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Doña Consuelo

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El descubrimiento tardío de haber residido en un prostíbulo durante el primer curso de nuestra estancia en Madrid, nos indujo a emigrar a otro «nido» en octubre de 1961; lo encontramos en el domicilio de una señora valenciana que vivía sola en la calle Tres Peces. Las habitaciones, amplias y luminosas, rezumaban pulcritud y la escuela quedaba a una distancia similar a la del curso anterior. Doña Consuelo no representaba, posiblemente por su voluptuosidad, más de sesenta años; gustaba vestir modelos entallados que resaltaran sus redondeces y lucir llamativas joyas; su aspecto de mujer de mundo solo se contradecía por su adicción a las radionovelas… enamorada de Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso no se perdía un capítulo de los booms del momento: Ama Rosa y La dama de las camelias.

Por entonces alcanzaba su máximo esplendor el Festival Internacional de la Canción de Benidorm que inspirado en el de San Remo llegó a igualarlo en notoriedad; su importancia fue tal que encumbró a Raphael y Julio Iglesias, entre otros. Aquel año resultó vencedor, como compositor, Mario Sellés, hijo único de doña Consuelo, con la canción La hora interpretada por Rosalía. Tras ganar el festival, Mario fue a Madrid para visitar a su madre quien, exultante, preparó la mejor paella que mis papilas gustativas hayan disfrutado; fue su gran perdición, los txiquets —así llamaba ella a sus pupilos—, la presionábamos con frecuencia para repetir y ella, todo bondad, jamás se negaba. En el transcurso de esos actos culinarios se ufanaba del éxito que tenía con los hombres pese a su edad:

—Me veo tan bien que hoy mismo me ha dicho un señor que estaba como un volcán –nos decía plena de orgullo y felicidad.

Cualquier ocasión era propicia para practicar su gran afición, hablar al revés ya fuera invirtiendo el orden de las letras o las sílabas de una palabra. Su favorita para instruir en la técnica a los contertulios era «soidemersol», «los remedios» al revés, repetía divertida; también disfrutaba haciéndonos ver que solo había una palabra en el diccionario cuya fonética era idéntica al derecho y al revés, «reconocer». Practicando esta memez podíamos pasar horas retorciéndonos de la risa ante el significado soez o pícaro de alguna resultante; a veces el más perspicaz simulaba no haber entendido la inversión y se la hacía repetir, como ocurría con «y dijo»… extrañaba tanta torpeza. ¡Pero si es muy fácil!, repetía incansable: «¡Y jodí, y jodí…!».

Pero el envoltorio de la Doña, como suele ocurrir a esas edades, también ocultaba alguna que otra carencia. Cierta noche, camino de la madrugada, unas voces lejanas interrumpieron nuestro sueño, acudimos a su llamada y la encontramos con los ojos enrojecidos y la respiración jadeante; se aferraba con una mano al marco de la puerta y con la otra, se estrujaba convulsivamente una falda desabrochada y medio caída; de cintura hacia arriba una rebeca abierta dejaba ver sus exuberantes ubres: «Ay, que malita estoy, es la visícula, esperad un poco a ver si me pasa, dicen que el dolor se quita con la cabeza hacia abajo». Sin el menor reparo se acomodó en la cama, junto a la pared, con la cabeza en el colchón y los pies al techo ofreciendo a nuestros ojos, sin prejuicios, la desnudez de su cuerpo. Mi hermano y yo nos mirábamos atónitos sin saber qué hacer; en tan inapropiada pose y sin su habitual coquetería, se nos ofrecía el retrato real de doña Consuelo… «fea y legañosa», como diría graciosamente la madre Teresa a fray Juan de la Miseria con motivo del cuadro que aquel le pintara.

En una habitación individual moraba de antiguo un joven y apuesto canario de La Laguna llamado Jesús, un bohemio selectivo que habiendo realizado estudios de Magisterio, Filosofía y Medicina, abandonó estos últimos en quinto curso por su obsesión con el teatro, desde que a los trece años se integrara en el TEU de La Laguna. Ya en Madrid fue director del TEU de la Facultad de Medicina y se inició en la interpretación elevando su caché hasta trabajar con directores como Cayetano Luca de Tena o José Tamayo y en compañías como las de Nati Mistral, Paco Martínez Soria o Conchita Montes…, con protagonismo variable como es de suponer. A nosotros nos tocó vivir el momento álgido de su carrera artística, el «despegue». Sus progenitores no aceptaban con agrado las veleidades de su vástago, veían tirado por la borda el esfuerzo de muchos años a cambio de una entelequia. Jesús sufría penurias económicas pese a la desahogada economía familiar; los padres pensaron erróneamente que así lo harían desistir de su verdadera vocación pero ocurrió lo contrario, el ahogamiento económico solo consiguió igualar a Jesús con el mundillo en que se movía… y comenzó a sentirse cómodo.

