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Pensión Reme

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Aún se me humedecen los ojos al recordar el día en que habría de partir para Madrid junto a mi hermano Manuel para iniciar los estudios de Obras Públicas; el ambiente veraniego y las recientes fiestas locales habían camuflado mis miedos y, sin avisar, en un suspiro, el fatídico y temido cuatro de octubre había llamado a la puerta; el otoño había llegado para quedarse, sigilosamente, dejando atrás la larga travesía del verano y sus noches interminables, ya empezaba a oscurecer antes y el tiempo parecía aletargarse, la tristeza invadía las calles ahuyentando luces y cobijando sombras, los colores no eran los mismos, ni los olores, ya no olía a membrillo, azufaifa o higo chumbo… El descenso de las temperaturas invitaba a ocultar la piel que ya no ardía, las casas comenzaban a ser abandonadas por los veraneantes, se veían menos chimeneas humeantes y bicicletas en las puertas; soledad, frío y silencio solo eran interrumpidos por las campanadas del reloj del ayuntamiento.

A partir de las cuatro de la tarde, cuando hubo finalizado la celebración de la onomástica de los Franciscos de la casa, comenzamos a revisar el equipaje con mi madre y recibir las últimas instrucciones: «Llamad en cuanto lleguéis, ya sabéis que lo paso muy mal… cuidado, no os vayan a robar…», lo normal. La Marranica, autobús que prestaba servicio con la estación de ferrocarril, tenía la salida a las siete de la tarde al objeto de conectar con el expreso procedente de Granada y Almería con destino Madrid; pero aquel día, como de costumbre, el tren llegaba con retraso y esperamos en La Cantina hasta escuchar los silbidos cada vez más cerca. Desde el andén, por nuestra derecha, se divisaban en el horizonte las bocanadas de humo denso que vomitaba la locomotora y se oía el trac-trac penoso y cansino de su tracción componiendo una sinfonía macabra que me hizo comprender que algo en mi vida comenzaba a cambiar inexorablemente. El sosiego de la espera mutó en agitación al aparecer el jefe de estación con el bastón rojo bajo el brazo, abrochada la guerrera y calándose la gorra; alguien comentó: «Ya está ahí», mientras un vientecillo juguetón acariciaba las copas de los olivos amenazando lluvia. En el andén se apiñaban las maletas, casi todas de madera o cartón… todas muy pesadas y atadas con cuerdas de nudo basto; «Esto pesa como una condena», exclamó un viejo canoso; también se veían cestos de palma con la cabeza de alguna gallina curiosa asomando; era la iconografía de la emigración que siguió a la postguerra, tan certeramente plasmada en decenas de películas, gentes que salían del pueblo con olor a tierras de olivos y jabón de tocino, con las manos acartonadas aunque anduviesen en la adolescencia, gentes que al amanecer estarían en Madrid o, quizá, seguirían hasta Barcelona, la tierra prometida, para vivir hacinados en pisos del extrarradio construidos apresuradamente por especuladores; con un poco de suerte, tendrían algún familiar o conocido que los ayudara o, en el peor de los casos, encontrarían alguien con quien hablar, que le ofreciera una mísera habitación en un arrabal, aprenderían a lavar, cocinar, moverse en metro… ¡A saber dónde irían a parar!... Y en sus largas caminatas, sin rumbo, buscarían con avidez entre los viandantes alguna cara conocida… pero no tendrían suerte, todos serían forasteros en la tierra que nadie les había prometido, gentes que, a los pocos años, volverían al pueblo para acompañar al Cristo, con el pelo encanecido, la mirada malherida de nostalgia y la convicción de que el desarraigo y el malvivir no compensaban el traje nuevo o el reluciente jersey de rombos que con tanto orgullo lucían.

Durante la frenada, el roce de las ruedas con los carriles producía un chirrido insoportable; los viajeros, curiosos, bajaban las ventanillas en busca de aire puro enmarcando las cabezas superpuestas de soldados y estudiantes; en el tren no cabía un alfiler, supuse que por la coincidencia del final del verano con el inicio del curso académico. Algunos viajeros se ofrecieron a subir las maletas por la ventanilla. La parada, solo dos minutos, la aprovechaban algunos soldados para llenar las cantimploras en La Cantina; en la arrancada el tren parecía un reptil recién alimentado al que le costaba ponerse en movimiento, incluso yo sufría con la quejumbrosa fatiga de aquella intrépida locomotora de vapor sola ante la adversidad o que, tal vez, cual ser vivo quería solidarizarse con mi angustia. En esas estaba cuando tuve que secarme las lágrimas que tozudamente pugnaban por humedecer mis mejillas. Poco a poco vi empequeñecerse en la distancia a mi padre y su pañuelo del adiós; pegado al cristal de la ventanilla escuchaba los latidos de mi corazón que protestaba enérgicamente por haber sido «forzado» a abandonar su tierra y su gente, en la convicción de que lo venidero nunca sería peor a lo que dejaba atrás… pero yo no tenía edad para pensar en el futuro. Un venero de recuerdos fluía a mi mente con machacona insistencia: niñez, viajes, colegio, primeros amores, besos… Un manotazo en la espalda me devolvió a la realidad, eran tres compañeros de Granada con los que íbamos a compartir aventura.

Los vagones, de tercera clase como es de suponer, eran de madera con asientos corridos y enfrentados; los viajeros sin reserva de asiento pasábamos toda la noche en pie o, con suerte, sentados en alguna de las maletas que se hacinaban en el pasillo. Los más pícaros subían al tren sin billete; para ahorrar parte o la totalidad del trayecto no perdían de vista al revisor y en las frecuentes paradas que el tren realizaba, bajaban y subían buscando su espalda o se encerraban en los servicios para evitar el encuentro; en un momento del itinerario se obtenía el billete «en ruta» por el trayecto restante; este ahorro, que con el tiempo también yo practiqué, era el que permitía, ya en Madrid, alguna que otra licencia lúdica. Los vagones hedían, olían a una mezcla indescriptible de comida, grasa, tabaco y sudor… hacía calor y la piel se cubría de sudor negro por la incrustación de la carbonilla proveniente de la locomotora. Los baños… mejor no necesitarlos. El expreso tenía su llegada a Madrid a las siete de la mañana, la larga duración del viaje facilitaba el nacimiento de amistades y la intromisión en vidas ajenas… Se compartían viandas y cedían asientos generosamente. ¡Solo hasta la medianoche!... a partir de las doce el sueño profundo de los afortunados con reserva de asiento anulaba cualquier atisbo de caridad. Sonreí al ver cómo la cabeza de un soldado descansaba sobre el hombro de una monja a caballo entre la «toca» de algodón blanco y el velo de gasa negra o cómo una chica joven reposaba la suya en el cuerpo de un anciano; solo la llegada del revisor para picar billetes recomponía las posiciones iniciales; parecía que los viajeros se conociesen de toda la vida… Los estudiantes intercambiaban direcciones, las chicas de servir reían abiertamente las ocurrencias de soldados y estudiantes; en el extremo opuesto un hombre diminuto, de ojos claros y cabellos erizados estrellaba contra su pantalón de pana un huevo cocido cuidando mucho no estropear uno de los polos para utilizarlo de huevero... después, utilizando navaja y salero daba cortes perfectos y lo ofrecía a los más próximos: «No se preocupe, tengo más; si quiere le puedo dar a probar el chorizo del pueblo, mi señora es mu exagerá pa tó y m’a echao pa un regimiento»; vencida la timidez inicial de algunos, el hombrecillo sacó de un cesto de palma una mugrienta bota de vino, los tragos comenzaron a menudear como el granizo en las tormentas; recordé el proverbio griego: «Mientras hay olla, hay amistad»; tras limpiar la navaja con unos cuantos vaivenes sobre el pantalón, se acomodó, arrastró la visera de pana hasta que sus ojos quedaron ocultos y se sumió en un plácido sueño, ese que solo las personas sencillas y honestas pueden conciliar. Al fondo del vagón un grupo de soldados, cantaban vulgares canciones de campamento intercalando algunas obscenidades; unas monjitas, con rosarios de cuentas esféricas de madera enhebradas con un hilo negro de algodón, entre escandalizadas y divertidas sonreían pudorosamente; eran austeras en el vestir: hábitos de tela áspera entre parda y negra, blancas tocas, alpargatas similares a las que podría llevar cualquier labriego… vestían como las mujeres pobres del pueblo, sí, de no ser por la toca eso parecerían; por comentarios supe que pertenecían a la orden fundada en 1875 por sor Ángela de la Cruz, la Zapaterita.

