según la imagen que dejó para la posteridad el cronista Raúl Glaber.

Las tierras de la frontera se convirtieron en un objetivo. Si escarbamos en las fuentes de la época, descubriremos decenas de anécdotas que alimentan esa idea. Eran necesarias si tenemos en cuenta que, finalizadas las grandes migraciones, la conciencia de abandonar el hogar acarreaba en los campesinos europeos cierto sentimiento de pérdida, cuando no de nostalgia, por la casa paterna, que se trataba de contrarrestar con la ejemplar vida de algunos monjes pioneros. Al respecto escribió el incombustible Gerald de Gales: «Dad a esos monjes un páramo desnudo o un bosque silvestre, dejad pasar algunos años y veréis iglesias bellísimas y viviendas alrededor de los templos».

En el transcurso del siglo XI, la imagen de Europa como culminación de un proceso histórico y geográfico imparable suscitó un sentimiento de orgullo entre los escritores más influyentes ante el entusiasmo, coraje, heroísmo, altruismo y decencia mostrado por sus contemporáneos. La retórica empleada era diversa: en unos casos se destaca el esfuerzo campesino, la disposición personal hacia el trabajo agrícola; en otros, el papel de la religión subrayando el punto de vista espiritual que entiende Europa como cristiandad. En realidad, tuvo un poco de todo. Eso implica una visión amplia de la sociedad de esta época, en la cual todo cuenta, desde las trivialidades hasta los tesoros.

UN PERSISTENTE TABÚ

En la década de 1070 dos hechos convergieron con efectos trascendentales en el futuro de Europa. El avance turco por la península de Anatolia obligó al basileus Romano IV Diógenes a llevar el ejército a las llanura de Manzikert. Allí sufrió una derrota sin paliativos que provocó que las tierras donde había nacido la civilización griega pasaran a manos turcas para siempre. Y, segundo hecho, la toma de Bari por Roberto Guiscardo, el hombre de Roma en esta parte de Italia, con lo que Bizancio perdía el último bastión en la península Itálica y los normandos se convertían en los artífices de un modelo político que con el tiempo cautivó a media Europa. Ambos hechos responden a una misma situación: la herencia bizantina quedaría relegada a Oriente, mientras que Occidente se debatiría en otros principios políticos, culturales y religiosos.

Europa descubrió de este modo el que sería su interlocutor en los siguientes diez siglos, Turquía. Lo fue en el Mediterráneo, en los Balcanes, en el norte de África, en Oriente Próximo; lo fue en nombre de los jefes kurdos de Mosul y Alepo, lo fue en nombre de la Sublime Puerta, en la defensa de sus materias primas, el alumbre primero, el petróleo finalmente, en acciones de guerra y en acuerdos diplomáticos; lo fue en el mundo icónico: ¿quién no recuerda las batallas de Belgrado, Mohács o Lepanto, los avatares de la moderna Grecia, el muro chipriota, la identidad de Bosnia-Herzegovina y tantas cosas más? Todo eso aconteció porque ocurrió Manzikert; si allí hubiese vencido el basileus quizá nunca hubiera habido el mundo de los horizontes abiertos que hizo que Europa tomara conciencia de sí misma.

Europa

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