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Capítulo 1


«Thunder Road»

Sueños de juventud


Y de repente... Elvis


Hace muchos años, en un colegio de monjas de una pequeña población de los Estados Unidos llamada Freehold (New Jersey) estudiaba un niño extraño y diferente. Durante años permaneció en aquella escuela convirtiéndose en un chico solitario y aislado con dificultades para relacionarse con los demás y con un bajo rendimiento escolar. De hecho se le conocía por «Saddie» (tristón). Una noche, cuando tenía ocho años, sentado en la alfombra de su casa y con la mirada fija en el televisor en blanco y negro de su casa, presenció algo que le cambió la vida. Vio en la pantalla a un tipo que se movía con movimientos electrizantes y que le cautivó para siempre. La imagen era la de Elvis Presley. Desde ese momento aquel niño quiso hacerse con una guitarra para imitar lo que había presenciado esa noche en la televisión. Una energía profunda había surgido dentro de él que le impulsaba a conseguir algo. Un deseo y una fuerza comenzaban a moverle, impulsándolo a convertirse en aquello con lo que comenzaba a identificarse. Aquel niño que acababa de encontrar su motivación se llamaba Bruce Joseph Frederick Springsteen.

Si buscáramos un referente filosófico con el que iniciar este recorrido podríamos comenzar con Baruch Spinoza, filósofo holandés del siglo XVII que identificó en el deseo la esencia del ser humano. Decía Spinoza que «no deseamos las cosas porque son buenas, sino que son buenas porque las deseamos». A diferencia de los animales, los seres humanos tenemos deseos conscientes, lo que nos imposibilita desear algo que no sea bueno ni conveniente o útil. Es en el deseo donde comienza todo. El deseo nos mueve a actuar, a buscar aquello que se concibe como bueno. Sin embargo, a veces el deseo puede ser perjudicial cuando se convierte en ambición desmedida o no se aplica el sentido común, algo de lo que hablaremos a lo largo de estas páginas. Así pues, para el pequeño Bruce todo comenzó aquella noche cuando vio la imagen de Elvis. A partir de ese momento, la semilla de su deseo quedó plantada y en los siguientes años su única obsesión fue llegar a convertirse en algo parecido.

También podríamos utilizar la «alegoría de la caverna» de Platón. El filósofo más grande de todos los tiempos, junto con Aristóteles, en su obra La República utilizó esta metáfora para describir a las personas que viven encadenadas en una cueva y que solo conocen el mundo exterior a través de los reflejos y sombras que crea el fuego en la pared de la caverna. Si una de ellas saliera de la caverna descubriría que hay otro mundo, un mundo que Platón identifica con el mundo de las formas, las ideas, lo absoluto, la verdad. Cuando Bruce vio a Elvis aquella noche en la televisión del salón familiar salió de la cueva para encontrar su verdad, esa imagen que le impactó y le dejó marcado para el resto de su vida.

Sin embargo, no todos hemos tenido la suerte o la fortuna que tuvo Bruce para ver claro aquello en lo que deseamos convertirnos. Es cierto que cuando somos niños todos hemos soñado con llegar a ser astronautas, bomberos, médicos, bailarinas, cantantes, etc. En mi caso nunca tuve claro qué quería ser de mayor. A veces quería ser torero; supongo que la afición de mis abuelos y de mi padre influyó. Otras veces quería ser albañil, al quedarme embelesado viendo cómo trabajaban los obreros que construían unos pisos delante de mi casa. Sin embargo, al pasar los años me fui dando cuenta de que ser torero requería poseer mucho valor, y yo siempre he sido bastante miedica. Y lo de ser albañil quedaba un poco lejos del deseo de mis padres de darme una educación universitaria. Así que mi sueño de niño de convertirme en algo que me gustara especialmente se esfumó sin que existiera nada que me llamara la atención.

Seguramente tú también viviste un proceso similar, porque por desgracia no todos tenemos la inmensa fortuna de descubrir una vocación a tan temprana edad, como le sucedió a Bruce. Ni tampoco muchos tuvimos la suerte de tener cerca a un mentor o algún profesor o familiar que descubriera si teníamos algún don o singularidad. Probablemente porque este no era demasiado visible o porque no apostamos realmente por aquello que nos apasionaba. Y de esta forma comenzamos a vivir en una cueva, olvidándonos de desarrollar nuestro don o singularidad, sin darnos cuenta de que existe otro mundo, vamos a llamar más auténtico, donde expresar lo que realmente somos.