Recorrí todos los vagones, incluso los de segunda clase, en busca de un asiento, pero no hubo suerte y tuve que regresar a mi vetusta maleta y esperar pacientemente a que alguien bien instalado finalizara viaje: «Con un poco de suerte será en Baeza aprovechando los transbordos a Córdoba y Sevilla, tendré que estar atento», me decía. El paso por el primer túnel de Despeñaperros rompió mi ensimismamiento, bajé los párpados para proteger los ojos de la carbonilla que fustigaba mi rostro; con las manos de escudo permanecí hasta sentir de nuevo el saludo de la naturaleza; aun continué largo rato en la ventanilla disfrutando la sinfonía que componía el paso concatenado de puentes y túneles hasta que el cansancio me obligó a sentarme en la añorada maleta; así, en posición tan incómoda y con la cabeza entre las manos, debí quedar en estado de duermevela hasta escuchar el soniquete de un vendedor ambulante de tortas de Alcázar que, con destreza de jugador de fútbol americano, las lanzaba a los vagones y recogía el importe, estábamos en Alcázar de San Juan importante cruce de caminos que separaba los destinos de los emigrantes en aquellos tiempos. Fue aquí donde al fin conseguí un asiento junto a la ventanilla que me pareció la gloria pese al frío que se colaba por las rendijas. Aproveché la llegada del revisor para cambiarme al centro, entre una monja y una chica ligeramente mayor que yo; cerré los ojos e intenté dormir pese al alboroto de los soldados. Amores y penas se sucedían en mi mente a la velocidad del tren, recuerdos que hoy, cuando mis sienes peinan canas, persisten con la misma frescura que entonces.

Frente a mí, medio adormilada, otra chica que parecía estudiante lucía un aparatoso vendaje en la muñeca izquierda, no sé si para sanar una herida o para esconderla; sus piernas bronceadas por el sol del verano, brillaban tersas y bien torneadas, escasamente cubiertas por una falda que, con el traqueteo del tren y el acomodo postural de un viaje tan largo, resbalaba muslos arriba dejando entrever el triángulo de una braguita blanca; más tarde supe que viajaba a Madrid, en compañía de su madre, para encontrarse con el novio, se iba a casar y quería conocer su futuro nido. Comenzaba a hacer calor, decidí airearme y al levantarme rocé involuntariamente a Lola, la chica de enfrente, y la desperté: «Voy a que me dé un poco el aire ¿Me acompañas?». Accedió al ver que su madre seguía en brazos de Morfeo. Por el pasillo los vaivenes del tren la desplazaban a uno y otro lado, reía traviesamente mientras yo la sujetaba por la cintura, atrevimiento que no pareció disgustarle. En la plataforma me confesó ser oriunda de Montefrío y la próxima boda con su novio de toda la vida, algo que le parecía un incesto, pero… lo que ocurre en los pueblos… el qué dirán, la gente, las familias… debería haber roto la relación hacía tiempo pero era una cobarde. En uno de los bamboleos debidos al pésimo estado de la vía, atraje su cuerpo hacia el mío y nos fundimos en un «fortuito» abrazo; pegados y en silencio sentía su corazón latir como, supongo, ella sentiría el mío, deslicé mi mano entre sus nalgas… jadeante y acalorada rodeó mi cuello con sus brazos ofreciéndome unos labios que rivalizaban en ardor con la caldera de la locomotora; la pasión se desbordó por unos minutos hasta que súbitamente se retiró: «Estoy muy bien pero esto no puede ser, no te conozco de nada, me voy a casar… debo estar loca. ¡Vámonos, vámonos!». Cuando llegué al compartimento tenía los ojos cerrados aunque me pareció verlos entreabiertos y fisgones en alguna ocasión; también juntaba y separaba las rodillas lentamente en actitud claramente seductora. Serían más de las cuatro de la madrugada cuando debí caer rendido; de nuevo el jolgorio de los soldados ante la inminente llegada a Madrid me despertó de un profundo sueño; quedé sorprendido al verme recostado sobre la monja de mi derecha que a su vez lo hacía sobre un señor de la suya; la escena hizo sonreír a Lola quien tras despertar a su madre, que había dormido como una bendita, le susurró al oído que mirase el resultado final de tan largo viaje. Con las primeras luces del día el tren dejó de rodar en la estación de Atocha; el novio, más feo que Picio las esperaba en el andén; recordé cómo me contaba mi madre que Picio era el apellido de un tal Francisco, nacido en Alhendín (Granada) que por razones desconocidas fue condenado a muerte y ya en capilla recibió la noticia del indulto; el impacto le hizo perder el pelo en cabeza, cejas y pestañas; le salieron unos tumores en la cara que lo dejaron totalmente deformado… el suceso dio pie al ser más feo que Picio como indicativo de fealdad extrema… ¡Vamos, el novio de Lola!

Madrid nos dio la bienvenida con una lluvia fina que empapaba mis mejores ropas. Comenzaba una nueva vida, nuevos usos y costumbres, la experiencia enriquecería mi espíritu y lijaría complejos, pero estaba convencido de que me costaría superar la nostalgia. Desorientados y ejerciendo de lo que realmente éramos, cinco provincianos en la Corte, dejamos las maletas en la consigna de la estación con la intención de buscar alojamiento. El desconcierto se hacía patente, no sabíamos por dónde empezar, las miradas se entrecruzaban esperando cada uno, de los otros, la iniciativa, una adopción de liderazgo que no surgía; los rostros reflejaban una tensión contenida, mezcla del frío reinante y del impacto de una ciudad inmensa tomada por la vorágine humana. Al fin, cuando todos los pasajeros habían desaparecido, nos dirigimos a la cafetería del cercano Hotel Nacional donde alrededor de un plano de la capital y un periódico local escrutamos los alojamientos que ofrecían cercanía y economía: no deberíamos sobrepasar las seiscientas pesetas mensuales en concepto de alojamiento y almuerzo, para la cena solicitaríamos beca del SEU (Sindicato Español Universitario) para sus comedores y si no la concedían… ya veríamos. Así fuimos a dar con nuestros huesos a la Pensión Reme que se ubicaba en la calle Atocha, a escasos metros de la glorieta del mismo nombre, primera imagen que nos ofreció la ciudad al salir de la estación aquel 5 de octubre de 1960 y qué tan familiar nos resultaría al ser paso obligado en la ruta diaria hacia la escuela

Para acceder a la pensión, que ocupaba la segunda planta, de un edificio de los años treinta del siglo XIX, había que utilizar un ascensor tipo jaula con puertas de tijera y visibilidad total al exterior, que nos llevaba a recepción; su aspecto producía tal desconfianza que pronto adquirí la costumbre de utilizar las escaleras; en una de las contadas veces que lo utilicé en descenso sufrí la experiencia de una «caída libre»; afortunadamente se me ocurrió abrir las puertas metálicas y el ascensor quedó frenado en seco evitando un impacto contra el suelo de consecuencias imprevisibles; creo que salvé mi vida y la del acompañante. La pensión estaba regentada por doña Stella y su hija Edith, argentinas ellas, auxiliadas por tres personas de servicio cuya edad no superaba la treintena: un camarero amanerado —Borja—, y dos empleadas de hogar —criadas en la época—, de aspecto más que saludable; Stella rondaba los cincuenta y su hija no excedía los veinticinco. Las habitaciones, situadas alrededor de un patio central interior, no disponían de servicios, solo había tres de uso general. El comedor estaba situado justo a la izquierda de la puerta de entrada; junto a él, la habitación de la «cama del espejo» así llamada por disponer de un espejo en el piecero y a continuación la que ocupábamos Paco, mi hermano y yo; frente a la habitación del espejo, la de las dos empleadas y en los tres lados restantes, las de las dueñas y otros huéspedes incluidos mis compañeros.

