Читать книгу Hasta donde llegue la vista... - José Flores Ventura - Страница 8

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El niño de la montaña

La odisea de la vida comienza muy temprano para Toñito, un niño cuyo pecado fue nacer en una joven familia numerosa y sin un padre que la sustente, alejado en una comunidad rural en las montañas de Arteaga. Bajo estas circunstancias se ve obligado a trabajar para aportar a la precaria economía familiar y, por lo tanto, no conoce la escuela y el campo es casi permanentemente su segundo hogar, permeándolo, forjándole un carácter duro y melancólico, a pesar de sus escasos 10 años.


Desde muy temprano sale a la espesura de los bosques, ahora recolectando piñones para vender, otras veces tunas silvestres, robando mazorcas en las parcelas de modernos caciques, juntando tierra para macetas, así como pitahayas, limas o cabuches, según la temporada, antes de que se desequen; así, el año se le va de aquí para allá, cosechando lo que da la madre naturaleza. Esto, a pesar de su corta edad, lo ha hecho un gran conocedor de su entorno; él me ha guiado hasta donde habitan las lechuzas de tierra, donde hay flores multicolores, las cuevas escondidas entre farallones o en el hábitat del oso negro, muy dentro en la serranía.

Con gusto le hecha diente a la comida chatarra que llevo, a la otra le traigo algo mejor; le fascina, al igual que a mí, llegar hasta la cima de las montañas y detenerse a contemplar la grandeza del mundo que lo rodea, mimetizarse entre los árboles para no ser visto o fundirse con la foresta para poder observar, con más detenimiento y a detalle, a los seres que ahí habitan. Ya de tarde tiene que regresar con su mochila cargada de frutillos silvestres, para darles de comer a sus pequeños hermanos.

Así es la odisea diaria de Toñito, un niño que vaga en el bosque, solo u ocasionalmente acompañado, cuando un aventurero se le atraviesa; vaga entre un mundo de peligros pero, a la vez, a salvo de la gente, el mayor de los peligros para un niño de 10 años. Sus manos, llenas de llagas, y el rostro colorado untado de costra, con el pelo suelto que esconde al niño juguetón a quien le da gusto platicar sus aventuras y travesear con las ramas de los pinos, o agarrando lagartijas que se le cruzan por los senderos.

De vez en cuando, a lomo de burro cargado de leña y cuesta abajo hacia el pueblo, se detiene a descansar en el mar de flores silvestres, con la cara al sol que se recorta entre los trazos enramados de los pinos. Así lo conocí, él a un lado del árbol y yo del otro; recuerdo el tremendo susto que le di al levantarme camuflajeado, como es mi costumbre andar, sin que antes se diera cuenta de mi presencia.

Como mucha gente del campo que no tuvo la gracia de la “educación civilizada”, Toñito no tendrá los placeres mundanos que los niños de hoy disfrutan, para bien o para mal. No conocerá más lujo que tener de techo un millón de estrellas, tal vez no tendrá nada material más que el burro que lo acompaña (el que lleva la leña), vivirá 100 años y será un sabio acuñado con la sagacidad de la naturaleza, la simplicidad será su constante y su ambición será ver de nuevo salir el sol por entre las montañas cada día de su vida.

En su mirar hay algo que recuerda mi infancia: ojos grandes y tristes que se detienen hacia el horizonte en una tarde despejada, sentado en lo alto de una colina y viendo desaparecer el sol tras el filo de la sierra, tal vez con la esperanza de un nuevo amanecer, tal vez con la añoranza de que las cosas cambien mañana.

Hasta donde llegue la vista...

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