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Los pasos de Zweig

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—No, Stefan, no llevas razón —dijo Marcos mientras se pasaba la mano por sus cabellos en un gesto que denotaba cansancio y hastío. Una vez más, entablaba una discusión que de antemano sabía que terminaría en nada, ya que ninguno lograría convencer al otro.

Stefan Zweig, escritor judío no practicante, cosmopolita y amante apasionado de las artes, de la cultura y del conocimiento, no podía dar el brazo a torcer ante los argumentos de mi bisabuelo Marcos, sionista convencido, cuando abordaban el tema que ellos llamaban «de la cuestión judía». Mientras en Europa morían millones de personas victimas del odio y el fanatismo, mi bisabuelo y Stefan, sentados en un café de Buenos Aires, hablaban del futuro del mundo:

—Los males de la humanidad de los últimos siglos siempre han estado ocasionados por las religiones fanáticas e intolerantes, la codicia de los poderosos, los nacionalismos y los dogmatismos totalitarios —aseveró sin vehemencia Stefan, quizás porque ya se lo había dicho tantas veces a Marcos que este ni le contestó.

Zweig estaba de paso por Argentina, ya que tras presentar su libro Novela de ajedrez se marcharía a Brasil. A pesar de que rechazaba con firmeza y contundencia los argumentos de mi bisabuelo, Stefan transmitía a través de su mirada y de su rostro unos sentimientos de tristeza, desilusión y pesimismo. Charlotte, su esposa, permanecía callada a su lado cogiéndole de la mano y con su mirada parecía decirle que para qué discutir si mejor es el silencio. Stefan, que había frecuentado y participado en los acontecimientos artísticos y culturales más destacados de las primeras décadas del siglo XX, estaba ahora hundido en una silla y, al comprender la mirada de su mujer, guardó silencio y casi no volvió a hablar aquella noche, solo concretaron algunos nombres de personas que en Petrópolis los ayudarían a asentarse en la ciudad que acogería esa nueva etapa del exilio.

Al regresar al hotel, Zweig no pudo dormir ya que recordaba a muchos amigos que en la vieja Europa habían compartido con él la ilusión de un mundo creativo, tolerante, culto e innovador. Aunque se lo había preguntado muchísimas veces a sí mismo, seguía sin encontrar respuesta en su cerebro sensible y racional sobre el porqué de la barbarie y la sinrazón que asolaban las tierras en las que antes se había disfrutado del arte, la ciencia y la esperanza de una sociedad mejor. Después de mucho meditarlo, concluyó que quizás su tiempo había terminado y su mundo había muerto.

***

Cuando iba a releer lo escrito, oí tres golpes en la puerta de mi despacho: era la forma habitual en que Carmen, mi secretaria, anunciaba su entrada. Al verla acercarse, mi rostro adquirió una rigidez, una seriedad y una impenetrabilidad que yo había aprendido a adoptar para marcar las distancias con todas las personas que me rodeaban.

—Sr. Benzaquén, pronto se iniciarán los cortes de agua y energía. ¿Activo el generador? —me preguntó y sin mirarla le respondí que sí.

Desde hacía cinco años, solo disponíamos de agua y energía unas cuantas horas al día. El despilfarro, el cambio climático, las guerras y la prolongadísima sequía —más de ocho años sin llover— nos habían cambiado la vida. En realidad, ya casi no nos acordábamos de cómo vivíamos antes: los paseos por la playa, el ocio en la piscina, las duchas diarias, las calles y casas iluminadas habían pasado al terreno de los recuerdos brumosos e inciertos. Quizás a veces estos recuerdos estaban agigantados por comparación con las actuales carencias e idealizados también al ver películas de otras épocas que ya parecían pertenecer a un pasado muy lejano.

Mi fama en el ministerio de funcionario incorruptible, duro, distante e inflexible, producto de mi forma de actuar, me había transformado en otra persona: me sentía juez o supremo hacedor cuando decidía sobre la solicitud de visado de miles de personas que pretendían dirigirse fuera de Europa. Años atrás, las estrategias diseñadas por mí en la lucha sin cuartel contra la emigración ilegal me habían dotado de gran prestigio y ello facilitó mi ascenso en la institución gubernamental regional. Sin embargo, ahora me dedicaba a dos funciones primordiales: la primera consistía en conceder los cupos de racionamiento del agua tanto para uso familiar como industrial; la segunda, que era donde estribaba mi mayor responsabilidad, se debía a que yo era la autoridad incontestable e inapelable que disponía sobre la concesión de los pasaportes para poder viajar a Sudamérica. Ese sitio del mundo se había convertido en el único lugar del planeta donde aún se podía vivir de forma parecida al pasado, al menos, según los relatos de los que habían tenido la suerte de ir allí. Después de las confrontaciones fundamentalistas, de las guerras asiáticas y del holocausto de oriente, el mundo estaba acabado: llevábamos solo diez años sin petróleo y parecía que habíamos retrocedido siglos. Mi oficina, situada en esta pequeña ciudad del sur de Europa, recibía solicitudes de todo el continente.