Sería una temeridad afirmar que la primera noche en la Pensión Reme transcurrió con normalidad. Habíamos culminado un día ajetreado, camas nuevas, ruidos exteriores, temor al inicio de una nueva etapa, el timbre de la puerta que no cesó de sonar… y el madrugón. A las siete y media ya estábamos junto al ascensor; pese a ir bien abrigados los vi tiritar, también yo tiritaba, hacía mucho frío pero no me pareció ese el motivo de los espasmos musculares que se visualizaban sino el incierto futuro al que nos enfrentaríamos en un abrir y cerrar de ojos. Una espesa niebla de color blanquecino nos recibió en la calle, depositando sus gotitas microscópicas de agua en nuestros desvencijados abrigos; la visibilidad apenas alcanzaba unos metros, solo nuestro nerviosismo se veía. Descendimos lentamente por Atocha hasta la glorieta, el suelo estaba resbaladizo e íbamos sobrados de tiempo, nadie hablaba de nada hasta que alguno, intentando relajar el ambiente, se enredó en divagaciones absurdas: el frío que hacía, el tipo de niebla… concluimos que era de vapor, la que se da cuando una masa de aire frío se mueve sobre aguas cálidas convirtiendo la condensación en punto de rocío; ya en el paseo del Prado nos dirigimos a la famosa cuesta de Moyano, así denominada en honor del que fuera Ministro de Fomento durante el reinado de Isabel II; recorrimos sus no más de doscientos metros de longitud fisgoneando las famosas casetas de libreros que se alineaban en la margen izquierda; todas eran de madera y de proporciones reducidas. Un vendedor me comentó que databan de 1925 y que desde sus orígenes no disponían de luz ni calefacción. Con el tiempo se han ido modernizando sin afectar a su sabor tradicional, también la calle se ha peatonalizado y ganado mucho en afluencia. La cuesta, colinda con el Jardín Botánico, residencia de los árboles más felices de Madrid, y conecta en su tramo final con la calle Alfonso XII donde se ubica el acceso a un recinto —cerrillo de San Blas— que, aun formando parte de los jardines del Retiro, se segregó e independizó de ellos para albergar varios centros oficiales, entre otros el Instituto Ramón y Cajal, a los que se accedía desde una calle interior.

Las obras del Instituto Cajal, edificio que ocupaba la escuela, finalizaron dos años antes del fallecimiento de Cajal en 1934. Su fachada principal, orientada a Madrid Sur, se eleva sobre el paseo de la Infanta Cristina y consta de cinco alturas distribuidas en tres plantas sobre rasante, semisótano y sótano. Sus discípulos continuaron allí hasta 1956 y fue en 1957 cuando se decidió destinarlo a Escuela de Obras Públicas; tras las obras de acondicionamiento, las clases darían comienzo en el curso 1960-1961, año de mi llegada.

Con estos antecedentes, al alumnado siempre se nos inculcó el honor que suponía formarnos en las aulas que ocupó el instituto depositario del legado científico de Santiago Ramón y Cajal, pero lo cierto es que el prestigio y cotización de los Ayudantes de Obras Públicas, cuerpo creado en 1857 por Claudio Moyano para nutrir de funcionarios especializados al Ministerio de Fomento, estaba basado en su excelente preparación; el ingreso en el cuerpo se hacía por libre oposición y su dificultad era tal que a mi llegada, en 1960, quedé sorprendido al verificar que la mayoría del alumnado no había logrado ingresar en la extinta Escuela de Ayudantes tras ocho o más años de preparación en academias particulares; los afortunados que ingresaban tenían que superar dos años de enseñanza y uno de prácticas, pero la gran demanda de estos titulados por parte de las empresas privadas de obra civil hizo que muchos renunciaran al funcionariado ante las mejores condiciones económicas que la empresa privada ofrecía. La escuela pasó a depender en 1957 del Ministerio de Educación; a partir de 1972, quedó integrada en la Universidad Politécnica de Madrid con la denominación de Ingenieros Técnicos de Obras Públicas y desde 2013, como Escuela Técnica Superior de Ingeniería Civil.

Al divisar la escuela comencé a sentir escalofríos y convulsiones, no podía embridar el cuerpo, dudaba si culpar de ello al frío, a una incipiente gripe o a mis miedos. Antes de pisar el primer escalón ya habíamos chasqueado una cerilla y alumbrado sendos cigarrillos, unos Philips Morris cuyo olor y sabor aún me persiguen; rebasada la escalinata de acceso unos paneles sobre caballetes de madera daban soporte a las listas con la distribución de alumnos por grupos y aulas así como los horarios de clases; las listas, confeccionadas en offset, coordinaban linealmente cada nombre con su fotografía; nos preguntábamos, sin obtener respuesta, el motivo de semejante «lujo». Un aldabonazo me hizo sentir que, en ese instante, comenzaba la aventura de mi vida y que mi pasado deslizaba a un segundo plano.

La cafetería, situada en el sótano, era un hervidero de alumnos, muchos de ellos parecían conocerse de cursos anteriores, serían repetidores… hablaban de aprobados, suspensos, problemas fallados por una nimiedad, otros resueltos por una «feliz idea»… estas dos palabras se repetían con demasiada frecuencia, tanto que, en nuestra ignorancia, llegaron a desconcertarnos, no sabíamos a qué se referían con aquello de «tuve una feliz idea»… ¿Acaso nosotros no la teníamos?... era una sensación horrible. ¡No conocíamos ni lo más elemental! Estábamos en esas cuando Paco Casas, dándome un codazo, me susurró en voz baja, con su inconfundible acento granadino: «Eeepa, ¿te has dado cuenta que aquí nadie toma café?». Su observación nos dejó perplejos, mirábamos a uno y otro lado y, ciertamente, el desayuno generalizado era un vaso enorme de vino tinto, similar a los actuales de tubo, acompañado de un pincho de tortilla también de dimensiones considerables; por aquello de «donde fueres haz lo que vieres», entramos a formar parte de esa increíble caterva de potenciales alcohólicos; mitigamos el frío pero nos costó adaptarnos a tan extravagante costumbre y sobre todo a privar a nuestro organismo de su habitual dosis de café con leche y calentitos.

En el aspecto disciplinario, la escuela estaba en las antípodas de las facultades y escuelas actuales: a clase no se podía acceder sin americana y corbata, los profesores pasaban lista en todas las clases y cuatro faltas anuales sin justificar imposibilitaban la presentación a examen. Sorprendía no ver ninguna alumna en la escuela, sin duda acabábamos de entrar en el templo del machismo más recalcitrante, solo comparable al existente en la Escuela de Aparejadores donde la única alumna matriculada tuvo que abandonar a mitad de curso por el acoso al que se veía sometida por algunos profesores: «Señorita, ¿y usted quiere ser Aparejadorrrr? ¡Cuando suba a los andamios los albañiles le van a ver las bragas!». No hace mucho leí que un profesor de Económicas en Santiago de Compostela había sido suspendido dos meses de empleo y sueldo por decir en clase que le distraían «el ruido de dos bolígrafos y el escote de María»; la alumna protestó ante el decanato y el profesor amenazó con abofetearla: lo había llamado «machista asqueroso» y a él le molestó lo de «asqueroso»; se disculpó en una carta a la prensa por lo de la bofetada. Dos respuestas distintas a situaciones similares que ponen de manifiesto la velocidad con la que se ha transformado la sociedad.

A nuestra preocupación por la escasa preparación recibida en Granada, se añadió a partir de la primera clase otro problema de tipo económico, el instrumental necesario para el dibujo técnico tenía que ser de la marca suiza Kern por su calidad y precisión y su coste superaba las cuatro mil pesetas… seis mensualidades de alojamiento… sin contar el material auxiliar como tintas, papel, plumillas, cartabones… una ruina. Solo sonreí al conocer el nombre de uno de los instrumentos… la bigotera. Y, ¡qué decir del precio de la regla de cálculo, hoy obsoleta! Al finalizar la clase hicimos saber al profesor la imposibilidad de adquirir, para cada hermano, el instrumental completo. Muy comprensivo nos permitió compartir un solo equipo incluso en los exámenes, para lo cual nos colocaría juntos. Por nuestra cabeza no pasaba pedir más dinero a nuestros padres, habían aceptado el traslado a Madrid con gran sacrificio, no podrían sufragar más gastos, solo plantearlo supondría nuestro regreso inmediato al pueblo y la reafirmación en sus tesis: «¿Lo veis? ¡Ya decía yo que eso no podía ser!». Anduvimos varios días rumiando el problema hasta que un repetidor nos iluminó; al parecer un banco o la caja postal daba créditos a estudiantes, en el ámbito de su obra social, que se devolvían al finalizar la carrera y en un plazo de diez años; nos concedieron un préstamo de diez mil pesetas que terminamos de pagar en Sevilla tras llevar varios años trabajando y con una depreciación tal del dinero que poco importaba cuál de los dos hermanos lo cancelara. Pese al crédito, adquirimos un único equipo de dibujo puesto que también teníamos que adquirir los libros y material auxiliar de las cuatro asignaturas restantes.