¿Qué vas a hacer con tu vida?


La vida de Bruce no fue un camino de rosas. Su infancia y su adolescencia fueron ingratas y duras. Era un niño complicado, difícil, distraído… repudiado por profesores y compañeros. De hecho, nadie en aquel colegio de monjas podía augurarle un futuro mínimamente digno. Cuando era adolescente tuvo problemas continuos con su padre por su rebeldía, su aspecto físico, y discutían casi por cualquier cosa, como explica en la introducción de la canción The River. Cuenta que una noche al volver a casa, su padre le estaba esperando en la cocina, como tantas otras noches, para preguntarle «¿qué vas a hacer con tu vida?». Lo peor para Bruce es que no podía contestarle ni contarle lo que realmente quería. Porque él quería tocar en una banda y vivir de eso, algo muy difícil de entender para un padre que trabajaba en una fábrica de nueve a cinco y sin demasiadas expectativas.

Pero ¿cómo convertir un don o una singularidad en un trabajo vocacional, no solo para ganarse la vida y vivir de eso, sino para vivir desde esa vocación? ¿Podemos apostar por un futuro profesional vocacional que nos permita vivir la vida haciendo lo que queremos en base a un deseo o motivación profunda, y que además consigamos darle un sentido a aquello que hacemos, o tenemos que limitarnos a considerar el trabajo como un medio para ganarnos la vida y encontrar la felicidad o el sentido de la vida fuera del ámbito laboral? Es decir, ¿debemos considerar el trabajo como un mal, como una ocupación obligatoria, como sucedía en la Antigüedad, donde el trabajo era un castigo y una obligación que te convertía en esclavo o, como también explica el mito del Génesis, considerar el trabajo como un castigo impuesto por Dios a Adán y Eva por haber pecado? O, por el contrario, ¿podemos considerar el trabajo como una experiencia vocacional, como sucedía con los genios renacentistas Miguel Ángel o Leonardo, que «hacían» lo que querían obteniendo reconocimiento social y una elevada remuneración?

En suma, ¿qué es lo que realmente queremos: «ganarnos la vida» o «vivir la vida»? Entendiendo «ganarse la vida» con un trabajo cualquiera que me permita obtener dinero para pagar mi existencia y encontrar la felicidad lejos del ámbito laboral. O «vivir la vida» con un trabajo vocacional que me permita disfrutar de lo que hago, obteniendo placer y una remuneración derivada de esta vocación y, lo que es más importante, dándole un sentido a la vida a través del trabajo elegido o como un modo de lograr la auto-realización. Podemos utilizar la famosa Pirámide de Maslow para entender qué opción es la mejor para nosotros. Abraham Maslow, psicólogo estadounidense, desarrolló la Jerarquía de las necesidades a través de una pirámide con cinco niveles. En los primeros niveles aparecen representadas las necesidades primordiales (básicas, seguridad y protección, sociales y reconocimiento), mientras que en el último nivel está la necesidad de autorrealización o «necesidad de ser». La idea que transmite esta teoría es que solo se atienden las necesidades superiores cuando se han atendido las inferiores. Así, podríamos extraer un par de ideas de esta teoría. La primera es que no podemos dedicarnos a una profesión vocacional sin tener un medio con el que sufragar dicha aventura, algo que ya había apuntado Aristóteles y posteriormente anotara el filósofo inglés Thomas Hobbes, con su famosa frase: «Primero los víveres y después la filosofía». Y la segunda es que podemos elegir un trabajo que nos permita satisfacer esas necesidades primordiales o buscar un trabajo con el que auto-realizarnos y dar sentido a nuestra existencia.

