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PRECEDENTES

LA LLEGADA DE JOSEMARÍA ESCRIVÁ al mundo, en 1902, se produjo en plena Belle Époque, un periodo histórico de Europa occidental y de América del Norte que comenzó hacia 1880, una vez concluida la guerra franco-prusiana, y que duró hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914. Esas cuatro décadas se caracterizaron por la prosperidad en los países desarrollados, con una economía sustentada por la industria, el constante aumento de la demografía urbana, los avances científicos y tecnológicos en diversos ámbitos —por ejemplo, la medicina, la radiotelefonía, la aeronáutica, la cinematografía— y el desarrollo de nuevas expresiones artísticas, como el impresionismo, el Art Nouveau y el cubismo.

El idealismo y el positivismo imperaban en el mundo académico, optimista con la idea de progreso y los adelantos científicos y tecnológicos. La confianza en las capacidades del hombre impregnaba también la vida de las naciones. Las grandes potencias incrementaban la expansión colonial con el deseo de llevar su dominio a todo el orbe, beneficiándose de las materias primas de esos países.

En Occidente, el paso de las sociedades rurales a las industriales llevó consigo un brusco cambio social. Las paradojas de los diversos sistemas liberales se transformaron en desigualdades y confrontaciones. Y, en parte como reacción, el pensamiento y la acción del socialismo, del comunismo y del anarquismo crecieron exponencialmente.

Por entonces, España buscaba de algún modo su propia identidad. La pérdida de las posesiones de Filipinas, Cuba y Puerto Rico en el llamado desastre de 1898 había demostrado que el país ya no era una potencia en el concierto de las naciones. Además, la monarquía constitucional instaurada en 1874 —la Restauración— presentaba signos de cansancio y de desorientación política. La alternancia de Gobierno entre los liberales y los conservadores, basada en el caciquismo, tenía sus días contados debido al crecimiento de los partidos de masas. Por este motivo, no fueron adelante los proyectos regeneracionistas del conservador Antonio Maura, ni los intentos de mejora del liberal José Canalejas, asesinado por un anarquista en 1912. A la necesidad de renovación política y social se unieron otras dificultades, como los miles de soldados que murieron en la guerra contra las tribus rifeñas de Marruecos (1911-1927) y los conflictos sociales, alimentados por el intenso éxodo rural a las grandes ciudades y las ideologías revolucionarias.

Los diecinueve millones de españoles vivían un lento despertar al mundo contemporáneo. El 70 % residían en zona rural, el 63 % eran analfabetos y la tasa de mortalidad infantil superaba el 1,5 %. En cambio, crecían las zonas urbanas, aumentaba la clase media y se prolongaba la esperanza de vida para los adultos, que rondaba los cincuenta años.

España era un país confesional. A principios del siglo XX, la mayoría de la población estaba bautizada y recibía la doctrina católica en los templos y escuelas. 33 000 sacerdotes diocesanos, 12 000 religiosos y 42 000 monjas daban una fuerte presencia institucional a la Iglesia en el territorio nacional, desde las grandes ciudades hasta los pueblos más remotos. El 25 % de la educación primaria y el 80 % de la secundaria estaba en manos de instituciones religiosas.

La Iglesia tenía también un proyecto regeneracionista para España de acuerdo con la tradición católica. El cristianismo estaba arraigado en la vida social, con una religiosidad que padecía a veces el clericalismo y la falta de reflexión personal. De acuerdo con la enseñanza de la Iglesia y con la herencia cultural recibida, la mentalidad tradicionalista, favorable al Estado confesional, era mayoritaria entre los católicos. Por eso, aplaudieron las condenas del Papa Pío X (1903-1914) al modernismo, postura intelectual que entendía la fe como un pensamiento inmanente.

LA LLAMADA

Josemaría Escrivá Albás nació en Barbastro, Huesca, el 9 de enero de 1902. Su padre se llamaba José Escrivá Corzán y había nacido en Fonz, Huesca, en 1867; el linaje procedía de Balaguer (Lérida). Su madre se llamaba Dolores Albás Blanc y era barbastrina, con antepasados en Aínsa (Huesca). La pareja se había casado cuatro años antes, en 1898, y residía en la calle Mayor de Barbastro, en una casa alquilada que hacía ángulo a la Plaza del Mercado. En 1899 les había nacido la primogénita, Carmen[1].