En mi trabajo, todos los que habían intentado engañarme, sobornarme o convencerme para que torciese mi celo funcionarial en la concesión de los visados habían terminado en la cárcel o en el destierro. Tras la desaparición de los obsoletos estados nacionales, el único elemento común de las personas era el anhelo de supervivencia; aun así, mi seguridad y mi elevada autoestima basada en la inflexibilidad a la hora de tomar decisiones se desplomaron como un frágil castillo de naipes cuando conocí a Sara. Entonces, creí que nuestro primer encuentro había sido casual, aunque más tarde descubriría que no.

Aprovechando mi día libre quincenal, acudí a la única biblioteca pública que quedaba en la ciudad. En estos últimos años, estaba siempre vacía: parecía que la gente había perdido el gusto por la lectura o por el conocimiento. Tal vez muchos pensarían como mi madre: ella, con frecuencia, haciéndome mirar al entorno decadente, me decía: «Mira para lo que ha servido el conocimiento y la ciencia», y antes de que yo pudiera contestarle, cambiaba de tema para evitar una discusión que ella sabía que iniciaríamos y que no nos llevaría a ningún lado.

Los ordenadores de la biblioteca eran ahora muebles decorativos, ya que estaban todos fuera de servicio; por eso, fui por mi cuenta hacia la estantería donde sabía que estaban los libros de Zweig. Buscaba La tierra del futuro, que se había publicado en 1941; tenía mucho interés en leerla, ya que describía Brasil como un paraíso por descubrir. En mi mente y ensoñaciones personales ese era el sitio al que, en otra etapa de mi vida, había deseado emigrar. Ese sentimiento era para mí un secreto íntimo e inconfesable: de solo pensar que alguien lo supiese me producía temor, ya que sabía que eso me convertiría en un individuo frágil y corriente, imagen tan alejada de la que yo mostraba entonces a los demás.

Cuando me aproximé al sitio de la librería donde estaban las obras de Stefan, una mujer depositaba allí un libro de este autor, titulado La piedad peligrosa. Pasó a mi lado casi rozándome y lo que más me impactó fue percibir su olor limpio. Desde hacía años, debido a la falta extrema de agua, nuestros hábitos higiénicos habían cambiado radicalmente: no existía la ducha ni el baño, apenas nos aseábamos y nuestro cuerpo y ropa habían adquirido un olor desagradable, penetrante y constante que nos había llevado a acostumbrarnos y a convivir con él. Giré mi cabeza disimuladamente y seguí observándola hasta que ella salió de la biblioteca.

Le calculé unos treinta años, casi veinte menos que yo. Alta, hermosa, caminaba con firmeza, pero en silencio; su pelo castaño claro, suelto, limpio, se movía suavemente al compás de sus pasos. Llevaba un pantalón negro y una blusa azulada; mi mirada se dirigió instintivamente hacia sus nalgas: pensé si eso estaría codificado genéticamente, ya que muchas veces había elucubrado al respecto. Sus piernas largas, ágiles, y sus perfectos muslos me hicieron olvidar mi actitud de disimulo inicial. Visualicé unos pechos redondos, firmes, y un rostro que parecía ensimismado, ausente del entorno que le rodeaba, pero con un gesto de paz y serenidad que llegó a sobrecogerme dado el contrapunto con lo que yo sentía en mi vida cotidiana.

Durante las dos semanas siguientes no dejé de pensar en ella y visité a menudo los alrededores de la biblioteca deseando encontrarla, pero no tuve éxito hasta aquel sábado en que fui a devolver Castellio contra Calvino. Nos volvimos a encontrar en la estantería de los libros de Zweig. Me miró con unos ojos verdes, dulces, y en su boca se apreciaba una sonrisa encantadora.

