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Fina

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Desgracia, excentricidad y lujuria, a veces sobrevenidas y otras bien ganadas por el despilfarro y la mala cabeza, se debieron haber ensañado con ella en la primavera de su vida. Cuando aún estaba de buen ver fue contratada para cuidar a la esposa de un acaudalado empresario de Madrid, víctima de una enfermedad incurable. El empresario colmaba de atenciones a su mujer sin menoscabo de las que prodigaba a la cuidadora, una simpática asturiana de Ribadesella llamada Fina, que se adornaba con la lozanía y voluptuosidad que a veces anidan en los treinta años de una mujer ya de por sí bella.

Muerta la esposa, el amancebamiento con la criada devino en restringido escándalo; su círculo de amistades no perdonó al industrial la falta de decoro y fue cayendo socialmente en desgracia al mismo ritmo que sus finanzas: las ventas disminuyeron y los gastos se dispararon entre viajes, festejos y caprichos del nuevo amor…, las cuentas no cuadraban; el empresario comenzó a vender propiedades y acabó viviendo en un barrio menos elitista. El final fue demoledor, se arrojó por el viaducto de la calle Bailén dejando a ella en la más absoluta miseria; con la venta de los dos últimos cuadros de Zabaleta que le quedaban adquirió un pasaje para Argentina y aún le sobró algo para iniciar una nueva vida; allí debió hacer perder la cabeza a más de uno y, supongo, casi tengo la certeza, que debió poner precio a esas «pérdidas de cabeza» a juzgar por los varios kilos de oro que amasó durante su periplo americano, oro que yo tuve entre mis manos transformado en pulseras, collares, anillos y colgantes; debió incendiar la vida nocturna y habitar en el precipicio, tener una vida envidiada y no ordenada, pero estoy seguro que no le quedó tiempo para pensar que el azar siempre es arbitrario y el futuro incierto. Fina pudo, o quizás no, poner remedio a su catarsis pero ¡quién soy yo para juzgarla!, que no conocí el ambiente en que hubo de desenvolverse y las miserias a las que tuvo que enfrentarse.

Los éxitos del hijo de doña Consuelo mejoraron la economía familiar y condujeron al abandono del negocio de la hospedería. En consecuencia, tuvimos que emigrar a casa de Fina, en la calle Ciudad Real a principios de octubre de 1962. La calle discurría perpendicular al paseo de las Delicias a la altura de la estación de ferrocarril del mismo nombre. La estación fue cabecera de los trenes que iban a Portugal y Extremadura hasta 1969 en que fue clausurada; en su historial destaca la llegada a España en 1948, en el rápido Lusitania, del entonces príncipe Juan Carlos si bien no se apeó en esta estación sino en la de Fuenlabrada. En este entorno transcurrieron nuestras vidas durante los tres cursos que aún nos quedaban para finalizar los estudios.

El día que conocí a Fina sentí que me iba a alojar en la casa de una bruja; tendría más de sesenta años y solo le faltaba la escoba: nariz aguileña, pelo descuidado, alhajada, muy habladora, delgada y un tanto zarrapastrosa… Tal era mi desazón que bronqueé a los responsables de la búsqueda quienes se justificaron en la proximidad a la escuela y la amplitud de las habitaciones. Afortunadamente no siempre la cara es el espejo del alma, tenía tan mal aspecto como buen corazón. La comparación de su físico con las fotografías de juventud que con tanto orgullo exhibía por todos los rincones me hizo reflexionar sobre el deterioro que produce en el ser humano el paso del tiempo, el inevitable y brutal paso del tiempo; lucía en su juventud una tez blanca como la nieve, ojos luminosos como estrellas, pelo sedoso y limpio cayendo indolente sobre los hombros, nariz aquilina menos pronunciada, el carmín en sus labios rivalizando en pureza con el color de las rosas… y ahora la miraba y solo veía una ruina, un cuerpo de escombros. Poco a poco comencé a encariñarme con ella al descubrir los grandes valores que encerraba esa mujer que visitaba con la misma frecuencia, una vez al mes, al Cristo de Medinaceli y al Monte de Piedad…, su trasiego empeñando y desempeñando joyas era indescriptible.

Las relaciones de Fina con los vecinos eran casi inexistentes y, cuando existían, caso de Dina la del piso inferior, eran caóticas posiblemente sustentadas en la envidia física; pasaba gran parte de la mañana esperando que Dina asomara la cabeza por la ventana del patio interior, para arrojarle una maceta cuándo estuviese a tiro; solo su mala puntería logró librarla de la cárcel.

Dina, a la que Fina solía referirse como «la puta de Dina» era una cincuentona bien parecida, morena, guapa, pechugona y sin pareja conocida; aprovechaba las ausencias de Fina para subir con cualquier pretexto a solazarse con sus tiernas presas. Su fijación conmigo jamás llegó a ser correspondida, no sé si debido a mi juventud o a mis miedos... Sonaba el timbre y siempre un pretexto: «Chico, por favor, ¿podrías darme un poco de sal? ¡Se me ha acabado!». Generalmente pedía algo que estuviese en el estante superior de la despensa; al auparme para alcanzar lo interesado se pegaba a mí empitonándome con los pechos a la par que, señalando a las alturas, decía: «Mira, está allí… más a la izquierda… más a la derecha…»; después del roce intensivo, un ligero manoseo para agradecer la ayuda y unos besos de despedida, no fuese a sorprenderla Fina. El Madrid de mi época ofrecía tan pocas oportunidades a las mujeres maduras que estas se veían abocadas a tomar la iniciativa, se observaba en el metro y en el cine… los asiduos a la programación doble del cine Delicias lo experimentábamos a menudo; recuerdo que siendo único espectador de la primera sesión de un día cualquiera fui sujeto «pasivo» del efusivo trato de una señora que se sentó junto a mí y me abordó sin el más mínimo recato; temblaba pero me dejé ir.