Durante el primer almuerzo fuimos presentados a los huéspedes fijos: el carismático y culto tío Gerardo, cordobés de cincuenta años, pariente cercano de un prestigioso político de la efímera II República Española, cuya madre, mujer liberal y libertina, no toleraba el carácter poco sociable, colérico y desafiante de su conservador hijo y prefirió tenerlo lejos del hogar; aunque misógino, Gerardo buscaba la compañía femenina y se arrepentía con frecuencia de las intolerancias de su corazón; exhibía una barba de chivo, valleinclanesca, que calificaba de contestataria… «Muy apetecible por las mujeres de ser acariciada, que no mesada»; reía cual demonio explicándonos que mesar era lo contrario a acariciar, era arrancar los pelos con la mano y no lo que el vulgar populacho entendía como sobar de arriba abajo. Otro personaje curioso, un teniente retirado de la Legión del que jamás logré saber qué hacía allí y a qué dedicaba el tiempo libre, solo supe que era de Palencia y se llamaba Emérito. Un tercero, el buscador de trabajo don Ramón Bartolett, al que todos acabamos llamando don Bartolo y, por último, un mejicano llamado Owen Hernández, de Petlalcingo (Puebla), quien ayudado por su hermano Rafa, emigrante en Estados Unidos, decidió probar fortuna en España por aquello del idioma. Trabajaba de maestro pizzero y sandwichero en un establecimiento de la calle Carretas; un tipo elegante de no más de treinta y cinco años, pulcro, delgado y con un cuidado bigote a lo Errol Flynn que a su atractivo personal añadía el plus de la musicalidad del habla mejicana. Incluyo entre los fijos a un chico joven llamado José María del que más tarde supimos que estudiaba Obras Públicas y a un sevillano, Félix, que apareció por la pensión un sábado del mes de noviembre para ver un partido de fútbol Real Madrid-Betis y se quedó con nosotros hasta el mes de marzo, un tipo gracioso y enigmático de unos cuarenta años, sectario del Carpe diem, que parecía pasar de todo, siempre estaba sonriente y feliz; jamás logramos saber cuándo marcharía, si estaba casado, a qué se dedicaba… envidiábamos su libertad y ausencia aparente de problemas; al parecer la kiosquera de abajo quedó prendada de su gracia y decidió disfrutarlo también en el lecho reteniéndolo durante cinco meses, cinco intensos meses en los que la pasión no tocaba fondo… hasta que el amor murió… de empacho.

Aprovechando que en los primeros días de clase se seguía a rajatabla la máxima latina Prima non datur et última dispensatur —la primera no se da y la última se dispensa— dedicamos el horario escolar a solucionar el problema de las cenas. Muy próximo a la pensión se ubicaban las oficinas del SEU, organismo que otorgaba las becas para los comedores universitarios del distrito de Madrid; todos solicitamos beca y a todos nos fue denegada; teniéndome por pacífico en grado sumo, incapaz de matar una cucaracha, protesté airadamente la denegación… aún no doy crédito a la violencia verbal con la que defendí lo que entendía un derecho, no soportaba la injusticia… aún me ocurre… o quizá era mi estómago el que se rebelaba… Finalmente conseguí que rectificaran y obtuve beca para el comedor de la Facultad de Estomatología en la ciudad universitaria. Había resuelto mi cena pero… ¿Cómo se las arreglarían los demás? Aquella misma noche, pese a lo lluviosa y desapacible, decidimos, ¡todos!, consumir el primer ticket del tarjetón-beca lo que implicaba utilizar, también por vez primera el metro. No había línea directa entre Antón Martín y Arguelles por lo que tuvimos que hacer transbordo en Sol. Al bajar las escaleras, junto a los tornos de acceso, nos invadió un calor y olor insoportables, una mezcla de sobaquina, olor a quemado, suciedad, polvo subterráneo, cañerías… ¡Era insoportable! Entendía que contra la higiene personal de una aglomeración urbana no se pudiera luchar pero sí se podía haber proyectado un sistema de ventilación idóneo. El mayor impacto me lo produjo la estación de Sol por el gran número de vagabundos, bohemios y personas desarraigadas que se preparaban para pasar la noche en un ambiente tan «acogedor». Allí, vigilando que nadie les quitara los cartones de su lecho, había una legión de personas que no sabían dónde ir, el hambre, la necesidad, una mano extendida, un grito lanzado al aire… allí estaban el pan, la casa o el trabajo que se perdió o que quizá nunca llegó… la estrechez, la necesidad, los agobios… por una mala cuna o una mala jugada de la vida. A esas personas les había llegado el otoño con sus primeras lluvias y sus traicioneros fríos… y sus penas reflejadas en la mirada, en la voz, en sus ropas… bendito calorcito, benditos olores que a los más repugnaban y los menos anhelaban. Teníamos ante nosotros el vivo retrato de la pobreza, el hambre y la soledad… brazos sin puños donde aporrear ante la enfermedad, opositores a muerte callada e ignorada y en mi interior las preguntas más elementales: ¿cómo serán sus vidas? ¿Tendrán familia? ¿Cómo han llegado a esta situación? Entre tanta suciedad una voz entre desgarrada y dramática, un cuerpecito de mujer con aspecto de gorrión cantaba La vie en rose imitando a Edith Piaf; la acompañaba un acordeonista, ambos vestían de negro; hubiera jurado que los ojos de ella delataban el consumo de alcohol y drogas. Me quedé escuchando un rato. Tras cruzarse nuestras miradas entonó el Je ne regrette rien respondiendo, intuí, al que ella suponía mi pensamiento, no en vano la canción hace referencia a un pasado de drogas, alcohol y sexo. Pese a la poco agraciada que era, la chica transmitía delicadeza y pregonaba buena cuna; los dejé recolectando las pocas monedas que arrojaban los curiosos.

Para entrar a los vagones, que llegaban atestados, los empujones eran brutales, mujeres de todas las edades eran apretujadas sin la menor consideración. Comencé a constatar la veracidad de los famosos «rabos», agresiones intolerables a mujeres, silenciadas por miedo o vergüenza aunque en contadas ocasiones fuesen consentidas; también, en menor medida, pude ver algún acoso puntual de mujer a hombre. Aparte olores, mendicidad y acoso sexual, observé que los vagones circulaban por la izquierda cuando en el resto de transportes se circulaba por la derecha; un inspector sació mi curiosidad, al parecer la primera línea entre Sol y Cuatro Caminos se inauguró en 1919 y en esa época los coches de caballos circulaban por la izquierda porque los cocheros llevaban las riendas con la mano izquierda y la fusta con la derecha para evitar golpear a algún peatón; en 1924 se adoptó el actual sentido de circulación para evitar el gasto excesivo que supondría modificar la marcha de los trenes. Desde aquel día nos convertimos en asiduos del metro, nos pasó de todo, ligar y ser ligados, «apoyar» y ser «asenados»… en algunas ocasiones me vi sorprendido por una mano femenina que oprimía la mía contra la barra de sujeción, cierto también que solían ser mujeres de edad superior a la nuestra, víctimas de la represión imperante, que buscaban corderillos a los que amamantar.

Ya en el comedor, guardamos una cola de cien metros y tuvimos tiempo de ser informados sobre las normas vigentes: la cena consistía en un primer plato —lentejas, crema o sopa—, que se podía repetir sin limitación, un segundo plato —carne o pescado— y postre; también el pan se podía repetir. Los cuatro compañeros no becados iban provistos de cuchara y daban buena cuenta de los primeros platos que yo retiraba y su estómago —esa oficina en la que se cuecen los negocios del cuerpo—, les permitía. Hubo días en que retiré del mostrador de la cocina más de veinte primeros platos a juzgar por los cuatro o cinco que yo ingerí; a veces disfrutábamos de un complemento alimenticio, Eduardo recibía periódicamente de su familia, en cajas de zapatos, fruslerías tales como chorizos, jamón, queso… que nosotros degustábamos practicando un agujero en el fondo de la caja… hasta que nos descubrió, claro.