Bruce eligió hacer realidad su deseo, convertir su sueño en una profesión, y a través de esta vocación alcanzar la autorrealización. Aunque, realmente, como explica en sus últimos conciertos, nunca consideró su profesión como un trabajo. Y apostó por algo sin tener más posibilidades de lograrlo que los millones de personas que emprenden una aventura para hacer realidad sus sueños. Para lograrlo tuvo que pasar por múltiples calamidades, penalidades y adversidades: apenas tenía dinero para comer cuando empezó a dedicarse a tocar en bailes del instituto o en bares de mala muerte, dormía en frías habitaciones sin calefacción, tuvo disputas con su padre… Le corresponde a cada persona decidir qué camino tomar. Es evidente que el riesgo asociado a vivir una vida en base a un deseo o convertir tu vocación en una vida profesional es elevado. Como cuenta Bruce en «Thunder Road», el viaje no es gratuito; hay riesgos asociados y sin duda el éxito no está garantizado. Nadie te asegura conseguirlo. De hecho, son pocos los que lo consiguen. Por eso quizá convendría incorporar a nuestra vida algunas de las enseñanzas que nos dejaron los filósofos estoicos.

Los estoicos formaron parte de una de las grandes escuelas helenísticas de la Antigüedad. Alrededor del año 300 a. C. se inició esta corriente filosófica con Zenón de Citio que alcanza su máximo esplendor con filósofos como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio. El objetivo del estoicismo era definir una mejor manera de vivir. Y una de sus máximas más relevantes residía en considerar que debíamos partir con una meta concreta en la cabeza, pero siendo conscientes y teniendo muy presente que los acontecimientos pueden desarrollarse de una manera que no deseamos. El universo sigue girando de acuerdo con la voluntad de Dios (si uno tiene inclinaciones religiosas), o conforme a una sucesión de causas y efectos cósmicos (si no es creyente). Una visión ciertamente determinista que limita la idea del libre albedrío. Sin embargo, los estoicos dejaron un espacio de maniobra para ejercer nuestra libertad: mientras estemos vivos y gocemos de buena salud podemos elegir qué actitud tomar ante las circunstancias que nos plantea la vida. Por ejemplo, podemos disfrutar de un viaje que hayamos planificado, aunque siempre debemos ser conscientes de que habrá circunstancias que no podremos controlar, porque dependerán de fuerzas mayores. Por eso los filósofos estoicos recomiendan tener en cuenta una advertencia que nos vacuna ante el riesgo de que suceda algún imprevisto:


«Si el destino (Dios, el Universo, la Vida…) lo permite».


Seguir buscando con la mirada de un niño


Nuestra vida está plagada de errores, equivocaciones y fracasos. Y pese a todo, aquí seguimos. Nos crucificamos por los fallos que cometemos pensando que podemos hacer las cosas de forma perfecta, cuando ya sabemos que el perfeccionismo es una suerte de muerte lenta. El perfeccionismo se traduce en niveles intolerables de exigencia y culpa hacia uno mismo, lo que a su vez nos provoca angustia y frustración, al darnos cuenta de que siempre se pueden hacer mejor las cosas. Sin embargo, los errores recurrentes esconden cierta falta de análisis y reflexión, aunque ya se sabe que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra...

De todos los errores que he cometido en mi vida –que han sido muchos y algunos de consideración–, el más grave y posiblemente el más difícil de subsanar haya sido el dejar de buscar algo que me apasionara o con lo que resonara. O dicho de otro modo: haber dejado de probar nuevas experiencias para extraer los aprendizajes necesarios hasta encontrar una vocación o una pasión que diera sentido a mi vida. En mi opinión, hay varios factores que influyen en este hecho. Por ejemplo, la falta de reflexión, análisis y pensamiento crítico sobre lo que hacemos, y ya conocemos la cita de Sócrates:


«Una vida sin reflexión no merece ser vivida».


Esa falta de reflexión, análisis o pensamiento crítico proviene de un exceso de complacencia, originado por la arrogancia. Podemos pensar que hemos llegado a cima al ver colmados nuestros deseos, o simplemente al conformarnos con una existencia de mínimos, que se traduce en haber satisfecho los primeros escalones de la pirámide de Maslow (necesidades básicas primarias, de seguridad, de afiliación…). Y al llegar ahí dejamos de buscar porque pensamos que podremos continuar en esa situación de forma permanente, sin darnos cuenta del error que supone pensar que nada cambia, que todo permanecerá inmutable. La complacencia y una visión de permanencia de las cosas es lo que provoca que dejemos de aprender, de formarnos, de crecer, de avanzar, de conocer nuevas experiencias. Incluso de fracasar, porque el fracaso también forma parte del proceso de aprendizaje necesario para abordar un proceso de cambio y, posteriormente, alcanzar la transformación y el crecimiento.