Durante los primeros días de estancia en la nueva residencia me sorprendían los efusivos saludos —en el vestíbulo— de un señor de aspecto indio a juzgar por el color de su piel, el turbante y las vestiduras. Resultó ser el vecino del primer piso, Maulana Karan Ilahi Zafar, primer misionero que llegó de la India a España, en 1946. En 1962 —tendría cuarenta y tres años— ya era jefe de la incipiente Comunidad Ahmadia del Islam en España que, por supuesto, no disponía de mezquitas ni más de una treintena de profesantes. Más tarde, en 1982 se construiría la de Basharat en Pedro Abad (Córdoba), que tuve ocasión de visitar en varias ocasiones aprovechando mis desplazamientos de Sevilla a Cabra. Karan vendía los perfumes, que él mismo fabricaba, en cualquier sitio, incluso en el Rastro; estaba casado y llegó a ser padre de seis hijos; alardeaba de vivir, «con la ayuda de Dios», de su trabajo como vendedor de perfumes; al contrario de otros imanes había renunciado al sueldo. Hablábamos mucho con él, albergaba la ilusión de convertirnos a su causa…, si fracasó no fue por falta de argumentos; solía decir: «Al igual que Jesucristo vino a perfeccionar la Ley de Moisés cuando los hombres habían olvidado los mandatos divinos, así Havat Ahuerad de Qadian es para el Islam, el Mesías prometido de nuestro tiempo, profeta discípulo de Mahoma». A los que se acercaban a su pequeño tenderete les decía: «La fragancia de este perfume no durará mucho tiempo entre vosotros pero yo tengo otro aroma espiritual que sí lo va a estar permanentemente; si lo desean pueden tomar una tarjeta y contactar conmigo». Así, la gente iba a su casa y él ofrecía el mensaje del Islam. Aunque públicamente no podía ejercer actividades religiosas, gozaba de una cierta permisividad a raíz de enviar a Franco un ejemplar de su libro La filosofía de las enseñanzas del islam, que Franco agradeció en una misiva: «Su lectura ha sido muy gratificante para mí y se lo agradezco de todo corazón», carta que presentaba a la policía cuando era requerido para abandonar su labor pastoral entonces prohibida en el país. Su mujer e hija mayor llevaban siempre la cara cubierta con velo y nuestra inocente e insustancial meta era verlas sin él cuando salían al patio interior a tender ropa, algo que conseguimos en contadas ocasiones. Karan era un personaje que caía bien a todo el que lo trataba, lástima que nuestra precariedad económica nos impidiera ayudarlo. Miguel, un paisano del que hablaré más adelante, que había estado a punto de “Cantar Misa”, siempre finalizaba las disquisiciones teológicas con el indio alegando en favor del cerdo que «hasta los andares tiene bonitos», provocando con ello sus carcajadas.

El piso enfrentado al de Karan estaba habitado por un emigrante extremeño, don Rogelio, su mujer y dos hijas; la mayor, muy agraciada, simpática y saliente de la adolescencia, luchó lo indecible por ennoviar con alguno de nosotros; su trasiego de subidas y bajadas a nuestro piso era incesante, tanto como el nuestro al suyo cuando don Rogelio y señora salían de casa. Sol, tan bello y curioso era su nombre, a la que yo auguraba que «no se me escaparía ni con alas», se nos escapó a todos pero no a otro compañero, el segundo de la promoción, con el que se casó a los pocos meses de finalizar la carrera. Pablo, que no era de nuestro grupo de clase, debió conocerla en otro ambiente y actuar con mayor inteligencia.

Adicta a programas de radio en directo como concursos y emparejamientos, en el transcurso de uno de ellos fuimos testigos de su jovialidad ante la intervención de un chico que deseaba conocer a una chica de su edad, veinte años, con ciertas características; Fina llamó al programa con su voz aniñada para ofrecerse como la candidata ideal: joven, guapa, rubita, pechos ni chicos ni grandes, un metro ochenta de estatura… y allá que se citó para esa misma tarde en la glorieta de Luca de Tena con el joven; llevaría vestido negro con una flor roja en el pecho y él camisa de cuadros configurados por líneas rojas y azules; puntual y tan confiada como siempre asistió al encuentro solo para observar al chico y ver su reacción ante el plantón de la chica; al regreso lamentaba la diferencia de edad, «¡El chico estaba muy potable! ¡Qué pena!». En su pasión por la radio nos inoculó el virus y en más de una ocasión visitamos los programas de José Luis Pecker y Boby Deglané; en uno de ellos fuimos espectadores de una de las primeras actuaciones del Dúo Dinámico cuando aún no habían llegado a ser el fenómeno de masas que más tarde serían; fieles a la estética imperante de pantalón informal acampanado, guitarras en bandolera y chaleco rojo, provocaban tal delirio que las chicas gritaban como poseídas, se tiraban de los pelos, intentaban rozarlos pese al importante cordón de seguridad… Yo, atónito, iba tomando conciencia de que me había convertido en fan a la española de los pioneros del Pop como tantos otros de mi edad lo eran de Elvis en Estados Unidos o de los Beatles en Gran Bretaña; la persistencia de su música en los guateques: Quince años tiene mi amor, Quisiera ser, Oh Carol, Lolita… asocian mis recuerdos a los primeros escarceos amorosos en esta etapa de mi vida. Su corazón, el de Fina, era tan grande, que consciente de nuestras penurias económicas cocinaba todos los domingos para nosotros, elaboraba una gran ensalada utilizando el barreño de la ropa, eso sí, «tras un lavado en profundidad», solía decir cuando se lo recriminábamos.

Superado el selectivo y la malsana costumbre de cribar alumnos, comenzábamos los cursos específicos de la profesión, menos estresantes y de mayor utilidad. Caminos, Ferrocarriles, Hidráulica, Puertos, Estructuras, Resistencia de Materiales… aprobé todo con un esfuerzo prudencial. Aprendí con interés a calcular vigas, pórticos, dosificar hormigones, calcular redes de abastecimiento y saneamiento… y a elaborar planos de oleaje con las teorías del Profesor Iribarren, seguidas en todo el mundo. Jamás imaginé que se pudiera hacer un plano del oleaje: conocidos el fetch o longitud rectilínea a lo largo de la cual puede incidir el viento, la batimetría de los fondos marinos próximos a la costa y la longitud de onda de las olas, se obtenía el emplazamiento idóneo de diques y bocanas del puerto en cuestión, un orgasmo llegar al final y orientar tus propios diques de abrigo para que las olas no entraran en él. Una gozada para mi insaciable curiosidad natural.