Barbastro tenía siete mil habitantes. A pesar de su escaso número, era una sede episcopal desde hacía ocho siglos. La economía de la ciudad giraba en torno a diversas actividades agrícolas, como el cereal y la producción de vino y aceite. Los comerciantes y pequeños empresarios convivían con los empleados y jornaleros. Había tendencias políticas de diverso género, desde las carlistas —tradicionalistas y partidarios del Antiguo Régimen— hasta las republicanas y las socialistas. En los círculos recreativos y culturales dominaba el pensamiento liberal, sin que hubiese graves conflictos políticos o sociales.

A finales del siglo XIX, José Escrivá y otros dos socios crearon una empresa dedicada al comercio de tejidos y a la venta de chocolate. En 1902, un socio se retiró con el compromiso de no abrir un negocio del mismo tipo en Barbastro. José Escrivá estableció una nueva sociedad llamada Juncosa y Escrivá. En un primer momento, esta actividad empresarial dio buenos resultados y la familia Escrivá disfrutó de una posición relativamente acomodada. De acuerdo con los usos de la época, cuatro personas atendían el servicio de la casa. José Escrivá vivía la solidaridad cristiana con las limosnas que entregaba a personas menesterosas, la colaboración económica con el Centro Católico de la ciudad y la organización de conferencias religiosas para sus empleados.

A los cuatro días de su nacimiento, Josemaría fue bautizado en la catedral de Barbastro, que era su parroquia. Poco después —el 23 de abril— recibió la confirmación. Cuando tenía dos años, sufrió una meningitis aguda. Desahuciado por los médicos, su madre rezó una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón y le prometió que, si el niño se curaba, iría en peregrinación a la ermita dedicada a Nuestra Señora de Torreciudad, a veinte kilómetros de Barbastro. El pequeño sanó y su madre lo llevó en brazos hasta aquella capilla, como agradecimiento.

En los años siguientes llegaron al hogar tres niñas: María Asunción, Chon, en 1905; María de los Dolores, Lolita, en 1907; y María del Rosario, en 1909. Tristemente, la mortalidad infantil se llevó a una detrás de otra. Rosario falleció con nueve meses de edad, en 1910; Lolita con cinco años, en 1912; y Chon con ocho, en 1913.

A pesar de estas duras contrariedades, la mayor parte de la infancia de Josemaría fue normal y alegre, de progresiva apertura a la sociedad y al mundo. La familia Escrivá estaba unida. De sus padres aprendió a vivir en libertad y responsabilidad, y virtudes como la laboriosidad y el orden. También le enseñaron a rezar con una piedad sencilla[2].

Entre 1905 y 1908, Josemaría asistió a un parvulario regentado por las Hijas de la Caridad de san Vicente de Paúl; y de 1908 a 1915 fue alumno de un colegio de los Padres Escolapios. En 1912 —año en el que comenzaba su educación secundaria— recibió la primera comunión en la escuela, beneficiándose de la disposición de Pío X para que los niños comulgaran al llegar al uso de razón. Cuando recibió la Eucaristía, Josemaría pidió la gracia de no cometer nunca un pecado grave.

Debido a la coyuntura económica del momento y a que el antiguo socio no había cumplido el compromiso de no hacer competencia, la sociedad Juncosa y Escrivá entró en crisis. Juan Juncosa y José Escrivá demandaron a aquella persona. El Juzgado de primera instancia de Barbastro falló a favor de la empresa en 1910. Como consecuencia de una apelación, la sala de lo civil de la Audiencia Territorial de Zaragoza también dio una sentencia favorable a Juncosa y Escrivá, aunque rebajó la indemnización a que tenía derecho. La sociedad —que estaba en fase de liquidación por haber terminado su periodo social— presentó un recurso de casación. En mayo de 1913, el Tribunal Supremo rechazó el recurso y obligó a pagar los costes del pleito. Juncosa y Escrivá quebró y, en consecuencia, cedió el activo social a una comisión de acreedores. En 1915, otra sentencia del Tribunal Supremo falló a favor de un pleito presentado por algunos acreedores. El negocio se canceló definitivamente[3].