Poco a poco, con la lentitud de un inválido, fui aprendiendo a dibujar, a familiarizarme con el grosor de las líneas, el manejo de plantillas, la técnica de rotular y, sobre todo, a no echar borrones o impedir que se corriera la tinta por culpa de algún pelillo traidor en los instrumentos, incidente leve si la lámina estaba recién iniciada, pero grave si ocurría al final, en cuyo caso para no repetir lámina, solo quedaba la cuchilla. Había que tener gran pericia para que no se notaran los raspados, el profesor sometía las láminas a la luz de un flexo que chivaba las operaciones de cirugía estética con una precisión absoluta. Mis primeras láminas eran iluminadas con observaciones críticas como «procure ingresar el mismo año que su hermano», que minaban la moral, me dolían, pero la verdad es que mi hermano dibujaba mejor que yo gracias a su paso por la Escuela de Magisterio donde practicaban caligrafía pero, paradójicamente, yo ingresé antes que él. La picaresca fluía en los exámenes siempre con dos partes diferenciadas: en la elaboración de láminas de dibujo topográfico había que representar los tipos de cultivo de los terrenos según color y simbología normalizados así como rotular la toponimia. Mi hermano rotulaba las dos láminas y yo, con las plumillas y tintas de colores, dibujaba los cultivos; la simbiosis funcionaba igualmente en el dibujo lineal, solo que el trasiego de instrumentos era más dinámico. No puedo sino esbozar una sonrisa al recordar cómo un compañero, que tampoco adquirió la bigotera por motivos económicos, también usaba la nuestra. Utilizando términos acordes con la materia que nos ocupa, podría decirse que la bigotera se convirtió en la «bisectriz de la Bernarda».

En las primeras clases de las restantes asignaturas nos proporcionaron la lista de libros de texto y una retahíla interminable de otros libros de ayuda que convenía adquirir, unos con problemas resueltos, otros con solo los enunciados y el resultado final… mucha ciencia y creciente ruina. Los compañeros «adultos» aconsejaron su adquisición en La Felipa, una librería de la calle Libreros en la que ahorraríamos más de la mitad de su valor de nuevo. Felipa Polo, la entrañable librera, la fundó en 1944 y la abandonó en el año 2000 posiblemente presintiendo su muerte dos años después. Conocida por estudiantes y universitarios de varias generaciones era tan famosa por el moño como por la memoria, no necesitaba ordenadores para recordar un libro de texto o manual universitario agotado en todas las librerías. Su humanidad la llevaba a fijar precios en función de la apariencia económica del interesado, era como una madre para la familia universitaria con menos recursos, el último cartucho. Tuvimos suerte al encontrar todos los libros que necesitábamos, unos más nuevos y otros más desvencijados, con anotaciones de todo tipo incluidos ripios y guarrerías; los libros recorrían el camino inverso una vez aprobada la asignatura.

En puridad necesitábamos clases particulares para poder engancharnos a todas las asignaturas pero la penuria económica solo nos permitía ayuda en Descriptiva o Sistemas de Representación, una asignatura de difícil comprensión encaminada a representar sobre una superficie bidimensional —la hoja de papel—, objetos que son tridimensionales en el espacio y viceversa. Anduve amargado todo el curso porque necesitaba «ver en el espacio» y yo solo veía el plano que se me ofrecía a primera vista. Pese a todo, no me dejé influir por la petulante verborrea y sapiencia de los repetidores: «Si estaban allí después de tantos años es que no sabían tanto», me repetía… y estaba en lo cierto. No conseguí aprobarla hasta junio del segundo año.

Recuerdo el día, no había transcurrido un mes del comienzo de curso, en el que por un incidente académico los compañeros, jocosamente, comenzaron a dirigirse a mí anteponiendo el «don» a mi nombre. Pasaba lista el profesor de Física, mi hermano no había asistido a clase por causa de una gripe, entre nombre y nombre contesté «presente» confundiendo al profesor…

—¿Quién está presente, don Pedro o don Manuel?

—Está presente don Pedro y ausente don Manuel —respondí.

La clase rompió a carcajadas y el «don Pedro» me acompañó durante todo el curso. También me doctoré en Equinología de la mano de un compañero, hijo de Ramón Beamonte propietario de una de las cuadras más afamadas y de mayor éxito en el hipódromo de la Zarzuela; Ramón, que asistía a la escuela en un deportivo rojo descapotable era un tipo nada engreído y humanamente único. Consciente de su status económico, unos peldaños por encima del resto, regalaba los apuntes a toda la clase justificando, modestamente, que a él no le suponía gran cosa mientras que nosotros dispondríamos de unas pesetillas para ir al cine, bailar o tomar unas cañas. Obviamente fue elegido delegado. ¡Qué menos podíamos hacer por él! Solía regalar entradas para asistir al hipódromo y aficionarnos a la hípica. Yo asistí en varias ocasiones y me inicié en un Premio Beamonte para potrancas de tres años sobre 2.100 metros; recuerdo el orgullo con que Ramón rememoraba el triplete de su cuadra en 1960, 1961 y 1962 con Tracia, Folie y Tokasa. Tan familiares para mí como las actuales figuras del futbol, eran los ases del turf español: Ceferino Carrasco, Carudel, Gelabert…

En las frías tardes de invierno Stella me invitaba a compartir mesa camilla, no toleraba la soledad, necesitaba hablar y decidió «adoptarme», no sé qué pudo ver en mí como confidente; así pude conocer algunos pasajes de su vida: abandonada por su padre al poco de nacer, creció junto a su madre en la propiedad de un rico hacendado hasta la mayoría de edad en que se emancipó para cantar en un burdel. Pronto un ojeador le abriría las puertas, y posiblemente también las piernas, de la mejor compañía de revistas de Buenos Aires… «Me enamoré de un bigardo que me hizo volar, salió mal y me estrellé». Su azarosa y desmoronada vida la había transformado en una señora de ideas avanzadas que ya en los años treinta usaba pantalones y se peinaba a lo garçón, fumaba, bebía, salía de noche y era cortejada por los hombres más acaudalados. Fue uno de esos guardianes de la noche el que con sus artes seductoras, o mejor ardides, la sacó de ese mundillo, regaló una casa, colmó de joyas y le dejó una hija, Edhit. Conocedora la esposa del magnate de la situación provocada por su marido concertó una entrevista con Stella a la que ofreció dinero suficiente para rehacer su vida lejos de Argentina, chantajeándola con el escándalo y el cierre de puertas a cualquier trabajo; esa fue la causa de dar con sus huesos en Madrid… «Cariño, basta un instante para que cualquier vida encarrilada se descoyunte, tuve que enfrentarme a la soledad y convencerme de que nadie iba a ayudarme, que debería salir sola del embrollo; en realidad la idea me fascinaba, comencé hundida y terminé amándome. Mi amante continuó escribiéndome cartas pasionales en las que me reiteraba su amor desesperado y el deseo de no ser olvidado puesto que pensaba venir acá». Stella hablaba con la mirada perdida, la interrumpí para preguntar si había tenido otros amores y, como buena argentina, me respondió que ella no había tenido novios sino psicólogos… «Allá en Argentina vamos al psicólogo más que en España al dentista, somos más fieles a él que al gimnasio»; en su monólogo no cesó de ironizar con la profesión, les reprochaba que todo lo achacaran a la relación con los padres… «Entonces, ¿la cultura no cuenta? ¿Las dificultades de las mujeres para ser aceptadas por hombres incómodos ante la igualdad?…».

En Stella convivían, a partes iguales, sentido del humor y mal carácter; decía haber terminado cansada de los adjetivos ampulosos con que la habían etiquetado en sus años de esplendor:

—Ahora me doy cuenta que eso es una chorrada. ¡Con cuántos boludos me habré topado allá en Argentina! Yo era un espíritu libre que se truncó por un traspiés y que, ya en España, he tenido que reeducar en el hiperrealismo; he aprendido a luchar pero han anulado mi fantasía, esa me la han matado, España es un país monocolor.