En las primeras semanas alguien planteó la fundación de una Tuna y se realizaron pruebas selectivas a las que me presenté y fui admitido como vocal-solista; acudí a un profesor para educar la voz y mejorar la vocalización; el exceso de aspirantes instrumentistas de cuerda y percusión influyó en la configuración de un grupo con gran calidad musical; como abanderado(s) y panderetas los más golfos y descarados, como siempre. Elegimos el repertorio y ensayamos durante un par de meses. El problema de indumentaria lo resolvimos alquilando en los almacenes de unos estudios cinematográficos que se ubicaban por Chamartín en los que se podía encontrar de todo. Escogimos, según tallas: capa, jubón, camisa, calzas, abullonadas o cervantinas, zapatos y beca color azul turquí. La capa, que teóricamente debería ser utilizada para protegernos del frío, era soporte testimonial de la condición de viajero incansable y galán; sobre ella se exhibían escudos de ciudades que no habíamos visitado en hipotéticas correrías y una colección de cintas multicolores bordadas con dedicatorias amorosas a otros, recibidas tras una serenata a una novia, amiga o madre que, obviamente, no eran las nuestras; seríamos portadores de mensajes amorosos que habían muerto, sido enterrados y cubiertos de polvo en una vieja y desvencijada nave. Solo estrenábamos el escudo identificativo que debería figurar sobre la beca en el que no faltaban los clásicos puente y ancla identificativos de la Obra Pública. Por el mes de marzo, aprovechando la llegada de la primavera decidimos debutar; nuestra tuna no albergaba pardillos —todos lo éramos—, ni neófitos; de la noche a la mañana todos nos convertimos en tunos de verdad, cada uno con su mote, como el sanguijuela o el bienpeinao, sobran los por qué y se llevó a efecto el ritual de imposición de beca: «Tuno eres y tuno serás». Planificamos diez serenatas y se elaboró una relación con las propuestas de aquellos que tenían un amor declarado en la capital o un proyecto de amor, también ellos decidieron sobre itinerarios y prioridades. Quedamos citados un sábado a las once de la noche en la calle Lagasca donde elevaríamos al aire nuestra primera serenata a dos amigas, estudiantes de Farmacia, que casualmente salían con dos tunos; antes tomamos varias copas en un bar próximo para alcanzar «el punto» idóneo. La serenata se desarrolló muy bien: a Cintas de mi capa, le siguieron Tuna compostelana, La Aurora… Las chicas nos obsequiaron con unas botellas de coñac y anís que bebimos en un pis-pas; en metro nos desplazamos a Arturo Soria, la noche se nos iba y algún enamorado comenzaba a impacientarse, a ese paso no llegaríamos a la quinta serenata y su amada quedaría esperando; el exceso de alcohol nos condujo —como suele ocurrir— a la discordia; alguien propuso cambiar la ruta para verse favorecido, al final afloraron los insultos, algún guitarrazo y bandurrias pisoteadas…, el caos. Fundamos una Tuna tan efímera que su historia se condensa en tres serenatas.

Pasada la Navidad llegaron a casa de Fina dos personajes que revolucionaron el «convento»: el citado Miguel, apodado Tinajas, un poquito bruto, frescachón, bajito, medio calvo y gordito, que llegó en busca de trabajo y de la identidad perdida al haber abandonado el seminario cuando le faltaba un estornudo para alcanzar el diaconado; también para alegrarnos la vida por su simpatía; reíamos al verlo ante el espejo mofándose de su propio físico: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habrás hecho tan bonito y tan gracioso?»; cada vez que veía a Fina con sus kilos de oro en las manos la enrabietaba sin piedad: «Fina, ¡qué no habrá tenido usted que putear en Argentina para conseguir todo eso!», la respuesta no se hacía esperar: «¡Bueno y qué!, cada uno hace con su cuerpo lo que le da la gana… Además me lo he ganado trabajando honradamente, se cree el ladrón…». Miguel disfrutaba provocándola, era frecuente verlo por el pasillo en calzoncillos, «ahora vais a ver», llamaba a Fina y cuando esta lo veía de esa guisa, lo increpaba: «¡Guarro, guarro, tápese! ¿Habrase visto cosa igual?». Miguel la perseguía por el pasillo gritando: «¡La violo, la violo, no me puedo resistir!»… un pasillo, nunca mejor dicho, de comedias, siempre con final feliz.

Casi simultáneamente arribó una sobrina de Fina, procedente de Luarca, el Pendón de Luarca terminaría llamándola su tía por la fogosidad que exhibía ante un grupo de imberbes que no sobrepasábamos los dieciocho, unos lechones a los que devorar con la malicia de sus treinta años; el cuerpo de Covadonga hacía honor a sus orígenes rústicos, recio pero perfecto, con un par de tetas que parecían elevarse al cielo; sin embargo, la cara adolecía de femineidad, destacando en ella unos chiquitines y pícaros ojos que Miguel, cuyo amor por ella se iba cociendo a fuego lento, enaltecía diciendo: «La belleza de los ojos no reside en el tamaño sino en la expresión, las vacas, por ejemplo, tienen los ojos grandes y, sin embargo, no hay nada más soso y bobalicón que los ojos de una vaca».

Aprovechaba Covadonga las ausencias de la tía para compartir conmigo camilla y brasero. Una camilla diminuta, de no más de medio metro de diámetro; el inevitable roce de extremidades inferiores, junto al calor que emanaba del brasero, despertaba sus mórbidos instintos… y los míos, aprovechaba cualquier pretexto para introducir la mano entre mis muslos, haciendo comentarios como: «Chico, qué fuerte estás, qué rollizo, no lo aparentas con la delgadez…», mientras la deslizaba arriba y abajo; en mis dieciocho años… inocencia, excitación, inseguridad, pudor… todo se mezclaba; comencé imitando sus actos, haciéndole ver que también ella estaba maciza, recorrí con mi mano los suyos y, a los pocos días, terminamos en la cama retozando hasta que, obviamente, yo perdía el asalto por puntos, lo que solía ocurrir terriblemente pronto como correspondía a la edad. Situaciones semejantes se reprodujeron durante varios meses hasta que Miguel, de edad más acorde, sucumbió a sus encantos; comenzaron a salir a escondidas de Fina y terminaron novios; nos contaba Miguel las refriegas amorosas que se sucedían en los alrededores del Palacio de Deportes y la voracidad sexual de Covadonga; la relación terminaría por empacho. Contaba que una noche en que compartieron hotel para celebrar el cumpleaños de ella, tuvo que incriminarle una obscenidad, una ventosidad para ser más precisos: «O te portas con pudor o te apeas del lecho conyugal», la reprendió con autoridad… «es que si empezamos con esas licencias…»; también por los celos de él; ella nunca renunció a provocar a sus cachorros, disfrutaba con ello pero fue descubierta, el idilio finalizó y Covadonga amenazó con tirarse al metro… total, ya le quedaba poco que «tirarse»; en una ocasión Miguel la vio tan mal que asustado la siguió para cerciorarse de sus verdaderas intenciones; en el andén de una estación de metro, no importa cuál, Miguel sujetó, besó y abortó las aviesas intenciones del «Pendón de Luarca»; la relación acabó en pocos días, yo no sabía cómo animarlo, lo veía triste, aproveché una cerveza en un bar de la glorieta de Luca de Tena para escribir en una servilleta: «¡Ha debido ser una gran pérdida!» . «No has puesto bien el acento en la última palabra», me replicó a la par que soltaba una sonora carcajada; intenté desdramatizar la situación sin hacerle daño, intercalando virtudes y defectos, su reacción era imprevisible:

—«Bueno, pues ya está, para salir antes del pozo piensa en lo negativo que pueda tener… que está buenísima es indudable, pero la caraaa… aparte los ojos, es chata como una de esas estatuas que vemos a diario profanadas por una pedrada cabrona… aun así creo que has cometido una felonía al abandonarla después de tanto tiempo de noviazgo…

—Más que felonía he obrado un milagro, antes era chata y ahora la he dejado con tres palmos de narices—. Ni la tristeza eclipsaba su ingenio.

