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Mi abuelo y los sentimientos

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Siempre aprendo cosas de mi abuelo Jorge; cada día lo veo más sabio, pero también más escéptico. Ahora está triste porque va a cumplir ochenta y cinco años y en el balance de su vida no cree haber hecho nada de peso por los demás: dice que en el transcurso de su existencia ha intentado no hacer daño a las personas, pero ni siquiera eso ha conseguido totalmente.

Para interrumpirle esa tendencia autocrítica, el otro día charlando con él en su ático le pregunté sobre la perfección y el amor. Se le iluminaron los ojos como le ocurría siempre que le pedía una opinión y se rió de la pregunta. Me dijo que la búsqueda o percepción de lo perfecto es solo una sensación subjetiva mediatizada por nuestros valores culturales y un estado de ánimo mediado por neurotransmisores: estos nos hacen sentir que estamos muy cerca de tener o apreciar las máximas cualidades que se atribuyen en ocasiones a personas, creencias u objetos. Según él, estas sensaciones llevan aparejadas la incapacidad de poder ver la imperfección y siempre tienen un tiempo perecedero. Hizo una pausa y continuó diciéndome:

—En las vivencias emocionales de las personas muchas veces creemos alcanzar estados perfectos que nos hacen sentir que rozamos la felicidad.

Me puso por ejemplo el enamoramiento apasionado y lo describió como una alteración cerebral transitoria, quizás necesaria para la evolución de la especie. Me relató con detalles las sensaciones sublimes que sintió al conocer a mi abuela o también el sentimiento de plenitud y gozo al coger en brazos, tras el parto, a su único hijo: ambas situaciones, para él, perfectas en lo que se refiere a las relaciones con esas personas.

Mientras hablaba, observé que se le humedecían los ojos. Fue en ese momento que sentimos un fuerte portazo en la entrada del ático y vimos a mi abuela avanzar hacia nosotros muy malgestada.

—¡Coño, Jorge! Ya es hora que apagues la luz y te duermas. Ha llamado nuestro hijo y ha dicho que tampoco podrá venir este año a vernos. —Luego, sin siquiera mirarnos, se marchó: ellos convivían en la misma casa, pero estaban separados.

Me despedí de mi abuelo; cerré la puerta y tras ella solo quedó la soledad, el silencio y la incomunicación. Me alejé reflexionando sobre la conversación mantenida: me noté más pesimista en relación a la perfección y su perdurabilidad. Por mi juventud, mis pensamientos se dirigieron al amor y me causó angustia el solo pensar en las fuerzas del desamor, donde con frecuencia se sustituyen los sentimientos eróticos por los tanáticos en el alma de los seres humanos; recordé los hechos de violencia de género y las rencillas y agresiones en los divorcios. Después de meditar un rato, traté de consolarme pensando en María, mi pareja, e intenté animarme creyendo que a nosotros nada de eso nos pasaría.

Unos días más tarde, volví a ver a mi abuelo y le conté mis reflexiones sobre la conversación que habíamos tenido. No me respondió: solo me miró esbozando una sonrisa forzada y permaneció en silencio.

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