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Introducción

La difícil situación política mundial del año 1956 y el temor de la población estadounidense ante la amenaza de una guerra impulsaron al P. Kentenich en noviembre de 1956 a hablar sobre el ideal del hombre apocalíptico en un tiempo apocalíptico. A comienzos del año 1957, profundiza estas reflexiones.

Según expone, vivimos en un tiempo en el que nadie tiene derecho a vivir de forma mediocre. El Apocalipsis exige espíritu de mártires y, como los primeros cristianos, también nosotros tenemos que estar dispuestos a sufrir el martirio. ¿Cómo podemos prepararnos para ello? Tomando más en serio nuestra alianza con Dios y poniéndonos completamente a su disposición. La preparación interior al martirio comienza en el martirio de la vida cotidiana, en el sí a la voluntad de Dios en las pequeñas cosas de cada día. Esta orientación hacia Dios y su voluntad, la vida en alianza con Dios, confiere a nuestra vida un punto firme de reposo, y nos prepara para situaciones en las que nos veamos desafiados por las dificultades y el sufrimiento.

Pero no solo nosotros nos ponemos a su disposición. En las consideraciones subsiguientes el P. Kentenich enfatiza una y otra vez que se trata de una disponibilidad mutua: Dios también se pone a nuestra disposición. Él mismo se nos regala: nos regala su poder, su sabiduría y, sobre todo, su amor misericordioso. La gran inquietud que atraviesan las pláticas que van hasta marzo de 1957 es la transmisión de la correcta imagen de Dios. El P. Kentenich constata que muchas personas tienen una imagen distorsionada, errónea de Dios, y que solo unas pocas están profundamente convencidas de que el afecto primordial en Dios hacia sus criaturas es el amor misericordioso. Ese el amor que, en primer lugar, se encuentra en Dios, y no la justicia. El P. Kentenich acentúa que la imagen de Dios es la imagen del Padre, y, en concreto, la imagen del Padre misericordioso. Quien en el mundo moderno no posea la correcta imagen de Dios no puede dominar la vida y se derrumba.

Lo detallado de sus exposiciones sobre este tema y el énfasis con el que habla muestran qué importante es para el P. Kentenich la correcta imagen de Dios. Una de las tardes dice así: «¿Entienden por qué me detengo siempre tanto en el mismo pensamiento? Porque estoy convencido de que lleva mucho tiempo hasta que nuestra imagen de Dios cambia. No quisiera continuar hasta que (esa imagen errónea de Dios) se haya quebrado. Si tenemos la correcta imagen de Dios habremos ganado la batalla. Entonces podrá venir lo que quiera». En otra ocasión dice: «Les he prometido que no quiero cejar hasta que nuestra imagen de Dios no haya experimentado una perfecta transformación, esto significa en la práctica, hasta que estemos convencidos hasta lo más profundo de nuestro interior, hasta la última fibra de nuestro ser, que el afecto primordial en Dios no es tanto la justicia sino más bien la misericordia».

El P. Kentenich describe la imagen del Padre misericordioso recurriendo primeramente a la Sagrada Escritura. Dios es el Misericordioso y Fiel que siempre de nuevo cuida a su pueblo. Mensajeros importantes de la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento son los profetas Oseas e Isaías. En el Nuevo Testamento Dios nos regala una lección ilustrada de la misericordia: Cristo y la Santísima Virgen. Cristo nos revela el nombre de Dios como Padre y su amor paterno. Nos enseña a orar: «Padre nuestro».

También María anuncia a Dios como Padre misericordioso y representa en su persona la misericordia divina. Ella es la Madre y la Reina de la misericordia. Ella nos regala la misericordia que Dios ha depositado en su corazón. Hasta el día de hoy ella tiene junto a Cristo la tarea de conducir a los hombres hacia el Padre. Ahora bien, ¿en qué medida nos hace experimentar Dios su amor infinitamente grande? Su amor misericordioso es su respuesta ante las debilidades y pecados del hombre. Ese amor presupone la miseria y el desvalimiento del hombre. A la imagen del Padre misericordioso corresponde la imagen del hijo digno de conmiseración. Pero Dios solo puede brindar su misericordia, si el hijo confiesa que necesita de ella y se abandona con toda confianza al Padre. De esta manera la alianza entre Dios y el hombre se convierte en una alianza entre la misericordia divina y la miseria humana.