La vida seguía, clases por la mañana, desayuno a base de vino tinto y pincho de tortilla en la escuela, almuerzo en cualquier sitio y cena, tras muchos kilómetros de metro, en el comedor de Estomatología en la ciudad universitaria; un restaurante de la cercana calle Ferrocarril publicitaba «sopa de fideos: una peseta», una provocación para nuestra economía, junto a un segundo plato liviano el almuerzo quedaba resuelto con diez pesetas mal contadas; la sopa, como es de suponer, jamás hubiese figurado en la Guía Michelín: agua caliente, fideos ni finos ni gruesos y ¡dos chirlas! con el bicho duro y arrugado de tanto recalentamiento; con semejante alimentación no fueron pocas las ocasiones en que, en plena calle, sentía unos ligeros desvanecimientos o «ausencias» en las que perdía toda noción sobre mi existencia: quién era, dónde estaba, a quién recurrir… con el tiempo achaqué mis males al brutal desequilibrio de la dieta en una fase de mi vida marcada por el crecimiento y el desgaste físico.

Un suceso que pudo finalizar en tragedia hizo aflorar los pocos genes de héroe que pudiera o pueda poseer. En pleno invierno, leyendo en la cama, con Miguel dedicado a sus habituales bromas a Fina y los otros jugando interminables partidas de dados, la bombona de butano comenzó a arder en el pasillo; alertado por los gritos, me incorporé y vi correr a todos escaleras abajo en ropa interior o pijama, presos de la histeria al ver cómo las llamas llegaban al techo; paralizado por el espectáculo, sin saber qué hacer y terriblemente solo, cometí la mayor locura de mi vida, algo que jamás repetiría: cogí las mantas de la cama, me abracé literalmente a la bombona y retaqué con ellas cualquier resquicio que pudiera aportar oxígeno a la combustión; aunque el fuego se extinguió, la bombona pudo haber explosionado debido a la temperatura alcanzada; pese a persistir el peligro permanecí en el piso cuando debí salir corriendo tanto al principio, con ellos, como una vez apagado el fuego, pero no lo hice posiblemente por inconsciencia. Pudo haber sido una gran catástrofe humana y material; respecto a mí… mejor no pensarlo, podría no estar en este mundo.

Nuestra estancia en casa de Fina provocó el «efecto llamada» de otros paisanos, entre ellos Andrés Calle, un pintor autodidacta de cuya infancia poseo un retrato de Marilyn Monroe a lápiz donde las betas rubias y la luminosidad están perfectamente conseguidas. Andrés, Andresito Calle para los amigos, comenzó siendo un magnífico pintor que se divertía maquinando las rarezas que iba a materializar y acabó siendo un consumado escultor; bohemio y desinteresado jamás aceptó un trabajo estable a pesar de haber adquirido obligaciones familiares en la última etapa de su vida; la bohemia intelectual en que estaba inmerso no admitía disciplina horaria, llevó una vida ambigua, nunca fue rico ni pobre: asocial, arisco, solitario, de ego acentuado… incluso su muerte fue gris y antipoética. Llegó a casa de Fina fichado por Ferrándiz, el ídolo de los dibujantes, para diseñar crismas navideños con el peculiar estilo del maestro: angelitos, personajes de cuentos… tiernos, pícaros y llenos de humor con caras muy modernas, labios pronunciados, pelito largo planchado, cuello y pestañas también largos… Andrés dibujaba crismas a una velocidad increíble y percibía cincuenta pesetas por unidad; pese a constituir su modus vivendi inicial, aspiraba a metas más excelsas que consiguió al marchar a Cataluña y decantar su calidad pictórica por el fovismo, corriente que exaltaba el color, de ahí que se especializara en escenas de la Costa Brava, único lugar, según él, que ofrecía una luz especial. La capacidad generadora de riqueza de Andresito en un mundo tan depauperado como el nuestro, nos tenía atónitos, de su mano salían bocetos increíbles, cualquier idea que fluyera a su mente, como por arte de magia quedaba reflejada sobre el papel galgo o el lienzo, pero como suele suceder a los artistas, no logramos que se solidarizara con nuestra pobreza aumentando un poco la creatividad, siguió dibujando un crisma al día, no necesitaba más, su despreocupación por los bienes materiales era absoluta, ni se planteaba tener en sus manos la solución a nuestras penurias económicas.

Entre sus excentricidades contaba cómo ingresó en un convento de frailes, no recuerdo la orden, en Reino Unido; fue una época crítica de su vida en la que se vio obligado a recurrir a métodos poco convencionales. En realidad las excentricidades de las que se tenía constancia estaban ligadas a altas dosis de gamberrismo; como el día en que la señora de un médico, oriunda de Lusena —Lucena, Córdoba—, lo recriminó por sus voces durante la siesta:

—Andresito, estás muy retosón hoy.

—Y usted muy caliente —respondió él.

Fallecido su hermano mayor en un accidente de tráfico, consiguió permiso de los frailes para acompañar a la familia; en los sótanos de su casa, junto al aspirante a fraile, velamos al difunto los más jóvenes. Andrés parecía desafectado pese a la conmoción que produjo en el pueblo la trágica muerte de una persona joven y muy querida, reímos sin recato alguno ocurrencias y vivencias conventuales… cómo se iba a labrar al último rincón del huerto, junto a la tapia que separaba el convento de un colegio mayor de chicas, para poder observarlas y, a ser posible, entablar amistad con ellas; para ello se servía de los agujeros existentes en la argamasa envejecida… o saltaba la tapia a la primera ocasión… «Porque hay que estar atentos a las ocasiones que la vida ofrece, el azar es arbitrario y nadie sabe lo que ocurrirá al segundo siguiente», sentenciaba mientras aspiraba el humo de un cigarrillo. Su paso por el convento fue una excentricidad más que, lógicamente, tuvo el final esperado.

A final de curso del primer año, próximo al verano, se incorporó a la casa un cuñado de Miguel, también en busca de trabajo como perito agrícola; casi tan gracioso como él pero con un humor británico; me contaron que hallándose Paco Casas practicando dibujo técnico en los meses del verano siguiente, tras haber suspendido en junio, Pepe preguntó qué tal le iba; Paco, muy ufano, contestó: «Estoy muy contento, me están saliendo las láminas casi tan bien como en junio»; con una sonrisa cruel, Pepe le contestó: «¿Y qué pasó en junio?», una forma sutil de decir que suspendería otra vez.

Durante el segundo curso de carrera y segundo año en casa de Fina, la alternancia de los estudios con otras actividades nos permitió obtener dinero suficiente para mejorar nuestra calidad de vida y, lo más satisfactorio, regalar a nuestros padres, en los albores de la sociedad de consumo, los primeros electrodomésticos: frigorífico, televisor y lavadora. Todo comenzó cuando mi hermano, que dominaba la contabilidad, se dedicó a dar clases particulares a compañeros, en grupos o individualmente; la mayoría había consumido la adolescencia estudiando y sin relacionarse con el trabajo. La contabilidad, como nos ocurría a nosotros con la descriptiva, era ininteligible para ellos; las clases eran muy demandadas porque al desarrollarse entre iguales se podía preguntar sin límites hasta que los conceptos quedaban claros. El profesor de la asignatura, Villar y Mir, buen comunicador y hombre recto, llegó a ser ministro y hoy es prácticamente dueño de la empresa OHL. Antes de los exámenes dedicaba tres días, en horario continuo, a aclarar dudas. También impartió en tercer curso Legislación, de cuyo examen final fui expulsado antes de comenzar; previamente al reparto del cuestionario había advertido solemnemente: «A partir de este momento, todo aquel que mire hacia atrás, hacia la izquierda o hacia la derecha será expulsado», instintivamente giré la cabeza a la izquierda y… «¡Usted, fuera!». Aprobé fácilmente en septiembre, pero no me moví un ápice, mi hieratismo superaba al de cualquier esfinge egipcia.

