Читать книгу Momentos - José Herrera Peral - Страница 10

Insomnio

Оглавление

Miré hacia la mesita de noche y vi en el despertador que eran solo las tres de la madrugada. Desde hacía cierto tiempo a menudo tenía insomnio. Pensé lo malo que es el paso de los años. Al instante de tener ese pensamiento, tuve una sensación desagradable dentro de mí dado que no me gusta reconocer los achaques de la edad. El dormir mal había comenzado tras mi jubilación. Palpé en la oscuridad entre las sábanas y a mi lado estaba mi mujer que dormía profundamente. Le acaricié sus cabellos y me invadió una sensación tranquilizadora al saber que estaba cerca de mí; habíamos superado un periodo de crisis de esos que sobrevienen a la parejas cuando llevan muchos años conviviendo. Mantuve los ojos abiertos y al rato ya me había adaptado a la penumbra de la habitación. Hice un intento de dormirme. Cambié de posición, cerré los párpados y procuré no pensar en nada, sobre todo no quería pensar en lo que tenía que hacer a la mañana siguiente. Di muchas vueltas en la cama durante un largo rato y esto aumentaba mi desasosiego. Me fue imposible volver a conciliar el sueño. Aparecían en mi mente pensamientos relacionados con mi anterior trabajo y con la situación del mundo; recordé las absurdas noticias del telediario de la noche anterior que solo demostraban lo inmensas que pueden ser la estupidez y la maldad humanas.

Como no podía dormirme, me levanté sigilosamente. Caminé hasta el cuarto de baño y tuve mi lucha particular con las dificultades urinarias, situación que compartía con varios amigos de la misma edad. Luego, fui al salón y me puse unos cascos para oír música. Comencé con Thelonious Monk y el jazz me transportó en el tiempo y en el espacio. No sé por qué recordé a una novia de mi juventud si hacía más de cincuenta años que no sabía de ella. Me imaginé cómo sería su rostro y su silueta ahora, ya que por entonces era de un atractivo magnético y subyugante. Quizás ella, si es que aún vivía, estaría como yo, notando los efectos del paso del tiempo y probablemente, ya no cautivaría a nadie.

Quise olvidar ese tema y lo hice cambiando de música. En unos instantes, penetró en mi cerebro la interpretación de Glenn Gould de las Variaciones Goldberg de Bach. Esas notas de piano, además de deleitarme y trasladarme a otro lugar, despertaron en mi mente recuerdos de una novela que años atrás había leído: se titulaba Sábado. Había sido escrita por McEwan y en ella se hacía referencia a esa pieza musical, ya que uno de los personajes, que era neurocirujano, la ponía en quirófano mientras operaba. Disfrutando de Gould, comencé a hojear un manuscrito que tenía desde hace tiempo sobre la mesa del salón. Era otras de mis ocupaciones pendientes: había comenzado a escribir unas memorias de mi vida profesional como médico. No sé por qué, pero relataba bien y sin dificultad la rutina que había tenido durante más de cuarenta y cinco años. Sin embargo, cuando escribía sobre casos clínicos que marcaron mis vivencias de ginecólogo, recordaba a las personas como individuos únicos y no como pacientes en general; cada mujer y su núcleo familiar tenían una riqueza de matices que ahora y pasado los años los aprecio aún mejor. Lo cierto es que me detenía en cada historia particular de mis pacientes y sus circunstancias, lo que hacía que la proyectada memoria profesional fuera mutando a otra cosa: se transformaba en un relato de seres humanos que compartieron conmigo quizás los momentos más importantes de sus vidas donde la existencia, la enfermedad y la muerte hacen su impronta para siempre. La mayoría de ellas confiaron en mí y las experiencias compartidas pasaron a formar un territorio común en los recuerdos. Me daba la impresión de que nuestras vidas se habían entrecruzado en una telaraña que nos envolvía de forma placentera, aunque también ahora algo triste por la sensación de que había llegado a un final.

Al dejar el manuscrito sobre la mesa, golpeé accidentalmente unas fotos enmarcadas que mi mujer tenía en el salón. Aunque siempre estaban allí, esa madrugada las observaba de modo diferente. En ellas estábamos toda la familia: mis hijos, más pequeños, nosotros, más jóvenes; todos sonrientes y felices en aquel hotel de las playas gaditanas que era como nuestro hogar de adopción en los veranos de nuestra vida. En ese instante, me propuse que debía evitar la fuga del pensamiento a recuerdos que ya no volverían, pero de los que me sentía dichoso de haberlos tenido. Apagué la música y me quité los auriculares; siempre trato de ser muy racional ante los hechos de la vida, pero en esos instantes no lo estaba siendo. Miré el reloj y eran las seis y media de la mañana. Volví al dormitorio.

En ese momento, fui totalmente consciente de que mi insomnio sí tenía entonces motivos claros para haberme alterado la noche. No era como en otras ocasiones; me di cuenta de que no había querido pensar deliberadamente en lo que teníamos que hacer mi mujer y yo aquel día.

A las siete de esa mañana especial sonó el despertador. La luminosidad de un día radiante se filtraba por todos los ángulos de la habitación en el comienzo de ese lunes que hacía presagiar una jornada calurosa en nuestra querida ciudad. Aunque estaba totalmente despierto, permanecí sentado unos veinte minutos más en la cama. María seguía dormida a mi lado, inmóvil y demostraba poco interés en levantarse para realizar las actividades que teníamos previstas para ese día tan señalado; al menos, eso es lo que me pareció a mí. Mi mujer y compañera, siempre tan vital, había sufrido un cambio en su actitud desde que notó aquel bulto en el cuello. Llevábamos semanas de pruebas médicas a las que yo acudía como un acompañante más, lo que me había costado mucho dado que durante años estuve al otro lado de la mesa en una consulta. Tras acariciarle su rostro sin obtener respuesta, me levanté y me dirigí a la cocina; desde allí, observé el jardín en donde el verde césped y las preciosas flores producían un placer sensorial intenso solo alterado por el miedo que se había instalado en nuestras vidas desde que nos sentimos amenazados por la enfermedad y la muerte. Preparé el desayuno y en una bandeja lo llevé a nuestro dormitorio. Desperté a María y desayunamos casi sin hablar, pero, cuando ella salió de la ducha, se abrazó a mí sin pronunciar palabra: no hacía falta.

Unas horas después, ya estando en la sala de espera del hospital, fuimos llamados a la consulta de la médica. Nos recibió sin mirarnos mientras observaba unos informes que tenía sobre la mesa. Mientras los leía, nosotros estábamos tomados de la mano y sin quitarle la vista a las expresiones de su rostro. Unos instantes después, la doctora levantó la vista y nos dijo:

—No es nada importante, es solo un proceso inflamatorio antiguo. No hay que hacer ningún tratamiento. —Se puso de pie y se acercó a María. Le dio un beso en la mejilla y le dijo — Nos vemos el año que viene.

Salimos de la consulta y casi corrimos por los pasillos del hospital. Parecía que los dos hubiésemos rejuvenecido; con la fuerza de la alegría y del optimismo nos sentíamos lanzados al paraíso de una felicidad recuperada. Cuando llegamos a casa, estaban nuestros hijos esperándonos: nos fundimos en un abrazo todos juntos y nos dispusimos a preparar una comida familiar especial.

Esa noche ya no tuve insomnio, aunque soñé que terminaba de escribir mis memorias al tiempo que escuchaba a Thelonius y a Gould.

Momentos

Подняться наверх