Cierto día, al llegar a casa cuando aún no había anochecido, nos sorprendió ver la luz de su habitación encendida a través de las rendijas de la puerta; preocupados, entramos a preguntar si le ocurría algo, apartó los ojos de un grueso libro que apoyaba sobre las rodillas encogidas y con su altivez habitual respondió: «No, no me pasa nada, solo que acostándome temprano se me olvida que tengo que cenar, lo hago con frecuencia, me quedo dormido enseguida y un problema menos». Nos miramos perplejos y tras unas bromas para desdramatizar la situación salimos de la habitación. Solíamos comprar en un kiosco cercano algunas menudencias —a las que llamábamos cena— tales como pan y una lata de sardinas, foie-gras o caballa…, no más de seis pesetas pues nuestra economía no permitía mayores lujos; una mirada bastó para prorratear su cena; de regreso a casa hicimos ver al encamado que bien poca cosa le llevábamos pero no había para más; soltó el libro, tomó las viandas con la avidez del hambriento, dio un gran mordisco a la barra de pan y, con la boca llena, arremetió invectiva tras invectiva contra las personas que desdeñan lo ordinario y lo vulgar y se pirran, en cambio, por aquello que les parece poco común: «Los langostinos son carísimos… las sardinas tienen un tufillo demasiado plebeyo… el pollo, por el simple hecho de abundar es un manjar grosero… la rareza no es lo valioso sino lo que pone precio a las cosas; como decía Horacio, «Odio y me aparto con horror del profano vulgo». Sus ojos destilaban agradecimiento y también sus palabras: «Chicos sois únicos, ¡qué buenos sois! Cuando sea famoso compensaré con creces vuestras atenciones, no os faltará de nada, vosotros no sois conscientes de lo que hacéis por mí y de que —y aquí le salía de nuevo su vasto conocimiento de los clásicos—, estáis contradiciendo nada menos que a Ovidio quién en un precioso dístico decía “Mientras seas feliz tendrás muchos amigos, pero cuando el cielo se te cubra de sombras te encontrarás solo”. ¡No es verdad, ya veis que no es verdad!». Jesús era cinco años mayor que yo, muy bien parecido, de rasgos indios, ojos profundos, pelo abundante, hablar refinado y varonil, pero estaba flaco, muy flaco, al punto que se le notaban los huesos.

No llevábamos un mes de convivencia cuando nuestro actor llegó un día contentísimo porque le acababan de ofrecer un papel en Judith, una obra de Alfonso Paso que se iba a representar en el Teatro Lara bajo la dirección de Luca de Tena y compañeros de reparto como Manuel Galiana, Pastor Serrador… El papel era testimonial, no llegaba a los diez segundos pero según él «sería su rampa de lanzamiento hacia el estrellato», haría de mayordomo y toda su intervención se circunscribía a responder, en una escena repleta de soberbia, a los malos modos de la marquesa; solo tenía que pronunciar: «¡No le permito señora!». Jesús pasaba horas caminando por el pasillo y entonando la frase de mil formas distintas; después nos reunía, a modo de jurado, para ver cuál nos parecía más adecuada. Llegado el día del estreno, nos consiguió unas entradas de paraíso y presenciamos su debut. La obra resultó amena y compartimos con él la alegría por su prometedor futuro. Su universo nada tenía que ver con el de las alfombras rojas de los Oscar; con suerte los «elegidos» adquirían un poco brillo y mucha mugre, realidad que se hacía patente nada más bajar el telón.