Otra fuente de ingresos fue la realización para el Ministerio de Obras Públicas de encuestas presenciales sobre el origen-destino de todos los conductores de Madrid en días y lugares significativos; se necesitaba conocer los movimientos de los usuarios de la Red Metropolitana de Carreteras para priorizar y diseñar la capacidad de las grandes vías; el trabajo se ofreció en la escuela a todos los alumnos interesados, sin día, horario ni lugar fijos, tanto de día como de noche; pagaban bien, por horas. En horario de madrugada recorría el trayecto entre la calle Ciudad Real y la plaza de Cibeles con las calles desiertas, hubo noches en que no me crucé con vehículo alguno, solo se oía el ruido producido por los operarios de limpieza al baldear las calles pero no sentía miedo, la seguridad era absoluta. Vehículos oficiales del Ministerio nos recogían en Cibeles, puerta de Correos, y nos depositaban en el lugar de la encuesta donde nos esperaba un dispositivo de la Guardia Civil de Tráfico que se encargaba de canalizar el tráfico, evitar incidentes y detener a todos los vehículos para someter a sus conductores a un extenso cuestionario: de dónde viene, dónde va, motivo del viaje… Pasé una de las noches más desapacibles que recuerdo, soportando viento, lluvia y frío, a las puertas del cementerio civil, el que forma parte de la Necrópolis del Este junto con el cementerio de la Almudena del que lo separa la carretera de Vicálvaro y el cementerio judío. No me sentía cómodo en ese entorno, allí estaban enterrados varios presidentes de Gobierno, líderes como Pablo Iglesias, e intelectuales como Pío Baroja o Arturo Soria… ninguna de las historias que contaron aliviaron mis miedos. Solo rompía la monotonía el paso de algún personaje famoso, como un veloz extremo del Real Madrid que circulaba, sobre las tres de la madrugada, a bordo de un deportivo amarillo acompañado de una joven rubia, guapa, y voluptuosa. A las preguntas de rigor respondía con una sonrisa a medio camino entre la complicidad y la chulería: «Pues vengo… de ahí. ¿De verdad quieres que te diga dónde voy? ¡Asómate! ¿Tú qué crees?». Las anécdotas se sucedían… a un actor famoso, bien acompañado, a esas horas en que la noche hace estragos le pregunté: «¿Hacia dónde se dirige?», su respuesta fue demasiado cruel: «Mira chaval, nosotros vamos al Palace y vosotros a joderos aquí toda la noche y morir de frío, so pringaos».

Esa misma noche, sobre las cuatro, arreciito y tiritando por el frío, alguien sugirió aprovechar el descenso del tráfico para combatirlo en un bar de copas, garito o antro muy conocido por servir de cobijo y zoco a prostitutas; pese a la hora, el bar estaba lleno de gente joven o de mediana edad, se respiraba un ambiente denso por el humo y el empañado de los cristales que no dejaban ver la lluvia. Cuando apurábamos las copas entraron dos prostitutas ligeras de ropa, llegaban «empitonadas», el frío había erguido sus pezones solo protegidos por un ligero suéter. Pasados unos minutos, envuelta en un abrigo de pieles entró otra colega con la que entablé conversación, era la primera vez que hablaba con una prostituta, pese a haber convivido con ellas un año en la Pensión Reme; bromeé con el exagerado tamaño de los pezones de sus compañeras pero no le agradó la comparación, para mí que se sintió infravalorada y decidió rehabilitarse: «Claro, ¡Ahora vas a ver!», despojándose de su abrigo salió al exterior, cuando regresó, a los pocos minutos, lucía ufanamente sus atributos, de frente y perfil, más empitonada, si ello fuese posible, que las anteriores: «¿Lo ves? ¡El frío, es el frío!, yo venía muy calentita pero no tengo nada que envidiar a nadie».

Y al hilo de prostitutas… con motivo de un examen de Ferrocarriles a primera hora de la mañana, Goyo y Pablo, compañeros algo distraidillos y de un comportamiento sociológico peculiar, acordaron poner el despertador a las siete. Compartían habitación en una vivienda de Legazpi, junto al mercado, y no podían quedarse dormidos bajo ningún concepto. Sonó el despertador: «Venga Goyo que vamos a llegar tarde, date prisa»; se asearon y cartera en mano pusieron rumbo a la escuela.

—Goyo, qué raro está todo, ya tenía que haber amanecido y es noche cerrada, se ven pocos coches.

—Sí, y además todavía están las putas del mercado, mira el reloj.

—¡Son las tres!, ¡qué cabronazo!, pero… ¿A qué hora pusiste el despertador?

Realizamos dos viajes de prácticas, uno en segundo curso y otro en tercero, como viaje fin de carrera. En 1964 visitamos el embalse de Alcántara sobre el río Tajo, en Cáceres, con una presa de gravedad para fines hidroeléctricos que a su finalización debería tener ciento treinta metros de altura y en la época del viaje alcanzaba los cien. A tan solo seiscientos metros corriente abajo, el famoso puente romano de Alcántara y, dentro del embalse, la isla de Cabeza Gorda. La compañía hidroeléctrica española había adquirido en 1961 el convento de San Benito para situar en él la residencia de los ingenieros de la presa, previa restauración; para los trabajadores construyó un poblado en el que se nos ofreció un ágape insultante, jamás había visto tantas cigalas juntas. Los alumnos más antiguos hablaban de las magníficas viviendas en las que habitaban los ingenieros en las presas y también de las comidas que se ofrecían en los viajes de prácticas pero a juzgar por lo vivido se quedaban cortos. Solo guardo un mal recuerdo, el vértigo que sufrí al ver bailar el twist a muchos compañeros en la coronación de la presa, sin protección alguna y con medio cuerpo sobre el vacío; tan inminente me parecía la caída de alguno de ellos que tuve que retirarme a tierra firme y dejar de mirar para contrarrestar mis miedos; respiré tranquilo cuando el grupo descendió al cauce del río con el auxilio de cientos de rústicos escalones, visitamos las galerías interiores de la presa y deshicimos lo andado…, un gran día.