—No se ría de mí, Stella, pero no sé qué es un boludo, debe ser algo peyorativo por el contexto, pero… concretamente, qué —respondí.

—Boludo es un adjetivo con muchas acepciones que lo mismo se aplica a las personas que no se dan cuenta o no saben aprovechar los vientos favorables que se le presentan en su existencia, que a un insensato, un tonto o un necio… Yo suelo utilizarlo para llamar la atención de otra persona o para referirme a alguien con un par.

Pese a estar de vuelta Stella presumía de seguir activa, no descartando absolutamente nada que le saliera al paso, estaba dispuesta a soltar amarras pero sin olvidar su pasado, el placer que le producía haber sido musa de una generación…

—Todas las musas que he conocido han acabado muertas, y esos no son por ahora mis planes. —Musitaba con orgullo y acentuada musicalidad—. Mira, fui bella y trasgresora, compartí mi mejor noche de pasión con un amigo de mi pareja; las relaciones sexuales con él, con mi pareja, no eran muy satisfactorias… Por favor, no le cuentes nada de esto a Edith, no es necesario que sepa más que lo imprescindible.

Pese a mi juventud estaba seguro que pocas mujeres se sentirían tan cómodas hablando de su vida sexual y aireando sus deseos con desnudez, como Stella…

—Así era y así sigo siendo, no pienso cambiar, lo tomas o lo dejas. —Mientras hablaba yo observaba como su piel de porcelana se fundía con un vestido ligeramente escotado sobre el que descansaba la melena veteada; un maquillaje sutil, casi imperceptible, resaltaba su glamour; con no ser pocos, estos atributos refulgían hasta el éxtasis al ser espoleados por su cálida y melosa voz, todo inducía al deseo pecaminoso de la madurez… y ella era consciente… me estaba seduciendo y disfrutaba con su perversión. Presumía de haberse negado a ser un trofeo.

—Me gustan los envoltorios llamativos pero antes de aceptarlos necesito estar segura de que contienen algo aprovechable.

En sus monólogos comencé a escuchar contradicciones que me hicieron dudar de su sinceridad, intuía que la edad le estaba haciendo cambiar de principios pero, pese a todo, albergaba la certeza de que nada tenía que hacer con ella, que solo me utilizaba para recrear su pasado y gozar con el desconcierto de un adolescente; creo que los dos éramos conscientes de aquel imposible porque a la edad siempre hay que darle la importancia que tiene.

Stella estaría reservada al tío Gerardo y, simultáneamente, su hija Edith al mejicano. Ambos hicieron valer su experiencia, fueron de cacería y cobraron la pieza. En mi inocencia fui testigo de cómo madre e hija, en ausencia física de la contraria, se recluían en la habitación con el amante respectivo, nunca ambas a la vez porque se tenían respeto, pero el amor, como el dinero, no se puede ocultar y ambas relaciones terminaron siendo la comidilla de todos; Owen, más joven y desinhibido, no ocultaba la relación, al contrario, la aireaba tanto que antes de entrar a la habitación de Edith solía santiguarse, juntar las manos, elevar la mirada al cielo y pronunciar una frase que se hizo célebre: «Virgencita de Guadalupe, tú que concebiste sin pecar haz que yo peque sin concebir».

Llegamos a turnarnos para «cazar» a ambas en sus devaneos amorosos; las puertas, antiguas, de grandes cerraduras y llaves, facilitaban el voyeurismo; la madre, experta en artes amatorias, jamás quitó la llave de la cerradura y no pudo ser observada, aunque sí escuchada; la hija, más inocente, sí nos deleitó con un gran repertorio de situaciones eróticas que soliviantaban nuestros incipientes pero fuertes instintos. Y es que… «para todo en la vida hay que tener clase. No rías así, que así solo ríen las ordinarias», solía decir Stella a su hija. Cierto es que la gente educada suele controlar mejor sus emociones, ya sean penas o alegrías. Stella podía encasillarse en el grupo de las que tienen el gusto para adentro, pero no Edith, cuyos gritos que despegaban el papel de las paredes por ordinarios y soeces, no parecían proceder del placer sino de una necesidad de acrecentar la virilidad del mejicano, de subirle… la autoestima. La primera vez que los observé, Edith llevaba un vestido camisero abotonado en la parte delantera; la parte superior, desabrochada, ofrecía, al menor movimiento, la visión de los senos a Owen, tan pronto se agachaba con cualquier pretexto cómo se abría el cuello pretextando calor… Un día, tras servir café en la mesita Reina Ana que presidía la habitación, se sentaron el uno frente al otro en sendos sillones de orejas a juego con la mesa; Edith tuvo que desabotonarse varios botones de la parte inferior del vestido para poder sentarse, solo así pudo cruzar las piernas para dejar a la vista sus incitantes bragas rojas; él no dejaba de mirarla con los ojos encendidos de lujuria; de repente se abalanzó sobre ella, liberó los dos botones que aún quedaban en su sitio y la despojó del vestido y sujetador, mordiéndole cuello y pechos, unos pechos pequeños y redondos con una aureola café oscuro que resaltaba con el color de la piel. Aquella relación nos quitó muchas horas de estudio y ofreció otras muchas de «prácticas».

En paralelo, una de las criadas, la más joven, alegre y descarada, me requería todos los anocheceres para que la acompañara a una fuente de pie, muy antigua, que había en la acera contraria de la calle Atocha. No sé qué tendría esa agua pero Ana solía llenar a diario un enorme cántaro de dos asas; aunque inicialmente pensé que solo necesitaba mi ayuda física, cambié de opinión al ver cómo, al regreso, me acariciaba, besaba y dedicaba algún halago. «Gracias, ¡qué haría yo sin ti! ¡Y pensar que tengo un novio que es un malaje… a serio e imbécil no hay quien le gane! ¡Cualquier día te voy a dar una sorpresa!». Todos los días el mismo goteo morboso adobado con algunos roces y achuchones… Se insinuaba sin remilgos ajena a mi inexperiencia. Un día, tras el almuerzo, sometimos a consenso un plan para el abordaje nocturno a las camas de las dos criadas, sabíamos en cuál de ellas dormía cada una y que la cerradura no funcionaba. Esperamos a que todos se hubiesen dormido y, a las dos de la madrugada, arrastrándose como soldados en la toma de una posición, comenzaron la misión los elegidos; se mascaba la tensión, José María se tocaba el corazón y hacía que se lo tocara el resto, le iba a estallar; el sevillano, más desinhibido, iba en cabeza; empujaron suavemente la puerta y tras la orden de ataque: «Tres, dos, uno… ¡Ahora!», se abalanzaron sobre ellas y retozaron, con los límites que ellas impusieron, ante la atónita mirada de los demás.

