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El tío Pedro

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Sobre una vieja silla de enea, adosada a la pared encalada, las arrugas del tío Pedro reposaban en el fresco atardecer del inicio del verano. Su rostro, surcado como un labrantío, sobresalía de una frondosa cabellera blanca; poblados bigotes, también blancos, y unas grandes bolsas bajo los ojos le conferían aspecto de viejo prematuro, «un pastel de bodas arruinado por la lluvia» como diría de sí mismo el poeta W.H. Auden, pero «solo» tenía setenta y un años intensamente vividos y los estragos de un reciente ictus cerebral. Sus modales transmitían algo especial: poder, experiencia, astucia y la pátina que había adquirido alternando una profesión materialista y envidiada con su pasión por las letras puras y la música; en cambio la vestimenta y aspecto exterior, demasiado descuidados, inducían a pensar que pertenecía a esa clase de hombres cultos que no suelen gozar del favor de sus iguales.

Sus ojos, vivarachos y encogidos, barrían la calle de uno a otro lado buscando un alma caritativa, alguien, que lo ayudara a entrar en la vivienda. Se levantaba al oír pasos y volvía a sentarse tras ser ignorado. Permanecí casi una hora camuflado tras la persiana de la ventana de mi casa, a escasos metros de él, observando su repertorio de gestos y palabras encaminados a llamar la atención de algún transeúnte pero su voz débil y gangosa o el golpeo del bastón contra la puerta no surtían el efecto deseado, la gente pasaba de largo con un cariñoso «adiós, tío Pedro» o un «éntrese ya, que está refrescando». Por instantes, su ansiedad y desasosiego aumentaban. Conmovido por el drama decidí aparcar mi curiosidad morbosa, rayana en crueldad, y abandonar el privilegiado observatorio para sentarme a su lado en el frío escalón de la casa:

—Tío Pedro, ¿quiere que lo entre o pido a su hija una rebequita y charlamos un rato?

—Aún es pronto para la cena, niño, anda pídesela y hazme compañía, me vendrá bien charlar un poco… Mi cuerpo ya no es el que era pero no voy a odiarme por ello, envejezco, ¡qué se le va a hacer!

Con una mirada, entre cómplice y pícara, mostraba su agradecimiento dando unas palmaditas en el dorso de mi mano mientras, cadenciosamente, con voz pausada y la musicalidad de un bandoneón, farfullaba palabras que a veces yo no entendía.

Iniciaba el tío Pedro una retrospectiva de su vida partiendo de las raíces hasta adentrarse en los pasajes más íntimos… removía los sedimentos de la memoria, no siempre con éxito porque residuos y gravilla de multitud de conocimientos habían quedado atrapados en el colador de los recuerdos: «Los momentos felices justifican una vida —decía—, en contraposición a los tristes cuya culpabilidad achaco a que la mayor parte de las vidas son una rutina y algunas tan insípidas que solo dejan el rastro de una mosca». Con la capacidad deductiva de un cincuentón y la curiosidad intelectual de un veinteañero, adornaba la narración con grandes dosis de mordacidad que conseguían despertar en mí un interés inusitado.

Disfrutaba el viejo observando mis expresiones de incredulidad, cada anécdota era enmarcada en el escenario original y narrada con el gracejo del vocabulario autóctono, aspectos que unas veces transmitían alegría y vivacidad al discurso y otras, las menos, enmascaraban la tristeza ante situaciones complicadas, esas que nos alejan de la paz interior por el enfrentamiento constante entre la vida y la felicidad. En su desamparo motriz el viejo estaba entero: «Yo ya solo soy joven para morirme y lo acepto con naturalidad porque jamás he olvidado que todo nacimiento lleva implícita una muerte —respondía a mis alabanzas—, como diría Jorge Manrique, “estoy en el arrabal de la senectud”». Los pellejos de sus largos y flácidos brazos bailaban en las bocanas de una impecable camisa de mangas cortas, parecían vulnerables patas de araña a punto de quebrarse; la mortecina luz de una farola iluminaba las pecas marrones de sus manos. Yo comenzaba a sentir, no sé si compasión o fascinación, deseos morbosos de atragantarme con sus recuerdos, cuando con la delicada mirada de un miope y unos extraños movimientos preparatorios de boca, comenzó a lanzar al aire una retahíla de pensamientos convergentes sin demasiada concatenación:

—Niño, por más que lo pienso me veo siempre protagonista o actor invitado en acontecimientos de los que no he sido dueño y que jamás pensé podrían sucederme… he sobrevivido a setenta y un toques de campana, uno por año, que siempre me sonaron lejanos y ahora cada vez siento más cerca… aprendí que todo puede acabar en un segundo, por eso siempre tengo las maletas preparadas y en base a esta idea de provisionalidad he conducido mis actos en relación al prójimo… la humanidad está anestesiada, la mayoría se cree inmortal, pocos piensan que su vida puede quedar truncada a la vuelta de la esquina… por eso no intento disfrazar mi vejez y vivo esta etapa de la vida, que el destino puede hacer más perdurable que la juventud, asumiendo mi nueva imagen deteriorada.