Más estrambótico resultó el viaje final de carrera al puerto de Valencia organizado por el profesor de Puertos. Tras el almuerzo, cortesía de una constructora de carreteras instalada en el itinerario, fuimos alojados en un hotel cercano al puerto. Aproveché las horas muertas hasta la cena para acercarme a la costa. Pese a mi edad nunca había visto el mar y la ansiedad me empujó a no demorar por más tiempo un encuentro que, como era previsible, me sorprendió; caía la tarde y apenas se atisbaba actividad marítima… ni peatonal; sentado sobre uno de los bloques de hormigón del dique de abrigo lo veía allá, a lo lejos, rizado como si alguien se empeñara en desbastarlo; también bajo mis pies las olas se estrellaban contra las rocas y se retiraban para volver a embestir; las barcas de los pescadores, en reposo, se balanceaban en un baile sin fin. El mar, sereno o alterado, me sorprendió, no lo vi iracundo o amenazante pero sí intuí su poder devastador.

De regreso al hotel, siguiendo los consejos del recepcionista, nos encaminamos a un club Fallero; estaba lleno, no cabía un alfiler; acodados en la barra esperamos a que quedara libre una mesa, fueron solo unos minutos que nos sirvieron para radiografiar la clientela, gente joven y heterogénea, salpicada por varios grupos de homosexuales que se afanaban en pasar desapercibidos… era otra época. El presentador, arropado por una orquesta excelente, anunció la actuación de la «Revelación de la canción moderna, Anastasia Bruguera». En un escenario tuneado con luces de colores, ella, joven, retadora y bella, lucía un top suelto azul pavonado que dejaba ver el ombligo sobre una minifalda blanca y unos tacones de vértigo… tenía aspecto de diva, de abanderada de una nueva modernidad, amén de una voz envidiable y «tablas»; entre canciones bromeaba con el público haciendo gala de un agudo sentido del humor del que fui sujeto pasivo: bromas y risas se congelaron cuando ella pidió al «eléctrico» que posase un gran foco sobre mí… «y ahora, dedicada al chico de las gafitas negras de pasta, sí, el del foco, no te escondas, la canción Nadie te podrá querer»; por un instante desee desaparecer, ¡qué bochorno!, yo no había sido jamás el centro de nada, ni lo anhelaba y encima tenía que aguantar la chanza de los compañeros; solo había sentido un bochorno semejante cuando mi hermano no lograba saltar el potro en las pruebas de selección para acceder a las Milicias Universitarias. Anastasia comenzó a cantar provocando y finalizó de igual manera: sin apartar la mirada de mí, movimientos sensuales, guiños y besos al aire, competían con una bella melodía y su pegadizo estribillo, algo así como… «Nadie te podrá querer como yo te quiero… nadie, nadie, nadie… nadie te podrá adorar como yo te adoro»... Terminada la actuación se acercó a nuestra mesa y, sentándose a mi lado, pidió una copa para todos; en segundos, un señor mayor, de unos cuarenta años, se le acercó para susurrarle al oído: «Vas a cometer un infanticidio», ella lo largó con viento fresco… «Es un pesado, no deja de acosarme todas las noches»; tras presentarnos, explicamos el motivo de nuestro viaje, lo normal en esas situaciones, me pidió que la esperara al final de la actuación y se marchó de nuevo al escenario. Alucinaba, no entendía que siendo mis compañeros mayores en edad y más atractivos, se hubiese fijado en mí que era casi un niño; entre bromas fui observando cómo con cualquier excusa y uno a uno, los compañeros se iban desgajando de la reunión, los dos últimos desaparecieron con el pretexto de buscar a los restantes. Se fueron sin pagar, a sabiendas de que yo no tenía dinero para sufragar la cuenta de todos; no podía creerlo, comencé a sentirme mal ante lo que se avecinaba; hacia las dos de la madrugada Anastasia apareció enfundada en un ligero abrigo negro, «Ea, vámonos», me levanté acongojado y suspiré cuando nos hubimos alejado lo suficiente del club sin que nadie me siguiera para reclamar la cuenta; no era consciente que comenzaba lo peor: «Bueno, ¿qué? ¡Esto no lo esperabas!, anda llévame a tomar una copa donde quieras, aunque a estas horas como no sea por el mercado… vamos allá. Te preguntarás por qué precisamente tú; el amor suele surgir con solo una mirada… con solo clavar mis ojos en los tuyos he sentido como me aumentaba el ritmo cardiaco y una intensa excitación, mi mente tiene almacenada la imagen del chico que busco y en cuanto me he topado contigo ha sonado la alarma». No sabía qué decir, mis carencias juveniles comenzaron a manifestarse alimentando, aún más, su morbo; tardó poco en ofrecerse, se había cogido de mi brazo mientras caminábamos lentamente como dos enamorados, celebraba mis pocas ocurrencias con una risotada y un beso mientras su pecho me rozaba con insistencia, tenía toda la artillería desplegada; de repente paró en seco, se colocó frente a mí y me besó apasionadamente: «Mira, lo he pensado mejor, vámonos a una pensión que conozco por aquí cerca». Temblé. Le hice ver que no llevaba carnet de identidad y que solo disponía de veinticinco pesetas… nos pedirían el Libro de Familia, algo habitual en la época… me faltaban excusas: «¿No sería mejor dejarlo para mañana y planificarlo mejor?»… Quedó pensativa, me tomó de la mano y me arrastró hasta un banco próximo donde clavando sus ojos en los míos se sinceró: «Me he enamorado perdidamente de ti y solo tengo dos días para conquistarte, por favor no saques la conclusión de que soy frívola, que me voy con cualquiera o llevo una vida licenciosa por trabajar sobre un escenario… Soy una chica normal y formal, tengo otra hermana y una familia maravillosa que vive en Madrid, hice primero de Derecho y lo dejé porque estoy convencida que lo mío es esto, voy a grabar un disco próximamente, ya hemos finalizado la maqueta. Por mi físico podría tener los hombres que quisiera, pero, créeme, solo me he acostado con un compañero de facultad con el que llevaba saliendo dos años y me fue fatal; después de hacerlo quedé tan hundida que salté de la cama, empecé a tambalearme, lloré amargamente y di vueltas a la habitación, medio desnuda; tenía miedo a convertirme en un ser vulnerable y no ser la misma después de haberme iniciado en el sexo y haber fallado a mis padres… Tras una larga depresión fui víctima de lo que llaman erótica del poder y salí unos meses con el profesor de Derecho Natural, pasó de todo menos acostarme con él; descubrí que estaba casado y opté por abandonarlo. Decidida a “pasar” del género masculino me centré en el canto y gané dos concursos de música ligera en Radio Madrid. Un ojeador de nuevos valores, valenciano, me ofreció grabar un disco y me buscó este trabajo, es el señor que se acercó a la mesa y me dijo lo del infanticidio, está obsesionado conmigo, ¿me comprendes ahora?, es la primera vez que me ocurre esto y no quiero perderte, no quiero. ¡Conóceme, por favor!». La acompañé a Mislata, donde residía, en uno de los últimos autobuses urbanos, con la promesa de vernos a las 10 de la mañana del siguiente día en la cafetería Barrachina, en el centro de Valencia. Aquella noche dormí poco rememorando lo sucedido y planificando lo venidero, intentaba justificar mi actitud: «Pedro, no te sientas culpable, acabas de desperdiciar la ocasión de tu vida, ¿qué hombre en su sano juicio hubiera actuado así?... bueno, estás a tiempo de reconducir la situación, quédate por ahora con los halagos, a todo el mundo le gustan los halagos, no nos engañemos, está en nuestra naturaleza».