Obviamente, la edad demandaba actividades diferentes a las docentes y alimentarias. Cercana la Navidad recibí la llamada de dos conocidos invitándome a un guateque; tanto ellos como sus padres trabajaban en Galerías Preciados y solían pasar las vacaciones en Cabra. Un grupo mixto de compañeros de trabajo alquilaba todos los domingos el salón de una cafetería en la zona de Embajadores; por supuesto acudí puntual a la cita, trajeado como me habían indicado; con los primeros saludos y presentaciones pude percibir mi desfase respecto a los dictámenes de la moda; ellos, como empleados de un gran centro comercial, iban a la última en trajes, corbatas, camisas, gemelos, zapatos, peinados… nada que ver con mi aspecto provinciano pero era precisamente ese origen el que me hacía ver la ridiculez de algo tan insustancial como palpar con los dedos prendas de vestir ajenas para identificar calidades y marcas, no hablaban de otra cosa, parecían coleccionistas de estupideces; por supuesto, mi arcaica corbata solo mereció la indiferencia de todos. Y no digamos el traje de mal tergal y peor confección; pero mis preocupaciones eran otras, estaba nervioso ante la posibilidad de poder solazarme, al fin, con alguna chica. Alguien colocó un tocadiscos o pick-up sobre una mesita y, junto a él, una colección de vinilos con las canciones de moda; en la mesa contigua se amontonaban canapés y varias jarras con sangría… cap la llamaban ellos, para libar y entonar a las chicas. Como era una bebida dulzona «les entraba bien» y a la hora del baile lento nos podríamos «aprovechar un poco», tan poco que no pasábamos, con suerte, de unos besos robados o unos roces… Pero eso sería al anochecer, con las luces del salón medio apagadas y sonando música lenta como el Ma vie de Alain Barriére, o La noche de Adamo; el encargado de la música, el más desmejorado del grupo como era habitual, había iniciado la fiesta pinchando rock and rolls, twis, Dúo Dinámico, Los Platters… Mi asumida inferioridad se transformó en tal inseguridad que saqué a bailar inicialmente a una de las chicas menos agraciadas del grupo; calificarla de poco agraciada es ser generoso, era más fea que la blasfemia de un arriero y no era ajena a ello la rebeldía de su pelo negro, grueso como el erizo de la castaña, pero para hacerle justicia, compensaba la fealdad con un buen físico, inteligencia, sentido del humor… y lealtad; pero las desgracias nunca vienen solas, le olía terriblemente a vinagre la cabellera y el olor me resultaba insoportable, sobre todo en el agarrao en el que, agradecida, se pegaba cual lapa rebelde. Aguanté esperando cambiar de pareja en cualquier ocasión, pero no fue posible, no me dio opción alguna. Por instantes se me venían abajo asertos tan manidos como: «a partir de mosca todo es cacería» o «pájaro que vuela a la cazuela»… ¡No, no, eso no era cierto! La humillación de verme desparejado me conducía siempre a ella, tenía que ser uno más. Al cabo de un par de horas alguien silenció la música y grito: «¡Cuarto de hora femenino, ahora son las chicas las que sacan a bailar a los chicos!». Vi el cielo abierto, con la excusa de ir al servicio huí esperando tener más suerte a la vuelta. Transcurrido un tiempo prudencial me aventuré a salir… y allí estaba la «avinagrada» esperándome, la chiquilla se había enamorado o, tal vez, vio en mí el complemento perfecto para una buena ensalada.

Poco a poco, guateque a guateque, conseguimos reducir el desequilibrio estético con nuestros burgueses anfitriones y hasta conseguí zafarme de la morena avinagrada, entrando en la jurisdicción de las rubias platino gracias a otra asidua a los festejos, impostada como nosotros. De Maribel llamó mi atención, como a todos, un generoso escote del que pugnaban por salir dos pechos subidos y pronunciados, también la felicidad que irradiaba sorteando la jauría de miradas que trepaban por sus caderas. Secretaria en una empresa constructora pudo apreciar en mí un futuro prometedor porque, siendo sincero, ni belleza ni estilo podían decantar la balanza a mi favor, pero lo cierto es que sucedió, aquel géiser temperamental se enamoró de un pimpollo poco baqueteado… y el pimpollo se dejó querer. Maribel, para contradecir la leyenda de las rubias, tenía un coeficiente intelectual de ciento cuarenta cuando la media debe andar por noventa, leía los clásicos, tocaba el piano… pero todo ese ajuar, con ser mucho, quedaba eclipsado cuando se ceñía un vestido con el que incendiar la tensión inguinal de los chicos; vista así se hacía difícil llegar al fondo de su alma, tratarla, ver cuán equivocados estaban con ella los que afirmaban que lo más profundo que tenía era la piel, posiblemente influenciados por el veneno que destilaban sus compañeras de oficio al tener que competir con una chica que no era de su casta; ella había aprendido a abrirse paso en la vida sin hacer caso a los murmullos generados por la envidia. No sé qué la indujo a invertir tanto en mí, me dio todo y no supe estar a su altura, bailaba muy pegada, siempre, rodeando mi cuello con sus brazos, besándome dulcemente… Esperaba de mí una respuesta que no supe ofrecerle; en cierta ocasión frenó su ímpetu en seco para decirme:

—Tú debes ser hijo de papaítos bien.

—¿Por qué? —le respondí.

—Estás demasiado acostumbrado a que te lo hagan todo.

Sin duda confundía altivez con timidez. Pude haber pasado por entre sus piernas pero, sin duda, pagué el precio de estar saliendo de una adolescencia de bajo perfil. Finalmente desistió de mí como capricho y sucumbió al mayor encanto, futuro y agresividad de un ingeniero de la empresa para la que trabajaba; presumía Maribel de haber dejado pasar una recua de posibles amantes y de que jamás se quedaba varada más de dos semanas; conmigo no fue así, la aventura me ayudó a superar algunos complejos y a afianzar la personalidad.

Cansados de los guateques de embajadores, comenzamos a frecuentar la sala de baile habilitada en los bajos del cine San Carlos; el parecido de mi hermano con el rey Balduino, de máxima actualidad, nos facilitaba el éxito; las chicas, al vernos con él, no cesaban de preguntar si era el auténtico, ocasión que aprovechábamos para ligar. Pero como pueblerinos en fase de reciclaje, nuestras dotes en el arte del buen bailar eran manifiestamente mejorables. Alguien sugirió asistir a una de las múltiples academias en las que por veinticinco pesetas se adquiría un talonario de diez bailes; las profesoras eran chicas normales, necesitadas de ingresos, que cobraban un porcentaje del «vale», unas pesetillas, y a nosotros nos salía cada baile —por supuesto garantizado— a dos cincuenta, mucho más rentable que el San Carlos o Consulado porque aprendíamos algo y encima nos ponían buena cara. ¡Un gran hallazgo!

Próximo al San Carlos, la cafetería del Hotel Nacional también supuso un gran descubrimiento como salón de estudio; se trataba de una cafetería clásica, con mesas de mármol y camareros de toda la vida, sin prisas ni malas caras, que también era frecuentada por chicas con los mismos fines; estudio y posibilidades de ligar convertían la cafetería en un anhelo diario. Era inevitable que, a veces, las miradas se encontraran, entonces yo miraba fijamente a la chica, muy serio, le guiñaba un ojo y lanzaba un beso silencioso; ella sonreía y bajaba pudorosamente los ojos, de nuevo, al libro; el ritual se repetía día tras día. Una tarde, recuerdo como un fuerte viento que presagiaba lluvia agitaba las ramas de los árboles del paseo del Prado; al comenzar el aguacero busqué unos ojos con los que compartir la belleza que también los días tristes irradian; vi dos ojos perdidos sobre las páginas de un libro, dos ojos que miraban sin mirar, eran claros y dejaban escapar dos lágrimas que se suponían amargas. Compré unos bombones, pocos… dos, tres, y los dejé junto a su mano sin decirle nada; me miró agradecida, noté la pleamar en su cara, la pleamar de sentirse observada, y preocupar a alguien, regresé a mi rincón, utilicé el manido recurso guiño-beso y girando la cabeza me invitó a salir al exterior… Hacía frío fuera, mucho frío, solo acerté a decirle a Mirian que me gustaría quererla; llevaba su número de teléfono escrito en una servilleta: «Toma, llámame, ¡cuanto antes!», me dio un beso en la mejilla, enrojeció y salió corriendo…, no volví a mirar el libro aquella tarde, pero sí pude ver como el rubor se instalaba en sus mejillas, nunca supe ni le pregunté por su pena pero sí volví a salir con ella; hoy es químico en un laboratorio de Córdoba, está casada y tiene tres hijos; hemos conseguido mantener la amistad que en su día sellamos con el lacre de nuestros besos.