Quizá sea conveniente tener en mente el libro de El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Una de las enseñanzas que podemos extraer de dicha fábula es que el viaje que emprende el Principito desde un pequeño planeta hasta la Tierra le reporta un aprendizaje continuo a través de las conversaciones y experiencias con los diferentes personajes con los que se encuentra. Por ejemplo, descubre que, aunque tiene que abandonar a su querida flor para conocer otros planetas, encontrará una mejor forma de amarla. Además, uno de los personajes con los que se encuentra, el zorro, le enseñará dos aspectos clave aplicables a cualquier ámbito de la vida. Primero, que gran parte de lo que es importante en nuestra vida no es visible de forma inmediata, pues se desarrolla con el tiempo a través de nuestros vínculos emocionales. Ya conocemos la cita: «Lo esencial es invisible a los ojos». Y, segundo, el poder transformador del amor, al percatarse de que su amor por la flor no es la molestia que pensaba que era, sino un aspecto importante de su vida que debe valorar.

Podemos aplicar las enseñanzas del viaje del Principito a nuestras vidas para descubrir qué es lo que realmente queremos. Viajando con esa mirada de niño, que significa dejarnos sorprender por lo que nos vamos encontrando, entendiendo que es a través de las experiencias y conversaciones con nuevas personas donde podemos encontrar aquello que nos apasiona o con lo que resonamos. O darnos cuenta de que ya tenemos lo que deseamos, pero que necesitamos verlo de otro modo. En cualquier caso, un par de palabras deberían acompañarnos siempre para recordarlas cada día: «Sigue buscando». La clave nos la dio Steve Jobs en su discurso de Stanford:


«La única forma de tener un trabajo genial es amar lo que hagáis. Si aún no lo habéis encontrado, seguid buscando. No os conforméis».


En mi caso, lamentablemente, olvidé buscar algo que realmente me apasionara para conformarme con un trabajo bien pagado, cómodo y sin excesivas complicaciones, pero muy alejado de reportarme placer o plenitud. Encontrar tu deseo profundo es una dicha que a unos se les aparece a una edad muy temprana, y a otros nos cuesta encontrar aunque existan pistas a nuestro alrededor, que si observáramos con más detenimiento probablemente nos llevarían a otro lugar muy diferente. Sin embargo, la falta de claridad en elegir una carrera acorde con tus habilidades, la creencia extendida de estudiar algo que tenga una buena salida laboral, las prisas por ganar dinero, etc. nos llevan a cometer errores de juventud y a perpetuarlos en el tiempo, creyendo que no es posible dar marcha atrás.


Cuando los sueños se transforman en canciones


La música tiene un poder transformador. El gran Platón sostenía que «el ritmo y la armonía llegan a los lugares interiores del alma, en donde se aferran con firmeza». Las canciones son historias con las que identificarnos y nos ponen en acción al conectar con nuestra esencia, con algo que nos impulsa a movernos casi a nivel instintivo. Mi encuentro con la música de Bruce no fue inmediato, pero recuerdo perfectamente el momento en el que comencé a sentirme atraído por la música. Fue a los doce años, y fue lo más parecido a un momento «eureka» que he vivido. La música pasó a ser un elemento central en mi vida: las canciones, las cintas radio-cassette, los walkmans, los programas musicales, los videoclips… fueron llenando mi vida y acompañaron mi adolescencia. Hasta que llegó Bruce… Porque claro, una vez que él apareció, los otros grupos de música pasaron a un segundo plano… Llené mi habitación de todo lo relacionado con el chico de New Jersey: cintas, discos, CDs, pósters…

Recuerdo tardes enteras escuchando sus discos: «Born To Run», «The River», «Darkness Of The Edge Of Town»… Sus canciones me servían para amueblar mi mente, para poner música a mis sueños y ambiciones: ir a la universidad, conducir mi coche, trabajar en una empresa, hacer viajes, ganar dinero… Y, como no podía ser de otra manera, también estaban las chicas. Pero si he elegido el título de la canción «Thunder Road» para iniciar este libro se debe a que la letra refleja que el protagonista sentía un punto de insatisfacción con todo lo que le rodeaba. Ese es el inicio de la búsqueda de la «Tierra Prometida» a través de la «Carretera del Trueno»:


«Es una ciudad llena de perdedores.

Y yo me largo de aquí para triunfar».