Como era previsible llegué tarde al desayuno del hotel, los compañeros me recibieron con un gran aplauso adobado de bromas y comentarios soeces, lo único que les interesaba era «si me la había tirado o no». A las diez, hora de mi cita con Anastasia, el grupo salía para visitar el gigantesco portaviones USS Forrestal de la VI Flota de los EE.UU que estaba fondeado en altamar no muy lejos del puerto; los recogerían los propios marines en lanchas rápidas de desembarco. Durante el segundo café, este ya con mi enamorada, comenté mi frustración por no haber podido visitar el buque de guerra, me hacía ilusión… muy comprensiva propuso dirigirnos al puerto e intentar la visita por nuestros medios; en el puerto, albricias, una lancha de la dotación del portaviones permanecía anclada y vacía, justificamos al marine el retraso por una incidencia médica y se nos ofreció gustoso a trasladarnos y efectuar la visita; a una velocidad endiablada puso rumbo a altamar, la lancha dejaba a su paso una estela de espuma de la que no apartaba sus ojos Anastasia, sin duda le divertía; a mitad de camino nos cruzamos con las lanchas que transportaban, de regreso, a los compañeros de curso y viaje; al divisarnos se armó la de Troya: voces, ordinarieces, insultos cariñosos… noté como a ella le complacían, sonreía, se sentía ufana de ser la causante de mi notoriedad. El agua salpicaba nuestros rostros y camisas, los cabellos de ella ondeaban al viento, sus pechos comenzaban a manifestarse bajo la transparencia de una fina camisa pasada por agua que envolvía unos pezones que más parecían dedales, estaba bella e insinuante, tanto que el marine no le quitó ojo en todo el trayecto. La lancha se detuvo en un lateral del portaviones junto a una escala de tablas y esparto por la que trepamos para llegar a cubierta; sentí miedo al elevar la mirada y ver la gran cantidad de peldaños a salvar sin protección alguna… y como abajo las olas se estrellaban con vehemencia contra el casco del buque, una caída sería fatal, al fin llegamos a cubierta. Los aviones de combate despegaban y aterrizaban sin pausa, despertó mi curiosidad el despegue por catapulta y el aterrizaje por retención, ambas operaciones con la ayuda de un cable de acero que atravesaba la cubierta, diseñada en ángulo y convertida en pista de aterrizaje; para los despegues el portaviones navegaba en contra del viento, hacia proa y para los aterrizajes lo hacía hacia adelante, desde popa; con la catapulta se conseguía acelerar la velocidad de vuelo, elevando al avión hacia el final de la pista después de que sus motores alcanzaran la máxima aceleración posible; para el aterrizaje se confiaba en un gancho de parada que se enganchaba en el cable de la cubierta haciendo que el avión se detuviera en una distancia corta. El portaviones parecía una ciudad en ebullición, con más de cinco mil tripulantes; disponía de cuatro elevadores que se utilizaban para bajar y subir aviones a la planta o cubierta inferior; bajamos en uno de ellos, la actividad en operaciones de mantenimiento era frenética excepto en un extremo donde se jugaba a baloncesto en una cancha de dimensiones reglamentarias. Fuimos despedidos con un pequeño ágape y trasladados de nuevo al puerto.

La aventura marítimo-militar y el sentirse «desnudada» por la tripulación alimentaron el ego de Anastasia hasta el empacho; durante el regreso no dejó de abrazarme y refugiarse en mí «para que no le salpicara el agua», destilaba deseo por todos sus poros; al desembarcar sugirió pasear por el dique de abrigo… sentarnos… mirar al mar… El dique estaba construido por inmensos bloques de hormigón. Anastasia, provocadora, comenzó a saltar de bloque en bloque, sorteando el peligro hasta que, cual ave marina que busca el mejor refugio para devorar tranquilamente su presa, encontró una especie de covacha entre bloques donde no podíamos ser vistos por los transeúntes del paseo marítimo; allí, con las ropas empapadas por la rotura de las olas, permanecimos casi una hora. Haciendo honor a la tierra valenciana podríamos decir que «el sofrito estaba listo para añadirle el arroz», escudriñó hasta el último rincón de mi entonces flacucho cuerpo… y yo el suyo, ¡a qué negarlo!, era insaciable, sus ojos vidriosos la delataban, sentía necesidad de dar un paso más y se despojó de la camisa «para ponerla a secar», yo la animé a hacer lo mismo con el sujetador «no fuese a coger una pulmonía». Loca por dar rienda suelta a su pasión insinuó de nuevo la posibilidad de una pensión, idea que rechacé por los motivos que ya había expuesto la noche anterior, pero no se dejaba vencer fácilmente y propuso ir a unos pinares no muy lejanos en taxi… rechacé la idea por mi exigua disponibilidad monetaria; dispuesta a dejarme sin argumentos, decidió jugársela: iríamos a su casa, me presentaría como un primo de Madrid y una vez en la habitación todo estaría solucionado… ¡Para ella!, pensé yo, porque a mí, si lo conseguíamos, se me aparecerían otros fantasmas como la inexperiencia o la candidez. Así lo hicimos, de nuevo autobús a Mislata; al abrir la puerta, los dueños estaban en animada charla, me presentó como su primo pero… no coló: «Aunque sea tu primo a la habitación solo puedes entrar tú, él te esperará aquí con nosotros»; con un mohín que no ocultaba su contrariedad solo acertó a decir: «¡Qué barbaridad!». Tardó unos minutos y nos fuimos de nuevo. Mi impericia la estaba descolocando, me propuso ir al cine, visionamos, es un decir, la película dos veces, nunca supe el título. En la sesión de las cuatro, con poco público, nos sentamos en la última fila del patio de butacas, su voracidad sexual había crecido en paralelo a mis miedos, estaba a punto de explotar sexualmente, de verter su pasión a cualquier arroyo… como se dice por aquí, «se le arrimaba una cerilla y ardía”; me hizo y le hice de todo pero quería más y sugirió que nos quedáramos al siguiente pase; para esa guerra sí estaba preparado y acepté, pero el cine se llenó por completo y nos vimos obligados a ocupar nuestros asientos numerados en el centro de la sala e intentar comportarnos acorde a las nuevas circunstancias. Con mi mano en su hombro y su cabeza en el mío permanecimos largo rato hasta que mi mano buscó su pecho; la vi estremecerse mientras me lamía el cuello camino de mi boca, introduje el pezón entre los dedos y, como un resorte, saltó quedando casi horizontal sobre la butaca, ¡qué vergüenza!, mejor no reproducir los comentarios de los espectadores. Nos salimos, reímos y fuimos a tomar algo, teníamos sed, mucha sed. Me despedí de ella sobre las once de la noche en el portal de su bloque, prometí volver a verla, escribirle, telefonear… nada la calmaba, lloraba amargamente cuando desapareció de mi vista en el recodo de la quinta escalera. No volví a saber de ella. Así, en solitario, concluyó mi viaje fin de carrera, un viaje planificado para confraternizar con los compañeros durante los, posiblemente, últimos días académicos y que yo tiré por la borda egoísta e insolidariamente a cambio de unas migajas con que alimentar la represión imperante; llegué a sentirme fatal oyendo comentar anécdotas en las que yo no había participado; paradójicamente era envidiado por lo que entendían «mi suerte» sin saber que mi suerte era tenerlos a ellos; al regreso, en el autobús, tuve que soportar sus mofas, obviamente no creyeron que yo seguía virgen, tentado estuve de saciar su curiosidad y contar todo pero opté por la vía salomónica y, remedando a Quevedo, les repetía: «Estamos ayunos de lo que es y ahítos de lo que parece». Pasaron los años y en encuentros casuales con algunos de ellos aún era requerido sobre el final del idilio.

