Читать книгу Derecho y política de la educación superior chilena - José Julio León Reyes - Страница 9
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
“La educación no es un bien de consumo sino un derecho social”. Desde las protestas estudiantiles de 2011 el debate sobre la política pública educacional en Chile quedó fijado en estos términos.i El programa de gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2014-2018) puso en el centro de la agenda los objetivos de gratuidad e inclusión educativa, fin del lucro y fortalecimiento de la educación pública, con miras a desmercantilizar el sistema educativo.ii El 62% de votación que Bachelet obtuvo en la segunda vuelta y el triunfo de la Nueva Mayoría, la coalición de partidos de centro e izquierda que respaldó su candidatura, en las elecciones parlamentarias, elevó las expectativas de que impulsaría las “reformas estructurales” que había prometido.iii Nada hacía presagiar, cuando asumió en marzo de 2014, las severas dificultades que luego enfrentaría para concretar sus propuestas.
¿Qué significa, en el lenguaje jurídico y político de Chile, que la educación sea un derecho y qué connota específicamente el calificativo de “social”?; ¿Qué consecuencias prácticas para la política pública y las decisiones de los órganos del Estado con incidencia en la materia se siguen de esta concepción acerca del derecho a la educación?; y, con respecto a la educación superior (ES) chilena, ¿qué nuevos elementos deben agregarse y qué rasgos del actual estado de cosas deberían ser suprimidos o modificados para que pueda afirmarse, consistentemente, que nuestro sistema de ES ha abandonado la lógica del mercado (ha dejado de ser un bien de consumo accesible solo para quienes pueden pagarlo) y ha quedado garantizado como un derecho, en el marco de un régimen público?
Para muchos políticos, académicos y estudiantes se trataba de recuperar el ideal del “Estado docente”, que habría inspirado las políticas educativas de la República antes de Pinochet, y erradicar el “modelo de mercado”, que sería una herencia de la dictadura que gobernó el país durante casi 17 años, entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990. Después de todo, a pesar de la reciente reforma a la ES chilena (ley Nº 21.091, de 29 de mayo de 2018), todavía rige la ley Nº 18.962, una de las denominadas “leyes de amarre” del régimen militar que lleva precisamente la fecha del último día en que la Junta Militar ejerció el poder legislativo. Han transcurrido casi 30 años desde el retorno de la democracia y esa supuesta herencia sigue vigente. Más aún, tras cuatro años de un gobierno que se propuso operar una “retroexcavadora” para demoler “los cimientos anquilosados del modelo neoliberal de la dictadura”,iv nuestro sistema de ES sigue tan privatizado como antes. ¿Es esto a causa de los “cerrojos” constitucionales diseñados en 1980 que resguardan el “modelo neoliberal”? Esta hipótesis, la más extendida en nuestro medio,v no parece plausible y confrontarla será uno de los objetivos de esta tesis.
I. RELEVANCIA TEÓRICA Y EMPÍRICA DEL PRESENTE ESTUDIO
Uno de los mejores estudios comparados acerca de la relación entre el Estado y los sistemas de educación superior (SES) que pone especial énfasis en la dicotomía público/privada es el de Levy (1995). Dicho estudio resulta de especial interés, no solo porque analiza el caso chileno sino –en especial– porque incluye, de manera muy pertinente, la perspectiva histórica de largo plazo. Levy (1995: 151-155) formula dos tesis respecto del SES chileno que vale la pena revisar: una, en perspectiva histórica (diacrónica), plantea que “lo público” orientó la política por más de un siglo, en tanto que el proceso de privatización se ubicó en el centro de la escena por solo una década, la de 1980 (aunque se proyectó a las siguientes). Y dos, en perspectiva comparada (sincrónica), señala que Chile es un caso notable de homogeneidad de los sectores público y privado, por sus similitudes y por la falta de una clara división institucional entre ambos. Estas tesis se combinan, en el sentido que la homogeneidad fue impulsada primero por una “tradición estatista profundamente arraigada en Chile” y, después, los dos sectores “han sido empujados bruscamente” hacia lo privado, en términos de gobernanza, financiamiento y función del sistema. ¿Es este análisis una fiel descripción de la evolución del SES chileno? Si no lo fuera, considerando que Levy conoce bien la literatura chilena sobre el tema y sus fuentes documentales, ¿qué pudo haber causado su error en la interpretación de las mismas?
Conviene recordar que el propósito del estudio de Levy es explicar los orígenes y crecimiento de los dos sectores, el público y el privado, en términos de gobernanza (quién manda), financiamiento (quién paga) y función (qué intereses sirve). Parte de una primera etapa monopolizada por las universidades públicas para pasar, en épocas recientes, a un crecimiento desproporcionado de las IES privadas. Un gran acierto de Levy (1995: 43-44, 49) es entender la importancia de los estudios sobre ES para el debate político y plantear que los argumentos sobre la ES privada se sitúan en el contexto de debates más amplios sobre “lo público y lo privado”, esto es, acerca del rol del Estado y el de las organizaciones privadas. Por eso, Levy (1995: 44-46) organiza los argumentos alrededor de cuatro conceptos (o valores): libertad, que incluye autonomía institucional y libertad académica, así como fórmulas más o menos participativas de gobierno de las IES; (libertad de) elección de los estudiantes y sus familias, pero también de otros actores, como los académicos, administradores, donantes, etc.; equidad o igualdad de oportunidades, y efectividad en relación con los objetivos y metas (lo cual conlleva la pregunta por los mecanismos de coordinación, centralizados o descentralizados).
En otras palabras, la manera de configurar los SES dice mucho acerca de la Constitución política, social y económica de un Estado y las decisiones sobre la gobernanza, financiamiento y función de la ES tienen repercusiones en distintos ámbitos. Por eso su estudio debe integrar las perspectivas histórica, legal y política.
Aunque hemos comenzado hablando del presente de la ES en Chile, nuestro propósito es escudriñar su historia larga, la evolución institucional de este sector desde sus orígenes, integrando el análisis de “fuentes” historiográficas y legales así como los estudios sociales y políticos, a fin de alcanzar una mejor comprensión de los problemas que presenta. Y, si bien la presente investigación se centra en la evolución del sistema de educación superior chileno, este caso puede ser también de interés para el observador externo, por tres razones.
La primera es que si se traza un eje imaginario entre los dos modelos ideales en materia de enseñanza superior, que analizaremos en el Capítulo 1, Chile es hoy el país de la región que más se acerca al modelo de mercado:vi posee una alta diversificación y heterogeneidad institucional; elevados índices en la proporción de matrícula en IES privadas (sobre 84%) así como en la proporción del gasto privado (2/3 sobre el gasto total en ES); baja regulación, fiscalización y rendición de cuentas (la acreditación, por ejemplo, era voluntaria hasta mayo de 2019); se cobran aranceles relativamente altos, incluso en entidades públicas (OECD, 2017) y uno de los principales mecanismos de financiamiento de la ES es el crédito estudiantil, lo que redunda a su vez en altos niveles de endeudamiento de los estudiantes.
En segundo lugar, los indicadores que Chile exhibe, en términos comparados en la región (y relativos al tamaño e ingresos del país), son en general positivos: alta cobertura, equidad en el acceso de los sectores de menores ingresos, buenas tasas de graduación y empleabilidad; productividad científica; ubicación de universidades chilenas en rankings internacionales, etc. Pero mientras muchos países quieren introducir mecanismos de mercado en ES, Chile en los últimos años ha estado transitando en el sentido opuesto. ¿Cómo se generalizó la percepción de que nuestro sistema está en crisis y requería de una reforma estructural, para aumentar el control y la injerencia estatal en el sistema?
Por último, el reciente debate sobre la reforma de la educación superior en Chile nos ofrece también un buen caso de estudio acerca de la relación entre Derecho y Política. Si la educación se concibe como un derecho fundamental, ¿cuál es el límite de la decisión legislativa?, ¿qué rol cabe a los jueces en la garantía de este derecho? ¿Cuánto espacio asegura la Constitución para la libre decisión de las personas y la autonomía de las IES? Si la educación es un derecho social, ¿aplica en educación superior el principio de “no regresividad” que consagra el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC)?vii
Existen, entonces, sobradas razones para emprender un estudio acerca de la evolución del sistema chileno de ES, no solo –como dice Levy– porque la ES es un sector relativamente poco investigado, sino también porque afecta a una parte importante de la población (1.180.181 estudiantes) e involucra grandes costos anuales (cerca de 2,5% del PIB se invierte en ES). Levy (1995: 50-51) atribuye esta relativa escasez de estudios políticos sobre ES a que los politólogos norteamericanos tienden a ver la universidad como un tema “privado” y no como un tema de “gobierno”; mientras que los latinoamericanos tienden a enfocarse en sus aspectos legales y normativos, prescribiendo acerca del rol de la universidad, la autonomía o la reforma, antes que intentar describir los fenómenos sociales que configuran la educación superior de un país. Este apropiado diagnóstico acerca de la literatura del área, nos permite a continuación exponer los objetivos de nuestro estudio.
II. OBJETIVOS DEL ESTUDIO Y ESTRATEGIA METODOLÓGICA
En cada época o ciclo constitucional se conforma cierta fisonomía del sistema jurídico y un determinado diseño institucional de la ES, que resulta de la articulación de los principios (valores) en competencia, del contexto social, del consenso que se logra en torno a unos objetivos sociales, etc. El cambio de la norma suprema (la Constitución) origina un cambio en la estructura, lo cual redunda a su vez en un cambio de trayectoria de la práctica. Ya instaurado, el diseño institucional se aplica, moldea el desarrollo del sistema, presenta –tarde o temprano– problemas en su ejecución y genera un conjunto de interpretaciones que intentan orientar su aplicación, en línea o no con los propósitos originales. Agentes públicos y privados producen tales discursos.
La pregunta principal que este trabajo busca resolver es la siguiente: ¿Responde la fisonomía actual del sistema de educación superior chileno a un “diseño institucional” elaborado conscientemente, o sea, es fruto de la voluntad del legislador de facto de 1980? ¿O bien es resultado de una evolución institucional –de una práctica social– que tiene una trayectoria histórica de largo tiempo?