Como el patrimonio social de la empresa no alcanzaba para resarcir las deudas, José Escrivá pagó a los acreedores con su capital familiar. No estaba obligado legalmente, pero pensó en conciencia que debía hacerlo. Esta resolución fue respaldada por su mujer; en cambio, otros parientes políticos no la entendieron, pues, con esta medida, la familia Escrivá Albás quedaba arruinada. Tuvo que prescindir de las personas que trabajaban en el servicio de la casa y comenzó a pasar estrecheces. Josemaría sufrió una crisis interior porque esas dificultades económicas se unían al dolor por la temprana muerte de sus hermanas y a su entrada en la adolescencia. La serena resignación cristiana de sus padres le ayudó a mantener la confianza en Dios y la esperanza en el futuro.

En marzo de 1915, José Escrivá encontró trabajo de dependiente en La Gran Ciudad de Londres, una tienda de tejidos de Logroño. Después del verano de ese año, trasladó a la familia a la capital riojana, ciudad entonces de 24 000 habitantes. Los Escrivá Albás afrontaron las incomodidades propias del cambio de localidad y de la inicial ausencia de amistades. Carmen se matriculó en Magisterio, carrera que acabaría en 1921. Y Josemaría siguió adelante con los estudios de bachillerato en el Instituto General y Técnico de Logroño; por las mañanas acudía al instituto y por las tardes iba al colegio de San Antonio de Padua, donde estudiaba y recibía clases complementarias, como era habitual en la época.

A finales de 1917 o inicios de 1918, después de un día de intensa nevada en la ciudad, se produjo un hecho que cambió la vida de Josemaría. «De repente, a la vista de unos religiosos carmelitas, descalzos sobre la nieve»[4], se preguntó: «Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?»[5]. Entonces, le vino el pensamiento de ser sacerdote, algo que hasta ese momento consideraba que no era para él.

Acudió a la dirección espiritual con un carmelita, el padre José Miguel de la Virgen del Carmen. Decidió entonces incrementar la práctica cristiana, que —en sus propias palabras— le condujo «a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia»[6]. Dos o tres meses más tarde, el religioso le planteó que formara parte de la orden carmelitana. Josemaría Escrivá lo meditó con calma y llegó a la conclusión de que su camino se encontraba en el sacerdocio secular.

Debido al origen de su vocación, rechazó la idea de ser presbítero para tener un puesto fijo en la estructura diocesana: «Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura, que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así»[7]. En su interior sentía una llamada distinta, cierta e indeterminada al mismo tiempo. Más tarde calificó esas mociones interiores de barruntos, es decir, presentimientos de que Dios le convocaba a una misión que iba unida al sacerdocio. En palabras suyas, «yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección»[8]. En este sentido, ser sacerdote se le presentaba como un elemento necesario y, a la vez, insuficiente para aclarar los barruntos: «¿Por qué me hice sacerdote? Porque creí que era más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía»[9].

Intensificó entonces la plegaria de petición —«las luces no venían pero, evidentemente, rezar era el camino»—, pues estaba «persuadido de que Dios me quería para algo»[10]. Con frecuencia, recitaba dos breves frases en latín con las que rogaba conocer los designios de Dios: Domine, ut videam! (¡Señor, que vea!); Domine, ut sit! (¡Señor, que sea!).

Cuando le comunicó a su padre que quería entrar en el seminario, José Escrivá quiso cerciorarse: «¿Has pensado en el sacrificio que supone la vocación de sacerdote?». Josemaría le respondió: «Solo he pensado, lo mismo que tú cuando te casaste, en el Amor»[11]. Al verlo firme, su padre se conmovió hasta las lágrimas «porque tenía otros planes posibles, pero no se rebeló»[12]. Únicamente le aconsejó que, además de la Teología, hiciera la carrera de Derecho —hasta ese momento, habían pensado que Josemaría podía ser arquitecto, abogado o médico—, que era compatible con los estudios eclesiásticos.

En el verano de 1918, Josemaría acabó el bachillerato con buenas calificaciones. Estudió Filosofía con un profesor particular en los meses del estío y, ya en noviembre, ingresó en el seminario de Logroño. Durante los siguientes dos cursos académicos superó las asignaturas del primer año de Teología y participó en una catequesis los domingos por la mañana. Sus compañeros le recordaban «responsable, buen estudiante, alegre, amable con todos, un tanto reservado y piadoso»[13].