Yo también quería que el futuro llegara pronto. Esta es la fuerza necesaria para iniciar cualquier tipo de cambio. La que nos permite salir de nuestra zona de seguridad, confianza o confort para descubrir otros mundos. Cuando tienes una fuerza interior que te empuja a actuar, que te provoca para salir de donde estás para ir a otro lugar mejor. Y el primer paso comienza cuando tomas conciencia de tu malestar, de tu insatisfacción o de que hay algo que quieres cambiar o mejorar, da lo mismo en relación a qué tema: trabajo, estudios, amigos, pareja, familia…

Bruce tenía solo veinticuatro años cuando escribió esta canción y sin embargo contiene una de sus frases más sentidas y profundas, que refleja ese malestar que te invita a salir de donde estás para ir a un lugar mejor: «Así que estás asustado y piensas que quizá ya no somos tan jóvenes». Esta es la invitación a salir de donde estás, a no quedarte parado, a cambiar y ser libre para elegir tu destino o aquello que deseas. Él identifica ese destino con la Tierra Prometida, un lugar imaginario que utilizará en diversas canciones y que servirá para representar una «tierra más justa y feliz» que la actual. «Thunder Road» es una invitación a huir de una realidad asfixiante y hacer uso de nuestra libertad para encontrar un futuro mejor y más feliz.

Si hay dos temas que están presentes en esta canción son la búsqueda de la felicidad y la libertad. Ambos están estrechamente ligados con la corriente filosófica del «utilitarismo». El utilitarismo nace en el siglo XIX como resultado del convencimiento de que la Revolución Industrial había fracasado. Pese a que los tremendos avances objetivos de la ciencia y la tecnología no podían ser contestados, los utilitaristas argumentaban que había fracasado porque no había mejorado la calidad de vida de la mayoría de la gente. El objetivo de esta corriente filosófica se podría resumir en una frase que nos dejó el filósofo, economista, pensador y escritor inglés, padre del utilitarismo, Jeremy Bentham: «lograr la máxima felicidad para el mayor número de personas», un propósito que a mediados del siglo XIX estaba muy lejos de haberse alcanzado.

Sin embargo, la figura más destacada del utilitarismo fue John Stuart Mill, filósofo, político y economista inglés de origen escocés nacido en 1806, quien además fue un apasionado defensor de la libertad individual. En su obra Sobre la libertad sostenía que la única justificación que tenemos para limitar la libertad de una persona es evitar que dicha persona haga daño a los demás.


«El principio requiere libertad de gustos y actividades, libertad para formular el plan de nuestra vida con el fin de que se adapte a nuestro carácter, libertad para hacer lo que nos gusta, sujetos a las consecuencias que puedan derivarse, sin impedimento por parte de nuestros semejantes, siempre que lo que hagamos no les perjudique, incluso aunque piensen que nuestra conducta es estúpida, perversa o equivocada».


Una libertad orientada a lograr la máxima felicidad, que debía ser el resultado de maximizar el placer y minimizar el dolor, algo que Jeremy Bentham ya había expresado con estas palabras:


«La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Son solo ellos quienes señalan lo que debemos hacer y quienes determinan lo que finalmente haremos».


«Thunder Road» es precisamente esto: un himno de libertad en busca de la felicidad, minimizando todo aquello que nos genera dolor y maximizando el placer con la llegada a la Tierra Prometida. Y esto es lo que está presente en el inicio de un proceso de cambio: libertad, dolor y placer. En suma, libertad para buscar la máxima felicidad.


Persigue tu sueño


Hay una canción de Elvis Presley, «Follow That Dream», que Bruce solía tocar en los conciertos de mediados de los 80. Es una canción que habla de «perseguir un sueño, donde sea que ese sueño te pueda llevar hasta encontrar el amor que necesitas». En realidad, la esencia del ser humano es esa: el cambio constante a través de una continua búsqueda de algo que nos llene, que nos sacie. Y, como dice la canción, todos tenemos al menos el derecho a perseguir aquello que deseamos y luchar por las cosas en las que creemos.

Si hay algo que compartimos todos los seres humanos de este planeta es la búsqueda de la felicidad. Es cierto que cada cual entiende el término felicidad de una forma diferente, así como que las cosas que nos hacen felices son distintas para cada persona. Como escribe Victoria Camps en su ensayo La búsqueda de la felicidad:


«Todas las personas buscan por igual la felicidad, pero cada una será feliz a su manera.