El amor misericordioso de Dios nos envía también cruz y sufrimiento. El P. Kentenich dedica mucho tiempo a explicar a sus oyentes que la misericordia de Dios no consiste en liberarnos del sufrimiento, sino en enviarnos sufrimiento para educarnos a fin de que lleguemos a ser hombres interiormente libres: libres de todo lo que no es Dios, a fin de ser libres para Dios. Él quisiera liberarnos de la arrogancia, de la adoración de nosotros mismos y de la mediocridad. Por último, quisiera hacernos semejantes a su Hijo Jesucristo.

Deberíamos preguntarnos seriamente: ¿estamos convencidos de que el amor misericordioso de Dios está constantemente a nuestra disposición? Esto significa, en la práctica: ¿consideramos todas las situaciones de nuestra vida, sobre todos los golpes del destino, como expresión del amor misericordioso? ¿Vemos en ello un regalo de Dios y pedimos también ese regalo? Solo podemos llegar a ser interiormente libres si superamos nuestro sentimiento de rechazo a la cruz y el sufrimiento y nos hacemos interiormente dependientes de la voluntad del Padre Dios.

Con gran comprensión aborda el Padre Kentenich las resistencias con las que la naturaleza humana reacciona ante el sufrimiento. Sus consideraciones son exigentes en el mejor sentido de la palabra. Él escala junto con sus oyentes una alta montaña e introduce en los estadios más elevados de la vida espiritual. Llama la atención cuán en serio toma el P. Kentenich las reacciones y preguntas de sus oyentes y qué cuidadosa, clara y práctica es la forma en que responde. La solución de las dificultades —insiste él una y otra vez— reside en la correcta imagen de Dios, en la palabra «Padre». Él es el Padre que nos conduce, y nos envía el sufrimiento siempre para nuestro bien.

Un lugar especial ocupa la plática del 2 de febrero de 1957. Esa tarde, el P. Kentenich aplica las consideraciones vertidas hasta ese momento a la historia de la Obra de Schoenstatt. Muestra cómo Dios y la Santísima Virgen toman en serio la Obra de Schoenstatt. En una época en la que el nacional socialismo se constituyó en una amenaza extrema, el fundador y la fundación aceptaron el reto de Dios. Su respuesta fue: por nosotros mismos somos desvalidos, pero confiamos en Dios y en la Santísima Virgen y nos abandonamos a su conducción. El P. Kentenich acentúa mirando hacia atrás: «Schoenstatt ha sostenido siempre: no ha sido nuestra virtud, sino nuestra miseria la que movió a la Santísima Virgen a sellar con nosotros la alianza de amor y a convertirla en alianza de amor con el Padre. Como ven, por el reconocimiento de esa debilidad y miseria Schoenstatt ha atravesado todas las turbulencias de la época, de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial».

Por último destaca el P. Kentenich a la liturgia como una brillante lección ilustrada de la misericordia de Dios, en especial la celebración de la santa misa. En ella, por un lado, se une la misericordia del Padre a la misericordia de Cristo y de la Santísima Virgen, y por otro lado, a través de ella podemos mostrar a Dios nuestro amor y nuestra adoración. Entre las peculiaridades de las pláticas pronunciadas por el P. Kentenich entre enero y marzo de 1957 se cuenta, en primer lugar, el llamativo número de imágenes y símbolos que utiliza para introducir a sus oyentes en un tema, y, en segundo lugar, el hecho de que en el curso de las pláticas interpreta cuatro de las oraciones que él mismo compuso en el campo de concentración de Dachau.

Hna. Mariengund Auerbach

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