La mayoría de los autores que han abordado el tema de la (supuesta) crisis de nuestro SES y de la necesidad de la reforma sostienen o asumen la primera de esas proposiciones.viii
Al analizar pormenorizadamente la evolución jurídica y política del sistema de enseñanza superior en Chile, intento demostrar que la conclusión a la que debe llegarse es la segunda; esto es, que los principios de iniciativa y participación privada, de autonomía y de libre elección en educación, tienen una larga historia en Chile. Tales principios no resultan de una específica “agenda neoliberal”ix iniciada en 1980, sino que son parte de la tradición republicana del país.
Ahora bien, si no hay una intención subjetiva de un cierto legislador que explique la organización actual de nuestro sistema educativo, ¿cómo se definen los propósitos y valores de esa práctica social a los efectos de determinar el marco constitucional que servirá tanto para evaluar la corrección de la reforma como para interpretarla e implementarla? El problema de los autores que han promovido el cambio de paradigma es que no logran sustentar sus propuestas normativas ni en diagnósticos basados sobre datos ni en una teoría de la Constitución educativa, una concepción del derecho a la educación y la libertad de enseñanza que refleje la mejor interpretación posible de nuestras instituciones y prácticas vigentes en educación superior. Por eso me propuse examinar nuestras tradiciones constitucional y universitaria, así como la evolución de nuestras prácticas educativas, desde el origen mismo de la República, con miras a establecer el contenido de dicho marco.
El objetivo general de este libro, por tanto, es analizar el surgimiento y desarrollo del sistema de educación superior chileno en una perspectiva diacrónica, identificando los hitos y características sobresalientes de cada ciclo constitucional. Por otra parte, nos proponemos revisar la evolución de la concepción del derecho a la educación superior y libertad de enseñanza, y su relación de prioridad, procurando establecer un “argumento de superación” –de avance sostenido de ambos derechos–, así como la necesidad de realizar una “síntesis intergeneracional” en la interpretación del marco constitucional vigente.x Analizaremos críticamente, en consecuencia, las interpretaciones que sostienen que en Chile hubo, primero, una larga tradición republicana (prácticamente desde la Independencia hasta 1973) con predominio del carácter público del sistema de ES y del derecho a la educación por sobre la libertad de enseñanza y, luego, un período en que prima la libertad de enseñanza entendida al modo de libre-comercio, abriendo paso a un sistema de mercado (“neoliberal”) y privatizado, que parte con la dictadura militar y se mantiene hasta el presente.xi
Hacer la distinción (entre la agenda de un gobierno –o de una serie de gobiernos de una misma coalición– y los rasgos característicos de un sistema en un determinado ciclo constitucional) e introducir cierta claridad conceptual (acerca de la relación entre lo público y lo privado, así como el contenido de significado de los derechos relevantes) es importante, no solo para fines analíticos sino también prácticos (de diseño institucional). Después de todo, un sistema eminentemente público puede perfectamente utilizar mecanismos de liberalización y comercialización; así como un sistema privado puede estar tan regulado que se reduzca al mínimo la elección y la competencia. Como apunta Tedesco (2012: 94) la visión más extendida dice que el modelo neoliberal en educación se materializó en casi toda América Latina a partir de la década de los noventa; pero un “análisis desagregado” de los procesos muestra “una realidad mucho más compleja y diversificada”.xii
De otro lado, conviene recordar a quienes defienden el modelo estatal por oposición al neoliberal (privatizado) que no hay tal cosa como la voluntad “del Estado”, “del legislador” o “del pueblo”; solo hay agentes individuales y grupos de hablantes, con distintos intereses, que desde posiciones diversas procuran movilizar el discurso del Derecho en un sentido o en otro. La maquinaria del Estado –dice Olivecrona (1959: 23, 26)– es conducida por una multitud cambiante de personas: cada una de ellas encuentra al asumir su función un conjunto de normas vigentes y –si bien puede interpretarlas– solo podrá aportar un mínimo cambio al conjunto que seguirá rigiendo cuando él no influya más.xiii
Cabe destacar que no se ha escrito una historia de la ES chilena desde el punto de vista institucional. Ninguna obra de las conocidas muestra las rupturas y continuidades de la regulación y la política estatal para el sistema de ES, incluyendo la relación entre el sector público y el privado, a lo largo de los ciclos de la historia constitucional chilena hasta el presente.xiv Este libro pretende llenar ese vacío.
Cuán importante es realizar este tipo de trabajo puede ilustrarse recordando la distinción trazada por Bentham (2010: 10) entre el “expositor” –que explica lo que el Derecho es, o ha sido, a través de las decisiones del legislador y de los jueces– y el “censor”, que pretende instruirnos sobre el Derecho que debería ser. Levy, según vimos, observa que la literatura latinoamericana sobre nuestros sistemas de educación superior tiende a ser normativa (prescriptiva) antes que descriptiva. Pero ese es un pantano del que Levy no logra escapar del todo, al menos cuando analiza el caso chileno: su error, como se busca demostrar en este trabajo, consiste en mirar los SES desde el prisma de lo público, en vez de contrastar los datos recogidos según los criterios de distinción que él mismo propone. Antes de enseñar (y debatir) sobre la reforma de un sistema de ES, conviene estudiarlo y describirlo detenidamente, desde su origen (el momento fundacional) hasta el tiempo actual, de modo de diagnosticar precisamente sus características relevantes, así como sus defectos y virtudes, con sus causas y consecuencias.
Tampoco se han escrito –cabe señalarlo– muchos trabajos que aborden, para un sector específico del ordenamiento jurídico, las relaciones entre el debate político, el contenido del Derecho y la evolución de la sociedad en ese ámbito.xv
No será esta, conviene subrayarlo, una investigación de “dogmática jurídica”xvi ni de historia del Derecho en sentido tradicional,xvii sino de evolución institucional de la ES chilena.xviii El objeto de estudio es el Derecho (conjunto de normas) de la ES chilena en perspectiva histórica y social. Por ello, el método incluye pero no se limita al análisis de textos legales. Se hará más bien un ejercicio de interpretación jurídico-política, en cuanto se abordará el tópico del derecho a la educación superior (y la libertad de enseñanza) en el contexto constitucional chileno, incorporando el análisis histórico (de períodos largos), con miras a: i) desentrañar los contenidos de significado del derecho a la educación y la libertad de enseñanza según la forma en que dichas expresiones han sido usadas en distintas etapas constitucionales; ii) revisar si existe alguna tendencia (evolución) en el uso de estos conceptos; iii) identificar los elementos de continuidad y cambio y, finalmente, iv) relacionar el debate político y sus circunstancias con la configuración del discurso jurídico constitucional. Se trata, en tal sentido, de vincular el estudio de las fuentes formales (las que el propio orden jurídico reconoce como métodos de producción de normas) con el de las fuentes materiales (los factores extrajurídicos: sociales, políticos, económicos y culturales) que explican el surgimiento y contenido de las normas jurídicas) del derecho educacional chileno.
Esto contribuirá a subsanar la escasez de estudios políticos sobre ES –con base empírica– detectada por Levy. Los hechos a examinar, aquí, son de dos tipos: Primero, hechos institucionales o decisiones adoptadas en ejercicio de una competencia por autoridades políticas, con consecuencias normativas (regulativas) para los componentes del SES chileno (fuentes formales); y segundo, la evolución real del sistema, con datos “duros” de número de IES, matrícula, financiamiento, el grado de injerencia de la política gubernamental en la fisonomía del sistema y los discursos acerca de esa política. De esta forma se eludiría la crítica que el realismo jurídico suele formular al positivismo jurídico: ver el Derecho como un conjunto de textos emanados de una autoridad y olvidarse del “Derecho en acción”, es decir, las normas en tanto fenómenos sociales vividos y experimentados por una comunidad de personas.xix
El análisis de los hechos institucionales y los debates políticos nos mostrará, sorprendentemente, que lo que a veces se presenta como novedad o cambio no es sino la reedición de una antigua y no superada polémica. El tema de la reforma a la ES chilena, con el que comenzábamos esta introducción, es un tema de interés actual; pero un análisis con perspectiva de largo plazo, como el que ahora emprendemos, que estudia la configuración del sistema de educación superior en el cruce entre Derecho y Política, nos muestra claramente que los componentes que hoy parecen novedosos en el discurso jurídico y en el debate político (derecho social, gratuidad, lucro, superintendencia educativa, etc.) han estado presentes desde el inicio mismo de nuestro sistema educativo. La tensión entre derecho a la educación (y el rol del Estado) y libertad de enseñanza (la autonomía de las IES), al ser elementos constituyentes de la comunidad política, se manifiesta una y otra vez, con rótulos distintos. Una metáfora de Levy (1996) sugiere que la regulación oficial suele incurrir en el error de no considerar la “sustancia” académica, es decir, pretende “moldear las botellas, en lugar de fermentar el vino”. Pues bien, ocurre que las soluciones en boga (acreditación, financiamiento y rendición de cuentas), como indica Levy, versan siempre sobre el mismo tema: cómo mejorar la sustancia académica. Este trabajo nos ayudará a discernir cuándo se nos ofrece un “vino viejo, en botellas nuevas”.
Uno de los problemas usuales de la historiografía jurídico-política (Tarello 1995: 273-275) es el de la “periodización”. Pues bien, adoptando una terminología bastante extendida en teoría del Derecho, entendemos que un “orden jurídico estatal” –por ejemplo, el Derecho chileno– es la secuencia de órdenes jurídicos eficaces en un mismo territorio (Vilajosana, 1997: 19-24); donde “orden jurídico” equivale a un conjunto de normas que fundan su validez en una misma norma suprema (Kelsen, 2004). El orden jurídico cambia cada vez que cambia su norma suprema, por vía de “instauración constitucional”, como algo distinto de la mera reforma (Guastini 2016: 157-162).