En la España de aquellos años, los hijos varones se encargaban de sacar adelante la propia familia. Josemaría pensó que en su casa necesitaban otro varón y rezó por esta intención. En ese momento, José Escrivá tenía 51 años y Dolores Albás 41. Hacía nueve años que no venían hijos. El 28 de febrero de 1919 —diez meses después de que Josemaría hubiese comentado la vocación sacerdotal con su padre— nació Santiago. Este suceso impresionó a Josemaría. Entendió que también estaba relacionado con los barruntos y la llamada al sacerdocio: «Mi madre me llamó para comunicarme: Vas a tener otro hermano. Con aquello toqué con las manos la gracia de Dios; vi una manifestación de Nuestro Señor. No lo esperaba»[14].

SACERDOTE Y JURISTA

Josemaría Escrivá se trasladó a Zaragoza en septiembre de 1920 para continuar sus estudios eclesiásticos[15]. La capital de Aragón rondaba los ciento cincuenta mil habitantes y tenía una creciente actividad agrícola e industrial. Josemaría fue allí para seguir el consejo de su padre —Zaragoza contaba con una Facultad de Derecho— y para acabar la carrera eclesiástica en la universidad pontificia, en vez de ir a la localidad de Calahorra para finalizar la Teología, como era habitual entre los seminaristas riojanos. Además, de este modo viviría cerca de sus tíos Carlos Albás, que era canónigo de la catedral de Zaragoza, y Mauricio Albás, que estaba casado.

Carlos Albás facilitó las gestiones para que su sobrino entrara en el seminario de San Francisco de Paula, donde le concedieron media beca. Desde el primer día de clase, el joven acudió a la Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio y recibió la formación tradicional propia del momento. En cambio, para estudiar bien ambas disciplinas, postergó el inicio de la carrera de Derecho hasta que inició el quinto curso de Teología, en 1923.

Josemaría Escrivá mantenía el convencimiento de que Dios le llamaba a algo que vendría en el futuro. Por su misma naturaleza, los barruntos resultaban claros en algunos aspectos y borrosos en otros. Como dijo después, «seguía viendo, pero sin precisar qué es lo que quería el Señor: veía que el Señor quería algo de mí. Yo pedía, y seguía pidiendo». Siempre que le era posible, acudía a la capilla de la Virgen del Pilar para solicitar el conocimiento de la voluntad de Dios. Empleaba una jaculatoria semejante a la que usaba ante Dios: Domina, ut sit! (¡Señora, que sea!); y reforzaba su súplica con frases del Evangelio que a veces decía en voz alta o incluso cantaba: «Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: Ecce ego quia vocasti me!, aquí estoy, porque me has llamado»[16].

En coincidencia con la llegada a la capital aragonesa, desde 1920 se sintió «impulsado a escribir, sin orden ni concierto», en «notas sueltas», sin ilación clara, diversas mociones y sucesos de su vida espiritual. A algunas de esas intuiciones, en las que advertía la providencia de Dios, las denominaba gracias «operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad —decía— que casi no tenía que hacer esfuerzo». Eran ideas confusas; a veces incluso apuntaban hacia una nueva fundación, pero sin nada concreto. En cambio, el fundamento de esos barruntos era patente: una profunda vida espiritual en la que se sentía en íntima relación con Dios, «algo tan hermoso como enamorarse». Años más tarde, condensaría esta etapa de su vida con las siguientes palabras: «Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor». Y, como fruto de ese arrebato interior, se le acrecentaba el deseo de rezar y de cumplir la voluntad de Dios: «Verdaderamente, el Señor dilató mi corazón, haciéndolo capaz de amar, de arrepentirse, de servir, aun a pesar de mis errores»[17].

Las incomprensiones con el rector y con un inspector del seminario y los modales de algunos seminaristas le llevaron a pensar que se había «equivocado de camino»[18]. En el verano de 1921 Josemaría buscó la dirección espiritual de un sacerdote en Logroño que, al advertir que tenía las disposiciones adecuadas, le animó a seguir adelante. El joven se decidió y, un año más tarde, en septiembre de 1922, recibió la tonsura —que le incorporaba oficialmente al estado clerical— y fue nombrado inspector del seminario por el arzobispo de Zaragoza, el cardenal Juan Soldevilla.