Estas pequeñas veleidades amorosas no menoscabaron la relación con mi novia de la infancia; ahora, con la edad, las justifico en la necesidad de testar periódicamente que mi capacidad de enamorar permanecía intacta. Con Olga, por entonces alumna interna en un colegio de religiosas de Jaén, mantenía correspondencia diaria; los sobres de papel y color pastel contenían un mínimo de diez folios perfumados, cartas locas, insensatas, irónicas, gamberras… geniales; debíamos estar muy «colgados»; todos los atardeceres el mismo ritual, caminaba hasta la estación de Atocha para depositar mis pensamientos en el vagón-correo que por entonces llevaban todos los rápidos y expresos a continuación de la locomotora de vapor; tenía necesidad de asegurar que mis escritos llegarían a su poder al día siguiente evitando pérdidas y retrasos en los buzones urbanos; aquel paseo servía de chanza a quienes me acompañaron en más de una ocasión preguntando, qué se podía decir diariamente a una novia en tantísimos folios, yo sonreía traviesamente, día tras día, hasta que el secreto dejó de serlo. Para leer y releer las cartas de mi amada lejos de las miradas inquisidoras de los demás, me las llevaba al baño pero hete aquí que un día olvidé una que, inmisericordemente, fue leída en público para regocijo y mofa de todos. Alguno, muy agudo, se dirigió a mí finalizada la lectura y emulando a Demóstenes sentenció: «Mira Pedro, los niños nacen, los viejos mueren… y a la hora de cagar, ¡se caga!». Lo sucedido me obligó a justificar los motivos del enclaustramiento literario, ¿por qué leer algo que teóricamente debía ser primoroso en un váter? En mi descargo argüí que así como en lugares silenciosos como iglesias vacías o cementerios se produce un abandono del cuerpo o el confesionario, es el lugar idóneo para la liberación a través de la palabra, el váter es la máxima expresión de la intimidad a través del silencio; lo escatológico pasa a segundo plano en este habitáculo grosero-sagrado imprescindible para todos, al punto que llega a parecernos confortable, más aun para los que hemos conocido los «pozos negros» en las casas de no hace tanto y limpiado con el papel de periódico troceado que colgaba de un alambre. Y quién, en el medio rural, no lo ha hecho alguna vez en el campo y limpiado con una piedra; qué decir de ese lugar sin igual del internado donde rara vez era perturbada la paz y se podía fumar sin ser reprendido, ponerse en paz con uno mismo, leer algo prohibido… Con qué avidez buscábamos estos refugios de pensadores, lectores y cuerpos abandonados. Creo que no llegué a convencerlos con mis argumentos porque la sonrisa en sus labios, parecía no tener fin, pero tenía que justificar mi proceder… y enmascarar el bochorno.

Los exámenes, de una solemnidad desmesurada, se celebraban en aulas y pasillos de grandes dimensiones, el mismo día y hora para todos los grupos: instrucciones por megafonía, mesas separadas casi dos metros, papel oficial de la escuela… Se prolongaban durante todo el día y a veces dos días. Una vez repartido el papel a utilizar, las preguntas y/o problemas se entregaban de una en una y eran recogidas por los vigilantes en el tiempo indicado. Excepto en Dibujo y Descriptiva, mi hermano y yo éramos separados y situados en diagonal para evitar tentaciones, pero la necesidad agudizaba el ingenio y generalmente vencíamos todos los obstáculos para ayudarnos: el que resolvía un problema tosía levemente y en unos minutos se levantaba para beber agua en un botijo que había junto al estrado del profesor; depositaba en el plato una bolita de papel con el problema en cuestión; a continuación iba el otro a beber y la recogía sin dificultad; otras veces, dependiendo de la vigilancia, el situado en la trasera dejaba las soluciones sobre la mesa del otro camino al botijo o a los servicios y , rizando el rizo, había ocasiones en que dejábamos las soluciones en los servicios previo acuerdo del módulo y lugar exactos. Excepcionalmente nos servíamos de los vigilantes conocidos como jardineros, bedeles y alumnos de cursos superiores, a los que pedíamos el favor de entregar las soluciones al otro hermano, unas veces con éxito y otras sin él. Otro método de ayuda, más sofisticado, consistía en acaparar más papel oficial del que necesitábamos durante el examen, que utilizábamos para preparar en casa preguntas de teoría complicadas o con grandes posibilidades de salir en exámenes futuros. Yo solía llevar bajo la camisa tres o cuatro temas y, en cualquier descuido de los vigilantes, me desabotonaba la camisa, extraía con naturalidad el folio y lo colocaba sobre la mesa. Una técnica muy utilizada y aleatoria consistía en hacer seguimiento a los exámenes que proponían los mismos profesores y para idénticas asignaturas en la próxima escuela de Caminos; cuando los exámenes se celebraban con anterioridad recogíamos los enunciados, estudiábamos a fondo las respuestas y en un alto porcentaje coincidían; así obtuve sobresaliente en el final de Química y suspendió mi hermano que, incrédulo, no hizo el menor caso a mi perspicacia… aún recuerdo su cara de desesperación cuando cruzamos miradas en la distancia y cómo se golpeaba la cabeza con las manos mientras se flagelaba con improperios como idiota o imbécil. A mí me podía la risa y él aprendió a no ser tan desconsiderado con su hermano menor. Los profesores se ufanaban de proponer problemas que nadie supiese resolver, se vanagloriaban de algo que, en realidad, debería avergonzarlos. Era frecuente que de setecientos alumnos solo aprobara uno.

En las vacaciones de Navidad hice ver a mi madre que necesitaba un traje y que, a ser posible, me lo confeccionaran en Madrid, donde estaban más a la moda. A los pocos días me sorprendió con un corte de tela Príncipe de Gales marrón, forros y botones con los que acudí con mis telas a un buen sastre de Madrid del que guardo el recuerdo de una situación embarazosa: tras tomar medidas me preguntó hacia dónde «cargaba». «¿Cómo? ¿Hacia dónde cargo?». Qué cara me vería que contestó: «Sí, sí, que hacia qué muslo sueles colocar los genitales». Me puse rojo, los sastres de Cabra no preguntaban esas obscenidades, ¡por algo prefería yo un sastre de Madrid! Obviamente el traje no fue la solución a todos mis problemas, pues es bien sabido que «cuando un jarrón se rompe se le siguen viendo las grietas».

A partir del mes de mayo, con los primeros calores, pasábamos los fines de semana en las piscinas del Parque Deportivo Sindical, hoy Parque Deportivo Puerta de Hierro, que se habían inaugurado en 1958 para disfrute de las clases obreras; sus precios populares, asumibles para nosotros, colaboraban al lleno diario. No había que entrar al recinto cantando Prietas las filas o Cara al Sol… solo pagar la entrada; la única connotación política se producía a las doce del mediodía cuando en el carillón del reloj sonaba el himno del Sindicato Vertical.

La vida seguía con monotonía; cada vez que sonaba el timbre de la pensión, Borja cerraba la puerta del comedor, nunca le dimos importancia, ¿por qué lo primero que tenían que ver los huéspedes era el comedor? Despertamos de nuestra pasmosa inocencia allá por mayo o junio, próximos los exámenes finales, en una noche que me quedé dibujando hasta las tres de la madrugada, algo inusual, para finalizar unas láminas de dibujo atrasadas. Antes de irme a la cama salí al WC y no más cerrar la puerta de la habitación vi, asombrado, salir de la habitación contigua, la de la cama con espejo, una mujer descomunal con aspecto de vedette de revista a juzgar por los tacones de aguja, sus grandes y rasgados ojos negros y un abrigo de pieles que dejaba entrever dos voluminosos pechos… Consciente de haberme impactado, la señora clavó sus ojos en los míos al tiempo que esbozaba una sonrisa cómplice y se marchaba convencida de que yo, con mi cara aniñada, seguiría mirándola hasta escuchar el crac de la puerta. Olvidando mis necesidades mingitorias regresé a la habitación para contar el encuentro y montar una guardia discreta que dio resultado al cuarto de hora cuando vimos salir de la misma habitación, sigilosamente, un señor, el señor de la señora. Nuestra inocencia se desvanecía como un copo de nieve, de repente pudimos completar el puzle: camarero, cierre de puerta, dueña, hija, criadas, ambiente libertino… Dedicándonos por turnos al espionaje concluimos que, ciertamente, habíamos habitado durante un curso entero en un prostíbulo y no lo supimos hasta los últimos días. Unos meses antes, posiblemente en abril, mis padres planificaron viajar a Madrid para pasar unos días con nosotros. La noticia, recibida durante el almuerzo, dejó perplejo al teniente de la Legión quién llevándose las manos a la cabeza exclamaba sin cesar:

—¡Estáis locos, estáis locos! ¡Eso cómo va a ser!.. Decidles que no hay sitio, dadles cualquier excusa pero que no vengan de ninguna manera… aquí hay y viene mucha gente rara y no les va a gustar. ¡Que no, que no!

Recapacitamos y, efectivamente, no era conveniente… no vinieron.

El tiempo nos haría ver que erramos la elección: alojarnos en una pensión implicaba un trasiego diario de personas que nos convertía en actores involuntarios de un vodevil permanente que tuvo su apoteosis final en el fatídico mes de junio.

Se muere menos en verano

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