—Parece que nos gusta el mismo autor —me dijo; la máscara pétrea e inhumana que yo sentía desde hacía tiempo en mi rostro se derrumbó, desapareció.

—Sí, me gusta mucho; además, mi bisabuelo fue amigo suyo —le contesté con voz entrecortada y nerviosa. Mi seguridad, aplomo y rigidez desaparecieron de forma instantánea.

Cuando salimos de la biblioteca y nos dirigimos al lugar donde habíamos dejado nuestras bicicletas, ya habíamos intercambiado nuestras opiniones sobre las mejores obras de Zweig; seguimos hablando más de una hora en un banco situado a las afueras de la biblioteca donde otrora había existido un jardín. Me volvió a impresionar su aspecto y olor a limpio, y sentí vergüenza de mi cuerpo. Debido a mi coherencia cerril respecto al uso del agua para baño que se imponía en aquellos años, ya casi se me había olvidado lo que era la sensación de frescor y limpieza; y estaba yo allí sentado muy cerca de ella gozando de la proximidad, pero temiendo al mismo tiempo que percibiese el mal olor de mi cuerpo y el de mis ropas.

Desde el primer instante en que conocí a Sara quedé subyugado por su voz, su mirada, su piel y sus movimientos. Mientras charlábamos de Zweig en ese primer encuentro, por momentos yo dejé de oírla y mi mente y mi mirada recorrieron con disimulo cada centímetro visible de su piel bronceada, suave, aterciopelada y joven. Me desplacé por sus pies, sus tobillos, su escote y sus manos, deseando en ese momento más que nada en el mundo poder acariciarla. En ese instante de divagación, pero que para mí era como una ensoñación inalcanzable, de repente se puso de pie y apoyó su mano derecha sobre mi hombro, ya que yo aún permanecía sentado.

—Bueno, espero que pronto nos volvamos a ver y que disfrutes de Leporella.

Me incorporé torpemente y, cuando ella se había alejado unos cuantos metros, le dije con timidez:

—Sí, espero que sea pronto. Volveré el sábado —agregué como intentando concretar una cita.

Me saludó con una sonrisa y, levantando su mano, se despidió de mí. La sensación que había dejado su mano al apoyarse en mi hombro persistió en mi cuerpo y en mi mente muchas horas.

Después de aquel encuentro, durante días estuve recordando cada uno de sus gestos, detalles de su cuerpo, su boca, sus labios, su piel y su ropa.

En aquel momento no pasaron por mi cabeza las sospechas que siempre me asaltaban cuando veía a alguien limpio o bien vestido. Con frecuencia, cuando me encontraba con una persona de esas características, consideraba que era sospechosa de incumplir el racionamiento del agua o de delitos peores; pero esa vez solo pensaba en Sara y sentía cómo había vivido una situación fantástica y afortunada que empezaba a cambiar mi vida.

No sabía si ella acudiría el siguiente sábado, pero los días que faltaban hasta entonces me parecieron meses. Para combatir las horas muertas producto del insomnio que me ocasionaban las fantasías derivadas de ese encuentro, decidí volver a los relatos que escribía sobre la vida de Stefan Zweig. Meses atrás había leído en una circular del departamento de cultura la posibilidad de participar en un taller literario para aprender a escribir: aunque era consciente de que mi capacidad narrativa era pésima, pronto me di cuenta de que aquello me entretenía bastante, me permitía conocer obras y ocupaba mi tiempo libre atenuando mi insoportable soledad.

Llevaba más de diez años sin saber nada de mi exmujer y de mi hijo; alguien me contó una vez que habían desaparecido en Israel. El sopor emocional que yo tenía entonces y la falta de cariño acrecentada por la tumultuosa separación hicieron que nunca intentara comprobar si aquello había ocurrido de verdad.

En la quinta noche de insomnio, volví a la escritura.

***

En Petrópolis, Lotte tomó la iniciativa para tratar de construir un nuevo hogar en ese cálido Brasil. Mientras ella colocaba algunas fotos que acababa de enmarcar sobre los muebles del salón, Stefan, sentado frente a su mesa con unos folios en blanco, intentaba escribir, pero sin conseguirlo, ya que sus recuerdos lo llevaban a sitios muy lejanos. En aquel momento recordaba las conversaciones que había tenido en Inglaterra con su amigo Freud sobre Hitler y la guerra; él, que siempre había tenido una idea optimista y positiva sobre el ser humano, comenzaba a coincidir con Sigmund. Recordaba que en aquellas charlas, Freud, enfermo desahuciado, pero con una inquietud intelectual insaciable, le había transmitido una visión muy pesimista sobre el comportamiento del homo sapiens en las relaciones con sus semejantes. En esos instantes, también se mezclaban de forma anárquica en su cabeza, por un lado, imágenes del entierro de Freud al que había acudido tiempo atrás con otros amigos, pero también, de forma simultánea y sin poderlo evitar, procuraba retener las noticias que en aquel momento leía en los titulares del periódico que estaba sobre su mesa; en estos se destacaban los avances del ejército nazi por toda Europa.

