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La incomodidad de los estudios culturales latinoamericanos

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La forma en que se suele nombrar a los estudios culturales como “británicos” o “estadounidenses” nos obliga a reflexionar sobre el problema de las “nacionalidades” de los estudios culturales. Estas etiquetas juegan un papel ambiguo. Surgen como ecos del nacionalismo teórico, pero están íntimamente ligadas con el proceso de crítica transnacional al mismo. Por este motivo, me parece que se trata de nombres que operan como “elipsis”, y que conceptos como “Escuela Estadounidense” probablemente habría que leerlos como en el deconstruccionismo de Derrida con la segunda palabra tachada. Así, los “estudios culturales británicos” surgen criticando la manera en que se piensa la “literatura inglesa”, o la “historia social”, que no incluía a los afrodescendientes, sus experiencias y su forma de hablar el inglés. De la misma manera, los “estudios culturales estadounidenses” surgen reclamando una reformulación cultural de la ciudadanía de aquel país, basada en un nacionalismo excluyente.

Me parece que lo mismo sucedió con los “estudios culturales latinoamericanos” (Szurmuk e Irwin, 2009).

En primer lugar, esto ocurrió porque los estudios culturales no latinoamericanos se nutrieron en parte de pensadores cuyo contexto sociocultural fue el de América Latina y el Caribe. En particular podemos pensar en Franz Fanon y Stuart Hall, cuyas historias de vida (incluyendo su salida del Caribe) generaron un proceso transnacional que integró a la realidad caribeña con el pensamiento europeo. Esto es verdad para otros campos que han influido el pensamiento de los estudios culturales, como el dependentismo y su influencia en el pensamiento de Wallerstein, y de manera muy importante el trabajo del caribeño Fernando Ortiz (1983 [1963]).

Lo mismo podemos pensar para el caso de Renato Rosaldo, cuyo habitus es el de la población de origen mexicano y latinoamericano en Estados Unidos. No sólo en la vida cotidiana, sino en la discusión sobre la condición de la misma en la academia estadounidense. La pugna por identificar una “literatura chicana” abre estos espacios transformadores de los estudios culturales estadounidenses que surgen con esta condición “transnacional”. No es solamente una influencia automática entre condiciones materiales y pensamiento. Se trata de un esfuerzo por construir una condición de incorporación con diferencia.

En segundo lugar, también es verdad que la tradición crítica latinoamericana se nutrió de los escritos de los estudios no latinoamericanos en la construcción de su marco teórico bajo muy diversas situaciones. En particular las lecturas de Thompson (1978) y Williams (1977a) fueron de utilidad desde los años 1970. Podríamos añadir los casos de las personas que estudiaron o estudiamos en los departamentos en los que se desarrollaron estos marcos teóricos. Así que la construcción de los proyectos posteriores no pueden distanciarse de los estudios no latinoamericanos, entre otras cosas, por las redes de trabajo que se conservan y contribuyen a crear puentes entre las academias que operan en muchos niveles informándose mutuamente.

En tercer lugar, y esto me parece de especial relevancia, los estudios culturales latinoamericanos y no latinoamericanos trabajan con sujetos que son latinoamericanos en muchos lados. De tal manera que nosotros podemos separar la realidad analíticamente, pero los sujetos con los que trabajamos articulan nuestras realidades y nos fuerzan a poner nuestros marcos analíticos en diálogo. Por ejemplo, el trabajo de Gilroy sobre la emergencia de una intelectualidad diaspórica, en “El Atlántico Negro”, muestra que la “presencia negra” de finales de los años 1940 y en adelante, es un ejemplo de una teoría propia de la cultura con base en una realidad transoceánica que escapa a las denominaciones continentales y subcontinentales.

Algunos grupos de estudios culturales desde América Latina han criticado las posturas de la academia estadounidense y han preferido acercarse a los aportes de Birmingham precisamente por el carácter político y entreverado con el contexto económico que reconocen en la cultura. El argumento que trato de expresar aquí es que la cercanía que los estudios culturales latinoamericanos encuentran con el pensamiento de Birmingham se da porque coinciden en reconocer el carácter político y conflictivo de la cultura, así como el carácter culturalmente constituido de la política y la economía. Coinciden con el pensamiento de Birmingham en posicionarse como un proyecto inspirado en teorías marxistas y neomarxistas que incluyen a Stuart Hall y Raymond Williams, pero también a Antonio Gramsci, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, al mismo tiempo que reconocen la importancia de Fernando Ortiz, Carlos Mariátegui y Frantz Fannon, entre otros (Richard, 2010).

Parece claro que los estudios culturales latinoamericanos comparten con el Centro de Estudios Culturales de Birmingham la relevancia de incluir los desarrollos del marxismo y el estudio de la cultura como una mediación en un contexto de poder entre el mundo simbólico y el material del capitalismo. Un ejemplo lo tenemos en el libro más reciente compilado por José Manuel Valenzuela sobre culturas juveniles en el capitalismo contemporáneo (2015).

Es verdad, como dice Rosana Reguillo (2003), que los autores de los estudios culturales en América Latina han tenido sus propios escarceos con las estructuras disciplinarias que operan como tecnologías de poder donde los financiamientos, las políticas culturales y la especialización del trabajo sobre objetos disciplinarios han sido renuentes al papel disruptivo que tienen los estudios culturales. Sin embargo, también es cierto que en América Latina y el Caribe ha habido una institucionalización de los programas de estudios culturales que, desde mi punto de vista, hay que entender, a la manera de Gramsci, como estrategias en una “guerra de posiciones” desde donde los estudios culturales se presentan como instancias críticas.

Me parece que frente a las posturas críticas del transnacionalismo disciplinario, que reclaman como indispensable el estudio de las condiciones materiales de la producción de la cultura, los estudios culturales interpelados reconocen desde sus posturas transdisciplinarias esta necesidad, aunque sus herramientas analíticas no siempre profundizan en ello.

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