Por eso, distingo en esta tesis cuatro grandes ciclos constitucionales, cada uno con consecuencias importantes para la política, estructura y fisonomía del SES chileno.
El primero corresponde al momento fundacional, el único en que prima el sector público de ES, bajo la vigencia de la Constitución chilena de 1833.
El segundo lo sucede a partir de la entrada en vigencia de la Constitución de 1925, cuando se configura en Chile un sistema “mixto” de educación superior, con presencia de instituciones públicas y privadas.
El tercer ciclo ocurre durante el período de dictadura militar (1973-1990), cuando se efectúa una reforma global y “desde arriba” del SES chileno, favoreciendo la “tercera ola” de privatización, en la fórmula de Levy.
Finalmente, desde el 10 de marzo de 1990 hasta hoy, al compás de la agenda de los distintos gobiernos del nuevo período democrático, el sistema ha evolucionado otra vez a un esquema mixto, aunque sin alterar todavía las bases establecidas durante la dictadura (una transición inconclusa, ya que formalmente aún nos rige la Constitución de 1980).xx
Una división histórica presenta por último la ventaja de permitir una mayor objetividad, al menos para los tres órdenes jurídicos (tres primeros ciclos) que ya no son “Derecho vigente”. El problema teórico acerca de lo que el Derecho “es” y la concepción que del Derecho tiene quien lo estudia, en tanto participante de los discursos sobre el contenido del Derecho constitucional chileno referido al derecho a la educación y la libertad de enseñanza, se restringe al período en curso y se encuentra limitado por el denominado principio de “integridad” (Dworkin 2005: 165 y ss.). Será más difícil –si bien no imposible– para el intérprete que ha venido describiendo una práctica desde sus orígenes y en su trayectoria histórica, inventarse de pronto una nueva práctica acorde a sus preferencias.
III. ALGUNAS ACLARACIONES PREVIAS ACERCA DEL MARCO CONCEPTUAL
a) Del bajo poder explicativo de la categoría “neoliberal” para caracterizar a los sistemas de educación superior
Las expresiones “agenda” o “modelo neoliberal” se usan, en los contextos que nos interesan, para referirse a procesos o políticas públicas impulsados por agentes políticos, que tienden hacia la hegemonía del mercado en la producción y distribución del “bien educación”. Tales políticas se basan, según Tedesco (2012: 92-93), en la creencia de que mejorar la equidad y calidad educativas no depende de la actividad del Estado, sino de su retiro del sector, dado que el mercado asigna y distribuye mejor los recursos que la regulación estatal. Sus mecanismos típicos son la privatización y descentralización, el financiamiento de la demanda y la competencia entre establecimientos. Es decir, ciertas acciones políticas y sus propósitos son las que pueden calificarse de neoliberales; los rasgos generales de un sistema educativo, con todo, no suelen ser efecto de una ley o política pública determinada, sino de un complejo conjunto de factores que operan en tiempos largos.xxi
En un trabajo referido a la ES en contextos comparados, Verger (2013) sostiene que la “mercantilización de la educación es una tendencia de alcance global”.xxii Un déficit en la literatura sobre el fenómeno, dice Verger, es que los análisis suelen abordar el fenómeno de manera parcial, “sin contemplar su multidimensionalidad”: la “mercantilización educativa” –que transforma la educación en un servicio que se compra y se vende en un entorno competitivo y que tiende a regirse por las leyes del mercado, como la de oferta y demanda– se trata según Verger de un fenómeno no lineal, que se desarrolla de manera gradual y que “convive e interactúa” con la esfera del Estado. El Estado es, en efecto, uno de los principales agentes creadores de mercados educativos, sea por convicción política, por necesidad (hacer frente a la creciente demanda por ES en un contexto de escasez de recursos) o por influencias externas (e.g., el proceso de globalización económica o las políticas impulsadas por organismos internacionales, como el Banco Mundial o la OCDE). Reid (2005), a su turno, considera sorprendente que la perspectiva histórica rara vez sea usada para analizar este fenómeno, considerando que la educación de mercado no es algo reciente, sino que “tiene un pasado”.
¿Hemos llegado en Chile a la configuración actual del sistema de ES solo por una decisión política de la dictadura (inspirada por la ideología neoliberal), o existen también otros factores, históricos, institucionales y culturales, que lo explican? Al igual que en el caso australiano descrito por Reid, las políticas mercantilizadoras de la ES chilena pueden rastrearse hasta el siglo XIX, algo poco estudiado por la academia nacional. Más aún, como vamos a demostrar, el sistema chileno de educación superior actual presenta muchos rasgos que “tienen un pasado”, que surgieron en anteriores “momentos constitucionales” y que se han ido configurando en ciclos históricos sucesivos.
b) Discusiones sobre el Estado –modelos ideales– y las políticas educativas
Como se expone en el Capítulo 1, toda política educativa y norma jurídica en el mundo moderno (sea liberal o conservadora, neoliberal o intervencionista, etc.), se da en el contexto de, o en referencia a un Estado. Raz (2011: 153) explica que uno de los rasgos que caracterizan a los sistemas jurídicos respecto de otros sistemas institucionalizados es que “pretenden autoridad para regular cualquier tipo de comportamiento”, de modo que el Derecho normalmente instituye y gobierna la actividad de otras organizaciones que siguen diversos propósitos. Existe una amplia gama de asociaciones voluntarias (universidades, iglesias, empresas, partidos políticos, clubes deportivos, etc.) que son “sistemas institucionalizados”. Es especialmente interesante observar el caso de las universidades, ya que son instituciones anteriores al Estado moderno que han logrado convivir y adaptarse a distintas formas de organización política y económica.xxiii Pues bien, sigue Raz, el carácter “comprehensivo” de los sistemas jurídicos significa que pretenden autoridad para regular toda clase de comportamiento, en alguna forma, “pero no necesariamente en todas las formas”. Así, hay sistemas jurídicos que contienen libertades otorgadas por disposiciones constitucionales, las que “no pueden ser cambiadas por ningún medio jurídico” (ibíd.).
Guttman (2001) distingue tres modelos o tipos ideales de Estado en relación con la política educativa: el “Estado-familia”, el “Estado de las familias” y el “Estado de los individuos”.
El Estado-familia “reclama para sí la autoridad educativa exclusiva” con miras a establecer “armonía” entre el bien social y el individual (Guttman, 2001: 41). Corresponde al ideal formulado por Platón en la República, cuyo principio fundamental es la unidad de la polis. El primero en refutar la teoría platónica de la política educacional, considerando el derecho –y la tendencia natural– de los padres a cuidar la educación de sus hijos, fue Aristóteles, en la Política. Con todo, Aristóteles promueve un “justo medio” entre los dos principios, pues también cree que la unidad de la sociedad se logra mediante la política y en la Constitución del Estado. Aristóteles critica el comunismo de Platón, ya que la ciudad es por naturaleza una cierta pluralidad: “la casa y la ciudad deben ser unitarias en cierto sentido, pero no totalmente”. Con la unidad total, la polis deja de existir como tal, como si se intentase hacer un acorde con un solo sonido; ahora bien, siendo una “multiplicidad”, dice Aristóteles (2000: 45 y ss.), “hay que hacerla una y común mediante la educación”.
El “Estado de las familias”, en cambio, pone la autoridad educativa exclusivamente en manos de los padres, a quienes se les reconoce el “derecho” a transmitir su visión de la vida a sus hijos (como han sostenido desde Tomás de Aquino hasta Friedman) o son considerados, naturalmente, los mejores custodios del interés del niño (Locke). Un modelo intermedio es el que Guttman denomina el “Estado de los individuos”, que defiende a la vez la elección y la neutralidad entre concepciones de la buena vida (Guttman 2001: 53-54) y coincide con las propuestas de J.S. Mill (1984: 158-159). La elección se asegura permitiendo las escuelas privadas –el Estado establece controles indirectos, vía exámenes, y se centra en la educación de los más pobres– y la neutralidad se logra depositando la autoridad educativa en educadores profesionales, quienes deben maximizar la futura libertad de elección de los niños.xxiv
La cuestión quedaría reducida a dos modelos ideales opuestos: el “Estado activo” o interventor (que dirige, regula, provee y financia la educación) y el “Estado pasivo” o “mínimo” (en el cual la coordinación del sistema educativo queda entregada las familias y las IES, lo que algunos denominan “el mercado”). Entre esos dos polos existe una gama de versiones intermedias, que compatibilizan la coordinación política con la autonomía de las organizaciones educativas privadas y la libre elección de las familias. En la práctica, vale la pena subrayarlo, no hay sistemas educativos que respondan a un modelo ideal “puro”;xxv todos se ubican en algún punto entre los extremos del sistema estatal y de mercado, con diferencias de grado en función del nomos que caracteriza a cada comunidad. Cuánta regulación y cuánta libertad es dable introducir o tolerar con respecto al funcionamiento de un sistema educativo será siempre una decisión de quienes detentan el poder político.
El debate sobre política educativa en Chile se ha dado en términos binarios, como si se tratara de elegir entre los dos modelos abstractos antes referidos. El (falso) dilema se plantea como la disyuntiva entre un sistema de educación pública, regimentado por el Estado, versus un conjunto de iniciativas privadas autorreguladas en las que al Estado solo le cabe un rol subsidiario. El primer modelo permitiría garantizar la educación superior como “derecho social”, en tanto que el segundo implicaría tratarlo como un bien de consumo, que se transa en el mercado y que se segmenta en función de la capacidad de pago de las familias.xxvi Esa fue la base del discurso de la presidenta Bachelet en su segundo períodoxxvii (todavía no plasmado en cambios concretos que verifiquen el tránsito de un modelo a otro).
Las políticas educativas han generado siempre un amplio debate, que suele trascender a los órganos político-institucionales (el gobierno, el Parlamento y, en caso de controversia, a los jueces), incluyendo también a una serie de actores y grupos de interés: autoridades universitarias y de otras IES, entidades gremiales, académicos y profesores, organizaciones estudiantiles, las iglesias –en particular, en nuestro medio, la católica–, expertos y los medios de comunicación. La organización del sistema educativo, la definición del rol del Estado y los particulares, las formas de financiamiento y la regulación de los derechos y libertades vinculados con la educación, son temáticas que van más allá de la mera elección de fines o medios, y que remiten, incluso, al tipo de sociedad que se aspira a construir.