La búsqueda de la felicidad es una tarea subjetiva, resultado de las circunstancias que envuelven a cada persona».


Preguntarse cómo lograr la anhelada felicidad es preguntase cómo vivir. Por eso, más que una meta, la felicidad se presenta como un estado de ánimo o el anhelo por alcanzar una vida plena. Cada persona debe cuestionarse cómo alcanzar ese estado, qué tipo de vida le gustaría tener para lograr ese estado de ánimo caracterizado por la paz interior, la tranquilidad, la satisfacción, el equilibrio o el bienestar. Quizá este debería ser nuestro propósito de vida máximo: alcanzar este estado de felicidad, que es algo que va más allá de lograr un sueño materializado en aspectos tangibles como un buen trabajo, una relación idílica o una salud de hierro.

En cualquier caso, debatir sobre lo qué significa ser feliz no tiene demasiado recorrido, porque cada persona tiene su propia interpretación de lo que necesita para ser feliz. Podemos decir, en base a las enseñanzas que nos dejaron filósofos y pensadores, que la felicidad es el mayor bien, pero un bien que exige esfuerzo, paciencia, perseverancia y tiempo. La lección que podemos extraer de la primera etapa de Bruce es precisamente esta: su llegada a la «Tierra Prometida», expresión que repetirá de forma recurrente en sus composiciones, se produce tras un peregrinaje inicial por carreteras comarcales, tugurios poco recomendables, largas noches de práctica con su guitarra, soledad e incomprensión, etc.

Por eso, el sueño se convierte en la búsqueda de la felicidad. La felicidad por lo tanto no es un destino, ni una promesa, ni está asegurada para todo el mundo, sino que se produce en el día a día en una actitud frente a la vida y de vernos a nosotros mismos como un proceso en continuo crecimiento que nos permita ir aproximándonos a esos estados de ánimo que hemos comentado. Y este proceso no es gratuito, ni se produce por arte de magia, ni tampoco lo conseguiremos con una receta que nos expenda nuestro coach, psicólogo o terapeuta. Esta actitud se construye con voluntad y siendo perseverantes para alcanzar la vida que queremos, ya sea a través de un trabajo vocacional, una pareja idílica, una salud de hierro… Como resume Victoria Camps en su ensayo:


«La felicidad es la búsqueda de la mejor vida que está a nuestro alcance».


Es en esa búsqueda de la felicidad donde reside la esencia del cambio y la transformación. Lo que nos permite salir de la famosa «zona de confort». De hecho, nuestro cerebro está preparado para abordar las situaciones cambiantes que vivimos a lo largo de nuestra vida, como ha descubierto la neurociencia. Se ha detectado una mayor actividad del lóbulo prefrontal cuando estamos en un periodo de cambio, lo que nos permite activar nuestra capacidad de aprendizaje, desarrollar nuestro espíritu explorador, aumentar la atención en el entorno y, finalmente, despertar nuestra creatividad. Sin embargo, nos hemos acomodado. La razón es sencilla: el cerebro siempre busca sobrevivir y el mejor mecanismo para lograrlo es rodear nuestro mundo de barreras para estar seguros. Es la paradoja del cambio: buscamos mejorar, salir de nuestra madriguera para ir a otra mejor, pero no queremos correr los riesgos asociados a la aventura. Al final, la realidad te escupe en la cara que si no sales de tu celda de cristal, donde puedes vivir incómodamente acomodado, difícilmente podrás alcanzar tu sueño, como nos recuerda Springsteen en «Thunder Road».

La cuestión es recordar algo que nos dejó uno de los filósofos estoicos más destacados, Séneca: «Cambia de alma y no de cielo». Esto significa que el cambio real, el verdadero, el que da lugar a la transformación, se produce en uno mismo, y para lograrlo es necesario mostrar cierta actitud, una disposición favorable al cambio, a través de la autocrítica y la valentía frente a la autocomplacencia y el miedo. Sentir cierto espíritu aventurero y ser consciente de que las situaciones adversas nos acompañarán como parte del viaje, y que será en esas situaciones donde se ponga a prueba nuestra felicidad y nuestro compromiso con el sueño o la búsqueda de la felicidad que ahora iniciamos. En suma, un proceso alquímico que permite la transmutación o el cambio evolutivo de la persona.

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