En su esplendidez y dinamismo, Ramón Beamonte consiguió para todos los compañeros de clase la obtención del carnet de conducir en el último curso de la carrera. Negoció, no sé dónde, cómo, ni con quién, unas tasas reducidas, 25 pesetas, así como la exención del examen teórico; se suponía que como especialistas en la materia no procedía la prueba y defendía su tesis arguyendo que hasta el año 1960 el Cuerpo de Obras Públicas proveyó de examinadores para la obtención del Permiso de Conducir; las competencias pertenecían a los gobernadores civiles quienes se auxiliaban de los ingenieros del ramo, es más, ayudantes y sobrestantes estaban autorizados para solicitar de los conductores la documentación pertinente, en carretera. Aunque la Dirección General de Tráfico se creó en 1959, no comenzó su andadura hasta el año siguiente en que las funciones de vigilancia se atribuyeron a la Agrupación de la Guardia Civil que sustituyó en tal cometido al Cuerpo de Policía Armada y de Tráfico que venía haciéndolo desde la terminación de la Guerra Civil. El examen práctico se celebró en la trasera de la escuela, el examinador recorrió la explanada con el vehículo a gran velocidad en sentido frontal para, a continuación, deshacer lo recorrido marcha atrás; no se desvió en absoluto de la línea recta, solicitó tres voluntarios para ver el nivel general de la clase y, obviamente, se examinaron los que ya sabían conducir, con lo que concluyó el examen. A final de curso y carrera, en 1965, obtuve el carnet de conducir que guardé con celo hasta que adquirí mi primer coche y aprendí a conducir, por necesidades laborales, en Sevilla.

Como colofón de mis vivencias en casa de Fina, dos anécdotas, una de sesgo escatológico y otra fiel reflejo de la humanidad que atesoraba; un día, estando ausentes los hermanos, se presentaron en casa, dos camioneros de Cabra a los que mi padre, con su mejor voluntad, entregó un paquete con chorizos, jamón, unos dulces y algún dinero; hecho el encargo, uno de ellos de cuyo nombre yo tampoco quiero acordarme pidió ir al servicio; pero hete aquí que al no ser habitual en Cabra, a la sazón, el bidet, este señor, ante la disyuntiva de dónde hacer necesidades mayores, optó por el bidet; cuando llegué a casa pasados unos minutos de su marcha, aún se oía el vocerío de Fina: «¡Guarros, asquerosos, de dónde habrán salido…!». Reímos todos escandalosamente, tanto que alguien recordó las palabras de Jorge de Bustos, el bibliotecario ciego: «La risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos», pero no, no, no parecíamos monos, parecíamos lo que éramos… adolescentes. En 1965 dejamos Madrid y la casa de Fina. Aquel año una hermana de mi madre quedó ingresada en el Hospital Ramón y Cajal con un cáncer de mal pronóstico; a los pocos meses fue desahuciada y trasladada a Cabra en ambulancia, era verano, Fina, haciendo gala de un corazón que no le cabía en el pecho, la acompañó en la ambulancia; al verla derrotada por el viaje me sentí indigno de haber enjuiciado su juventud, recordé su entrega al prójimo sin condiciones, las visitas al Cristo de Medinaceli todos los viernes del año, cómo anhelaba que le llegara el turno para acoger la preciosa capillita de la Virgen del Carmen de madera con labrado gótico y cepillo a sus pies… con qué fe echaba, a escondidas, unas monedas en él y cómo, en la trasera, pegaba algún papel escrito con sepa Dios que ruego desesperado. Estoy convencido que si tenía que saldar alguna deuda moral la saldó con creces.

A mediados de mayo de 1965 solo faltaba por realizar el examen final de Puertos, en teoría el último de la Carrera; tenía tiempo suficiente para preparar la pequeña parte que me quedaba una vez aprobado el resto de la asignatura por parciales; tras examinarme, en el camino de regreso a casa, lo que debía ser alegría se tornó tristeza, sentía un vacío especial, posiblemente no volvería a recorrer el mismo camino ni a ver la escuela, no tuve ganas de celebrar nada con los compañeros porque entendía que nada había que celebrar, sí me despedí de ellos en la esperanza de vernos en cualquier otro sitio que no fuese la escuela en septiembre. Aquella noche dormí muy mal, inquieto, sentía algo desconocido que ahora, en la senectud, podría definir como una crisis existencial. Cuando amaneciera la rutina diaria habría dejado de presidir mis actos, no sabría qué hacer ni qué rumbo tomar… Estaba acostumbrado a levantarme temprano para asistir a clase… Tenía una carrera en la que había consumido más de quince años de vida. ¡Y qué!, comenzaban a desvanecerse mis sueños y el futuro era una página en blanco, una incógnita: desconocía si obtendría trabajo, en qué sitio, ¿una presa, un puerto, una carretera… un organismo oficial, una empresa privada? Además… ¿estaba lo suficientemente preparado? ¿Trabajaría solo o acompañado? ¡Cuánta incertidumbre, Dios! Decidí esperar unos días, hasta final de mes, para buscar trabajo; incansable dediqué las mañanas a patear Madrid, currículos en mano, y sin rumbo fijo, entregándolos en las constructoras que encontraba al paso; por las tardes escribía cartas de ofrecimiento a organismos oficiales como Ministerio, Diputaciones, Confederaciones Hidrográficas, Ayuntamientos… y por las noches… eternas por el insomnio, visionaba mentalmente las secuencias de mi corta pero intensa vida, infancia y adolescencia, de un tiempo pasado que me ayudara a poner en valor el presente.

Se muere menos en verano

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