En este trabajo académico no se pretende redefenir los términos del debate político ni formular propuestas para la reforma del sistema educativo chileno. Su propósito es más modesto: arrojar algo de luz al debate en el que, al igual que en otras etapas de nuestra historia republicana, se ve envuelta la Educación Superior en Chile hoy, para contextualizar adecuadamente el problema, contribuir a una mejor comprensión de la situación actual y, por esa vía, a la búsqueda de soluciones.
Tangencialmente, servirá para denunciar el paralogismo o error de “falsa oposición” (Vaz Ferreira, 1979; Atienza, 2013: 164-165). Ni la categoría “neoliberalismo” –como hemos dicho– ni la de “derecho social” resultan útiles, en efecto, para entender la evolución de nuestro sistema de educación superior o para resolver los desafíos que enfrenta. De hecho, no son lógicamente incompatibles: ¿Acaso no existen o no se aseguran derechos sociales en contextos de economía neoliberal?; ¿todos los derechos sociales deben asegurarse al máximo nivel de aprovechamiento o algunos de ellos admiten, aseguradas las necesidades básicas, un avance gradual acorde al contexto político y económico?, ¿o es que acaso los derechos sociales no admiten ponderación con otros derechos?
Este estudio, como reflexión teórica sobre el área del Derecho estatal que regula la ES, reconstruye, para cada ciclo histórico, los procesos políticos que buscaban resolver un problema clave de la política educativa, a través de un cierto diseño institucional: cómo organizar y financiar el sistema de ES, cómo garantizar los derechos de educación y la libertad de enseñanza, cómo asegurar que el sistema se oriente a la formación de técnicos y profesionales así como a la producción de conocimientos y cultura que la sociedad necesita, etc. El foco del análisis está puesto en la institucionalidad del sistema de ES, integrando la dimensión constitutiva (las reglas que definen la práctica, las agencias e instituciones y sus ámbitos de competencia) con la regulativa y valorativa del Derecho. Y, al momento de formular soluciones a los problemas actuales, situados entre la experiencia acumulada y el horizonte de expectativas, habrá que plantearse la cuestión relativa al grado en que los derechos de los estudiantes –y otros sujetos normativos– son efectivamente protegidos por el marco constitucional y legal vigente, y qué garantías son todavía requeridas para ello.
Así, este estudio identifica, para cada época, las normas básicas que definen, autorizan, delimitan y hacen posible la práctica institucional que es objeto de nuestro estudio. En seguida, analiza e intenta describir sistemáticamente el conjunto de normas e instituciones creadas para impulsar, orientar y ordenar el desarrollo de esa práctica en función de determinados objetivos políticos. Además, describe el contexto y la forma en que las autoridades, otros actores políticos relevantes, los juristas y “expertos” concibieron e interpretaron ese conjunto de normas.
En lo que toca al Derecho vigente no se limita meramente a describir, pues para explicar una práctica social compleja hay que preguntarse cuál es su propósito o función, las razones (principios) que la justifican y si funciona o no acorde con ellos (Atienza y Ruiz Manero, 2007: 22). Tampoco se puede hacer referencia a fines y medios sin evaluar la idoneidad y proporcionalidad de los medios para alcanzar los fines (en eso consiste la técnica de ponderación: Alexy, 2007a y 2007b).
La investigación acerca del fenómeno jurídico –de un sector del mismo– se vuelve “intelectualmente sofisticada y socialmente relevante” (Nino 1993) cuando intenta evaluar críticamente las distintas interpretaciones y seleccionar, para reconstruir la práctica, aquella que presenta el objeto “en su mejor luz” (Dworkin 2005). En este sentido, adhiero a una ideología “dinámica” de la interpretación jurídica,xxviii que procura armonizar e integrar, de la manera más coherente posible, principios, directrices y reglas, de modo que sirvan para explicar, orientar o controlar (criticar) la labor de los órganos creadores o aplicadores del Derecho, derivando –si fuera necesario– nuevos principios o estándares para justificar las normas promulgadas y para orientar la solución de los casos no resueltos por ellas.
c) Libertad de enseñanza, autonomía y la Constitución del sistema de educación superior
Para asegurar su “objetividad” o neutralidad política, una empresa teórica procura describir un objeto, lo que en el caso del Derecho se traduciría en describir el “contenido de significado de los términos normativos” o la “interpretación vigente”; pero también es cierto que la “doctrina” suele tratar de “modelar el Derecho” proponiendo un contenido de significado y “construyendo” normas nuevas (Guastini, 2016: 365-371). Esto es especialmente frecuente en materia constitucional, en que parte de la tarea consiste en determinar el “contenido esencial” de los derechos y libertades fundamentales y solucionar los conflictos que surgen entre ellos. Por ende, resulta natural que tratemos de responder la pregunta: ¿Qué significa tener un derecho o una libertad fundamental?
En un trabajo clásico que sigue siendo útil para explicar el concepto de “derechos”, Hohfeld (1913; 1917) estableció un conjunto de posiciones básicas y sus correlacionadas, con las cuales puede expresarse toda relación jurídica entre dos (o más) sujetos. Distingue: la “pretensión” (derecho en sentido estricto), cuyo correlativo es el “deber” de otro(s) de realizar una cierta conducta o abstenerse de ella; la libertad “privilegio”, cuyo objeto es un acto propio, por lo que es lo opuesto a un deber y su correlativo es un “no-derecho” de otro(s); la “potestad”, que expresa la facultad de quien puede operar un cambio en la relación jurídica y tiene como correlativo la “sujeción” de otro(s) a dicha potestad; y, finalmente, la “inmunidad”, correlativa a “incompetencia” y negación de una sujeción.
Algunas lecturas de Hohfeld han sugerido que un acto es libre cuando se encuentra fuera de las normas jurídicas o es “jurídicamente indiferente”; la esfera de la libertad –igual que la de la inmunidad– estaría definida negativamente como “todo aquello que no es objeto de relación jurídica” (Ross 2006: 203-204). La libertad y la inmunidad serían, según esta lectura, conceptos no dependientes de normas jurídicas.xxix Las libertades mencionadas en la Constitución (libertad religiosa, libertad de prensa, etc.) servirían para establecer excepciones a un deber o delimitar la competencia (potestad) del legislador.
Frente al poder estatal una libertad, o sirve para marcar el límite de lo jurídico –de la autoridad en el sentido de Raz– o bien se refiere a actos irrelevantes cuya inclusión en textos jurídicos no tendría ningún efecto jurídico concreto. Estaríamos frente a normas meramente declarativas (una promesa que el legislador se hace a sí mismo y que puede cumplir o no, a su antojo), salvo que exista un órgano autorizado para declarar la nulidad del acto que la vulnere. Ahora bien, el reconocimiento explícito de la libertad como un valor produce normalmente efectos institucionales relevantes, más allá de marcar un límite a la competencia del legislador cuya transgresión podría ser “sancionada” con nulidad.xxx Así, la libertad de enseñanza fue reconocida constitucionalmente en Chile en 1874, mucho antes de que comenzara a operar en nuestro país la revisión judicial de las leyes. Hasta ese momento, como se estudiará en el Capítulo 2, la doctrina estima que la Constitución de 1833 consagraba el “Estado docente” (Serrano 1994; Labarca 1939); no obstante, como resultado de ese cambio constitucional el sistema educativo chileno giró hacia un sistema mixto, con predominio estatal pero con presencia creciente del sector privado, el que pudo acceder, incluso, al financiamiento público (Peña, 2016: 10-17). La tesis de la irrelevancia de las declaraciones constitucionales de “libertad” resulta ser, en este caso al menos, falsa.
El esquema de Hohfeld sirve asimismo para apreciar el error de la postura que niega a los derechos sociales –como el de educación– el carácter de “derechos subjetivos”. Tales derechos –lejos de ser meras normas declarativas o programáticas– incluyen facultades para exigir una prestación (como la educación básica y media gratuita); libertades (como la de impartir enseñanza y la de los padres para escoger el establecimiento para sus hijos); potestades (para crear y organizar establecimientos) e inmunidades (como la libertad de cátedra). Solo malinterpretando a Hohfeld algunos partidarios de la “concepción liberal-conservadora” (vid. supra, Capítulo 1) pueden entender que cuando se tiene una libertad (como la de enseñanza) otros carecen de título (derecho) para limitarla, o que cierto daño, perjuicio o interferencia en el derecho de los otros está permitido. Lo segundo nos remite al debate sobre los conflictos entre derechos, al que nos referimos en el Capítulo 1. Lo primero es un error, ya que el no-derecho de otros es para exigir (o impedir) que se trabe una relación de enseñanza-aprendizaje, o a que se cree o mantenga un establecimiento (excepto cuando se infrinjan los deberes legales); pero una vez creada la relación entre el establecimiento y otros sujetos –los estudiantes (y sus padres)– ellos quedan provistos de derechos-pretensión y amparados especialmente por el derecho fundamental a la educación.
Si bien la enseñanza en sentido amplio puede darse en un contexto de ausencia de regulación estatal, cuando hablamos de enseñanza con “reconocimiento oficial” inmediatamente se hace necesaria una configuración jurídica para que ella pueda ser practicable en la vida social. Esa configuración se lleva a cabo a través de un conjunto de normas que definen la institución jurídica: el sistema educativo, los niveles que lo componen, los requisitos de acceso y egreso para cada nivel, el rol del Estado y de los establecimientos, los derechos y deberes de profesores y alumnos, así como la autonomía de las instituciones educativas. Y no se trata de dos libertades diferentes. Por eso, mientras que la doctrina tradicional entendía que solo existe un derecho (subjetivo) cuando existe el deber correlativo; hoy tiene pleno sentido decir que alguien –incluso el Estado– tiene un deber porque otro (una clase de sujetos) tiene un derecho (Aguiló 2008: 19).