Su mente volaba a través del tiempo pasado y se preguntaba qué sería de su casa de Salzburgo, de sus amigos, de sus pinturas, de sus libros… En aquel momento también se cuestionaba Stefan por qué razón le entristecieron más los avatares que pasaron en Inglaterra para conseguir la nacionalidad británica que la decisión de los nazis de prohibir todas sus obras literarias. Tras una breve meditación, creyó que se debía al rechazo que él sentía por las patrias y nacionalidades. A pesar de ello, las circunstancias de la vida le habían tenido que llevar a aceptar y valerse de esos conceptos para poder sobrevivir en el absurdo mundo en el que le había tocado vivir.

***

Dos días antes del posible encuentro con Sara decidí romper con todas mis normas y principios de funcionario incorruptible. Yo mismo falsifiqué los vales de racionamiento de agua y de ese modo conseguí una cuantiosa cuota extra que me permitió bañarme, lavar mi pelo y mis ropas; deseaba ir limpio y lo más presentable posible con el objeto de agradar a esa mujer que comenzaba a ocupar todos mis pensamientos.

La decisión de falsificar los cupos de racionamiento de agua me produjo un cataclismo ético que acentuó mi insomnio dadas las profundas contradicciones en las que me adentraba; todo eso me ocasionó un estado de confusión e inseguridad a la hora de tomar decisiones en mi trabajo cotidiano. A pesar de ello, lograba sobreponerme con solo pensar que volvería a ver a Sara.

Aquella mañana antes de salir hacia la biblioteca, me miré al espejo y parecía otra persona: estaban limpios mi cuerpo y mi ropa, mi pelo parecía hasta diferente en su color y su tersura. Aunque a mis cincuenta años era imposible rejuvenecer con un baño, sí parecía haberse dado en mí un cambio no solo físico sino mental, ya que me sentía distinto y percibía que esa sensación también se la transmitía a los demás. Decidí ir andando y no en bicicleta para evitar sudar y que se estropearan los cambios conseguidos. Mientras me dirigía a la incierta cita con Sara y observaba los centenares de coches abandonados en las calles, recordaba ese pasado no muy lejano en el que los usábamos, quizás en demasía, para desplazarnos a cualquier sitio.

Cuando llegué a la biblioteca, la vi de pie en la puerta de entrada: estaba preciosa, radiante, aún más hermosa de lo que la recordaba. Llevaba una camiseta fucsia y una falda negra que le llegaba hasta las rodillas dejando entrever unas piernas blancas, pero con un ligero tinte color miel. En ese instante, me pregunté cómo lo lograría; entonces se veían muy pocas mujeres con faldas y menos aún con la piel bronceada, ya que esto parecía corresponder a otra época. Se dirigió hacia mí adelantándose unos pasos al verme llegar. Antes de que hablase, creí percibir en sus pupilas un brillo que denotaba alegría de verme; su sonrisa y su voz me envolvieron otra vez, provocando en mí una disminución en la capacidad de respuesta.

—Te estaba esperando para decirte que me tengo que marchar ahora, pero si quieres podemos quedar para otro día.

—¿No te puedes quedar? —pregunté turbado, casi sin saber qué responder— y agregué de inmediato: —Por supuesto, podemos vernos cuando quieras.

Pasó a mi lado y me apretó la mano con dulzura, delicadeza, y con una carga comunicativa que yo quise interpretar que me decía: «Necesito verte». El encuentro fue muy fugaz, pero acordamos una cita para el día siguiente por la noche: yo no lo podía creer; tenía el corazón acelerado, me pulsaban las sienes y me parecía que el prisma con que yo veía mi vida y a mi entorno cambiaba de forma radical y súbita. Al día siguiente, casi no pude trabajar: cometí errores en mis funciones, fui amable con mi secretaria, ventilé mi despacho y me fui a la hora en punto en que terminaba mi jornada laboral; habitualmente, casi todos los días, solía quedarme varias horas más fuera de mi horario oficial realizando tareas o simplemente llenando el vacío y la soledad de mi existencia.