Fue él quien nos inoculó el virus del teatro y nos introdujo en tan peculiar mundillo: chicas guapas, vestidas y menos vestidas, con glamour, presentadoras de televisión…, estrellas emergentes del mundo del espectáculo… Así compartimos mesa con Marisa Medina, Carlos Larrañaga, Arturo Fernández, Gracita Morales… Había ocasiones en que no quedaban teatros a los que asistir porque ya habíamos visionado todas las representaciones del momento en Madrid. Pese a estar «sin blanca», Jesús nos descubrió el submundo de la claque en el que terminamos moviéndonos como peces en agua. La claque, habitual en los teatros y óperas francesas del siglo XVI, estaba integrada por un grupo organizado de personas, aplaudidores, que asistían gratuitamente o con descuento a espectáculos con la condición de aplaudir en determinados momentos. Así fue como de la noche a la mañana nos convertimos en claqueros, llegando a disponer de un amplio directorio de bares próximos a los teatros donde el jefe de la claque se apostaba en las horas previas a la representación con su cajita de pases que vendía a un precio muy reducido, nunca gratis; siguiendo sus instrucciones nos sentábamos en la parte trasera del patio de butacas, próximos a él para acompañarlo en los aplausos que iniciaba. Considerado el aplauso como un indicador de la opinión media de los espectadores, cuánto más ruidoso y prolongado, mayor aprobación y mejores críticas en la prensa. En menor medida también existían reidores y lloronas, mujeres que fingían lágrimas sosteniendo los pañuelos antes los ojos… y biseros, encargados de solicitar las repeticiones o bises, más nosotros solo obtuvimos el máster en aplaudidores. Jesús adoptó el pseudónimo artístico de Julio Monge; mi último contacto con él lo tuve, ya en Sevilla, en una gira de la compañía de Ana Mariscal; lo visité en el camerino y entre evocaciones me comunicó haber finalizado los estudios de Medicina. ¡Líbreme Dios de ser su paciente!

Al regreso de las vacaciones de Navidad la casa había aumentado en número de huéspedes: una tía de Jesús y su hija se habían visto obligadas a viajar de Canarias a Madrid para que la primera de ellas fuese tratada de un cáncer travieso; la prima, alumna en la Facultad de Derecho de La Laguna se vio obligada a abandonar temporalmente las clases. Doña Consuelo procuró hacerles la estancia agradable y les habilitó una habitación con camilla, brasero y sillones de orejeras que yo compartía con Carla casi todas las noches, hasta una hora prudencial, con el pretexto de estudiar juntos y a qué negarlo, seducirnos mutuamente. Un poco tímida e introvertida, Carla cautivaba por la musicalidad de su acento canario armonizado con una voz muy dulce, sensual y una estructura corporal envidiable en la que destacaban sus ojos azules de mirar lánguido, una sonrisa delicada, la piel morena…, una mezcla de inocencia y erotismo…, una «Lolita» de corta melena, camisa blanca ligeramente desabotonada y short muy cortos sobre pantis. Conseguí granjearme su amistad acompañándola con frecuencia del hospital a casa, paseando; le hice creer que era mi camino habitual y así, poco a poco, fui ganando su confianza, al punto que se instaló entre nosotros una amistad sana, no muy frecuente en la época entre jóvenes de distinto sexo por razones socio-políticas: separación de sexos en las escuelas, adjudicación