Entonces, cuando la Constitución o los tratados internacionales aseguran el derecho a la educación surgen obligaciones positivas para el Estado, como las de crear, mantener o financiar establecimientos, o reconocer establecimientos privados y dar becas a los alumnos, regular las relaciones entre unos y otros, favorecer la igualdad de oportunidades y la libertad de elección de los alumnos (o sus padres), controlar la calidad y entregar información relevante; lo mismo que obligaciones negativas, tales como no estropear la calidad del servicio que se ofrece, no discriminar en el acceso o impedir la elección de los alumnos o sus padres, no expulsar ni amparar expulsiones arbitrarias de los alumnos, no cobrar (ni permitir el cobro de) cuotas cuando la educación debe ser gratuita, etc.
La disposición constitucional que asegura la libertad de enseñanza en Chile (Art. 19 Nº 11) expresa, al menos, cinco normas distintas: i) una definitoria, que incluye en el concepto de libertad de enseñanza las facultades de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales; ii) la que confiere libertad para participar en procesos de enseñanza y aprendizaje, sin otras limitaciones que las que impongan la moral, las buenas costumbres, el orden público o la seguridad nacional; iii) la que faculta a los padres para escoger el establecimiento de enseñanza de sus hijos; iv) la que obliga al Estado a no interferir con las actividades (lícitas) de los particulares, y v) la que autoriza al legislador a regular, por medio de una “ley orgánica constitucional,”xxxi los requisitos para el reconocimiento oficial de los establecimientos de todo nivel, así como los medios para velar por su cumplimiento.
Es aquí donde surgen los problemas interpretativos. La formulación normativa parte expresando lo que los particulares pueden hacer/no hacer (la libertad), es decir, la esfera de lo que el Estado “no puede decidir” (Ferrajoli 2010). Pero al asegurar el derecho a la educación (Art. 19 Nº 10) y las materias que comprende la ley orgánica de enseñanza se señala lo que “debe ser decidido” por el Estado, ordenando su intervención. A su turno, la regla definitoria usa la voz “incluye” y es claro –aunque el tema de las normas implícitas genera aún algún debate–xxxii que de allí se sigue que hay elementos adicionales (no expresos) que integran el concepto. Pues bien, mientras más amplio sea el contenido de la libertad de enseñanza menor será el ámbito de competencia del legislador, y viceversa.
Cuando el ámbito propio de algunas instituciones viene definido por reglas y prácticas que son anteriores al Estado (o son independientes de él, ya que se comparten más allá de los límites del Estado), surge lo que podríamos llamar –parafraseando a Hart– el “noble sueño” de la autonomía. En el lenguaje del Derecho se busca asegurar a esas instituciones una esfera de libertad e inmunidad, que el Estado estaría obligado a respetar.xxxiii
La universidad –la asociación de maestros y estudiantes– tendría un “derecho” a la no interferencia estatal en su quehacer, una libertad para definir el contenido de los actos propios (de docencia e investigación, de administración y organización), una potestad para dictar normas que rijan su funcionamiento (que vincularían a sus miembros) y una inmunidad cuyo correlato es la incompetencia de los poderes del Estado para dictar normas que afecten esa libertad. La doctrina de la “autonomía” es un antídoto frente a la “pesadilla” de la intervención estatal.
Lo cierto es que la autonomía de las universidades es siempre una cuestión de grado: nunca es absoluta. En nuestro Derecho, ella es definida por la ley (no por la Constitución, como ocurre con los derechos fundamentales), lo mismo que los procedimientos y mecanismos que permiten su adecuado ejercicio, tanto en su dimensión académica como en la administrativa y financiera. Enseguida, para la propia existencia jurídica de las universidades, se requiere la intervención de los poderes públicos (el reconocimiento oficial) y queda entregada a esa voluntad política la decisión sobre su cierre. En el caso especial de las universidades estatales, sus estatutos se aprueban por ley y el Ejecutivo nombra a los rectores y también representantes en los órganos directivos. Los aportes públicos a las IES están sujetos al control de la Contraloría General de la República (CGR). Pero, también es cierto que la labor de las universidades no podría quedar reducida a la de un departamento del ministerio de Educación, en que un conjunto de funcionarios públicos ejecutan políticas oficiales que incluyen la selección de alumnos, la apertura de nuevas carreras, el marco curricular de la enseñanza superior, el valor de los aranceles, los criterios y estándares de calidad, etc. (algo así se pretendía configurar en el primitivo proyecto de ley de Reforma a la Educación Superior que se presentó al Congreso en 2016).
He argumentado antes, en contra de la opinión mayoritaria en la doctrina, que en nuestro sistema jurídico la autonomía no es un derecho fundamental, ni parte del contenido esencial de la libertad de enseñanza, y que no es idéntica para entidades estatales y privadas. Sostuve, en cambio, que la autonomía de las IES es una “garantía institucional” (Schmitt, 2011: 231 ss.), cuyo contenido específico se obtiene de la ponderación y delimitación recíproca entre el derecho fundamental a la educación y la libertad de enseñanza (León 2011). La teoría correcta sobre la autonomía universitaria debe situarse entre ese “noble sueño” de la libertad-inmunidad y la “pesadilla” de la intervención-dependencia estatal. Para construir un concepto operativo de la autonomía en ES, habría que partir de la noción general en la que ella se “anida” para complementarla con los rasgos elementales que a ella se le atribuyen en los textos legales, la práctica jurídica, la tradición universitaria y la literatura académica. Summers (2006) lleva razón cuando sugiere que el Derecho es una actividad tendiente a un fin, en la que “forma” y “función” van de la mano. De este modo, quienes se dispongan a crear (reconocer, regular o reformar) una institución dada, no pueden siquiera comenzar a redactar reglas sin antes haber comprendido los propósitos de tal institución, su forma global, su historia, sus características formales y componentes complementarios. Lo mismo vale, me parece, para el análisis conceptual.xxxiv
El sistema de enseñanza es un contexto normativo complejo, estructurado en varios niveles, que “se produce y autorreproduce de acuerdo a su propia lógica interna”, que se origina en prácticas sociales y se articula en torno a normas implícitas en esas prácticas y normas dictadas por autoridades; dada la primacía constitucional de la libertad, cualquier intento de formulación de normas explícitas en este ámbito “descansa en la interpretación de la práctica y su sentido” (MacCormick 2011: 41-42). Es un proceso de ajuste bidireccional constante y dinámico, en cuanto la práctica y sus convenciones condicionan la formulación, la interpretación y aplicación de las reglas y estas, a su turno, moldean y orientan el devenir de la práctica. Las instituciones de Derecho generan el marco que permite el libre desarrollo de la actividad universitaria y, asimismo, promueven y controlan que se desempeñe con calidad y equidad. Sin ese marco el sistema de educación superior deviene en un sistema de puro mercado, desnaturalizándose.xxxv
Por ende, el acertado diagnóstico acerca de la trayectoria y el funcionamiento de los sistemas educativos es relevante, tanto para realizar interpretaciones acerca de los derechos fundamentales a la educación y la libertad de enseñanza, como para el análisis de políticas públicas (sea que indaguen el origen, el diseño, su implementación o las causas de su eventual éxito o fracaso). Olvidarse de la historia o intentar reescribirla para que los conceptos adquieran de golpe un nuevo significado, de modo que la política educativa venga impuesta por una suerte de necesidad lógica, puede ser una vía hacia el fracaso de la reforma.xxxvi En este sentido, espero que este libro pueda ser útil para juristas, historiadores, estudiosos de los sistemas de educación superior y, también, para policy-makers.
Tal como se verá en los capítulos que siguen, el contenido de significado de las cláusulas constitucionales relativas a la educación ha ido cambiando en Chile, incluso sin que se modifique el texto de la Carta Fundamental. Las normas de la Constitución evolucionan por medio de la interpretación que efectúan el legislador y los jueces constitucionales, al margen de un procedimiento de reforma constitucional. En ocasiones ese proceso sigue el patrón expuesto por Ackerman (2011): una fuerte movilización social y deliberación pública generan propuestas de reforma que una coalición política recoge en su programa de gobierno; esa coalición triunfa en las elecciones presidencial y parlamentaria y logra aprobar leyes “estandarte”, que importan un cambio sustantivo en las reglas del juego y sortean la valla del control constitucional. ¿Sería la reforma educacional de la Nueva Mayoría un caso que verifica la tesis de la “Constitución viviente” del profesor de Yale? Así me parece, y esa fue otra de mis motivaciones para emprender este trabajo.
IV. ESTRUCTURA DEL LIBRO
Los objetivos de los gobiernos, los programas de los partidos en pugna y las pretensiones o expectativas de las personas que componen “el pueblo”, son materia de la política. Cada vez que se resuelve una elección –o que se alcanza el poder por otras vías– la facción vencedora intenta impulsar y reforzar sus objetivos programáticos, fundándolos en el lenguaje del Derecho; sea para acelerar procesos de cambio, para contenerlo o canalizarlo.xxxvii
El Derecho es un producto de la autoridad –de la Política– pero también es un discurso que configura el espacio de lo público y, por ende, condiciona a la Política. En esta tesis, centrada en el caso del Derecho chileno de la ES, nos interesa analizar esa relación en dos sentidos: cómo el Derecho –en cuanto lenguaje técnico– condiciona y delimita el discurso político y cómo puede servir, en determinados momentos que denominamos por este motivo “constitucionales”, también para estimularlo y expandirlo.