Esa noche, al llegar a la cita con ansiedad y puntualidad, ella ya estaba allí. Al acercarme hacia Sara, me pregunté por qué una mujer bella, joven y enigmática podía perder el tiempo en verse conmigo, viejo y gris. Quise convencerme de que sería por el gusto común que teníamos por la literatura.

Nos sentamos en un bar casi desierto y bebimos el refresco oficial del estado: no había otra cosa para beber, pero no nos importaba. Le conté sobre mi afición por Stefan Zweig y la amistad que había tenido mi bisabuelo con él cuando estuvo en Argentina. Me contó que era una apasionada de la literatura, pero que su profesión era la biología y que trabajaba en los controles de calidad del agua de consumo. Al poco tiempo, ya tenía la sensación de que esa mujer podría ser mi compañera para siempre.

De repente, me tomó de la mano y me invitó a su apartamento. Comenzamos a caminar por calles en penumbras, dados los cortes de electricidad; me cogió del brazo y, apretándose contra mí, me sonrió. Los veinte minutos que tardamos en llegar a su casa fueron para mí de los mejores momentos que pasé en mi vida; pensé si eso sería la felicidad.

Su apartamento era como ella, cálido e interesante; estaba abarrotado de libros y pinturas que habían sido famosas en el siglo XX. Me quitó la chaqueta y me abrazó; iluminados por unas velas, ya que no había luz a esa hora, comenzamos a acariciarnos. Buscó con su boca la mía y mantuvimos un prolongado beso rozando nuestras lenguas con pasión y pegando nuestros cuerpos casi hasta tener la sensación de estar fundidos el uno con el otro. Nos desnudamos entre respiraciones jadeantes y miradas que hablaban más que mil palabras; nos tumbamos sobre una fina alfombra de jarapa que había en el suelo e hicimos el amor con frenesí y también con angustia, como si estuviésemos viviendo un tiempo fuera del presente real que los dos conocíamos. No dejamos ni un centímetro de piel sin besarnos, acariciarnos, lamernos; intercambiamos nuestros fluidos como buscando en esos contactos una unión tan firme que el entorno que nos rodeaba fuese incapaz de separarnos. Nuestros cuerpos desnudos, sudorosos, pegados uno al otro, parecían decir: «Huyamos juntos, salvémonos juntos».

A partir de aquella noche, comenzamos a vernos a diario. Apenas dormíamos, volvíamos exhaustos a nuestros trabajos, pero sentíamos que la felicidad nos alimentaba y nos protegía de esa horrible realidad que nos había tocado vivir. Hablábamos horas y horas de temas que sin saberlo previamente nos habían apasionado a ambos; todos los días hacíamos el amor, nos reíamos en silencio, nos recitábamos poesías y nos acariciábamos sin descanso; además, contraviniendo todas las ordenanzas de la época, nos bañábamos juntos. Nunca hacíamos planes ni hablábamos del futuro hasta que un día le pregunté cómo ella con su juventud y hermosura se había enamorado de mí, más viejo y tan poco agraciado físicamente. No me respondió: se lanzó encima de mí y me besó hasta que nos quedamos dormidos y abrazados tras hacer una vez más el amor con fogosidad y ternura.

Cuando nuestra relación llevaba unos tres meses, comenzamos a hablar de un plan de fuga a Sudamérica. Durante semanas elaboramos y contemplamos todos los detalles del plan: analizábamos los riesgos y los posibles contactos, aunque por supuesto dado mi trabajo, yo me encargaría de falsificar los salvoconductos para conseguir la autorización de poder ir a Brasil. Decidimos dejar de vernos unos días, ya que sospechábamos que podrían estar vigilándonos.

En esas noches de soledad, en mi casi abandonado apartamento y con la intención de llenar el tiempo libre, volví a la escritura relacionada con Zweig.

***

Stefan y Lotte fueron bien acogidos en la ciudad de Petrópolis, una nueva ciudad para su exilio. Allí, en poco tiempo, conocieron a varias personas que pronto pasaron a ser sus amigos y con los que compartían tertulias, libros, cenas y también la preocupación por lo que ocurriría en el mundo si la guerra la ganaban los nazis, como parecía entonces.