de noviazgo a las chicas vistas dos o tres veces a solas con el mismo chico, motivos religiosos… Algunos días, pasábamos horas al calor del brasero, en soledad; la amistad se fue tornando deseo, evidente por mi parte y latente por la suya; achacaba su falta de receptividad al disgusto por la enfermedad de su madre; yo insistía, había algo que me animaba a seguir, la veía frágil, asustada, inexperta… La insinuación y provocación permanente dieron paso a caricias, robadas algunas veces, consentidas otras… al comienzo de algo sublime; reíamos con sus frases de doble sentido que jamás llegué a discernir si eran fruto de la picardía o la inocencia; decía, clavando los ojos, sus enormes ojazos, en los míos: «Cuando tenga un orgasmo te enterarás, voy a tirar cohetes. ¿Sabes que me excita mucho el olor a gasolina… y también el sudor de las axilas? ¡Controlado, claro!… No te entusiasmes mucho que todo lo que ves es solo fachada, no estoy pa ná». Una de las primeras noches a solas la temperatura fue subiendo al calor del brasero, me descalcé y saqué el pie a pasear entre las nalgas de Carla; interpreté el respingo inicial y su poco convincente reproche como una aceptación tácita a mi propuesta. Se rehundió en la butaca para acortar distancias y… a juzgar por sus contorsiones, expresión de ojos y mordida de labios, yo diría que disfrutó sin complejos, sus ojos hablaban: «¡Madre mía, no sé cómo he podido hacer esto! La verdad es que me has cogido en mi día tonto, hoy me podría haber excitado hasta con la pata de una mesa; sin embargo, no puedo seguir engañándote, hay algo que aún no te he confesado… tengo una atracción muy definida por las mujeres, sirva lo que acaba de ocurrir para hacerte sentir un ser superior, jamás pensé que pudiera ocurrirme algo así con un hombre». Se levantó por agua, no llevaba sujetador bajo la camisa y sus pechos, bamboleantes, se movían al compás de las pisadas. «¡Qué desperdicio, madre mía!», la piropeé. «Demos tiempo al tiempo», contestó pícaramente. No era normal en los años sesenta admitir relaciones homosexuales y, menos aún, hablar abiertamente de ellas. Se conocían, se intuían, se permitían… pero no era tema de conversación entre familia, amigos o compañeros y si lo era afloraban inexorable y peyorativamente, los tópicos típicos de la homosexualidad masculina, en tanto que los comentarios viraban a morbosos si era femenina. Mi pensamiento no difería del imperante en los varones de la época: permisividad ante el lesbianismo, repugnancia e incomprensión ante la homosexualidad masculina. La pareja de Carla era una compañera de curso con la que se escribía casi a diario; a partir de su confesión me dio a leer todas las cartas, el morbo estaba servido, gozaba poniéndome celoso para aplacar mi pena posteriormente con todo tipo de arrumacos; alguna mañana en que nos quedamos solos en casa despertaba con ella junto a mí, en la cama; me ofreció intentar dejar sus tendencias lésbicas e irse conmigo; estaba a punto de conseguirlo cuando un empeoramiento súbito de la madre finalizó en desahucio médico y el regreso precipitado a Canarias. Nos escribimos durante un tiempo, incluso fui a visitarla con el primer dinero que gané en Sevilla pero había retomado su senda: «La verdad es que yo no he nacido para ser bolso de ningún hombre», fueron sus últimas palabras en el aeropuerto.

