Читать книгу Hasta donde llegue la vista... - José Flores Ventura - Страница 9

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Don Ancina de Cuauhtémoc

Don Ancina, hombre de los de antes y sabio anciano como pocos, no atinaba a recordar los tiempos vividos en su pueblo natal, en el semidesierto del sur de Saltillo. Con frases recortadas por lagunas de memoria, nos relataba, bajo un mezquite a orillas del pueblo, los tiempos difíciles de pocas lluvias o de inundaciones, cuando las había en demasía. Contaba de tormentas o huracanes, de cometas y rarezas celestes como ovnis, y de espíritus ambulantes por estos lares.

Don Ancina no era su nombre, se llamaba Martín, pero un día, cuando tramitó su credencial de elector, le preguntaron su apelativo, y les dijo con campirana autoridad: “¡Martín Becerra Trejo y Ancina quiero que me digan!”, y Ancina le empezaron a decir.

Mencionaba repetidamente que en su niñez se oía hablar del “Chan”, un espíritu que salía de las orillas de los cuerpos de agua y asustaba a las mujeres y a los niños haciéndolos correr del miedo; éste era un ancestro chamán que, ataviado con pieles y plumas, reclamaba por ser natural de esas tierras suyas y perdidas por siglos. Don Ancina también platicaba que, en una ocasión, un oso secuestró a una bella y joven mujer, llevándosela a vivir a una cueva en la espesura del bosque, y no supieron más de ella, pero tiempo después vieron bajar a unos niños peludos en exceso, buen pretexto para decirle a un sancho, pensé, ya que por aquellos años habían llegado al pueblo unos leñadores a quienes les decían “Los Osos”, por estar fornidos y velludos.

Minas abandonadas con tesoros escondidos esperando que el más osado los encuentre, relaciones con canastos de centenarios que se aparecen, cuevas que se abren en cuaresma y cierran al acabar el día, todas leyendas rurales clásicas que no faltan en un pueblo pero que, contadas por Don Ancina, adquieren singular atractivo.

Se llenaban de brillo sus ojos al comentar las bellezas naturales de los montes, como en el caso de la espesura de los bosques de oyameles con atajos de venados que recorren las aún vírgenes praderas ubicadas muy arriba, cerca de las cumbres. Hacía mención del olor de la menta en las veredas anexas a los arroyos o del aroma del yerbanís después de llover, del aroma de los pinos que acompaña al ir a cazar conejos, el cielo azul profundo con nubes aborregadas y noches oscuras con estrellas entre las cumbres montañosas.

Recordar su juventud le daba orgullo, ya que no había pelao que se atreviera a enfrentársele, por ser un fornido tallador de lechuguilla y leñador en Astilleros, ahora ejido Cuauhtémoc. Briago peleonero, en una ocasión mató a un hombre por faltarle al respeto a su novia, a la cual, cuando salió de la cárcel, encontró casada con el hermano del que había matado, con cinco chilpayates y cargando 50 kilos de más, “al cabo que no la quería”, mencionó al verla en esa condición, y luego se refugió en una cabaña escondida en la sierra, donde vive hasta nuestros días.

La última anécdota ocurrió en pasados tiempos electorales, ya que no lo dejaban votar por llevar una maltrecha camiseta del partido que robó los colores patrios; entre discusiones a favor y en contra halló la solución, que fue voltearse la camiseta, y así ejerció el sufragio, derecho de todo ciudadano. Antes de irse, se devolvió y dijo: “Al cabo que ni voté por este #¡’*! partido, y vine porque ya me tienen hasta la chin… con su uno, dos, tres”, y salió encanijado rumbo a la sombra de aquel mezquite que le hacía compañía desde mucho tiempo atrás, para resguardarse del calor y recordar pasados tiempos, perdiéndose de vista entre las siluetas de las montañas lejanas.

No atino a entender la vida de don Ancina o Martín, si es héroe o mártir de las circunstancias de la vida, cuando cayendo el atardecer se levanta y, sin despedirse, se va para su cabaña, hasta que vuelva al siguiente día a aquel viejo mezquite, o hasta que ya no se levante más.

Hasta donde llegue la vista...

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