En Chile la opinión pública (la clase política, los medios, las audiencias, etc.) valora en alto grado el Derecho, al punto que se suele pensar que la ley es un remedio para todo tipo de problemas.xxxviii Desde los inicios de la República se exaltó la posibilidad de “ir formando un derecho propio”, con fuerte primacía de la ley, apoyada en la regulación administrativa (Bravo Lira, 1998; Guzmán Brito, 2005) y con el abogado como principal actor político (Baraona, 2010; Montt, 2015: 134; Serrano, 1994: 168-178).xxxix
La coherencia con la razón jurídica –el discurso dominante sobre los derechos– es condición necesaria para implementar una política pública eficaz, dado que el proceso legislativo y el control de constitucionalidad de la ley son instancias de encuentro entre Política y Derecho.xl Pero la política pública no se reduce al discurso jurídico, porque requiere también datos, estudios, diagnósticos y proyecciones. A su vez, el debate sobre fines y valores –la Política– da origen al Derecho; el discurso político que persuade a la mayoría parlamentaria –cuando es conforme con las normas constitucionales– se convierte en “declaración de la voluntad soberana” (ley) y ordena las conductas. La “razón profesional” jurídica, por eso, no puede monopolizar ni establecer por sí sola el discurso constitucional; algún grado de constitucionalismo democrático o popular es requerido para dotar de legitimidad –y de eficacia– a las decisiones legislativas o judiciales (Post y Siegel: 2013).
El Capítulo 1 busca arrojar algo de claridad respecto a estos puntos de partida o presupuestos conceptuales de la investigación, no tanto para proponer una definición original o neutral de los conceptos que aquí se utilizan sino para dejar claro cuál es la perspectiva desde la que habla el autor. Ese capítulo narra la génesis y la accidentada tramitación de la reforma a la educación superior propuesta por la presidenta Bachelet, para ilustrar la ambivalente relación entre Derecho y Política. En ocasiones, el Derecho pone frenos, actúa como un “dique” frente a la reforma; en otras, va cambiando, tanto por vías formales como por vías informales en virtud de la presión de fenómenos sociales y de su misma naturaleza argumentativa. El capítulo incluye, además, algunas referencias al constitucionalismo, en cuanto concepción del Derecho que supera la tradicional separación entre Derecho y Política (o la subordinación del Derecho a la Política que proponen las teorías escépticas del Derecho); señala las principales conexiones o puntos de unión entre Derecho y Política que esta concepción reconoce –especialmente la “conexión argumentativa”–; expone los dos principales esquemas de interpretación de los derechos sociales como derechos fundamentales: la lectura “liberal-conservadora” y la “progresista-igualitaria”, y profundiza la relación entre el Derecho y la política educacional, que aquí hemos esbozado a partir de los dos “modelos” ideales, el estatal y el de mercado. Se establece un marco teórico general que va más a allá del caso chileno.
Los siguientes capítulos están divididos según los ciclos constitucionales que ha experimentado Chile.
El Capítulo 2, de interés principalmente histórico, indaga en los orígenes del sistema de educación superior chileno, los cuales pueden rastrearse hasta la etapa colonial. Se observa que, con la formación del Estado, la educación pasó a jugar un rol clave para el progreso del país –inicialmente, más en el discurso que en la praxis política– en cuanto matriz de formación de buenos ciudadanos y de funcionarios que nutrieron la burocracia estatal así como de emprendedores y profesionales que desarrollaron la industria. Se formaron –como en casi toda América Latina– las primeras universidades nacionales, con el rol explícito de supervigilar el sistema educativo en su conjunto (Levy, 1995: 89). Pero, en Chile, bajo la primera Constitución que fue eficaz en el tiempo –la de 1833– el Estado siguió siendo oficialmente católico y era controlado por los conservadores; por lo tanto, la Universidad de Chile –creada en 1842 como continuadora de la Universidad Real– también lo era. En la segunda mitad del siglo XIX comenzaron los conflictos entre la Iglesia y el Estado, entre conservadores y liberales, debido a los avances del Estado laico (una de cuyas expresiones era el llamado “Estado docente”). El resultado de la pugna fue el reconocimiento constitucional de la libertad de enseñanza, lo que abrió paso –hacia finales del siglo– a la fundación de la Universidad Católica, una de las primeras universidades privadas del continente.
El Capítulo 3 examina la conformación del sistema mixto, que coincide con la instauración y vigencia de una nueva Constitución, la de 1925. La “segunda ola” de creación de universidades privadas (Levy, 1995) tuvo que ver, en el caso chileno, con las demandas y emprendimientos regionales. Comenzó a partir de 1920 y ya se advierte en la legislación de la época la voluntad de crear un sistema universitario. Pronto se pudo notar un predominio, al menos en número de instituciones, del sector privado.
Las universidades comenzaron a abrirse socialmente, sirviendo de impulso a las clases medias. Masones y cristianos, liberales y conservadores, estatistas e individualistas, se pusieron de acuerdo y establecieron un sistema de financiamiento estatal para todas esas entidades, sin hacer distingos en cuanto a su naturaleza jurídica. Este es uno de los rasgos particulares del caso chileno que despierta mayor interés en los estudios comparados. Es la época del auge de la intervención estatal en la economía, de la lógica política del “compromiso” y del surgimiento de los denominados “derechos sociales”.
Los “locos” años sesentaxli trajeron consigo la “reforma universitaria”; un cambio gestado desde el interior, desde la base, por los propios estudiantes, para poner a las universidades a tono con las expectativas de desarrollo cultural, económico y social. Luego vendrían las fallidas “Revolución en libertad” y la “vía chilena al Socialismo”, que se clausuran con el golpe de Estado de 1973. Siguiendo a Brunner (2009), esta es la etapa de formación de un sistema universitario “moderno”. La razón técnica y las “planificaciones globales” dieron como resultado un primer gran impulso a la educación superior, de tipo “descentralizado”, consolidando el sistema mixto. La ley Nº 11.575, la “reforma universitaria” y la reforma Constitucional de 1970 sirvieron para afirmar el principio de “autonomía universitaria” y el modelo de “Estado benefactor” que financia por igual a universidades públicas y privadas. El análisis de este período también nos muestra que desde antes del golpe militar comienza a gestarse en Chile –lo mismo que en el resto de Latinoamérica (Tedesco, 2012)– un giro en materia de política educativa: desde el foco en la política hacia la economía, y desde la noción de ciudadano a la de capital humano.
La política de educación superior de la dictadura se describe en el Capítulo 4. Claramente, se distinguen dos períodos, que coinciden con el antes y después de la dictación de la Constitución de 1980. El primero se caracteriza por la “contrarreforma” y la intervención autoritaria de las universidades (1973-1980), en tanto que el segundo, por la imposición del mecanismo de mercado por vía de una legislación de facto luego complementada por leyes aprobadas por la junta militar, al amparo de disposiciones transitorias de la Constitución (1981-1990). Culmina con la dictación de la ley Nº 18.962, orgánica constitucional de enseñanza (LOCE), el último de los “cerrojos institucionales” del régimen militar.
El Capítulo 5 estudia el desarrollo del sistema desde la restauración democrática hasta el presente. La primera fase arroja apenas algunos ajustes al modelo impuesto en dictadura; los dos primeros gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia (la alianza conformada para derrotar electoralmente a Pinochet), de los presidentes Aylwin y Frei, pusieron el foco en la recuperación democrática de las universidades estatales y el financiamiento de las universidades del Consejo de Rectores, privilegiando en ayudas estudiantiles el mecanismo de las becas. Los dos últimos gobiernos de la Concertación, de los presidentes Lagos y Bachelet, introdujeron políticas de corte más neo-liberal, incluyendo las leyes 20.027 (de Crédito con Aval del Estado) y 20.129 (Ley de Aseguramiento de la Calidad, en 2006), que impulsaron la expansión de la matrícula en IES privadas, hasta superar el umbral de “universalización”.xlii El foco en programas sociales y el descuido del crecimiento económico llevó, paradojalmente, a que se eligiera después un gobierno de derecha, que puso énfasis en la gestión antes que en las reformas. Es llamativo, en todo caso, que en ES el primer gobierno de Piñera impulsara proyectos de ley de corte más estatista que los formulados previamente por los gobiernos de la Concertación, como lo son las propuestas para establecer una superintendencia de educación superior, una agencia acreditadora fortalecida institucionalmente y un crédito estudiantil administrado por el Estado (con regulación indirecta de aranceles). Paradójicamente otra vez, la Concertación y el Partido Comunista se negaron a aprobar esos proyectos de ley, esperanzados en que el movimiento social empujaría los cambios –bajo el gobierno de la coalición que luego conformaron, con el nombre de “Nueva Mayoría”– todavía más a la izquierda. Bachelet propuso entonces el “cambio de paradigma”, lo que en ES se tradujo en la implementación gradual de la gratuidad, vía ley de presupuesto, la creación de nuevas IES estatales y la aprobación, al concluir su mandato, de la ley de reforma a la ES. La nueva ley (Nº 21.091) debe aún ser interpretada, ahora por un segundo gobierno de Piñera, en el marco de la Constitución y junto con parte de las bases legales del modelo de mercado –las leyes de 1981 y 1990– que aún se mantienen vigentes. Dado que una ley no es suficiente para cambiar la fisonomía de un sistema de ES, es probable que el sistema chileno siga evolucionando, en direcciones que escapen a lo que fue la previsión y designio de los gobiernos y legisladores.
Lo que este libro quiere poner de manifiesto es que no se puede interpretar “internamente” el Derecho, sin una mirada a los factores “externos”,xliii los movimientos sociales y la dinámica de los acontecimientos históricos que explican el surgimiento y el cambio de una determinada realidad normativa. El Derecho va cambiando, es cierto, por vías formales, pero también por vías informales (cambios en la concepción de los derechos) en virtud de esos fenómenos sociales. Hay acuerdos tácitos, hay compromisos, transacciones y actos de poder. Eso ha ocurrido igualmente en el ámbito de la educación superior chilena. De otro lado, el sistema de ES ha jugado siempre un rol relevante en la configuración del Derecho y las políticas educativas. Tal como las élites formadas en las instituciones coloniales debieron asumir la tarea de la independencia y la formación del Estado, los profesionales –de la élite y especialmente de clases medias– formados en las primeras universidades privadas accedieron a posiciones de poder y, así, la universidad nacional fue perdiendo influencia. La idea de “Estado docente”, si existió alguna vez como discurso político, rápidamente se esfumó. El modelo de mercado en la educación, aunque impuesto legalmente por una dictadura, no habría sido posible sin un sector privado ya consolidado en la sociedad chilena.