La bohemia decidió anidar en nuestras vidas el día que un amigo francés, Armand, que se especializaba en Lengua y Literatura Española sugirió una visita al café Gijón en el paseo de Recoletos, sede de una famosa tertulia literaria acreditada por el nivel de los intelectuales y artistas que acudían; acogió a gran parte de la Generación del 27, por allí pasaron Lorca, Pérez Galdós, Valle-Inclán, Gala, Cela, Buñuel, Salinas… Sorprendía el olvido injustificado, el ostracismo, al que habían sido sometidas las «Sinsombrero», un grupo de mujeres talentosas, comprometidas y valientes que vivieron, con la misma intensidad que los hombres, un periodo histórico comprometido y que compartieron tiempo, espacio e inquietudes con ellos; tal era el caso de las escritoras y poetisas exiladas Rosa Chacel, María Zambrano o María Teresa León Goyri —compañera de Alberti— y el de otras que decidieron permanecer en España tras la contienda.

La pérdida de Carla, avanzado Marzo, me sumió en una depresión preocupante a la que conseguí vencer gracias al esfuerzo de mis compañeros por devolverme la alegría; mi regreso al mundo de los vivos se produjo una noche en la lechería de la esquina mientras trasegábamos los habituales vasos de leche que enmascaraban la cena… al parecer, Paco y Eduardo caminaban por la cuesta de Moyano cuando fueron requeridos por dos bellezas que no llegaban a los cuarenta para cambiar la rueda pinchada de su descapotable rojo. Imaginaba la reacción de dos personas tan antagónicas… Eduardo con el pelo cuidadosamente desordenado —fruto de muchos minutos de espejo—, y sus gafas pequeñas de montura rectangular, pecaba de nihilista, no le encontraba sentido a la vida; más de una vez deberíamos haber llamado a emergencias para que le tratasen sus manías de intelectual atormentado. Paco, un seductor bañado en colonia, con cinturón y mocasines a juego… polo y zapatillas… ¡Un ligón! Intelectual y seductor no dudaron convertirse en buenos samaritanos, cambiaron la rueda con tanto agrado como impericia, terminaron sudorosos, llenos de grasa y polvorientos; ellas, más avezadas, sugirieron llevarlos a su residencia de la Moraleja para que se asearan un poco; tuvieron que insistirles pero al final los cervatillos cedieron, en el fondo deseaban que aquello no quedara en un mero incidente; entre expectantes y acojonados, por la diferencia de edad, fueron conducidos a la urbanización en los minúsculos asientos traseros del descapotable y fustigados por las melenas al aire de sus anfitrionas; acababan de convertirse en hombres objeto. Un mando a distancia facilitó la entrada del vehículo al sótano de una lujosa mansión unifamiliar; a escasos metros del aparcamiento un gran salón-bodega con estanterías repletas de vinos de las mejores añadas, licores, embutidos, latas de conserva, caviar… Alrededor de una gran chimenea, butacas, alfombras, una mesa de billar, luces indirectas, un equipo de música… todo lo que cualquiera podría anhelar para una gran evasión. La pelirroja, más joven y amiga de la dueña, lanzó el bolso a un sillón, levantó los dos brazos, sacó pecho y exhibió su impresionante figura subida a unos tacones de doce centímetros: «No me quito los tacones ni loca, antes muerta que sencilla, gracias a ellos tengo estas piernas como piedras. ¡Toca, toca!», le decía a Paco mientras movía la melena y ponía morritos al espejo; después, en plena exhibición, colocó su pierna derecha sobre un pequeño taburete y sensualmente se alisó la media con las dos manos hasta llegar a los corchetes del liguero y repitiendo la operación con la izquierda; no estimando suficiente la provocación elevó con ambas manos los pechos dejando aún más atolondrados a los dos adolescentes. La pelirroja, Emilia era su nombre, no se besaba porque no podía. Paco había aprendido, posiblemente de sus hermanas, a masajear las chicas frotando el cuello con una botella de champán hasta que el corcho saltaba solo: «¡Sigue, sigue…! —gemía Emilia—, ¡jamás me habían masajeado así! Necesito una ducha»; pidió a gritos una toalla y Lydia le ofreció una minúscula para que al salir con ella anudada a la cintura se le viese todo. «¡Qué! ¿Os gusto? Es que yo soy muy femenina y necesito sentirme guapa, no entiendo a esas mujeres que se esfuerzan en parecer que no van maquilladas, me gusta vestir bien, ir a los mejores modistos… Voy por la vida rescatando la belleza que me sale al paso, vosotros sois un ejemplo; ya me casé una vez con un arquitecto y me descasé muy pronto, no me seguía; además soy muy enamoradiza, me encanta obnubilarme y él no lo llevaba bien». La morena, Lydia, dueña de la casa, no desmerecía a Emilia; al parecer había trabajado en la sala de fiestas Pasapoga —Gran Vía—, de la que fue «liberada» por su marido, pero la cabra siempre tira al monte y lo cierto es que ambas se complementaban y rivalizaban en belleza y descaro, un clásico: mujeres ahogadas en la soledad, cuando no en alcohol, que se envuelven en una sensualidad agresiva si la vida les da la espalda. Lydia intentó suavizar la exhibición de su amiga:

—Emilia, ¡qué forma de venderte! Deja que los chicos saquen sus conclusiones.

—¿Venderme? ¡Venderte, tú!, que no has dejado trabajar a los albañiles de enfrente mientras tomabas el sol desnuda en el solárium.

—Sí, la verdad es que las dos somos iguales, muy coquetas y con mucha vitalidad. Yo sí continúo casada, mi marido ha ido a París a un congreso, es mucho mayor que yo, os voy a enseñar unas fotos.