No contesté, lo dejé disfrutar de una larga pausa porque presentía que se estaba preparando para desgranar su terrenal peregrinaje y no sabía por dónde comenzar, estaba seguro de que me iba a transmitir todo lo que no dañara a otras personas o sus descendientes.

—¿Has leído a Mario Benedetti?

—No, no lo he leído. ¿Entiende usted que debería hacerlo?

—¡Hombre, no estaría de más! Decía Benedetti: «La infancia es a veces el paraíso perdido pero otras un infierno de mierda». Mi infancia no fue ni lo uno ni lo otro; con altibajos, como corresponde a la época que me ha tocado vivir, la postguerra civil, y el nido vetusto en que la cigüeña me depositó, no puedo quejarme, predominan los recuerdos positivos; podría afirmar que el cariño familiar ha suplido con creces cualquier otra carencia. No tengo que recordarte que el futuro de los jóvenes en el pueblo siempre ha sido oscuro, basta con observar los campos que nos rodean, estos cerros cubiertos de atochas, retamas y pinos que se niegan a crecer y que no han servido para frenar los procesos erosivos… ¿Y las tierras? ¿Qué pueden producir estos suelos yesosos, margosos y calizos…? Muy cerca de nosotros hay enormes extensiones de tierra que no tienen nada que envidiar a los peores desiertos por sus profundas cárcavas, barrancos y escasa vegetación.

—De acuerdo tío Pedro, pero también se ven muchos olivares, no muy productivos pero sí extensos.

—Sí, es cierto, como dices son olivares de media o baja productividad por culpa de las joias borrascas atlánticas que entran por el golfo de Cádiz y al llegar a Sierra Mágina se topan con una muralla que hace que aquí no llueva ni pa Dios, la sierra nos roba las nubes que deberían curar a estas tierras de las quemaduras del sol, las lluvias por las que claman olivos y tierras yermas. Aunque los mares de olivos entren por la vista, debes saber que la mitad del término municipal es tierra calma y los cultivos herbáceos de secano casi duplican en superficie al olivar. Además… estas disquisiciones huelgan, ¿hay algún rico de verdad en Cabra? ¡No! Pues entiende que ningún padre desee para sus hijos un ambiente tan hostil y un futuro tan sin futuro. En cualquier caso y pese a que objetivamente el entorno sea negativo, la esencia de una vida está en los lugares que amamos y vivimos, en las casas que habitamos y en las personas que hemos conocido, no lo olvides jamás.

—Oyéndolo comprendo que sus padres estuviesen obsesionados por ofrecer a los hijos una vida mejor y me maravillo de su éxito habida cuenta que eran familia numerosa. ¿Cómo consiguieron sufragar los gastos de las emigraciones académicas cuando lo que en realidad necesitaban era la aportación económica de su trabajo? Porque los cuatro estudiaron fuera, ¿no es así?

—Observación aguda la tuya, todo se consiguió con becas, trabajo, austeridad… y el apoyo de unos hermanos a otros en función de la edad. No deja de sorprenderme lo poco que se valora actualmente que los hijos puedan decidir su futuro y materializar su vocación, sin estar condicionados por la economía familiar; en mi caso, obviamente, la vocación era nula por desconocida, se trataba de elegir una profesión que asegurara económicamente la supervivencia, en la situación familiar era lo único que importaba... en casa nadie tenía capacidad para analizar otros parámetros, si es que los había.

Las tardes siguientes, al ocultarse el sol, observé cómo Susana, la hija de Pedro, baldeaba la calle para bajar unos grados su temperatura; después colocaba la silla asegurando su estabilidad y, sobre la enea, un desvencijado cojín… su padre no merecía menos; junto a él solía sentarse su mujer, siempre elegante y perfectamente peinada, apenas hablaba; la hija se afanaba en coser dobladillos y zurcir medias con la ayuda de un enorme huevo de mármol… siempre el mismo cuadro costumbrista. Yo no salía de casa hasta ver al tío Pedro acomodado y meditabundo, con la parte curva del cayado entre las manos y sobre ellas la barbilla, entonces me acercaba a él, acariciaba sus rodillas y Pedro, parodiando a fray Luís de León iniciaba su oratoria:

—¿Por dónde íbamos?... ¡Ah, sí, ya recuerdo!... Como te decía…

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