A mediados de febrero de 1942, Stefan sintió que no podía más: en sus sesenta años de vida había visto al mundo hundirse en las locuras genocidas de las dos grandes guerras que habían destruido Europa; sentía que su mundo, sus amigos, sus obras, sus ciudades, sus teatros y museos, su sensibilidad cosmopolita, creadora y solidaria ya no tenían cabida en el presente que le rodeaba. El desarraigo para él no tenía que ver con el entorno geográfico, sino con la devaluación de los valores que habían sustentado su vida produciéndole un gran impacto en su espíritu y en su cerebro en aquellos calurosos días del verano de Brasil.

Decidió junto a su mujer dejar este mundo y, como había sido siempre ordenado, meticuloso, detallista y respetuoso con los demás, organizó su muerte para el día veintidós. Se vistió con pulcritud, redactó cartas destinadas a las autoridades de la ciudad explicando que su muerte era un suicidio y dejó pagadas pequeñas deudas; ordenó libros sobre la mesa indicando el nombre a quien debían devolverse y, tras administrarse él y su mujer unas altas dosis de barbitúricos, se acostaron en la cama abrazados el uno al otro y se durmieron para siempre. Previamente, había escrito unas líneas explicando su determinación:

Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi mujer una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma.

Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin rumbo. De esta manera, considero lo mejor concluir a tiempo y con integridad una vida cuya mayor alegría fue el trabajo espiritual y cuyo más preciado bien en esta tierra fue la libertad personal.

Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto.

***

Al terminar de escribir esta última declaración de Zweig, seguí ensimismado releyendo algunas páginas del libro de Müller de donde había extraído esa cita. Al tomar conciencia del presente que yo vivía, pensé la frustración que sentiría Stefan si supiese que el amanecer del que nos hablaba aún no había llegado.

Aunque habíamos quedado en no vernos en una semana para evitar posibles seguimientos de seguridad interior, no pudimos aguantar y al cuarto día decidimos cambiar de táctica y volvimos a estar juntos. Fue como la primera vez: estuvimos abrazados mucho tiempo. No nos importaba comer ni beber, sino amarnos con pasión y concretar el plan de huida del infierno que nos rodeaba. Acordamos que ella, con la documentación falsa, tomaría el transporte para Sudamérica el viernes y yo lo haría dos días más tarde para evitar cualquier vinculación entre nosotros; nos reencontraríamos después en Brasil, la misma tierra que había albergado a Stefan.

Por fin llegó el día y una vez que me aseguré de que ella pudo embarcarse sin dificultad y abandonar Europa, respiré con tranquilidad. Para mí, ese fue un día de felicidad solo contaminado por la ansiedad que sentía esperando ese domingo en el que yo emprendería el mismo camino para reunirme definitivamente con Sara y poder disfrutar de nuestra felicidad en libertad. Pero ese domingo no llegó: alguien delató mis planes y fui detenido horas antes de embarcarme. Me torturaron, me humillaron y me vejaron: mi única resistencia fue el silencio; solo me derrumbé cuando me aseguraron que había sido Sara quien me denunció. Soy consciente, como ocurre muchas veces en la vida, de que jamás sabré la verdad.

Ahora con una certeza exenta de dudas sé que no pertenezco a este mundo. En las largas horas que paso en mi celda, recuerdo con agrado mi infancia y mi juventud, cuando amaba la paz, la literatura, la música, y soñaba con un hombre nuevo, racional y solidario. Pero también me invade la tristeza cuando tomo conciencia de la persona en que más tarde me convertí al servicio del estado totalitario. Al pasar los meses llegué a la conclusión que ya no merecía la pena vivir: mi mundo también había muerto. Intenté suicidarme, pero fracasé. Ahora estoy preso en un área de aislamiento e intento escribir esta historia que dudo que pueda llegar a algún lector, pero lo hago para sentir que sigo vivo en este nuevo periodo histórico oscuro, retrógrado e insensato que me ha tocado vivir.

A veces también acudo a otro mecanismo de defensa para mí muy eficaz: intento recordar de memoria algunas obras de mi autor admirado Stefan Zweig, sobre todo su autobiografía, El mundo de ayer. Al adentrarme en ella, me identifico profundamente con este hombre singular y sufro al reconocer la estupidez humana y constatar la incapacidad de las personas para aprender de los errores pasados que solo conducen a repetir los ciclos de sufrimientos una y otra vez. Solo aspiro a tener otra oportunidad para seguir los pasos de Stefan; espero que sea pronto.

Momentos

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