Paco y Eduardo confesaban haber quedado petrificados, no podían creer que el marido fuera el catedrático más severo de la escuela. «Llevo una vida muy glamurosa, no lo voy a negar, me va todo… bueno casi todo, pero también hay veces en que me invade la soledad y entonces… me paro, analizo qué me está ocurriendo y obro en consecuencia. Me estoy poniendo trascendente, venga vamos a bailar». Los colegas llegaron a casa muy desmejorados, como si hubiesen librado una batalla, fueron literalmente engullidos, vilipendiados, la perplejidad aún anidaba en sus rostros, no podían creer lo ocurrido y tampoco haberlas dejado escapar «vivas» tras el sobeo al que habían sido sometidos; según Paco, se acojonó al pensar que pudiera enterarse el catedrático y ser suspendido in aeternum, yo lo achacaba más a su inexperiencia y al «mucho arroz para tan poco pollo». Los animé a que repitieran, puesto que esas situaciones no se presentan a menudo. Además, les decía: «Para mí sería un gustazo, si me suspende, haberme vengado previamente con su mujer». Se acobardaron tanto que la aventura quedó reducida a pasear en descapotable por Madrid con dos señoras espectaculares, comer y beber como su economía no les permitía, aprender a besar y ser besados, sentir los roces de pechos tersos y cuerpos esculpidos a golpes de dinero… y unos cuantos revolcones. Aquella noche tardé en dormirme más de lo habitual, le di mil vueltas a la aventura de Paco y Eduardo, para mí no se trataba solo del calentón de unas maduritas sino de la evolución de los principios que regían hasta entonces las relaciones de pareja… Para algunas mujeres avanzadas no era lo mismo subir a un coche diésel que a uno de gasolina, mis amigos eran «purasangre», «gasolina». Por supuesto las habría que consideraran infinitamente más atractivos a los «diésel» ante el estupor de los «gasolina». Lo cierto es que los roles de la edad comenzaban a cambiar, las mujeres comenzaban a ser, afortunadamente, cada vez más independientes, pudientes y a algunos hombres también les atraía el dinero, el poder o la fama de ellas; ese tipo de mujeres no buscaban ni buscan la protección y seguridad a la que antaño estaban muchas veces abocadas ya que se la procuraban y procuran ellas; belleza, conversación, sexo… pueden encontrarlo en hombres de cualquier edad, como nos pasa a nosotros. La anécdota supuso una inflexión en mi vida, me hizo pensar y dar la razón a doña Consuelo cuando repetía incansable la frase del acervo popular: «Si aún no tienes novia, no te preocupes, es que aún no ha nacido», pero yo, con altibajos, la tenía.

La necesidad de relacionarme se saciaba en un restaurante recién inaugurado, Abadín, regentado por tres hermanos de Zamora en el que los dos varones servían las mesas y la hermana se ocupaba de los fogones. Radio Intercontinental nos recibía todos los días, a las dos y media, con la sintonía de La verbena de la Paloma, telón del programa deportivo de humor El tío Pepe y su sobrino. Con el tiempo hicimos amistad con dos empleadas de los almacenes Bobo y Pequeño, Paloma y Clara, así como con un septuagenario, don Eugenio, guapo, elegante y con esa clase impactante que proviene de cuna y del cultivo personal de muchos años; era, como se suele decir en Andalucía, un hombre «leído», que dominaba la palabra y transmitía alegría, pasión en cada frase, en cada ocurrencia; nos ilustraba con sus opiniones sobre mujeres, amor, política, religión, teatro… todo desde su experiencia vital y con amenidad en el discurso; algunas veces, pocas, su rostro dejaba entrever un rictus de amargura, el trasfondo de una vida complicada, esa en la que uno nunca logra la paz interior y se pelea con ella una vez tras otra. Paloma y Clara, de treinta años, vestían elegantemente como, seguramente, requeriría su trabajo, nada que ver con los cánones actuales. Siempre con tacones muy altos, faldas negras estrechas y cortas, chaquetas rojas y muy maquilladas; la primera era más agraciada de cara y la segunda más feílla pero con un cuerpo escultural, las dos simpáticas a rabiar. Obsesionadas con su reloj biológico, pese a su juventud, sufrían las bromas de don Eugenio respecto al tópico «que se os va a pasar el arroz», a lo que ellas respondían que no les iba a suponer ningún drama puesto que no pensaban subir al primer tren porque los trenes que pasan una vez en la vida no existen. Terminamos compartiendo mesa los ocho como si fuésemos una familia bien avenida. Pronto comenzaron los cortocircuitos del deseo, el morbo estaba latente, cualquiera de nosotros era un yogurt para ellas, ellas para nosotros la pieza perfecta, unos años mayores, resueltas, insinuantes, conocedoras del todo Madrid… El primer día que salimos nos llevaron a una sala de baile en la calle Montera, abusaron vilmente de Eduardo y de mí, con nuestra aquiescencia, claro; yo estaba en una nube; miraba a Eduardo y lo veía pálido, le faltaban manos; ella, con tacones, le sacaba una cabeza, él se acomodaba sobre los pechos de ella; no pasamos a mayores porque en aquella época era muy difícil consumar: miedos, dificultad para adquirir anticonceptivos, difícil acceso a pensiones, carencia de vehículo…, eso sí, en cuanto a «darnos el lote» o «meter mano», en argot de la época, éramos consumados maestros. Se nos tacha de generación de «salidos» y no comprenden los jóvenes de ahora que nuestra «obra» siempre quedaba inconclusa y vivíamos permanentemente instalados en la vehemencia y la frustración. Cuando bajamos del taxi, tras dejarlas en sus respectivos domicilios, nos temblaban las piernas, cruzamos miradas sin articular palabra, sonreímos y solo acerté a exclamar: «¡Eeepa!». Esa noche tomamos doble ración de leche y a la cama del tirón. Repetimos la salida en varias ocasiones pero aquello se fue diluyendo, saciada la curiosidad inicial ellas perdieron interés, debimos «quedarles cortos»; la amistad y camaradería no se resintieron y continuamos viéndonos a diario en Abadín.