La relación de precedencia entre los derechos a la educación y libertad de enseñanza es otro de los aspectos que ha ido cambiando. En los inicios de la República la educación era vista como un deber central del Estado y una condición del pacto social. Luego, lenta y gradualmente, la libertad de enseñanza entra al ruedo y va ganando primacía, desde fines del siglo XIX. Con la Constitución de 1980 y hasta los tres primeros gobiernos de la Concertación, se asumió sin cuestionamientos que la Constitución asignaba mayor importancia a la dimensión de libertad (de creación y organización de centros educacionales) que al derecho a la educación en su carácter prestacional; que otorgaba preeminencia a la autonomía de las IES por sobre el derecho de los estudiantes (o de sus padres) para escoger el establecimiento de enseñanza, limitando incluso las posibilidades del legislador, para regular la actividad. Esa relación de precedencia de los valores que ordenan la organización del sistema educativo cambió bajo el gobierno de la Nueva Mayoría –un acotado cambio de paradigma– dado que una serie de políticas gubernamentales, leyes y fallos del Tribunal Constitucional parten ahora de la concepción de la educación como derecho social y subordinan la libertad de enseñanza al cumplimiento de condiciones que aseguren el igual disfrute de ese derecho. Ese cambio en el lenguaje constitucional tiene antecedentes ya en el primer gobierno de la presidenta Bachelet.
Si dos discursos pudieron operar bajo la vigencia de un mismo texto constitucional, o una de tales interpretaciones está equivocada o se debe aceptar que la Constitución –el significado de su texto– evoluciona junto con el cuerpo social, se transforma si ocurre un cambio relevante en las circunstancias sociales y políticas, esto es, el contexto en el cual y sobre el cual la Constitución se aplica. Que esta última es la mejor manera de entender el cambio constitucional lo corrobora la amplia reforma educacional de la presidenta Bachelet, durante su segundo período de gobierno, que logró sortear en lo sustantivo la valla del control constitucional. Allí el discurso jurídico –la concepción del derecho a la educación prevaleciente en la cultura jurídica– no operó como límite a las posibilidades del discurso político, sino que las expandió, permitiendo al legislador lo que antes estaba prohibido.
El acápite de Conclusiones tiene como propósito establecer, sumariamente, la evolución y “el estado de la cuestión” de ese balance entre derecho a la educación y libertad de enseñanza, de modo que pueda servir de guía a quienes estudian, analizan y formulan políticas públicas en este ámbito. En breve, se sostiene que existe un derecho fundamental a la educación superior, que implica deberes positivos y no de mera abstención para el Estado, que se ha ido configurando sucesiva e incrementalmente a través de una serie de “hitos” institucionales –que este libro estudia en detalle– en que las autoridades políticas y jurisdiccionales han resuelto conflictos diversos, y que ha requerido permanentemente de ajustes recíprocos y ponderación con la libertad de enseñanza. Las libertades académicas, de elección de los estudiantes y de iniciativa privada, han sido parte de nuestra tradición republicana.
El Derecho presente es producto de la política del ayer –es herencia del pasado– y es una herramienta de cambio social, de cara al futuro. A esa tensión permanente se suman, en ES, la de los dos principios rectores del sistema (derecho y libertad) y las dos estructuras o diseños ideales (Estado y mercado). De allí surge la necesidad de la ponderación entre la dimensión de libertad (que permite la participación de privados en la enseñanza con una razonable esfera de autonomía) y la potestad de las autoridades públicas, en orden a orientar el desarrollo del sistema de ES, fomentar y asegurar la calidad de enseñanza y lograr la igualdad de acceso a las oportunidades educativas.
En este trabajo, a partir del análisis de la evolución institucional de la ES chilena, se trata de aplicar un método para el análisis de las políticas públicas y del Derecho como herramienta de solución a (ciertos) problemas sociales, desde la concepción interpretativa o argumentativa del Derecho (Dworkin, Alexy, Atienza). Aunque, como dicen Calabresi y Melamed (1996) este –como cualquier otro– tipo de análisis está destinado a ser solo una de las pinturas de la catedral de Rouen que hizo Monet. Para conocer y entender la catedral habría que verlas todas.
i En Colombia, en 2011 hubo análogamente una serie de protestas estudiantiles que reivindicaban la educación como derecho y se oponían a la reforma de la ley Nº 30 de 1992, de Educación Superior, proyecto del gobierno que apuntaba a atraer inversión privada, permitir la creación de instituciones de educación superior (IES) con fines de lucro y aumentar la cobertura (Cruz, 2013). El movimiento estudiantil chileno tuvo más influencia en el programa del gobierno que triunfó en la siguiente elección presidencial, aunque no consiguió mantener esa influencia en la formulación de las políticas de este.
ii La oposición entre bien de consumo y derecho social ya era usada por los voceros del comando de la entonces candidata opositora, Michelle Bachelet, en junio de 2013.
Véase: http://www.emol.com/noticias/nacional/2013/06/09/602882/elizalde-responde-a-allamand-la-educacion-no-es-un-bien-de-consumo-sino-un-derecho-social.html
iii Las tres “reformas estructurales” del programa de gobierno de Bachelet eran: la reforma tributaria, para financiar programas sociales; la reforma educativa, para garantizar la educación como un derecho social (el nuevo paradigma de las políticas públicas) y una nueva Constitución, democrática, para Chile. Corresponden a tres demandas ciudadanas que surgieron del movimiento estudiantil de 2011.
iv La frase es del senador Quintana, presidente del Partido por la Democracia (PPD) y entonces vocero de la Nueva Mayoría, en marzo de 2014. Véase: http://www.24horas.cl/politica/quintana-no-sera-aplanadora-sera-retroexcavadora-1145468
v Entre otros, así lo sostienen: Atria et al. (2014: 19-24); Atria (2014a: 44-54); Garretón (2013: 171-177); Mayol (2014: 39-46). Sobre los rasgos autoritarios y neoliberales que persisten en la Constitución vigente, véase Ruiz-Tagle (2016: 251-253).
vi Cuba, en tanto, responde al modelo estatal (Santos y López, 2008; Noda Hernández, 2016).
vii El PIDESC fue ratificado por Chile en 1972, pero solo entró en vigencia al publicarse en el Diario Oficial el 27 de mayo de 1989 (Decreto N° 326 del Ministerio de Relaciones Exteriores). Según su Artículo (art.) 2.1, los Estados Partes se comprometen a adoptar medidas, incluyendo las legislativas y “hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente” la plena efectividad de los derechos que reconoce. Su art. 13 reconoce el derecho a la educación y el N° 2 Letra c) señala que la ES debe hacerse accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno y mediante “la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”.
viii Como vimos, el propio Levy (1995) plantea que “lo público” orientó la política de ES chilena por más de un siglo, en tanto que el proceso de privatización se ubicó en el centro de la escena desde la década de 1980. En nuestro medio, Bellei (2015: 108) plantea que el sistema educacional chileno es fruto de un “gran experimento” y constituye “una versión extrema de políticas de privatización con una lógica de mercado”, impulsadas por la dictadura militar. Según Ruiz (2010), frente a un sistema educacional que, en los siglos XIX y XX, se sustentaba en la idea de República, con el Estado jugando un papel central, el modelo que impone el régimen de Pinochet se funda en la libertad de mercado. Con todo, para Ruiz (2010: 124) Chile solo obedeció a la norma: “con más fuerza aún en los años 1980, las políticas neoliberales de ajuste estructural se expanden por todo el mundo, impulsados por los gobiernos de Thatcher y Reagan, siendo objeto de recomendaciones especiales por organismos como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a la mayoría de las economías del Tercer Mundo”. Riesco (2007: 37-38), plantea: “El 11 de septiembre de 1924, en un marco de movilizaciones sociales, una junta militar de corte progresista toma el poder y promulga la primera legislación social, creando las instituciones económicas y políticas básicas del Estado chileno moderno, incluyendo una nueva Constitución política. Adoptó un nuevo tipo de estrategia de desarrollo guiado por el Estado, cuyo norte era el progreso tanto económico como social. Esta se desenvolvería de manera ascendente a lo largo de medio siglo, impulsada por gobiernos democráticos de variadas denominaciones ideológicas (…). Un golpe militar de extrema derecha, encabezado por Pinochet, le puso término violentamente, el 11 de septiembre de 1973”. Con el Golpe se habría iniciado el período neoliberal en Chile.
ix La agenda de políticas se refiere a las prioridades que fija la autoridad política en un cierto período para enfrentar determinados problemas o necesidades públicas (Zapata, 2013: 33-35).
x El “argumento de la superación” –un tipo de “argumento por etapas”– subraya la posibilidad de ir siempre en un sentido determinado sin que se entrevea un límite en esta dirección, con un crecimiento continuo de valor (Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1994: 443). La idea de “diálogo” y de “síntesis” entre generaciones en la interpretación constitucional proviene de Ackerman (1991: 86-99; 2006: 197-202; 2011).
xi En esa línea, con distintos matices, se sitúan los trabajos de Atria et al. (2014); Atria (2014b); Bellei (2015); Ruiz (2010) y Riesco (2007); entre otros.
xii La reforma educativa en Uruguay, según cierta literatura “progresista”, sería neoliberal, a pesar de que no descentralizó, no impulsó la privatización del sistema ni introdujo el financiamiento a la demanda; las reformas en Argentina y Chile, implementadas post dictaduras, fueron neoliberales para la izquierda y estatistas para la derecha (Tedesco, 2012).
xiii Nótese la similitud de esta idea con la metáfora de “la novela (escrita) en cadena” que utiliza Dworkin (2005: 166 ss.) para explicar el Derecho como integridad y su relación con la historia.
xiv Los trabajos más relevantes no incluyen la historia reciente, o bien están centrados en la historia de una institución o sector específico. Véase el de Serrano (1994), enfocado en la Universidad de Chile (UCh) y el de Krebs et al. (1994), en la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC); y los de Labarca (1939) o Campos Harriet (1960), limitados, por la época en que fueron escritos, a ciertos períodos históricos.
xv El trabajo de Faúndez (2011) es un referente en este sentido. Tomando como base el concepto de “democratización”, Faúndez analiza la historia institucional chilena, entre 1831 y 1973, desde la perspectiva de la interdependencia entre el debate y contexto político y el contenido y función de las instituciones legales.
xvi Por “dogmática jurídica” se entiende para estos efectos una cierta modalidad de análisis del Derecho centrada en el estudio de normas positivas vigentes en un tiempo y lugar, que se distingue por el tipo de fuentes a que recurre y la tradición o técnicas interpretativas que privilegia. Otras expresiones tampoco se relacionan con el tipo de investigación que aquí se realiza. Como señala Nino (1993: 11), la expresión “ciencia jurídica” prejuzga acerca del carácter científico de la actividad, con implicancias respecto a los rasgos que debe presentar; la de “teoría jurídica” parece aludir a ciertas elaboraciones conceptuales de alcance limitado, más que a la descripción de una práctica en su conjunto, y el término “jurisprudencia”, en nuestra lengua (española) está más bien asociado a las prácticas judiciales.
xvii En su clásico estudio sobre Historia del Derecho Privado, Wieacker (1957: 4) sostiene que una exposición de conjunto ha de contar “con sus propios recursos”. Si se construyera como historia de las instituciones, “tendría que renunciar a la historia de las concepciones jurídicas”; como historia externa del Derecho, se limitaría a “la historia de las fuentes” y como historia de los juristas, se tornaría “una historia de la literatura jurídica”. Pero, por esas vías, “no parece que se haya captado aún el curso histórico y medular del Derecho, ni preparado apenas una “comprensión” real en el moderno sentido de la Historia”.
xviii Es el método, guardando las proporciones, que paradigmáticamente utiliza Aristóteles (2005) para estudiar y exponer la Constitución de los atenienses. Frente a la construcción ideal –a priori– de Platón, el filósofo estagirita se centra en el surgimiento y evolución de las instituciones políticas, analiza sus causas y efectos, pros y contras, y su relación con el contexto histórico e ideológico que las anima.
xix La distinción entre “law in books” y “law in action” pertenece a Pound (1910).
xx Se podría discutir que el período actual comienza con la aprobación de la Constitución de 1980. Sin embargo, sucesos como el plebiscito de octubre de 1988 (derrota electoral de Pinochet), el plebiscito para aprobar un conjunto de reformas a la Constitución en 1989, y las elecciones de nuevas autoridades democráticas a fines de ese año, marcan claramente a mi juicio un nuevo “momento constitucional” en el sentido desarrollado por Ackerman (1999, 2001, 2011). Cristi y Ruiz-Tagle (2006) y Ruiz-Tagle (2016) así lo entienden al periodizar los ciclos constitucionales de la historia republicana chilena.
xxi Así, Iriarte et al. (2008) se equivocan al analizar “las secuelas del neoliberalismo” en las leyes de educación superior de Argentina (Ley Nº 24521 de 1995); Chile (Ley Nº 18.962 de 1990) y España (Ley Nº 6 de 2001, Orgánica de Universidades), sin tener en cuenta las diferencias contextuales. Las semejanzas que observan son: i) la transferencia de competencias, desde el gobierno y universidades, a consejos o agencias que incluyen representantes del sector empresarial y, al interior de las IES, desde órganos colegiados a autoridades unipersonales; ii) el paso al “Estado evaluador”, con énfasis en la acreditación de la calidad; iii) la diversificación institucional, y iv) la diversificación de fuentes de financiamiento, con mecanismos competitivos y rendición de cuentas. El caso es que en España la dictadura de Franco impulsó un “contra-modelo” respecto de los avances de la Segunda República, de modo que la educación pública “volvió a ser subsidiaria y residual”; en contraste, la nueva democracia –en especial el gobierno del PSOE, socialdemócrata– logró importantes resultados en cobertura e inversión pública (De Puelles, 2014). Asimismo, como ha ocurrido en ciertos períodos en Chile y Argentina, el proceso de diversificación institucional en ES –que suele verse como expresión del neoliberalismo– puede incluir la creación de nuevas IES públicas.
xxii En igual sentido, Brunner y Uribe (2007: 84 ss).
xxiii Las corporaciones y fundaciones universitarias, en la medida que son reconocidas por el Estado, se les dota de personalidad jurídica y se les garantiza un margen de autonomía, pasan a ser también “agencias institucionales” (MacCormick, 2011: 57).
xxiv Este –y no el Estado-familia– es el modelo que presenta más semejanzas con el “Estado docente” que predominó en el Chile del siglo XIX, según veremos en el Capítulo 2.
xxv Los modelos “ideales” no intentan describir una realidad sino proveer herramientas conceptuales para facilitar su análisis. Tampoco constituyen necesariamente un ideal regulativo.
xxvi Así, Atria (2013, 33-34) opone dos modelos de Estado de Bienestar: el Estado “neoliberal”, que se caracteriza por el predominio de asistencia focalizada (means-tested), y el “socialdemócrata”, que busca promover “una igualdad de los más altos estándares” (no de necesidades mínimas).
xxvii En marzo de 2017, Bachelet dijo que la educación de calidad en Chile “ha estado disponible mayormente para quienes pueden pagarla o están dispuestos a endeudarse por altos montos”, sin que el mérito y el esfuerzo garanticen el acceso a ella; es decir, “la educación era vista como un bien de consumo y no como un derecho social”. Por ello, “un objetivo central” de su gobierno fue consagrar la gratuidad de la educación, sustituyendo el aporte de las familias por recursos públicos, “en un marco de derechos universales y no como políticas asistenciales aleatorias”. Dicha reforma (que se consolidó con la promulgación de la ley Nº 21.091), agregó, fue resistida ásperamente por quienes prefieren la provisión privada en educación antes que la pública.
xxviii Por oposición a la estática, que mira a la voluntad del legislador (Wróblewski 2003: 166 y ss.).
xxix Hohfeld, no obstante, ilustra la libertad con el ejemplo del comerciante que puede autorregular su conducta, según su criterio y elección, en todo “lo que no sea contrario a la ley”. El mejor sinónimo de “inmunidad” para este autor es “exención” y ella puede ser el resultado de leyes que la otorgan.
xxx Uso “sanción” por analogía, pues, como sabemos, es algo distinto a la nulidad (Hart 2004: 42-44).
xxxi La explicación del marco constitucional vigente y del concepto de ley orgánica se tratan en el Capítulo 4.
xxxii Me parece que Aguiló (2000: 125-154) y Guastini (2016: 355-362) dan debida cuenta de su existencia.
xxxiii Nos ocupamos acá de las universidades, pero otro tanto podría decirse de las iglesias, los clubes de fútbol o cualquier otra asociación cultural o deportiva.
xxxiv Ross (2006) y Olivecrona (1991) sugieren que los derechos subjetivos son “palabras huecas” o conceptos “puente”, que sirven para enlazar –y designar– un conjunto de hechos condicionantes con un conjunto de consecuencias jurídicas. Palabras como “universidad”, “autonomía”, “libertad de enseñanza” y “derecho a la educación”, sin embargo, son de otra índole. Son “conceptos interpretativos”, como se verá en el Capítulo 1.
xxxv Lleva razón Sandel (2013) cuando dice que hay cosas que “el dinero no puede comprar”; así, la admisión a las universidades es un asunto de mérito y esfuerzo y no debería quedar librada al mejor postor. Ello no es incompatible con reconocer las funciones del mercado en las sociedades modernas (Peña, 2017a).
xxxvi Ignacio Sánchez, rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile (UC), con motivo de la reforma propuesta por el gobierno, dijo que el “desconocimiento de la historia y presente” de nuestro sistema de educación superior “constituye una injusticia y discriminación imposible de aceptar”. Agregó que la diversidad del sistema debe ser valorada, “conscientes de que el foco prioritario ha de estar en la calidad”. En: El Mercurio, 31 de marzo de 2017, p. A2.
xxxvii En Chile, los momentos más relevantes de reforma del sistema de ES se dan en la fase fundacional (como vemos en el Capítulo 2), en los años sesenta (Capítulo 3), en la segunda parte de la dictadura (Capítulo 4) y en el período de la Nueva Mayoría (Capítulo 5). El cambio fue canalizado en la etapa del “Estado de compromiso” (Capítulo 3) y durante los gobiernos democráticos post-dictadura (Capítulo 5) y contenido en el primer momento de la intervención militar (el período de la “contra-reforma”, según se observa en el Capítulo 4).
xxxviii El legalismo y la expansión regulativa son rasgos característicos de nuestra cultura jurídica (Barros, 1992).
xxxix La codificación, por ejemplo, busca la ruptura con el pasado y el afianzamiento del ideal nacional. Un primer promotor de la tecnocracia legal en Chile fue Diego Portales, un impulsor de la codificación (Guzmán Brito, 1988: 73-107). Bello, amigo de Portales, fue el especialista con mayor influencia en la cultura jurídica de la fase fundacional. Sobre la “tecnocracia” y su rol en la política chilena, véase: Silva (2010).
xl También se produce ese encuentro cuando una (deficiente) política pública provoca una demanda desmesurada sobre la adjudicación judicial de los conflictos. Sobre judicialización y ES, véase León (2014).
xli Según Jocelyn-Holt (2014a: 123-136) el “desenfreno eufórico” de los años sesenta, en que se desata “la pasión por el cambio”, marca el fin irreversible del “Antiguo Régimen” en Chile. En esa etapa se incurrió, según este autor, en el error político de olvidar que, con frecuencia, “la realidad se está moldeando sola” y, en particular el gobierno de la Democracia Cristiana, con Eduardo Frei, “desató dinámicas que luego no supo controlar”.
xlii Esto es, más de 50% de cobertura del grupo etario respectivo (Brunner 2015).
xliii Sigo aquí la distinción entre “historia interna” y “externa” del Derecho, en el sentido propuesto por Campos Harriet (1963:10), quien la toma de Leibniz.