Había quedado claro que nuestro hábitat era el club Consulado, un club que se hizo famoso porque desde él se emitía El gran musical, un exitoso programa de radio Madrid —hoy SER—. El club se ubicaba en la calle Atocha, en los bajos del cine del mismo nombre: un gran salón donde se bailaba sin descanso al son de dos orquestas que se alternaban con la melodía Té para dos; matizo ese «se bailaba» porque nosotros bailábamos más bien poco. Cubalibre en mano dábamos más vueltas que un trompo ante las chicas que se alineaban junto a las paredes. Repetíamos decenas de veces la palabra «¿Bailamos?» y otras tantas veces éramos escrutados con un descaro insultante, de pies a cabeza, y obsequiados con la misma respuesta, no. Hubo tardes afortunadas en que recibimos dos o tres síes, las menos. Con el tiempo descubrí la causa de tanto rechazo: como provincianos inseguros sacábamos a bailar a las menos agraciadas, si la primera se negaba, ¿cómo las más guapas iban a recoger su rechazo? Contrastada mi tesis con los compañeros adoptamos la estrategia de sacar a bailar a las mejores desde el primer momento; su aceptación constituía un aval inmejorable ante las demás y ya no descansábamos; en caso de fracasar emigrábamos a otras salas: Imperator, Tuna Club… Nunca entendí y aún siento curiosidad por qué las chicas al finalizar el baile apoyaban el tacón contra el suelo a modo de punto final, lo hacían todas. No solían repetir el primer baile pero, en caso de agradarle el chico, sí lo hacían de nuevo tras un prudencial impasse. Ya en casa, como buenos estudiantes de ciencias, calculábamos la rentabilidad de la inversión: quince pesetas del cubata divididas por tres bailes… a cinco pesetas el baile. ¡La edad!

Finalicé selectivo en junio de este segundo año, convocatoria en la que aprobé Matemáticas y Descriptiva; al fin superé los complejos y logré plasmar en mi hoja de papel guarro «la sombra que arroja sobre el plano del cuadro la sección de un dodecaedro cortado por un plano a 45 grados»… Uff, ¡cuántas horas de academia y de ayudas entre compañeros!

En los últimos días del mes llegó a casa el anhelado telegrama, remitido por un compañero que se había ofrecido a informar sobre cuál de los dos hermanos había ingresado… los dos… o ninguno… Su cicatería en la redacción nos jugó una mala pasada: el coste de los telegramas, a la sazón, dependía del número de palabras que contenía, de ahí que fuese costumbre evitar en su redacción el uso de artículos, preposiciones u otras partículas superfluas; tampoco abundaban los signos de puntuación que se sustituían por la palabra STOP, gratuita; las palabras con más de quince letras se contaban doble y las cifras con más de cinco números también; economizar inducía a redacciones incorrectas que propiciaban malentendidos. Junquera redactó «aprobado Pedro no Manuel» sin signo de puntuación alguno. Mi hermano interpretó que era favorable, «¡he ingresado, he ingresado!», gritaba; debió verme cara de circunspecto cuando se acercó a mí para insuflarme ánimos, «no te preocupes, tu eres más joven y en septiembre ingresas seguro». Yo era consciente de la bondad de mis últimos exámenes. ¡No podía suspender!, le arrebaté de las manos el soporte del telegrama —un papel azul de forma rectangular, plegado y sellado con solapa de igual tamaño—, lo leí varias veces, demasiadas, el sentido de la frase variaba según la posición de las comas, para mí el agraciado era yo, faltaba una coma tras Pedro, yo entendía aprobado Pedro, no Manuel. Observé cómo cambiaba la expresión de su cara, en tanto yo permanecía tranquilo puesto que asumida la mala noticia cualquier otra sería mejor. Una llamada telefónica a Junquera aclaró dudas y confirmó mis tesis.

Se muere menos en verano

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