En 1923, terminado el cuarto año de Teología, Josemaría comenzó la carrera de Derecho, como alumno libre, en la Universidad de Zaragoza. Se trataba de una pequeña facultad —331 alumnos—, con profesores de prestigio. Una vez que concluyó el quinto año de Teología, en junio de 1924, acudió a las clases de la Facultad de Derecho. Estos estudios, que iban en detrimento de hacer carrera en la diócesis, disgustaron a su tío Carlos, que quería que Josemaría opositara a algún puesto eclesiástico lo antes posible. El joven, en cambio, «consideraba que los estudios universitarios le permitirían estar más disponible para el cumplimiento de la voluntad divina»[19]. En este sentido, quizá pensó que la titulación en Derecho formaba parte de los barruntos que sentía; más adelante, la formación jurídica recibida le ayudaría a buscar caminos para situar al Opus Dei dentro del ordenamiento canónico de la Iglesia.

El 14 de junio de 1924 recibió el subdiaconado. Cinco meses después, el 27 de noviembre, su padre falleció repentinamente en Logroño y Josemaría quedó como cabeza de familia. Decidió entonces trasladar a los suyos a Zaragoza. La mudanza dio lugar a un fuerte enfrentamiento con su tío. Si, años antes, Carlos Albás no había entendido las resoluciones que adoptó su cuñado José Escrivá cuando quebró la empresa, ahora no deseaba que su hermana y sus sobrinos residieran en Zaragoza porque se hallaban en franca penuria. Le parecía más oportuno que Josemaría se ordenase presbítero y que se situara en la diócesis; después, podría reencontrarse con la familia. Pero como el sobrino no siguió el consejo, sobrevino la ruptura.

El 20 de diciembre de 1924, Miguel de los Santos Díaz Gómara, obispo auxiliar de Zaragoza, confirió el diaconado a Josemaría; y el 28 de marzo de 1925 lo ordenó sacerdote. A los dos días, Josemaría celebró la primera Misa en la santa capilla de El Pilar en sufragio por su padre. Solo asistieron su madre, hermanos, unos primos, la familia de un profesor amigo y pocos invitados más; en cambio, no estuvieron presentes ninguno de sus tres tíos sacerdotes (uno era de la familia Escrivá, Teodoro, y dos de la familia Albás, Carlos y Vicente). Al acabar la Misa, el joven presbítero se retiró a la sacristía. Después de desvestirse de las ropas litúrgicas, se echó a llorar con el recuerdo de su padre y de los problemas que sufría la familia.

Luego pasó un mes y medio en Perdiguera, un pequeño pueblo de la provincia. Allí dio sus primeros pasos pastorales en la administración de los sacramentos y en el acompañamiento espiritual de los feligreses. Cuando regresó a Zaragoza, la curia diocesana no le otorgó un nombramiento para trabajar en la pastoral ordinaria como, por ejemplo, en una parroquia. Escrivá consiguió un puesto de capellán en la iglesia de San Pedro Nolasco, regentada por los jesuitas. Este cargo le exigía celebrar la Misa y dedicar un tiempo al confesonario. El resto del día lo empleaba en las clases y el estudio de las asignaturas de Derecho.

La relación con el mundo académico le resultó enriquecedora. Josemaría Escrivá mostraba una mentalidad laical poco común entre el clero. Por ejemplo, en los intervalos entre una lección y otra no se reunía solo con sacerdotes o seminaristas, sino que buscaba dialogar con los estudiantes laicos; no pedía privilegios a la hora de hacer los exámenes o de asistir a clase; y tampoco sermoneaba cuando hablaba con los demás. Por eso, algunos compañeros le cobraron aprecio y le confiaron asuntos personales.

En su actividad ministerial tuvo relación con universitarios de las Congregaciones Marianas, dirigidas por los jesuitas para formar católicos selectos. Además, junto con unos cuantos jóvenes, los domingos enseñó la doctrina cristiana a niños de familias indigentes del barrio de Casablanca, en la periferia de Zaragoza. El contacto con los necesitados incrementó su deseo de servir a los demás con el sacerdocio.

Desde hacía tiempo —de modo particular desde la muerte de su padre—, tenía la idea de hacer el doctorado en Derecho y de ocupar una cátedra universitaria. Quería llevar la doctrina cristiana al ámbito académico porque, cuando contemplaba a sus colegas de facultad, los veía «un poco como “ovejas sin pastor”». Además, y de acuerdo con un sacerdote y profesor amigo, el catedrático José Pou de Foxá, necesitaba abrirse camino fuera de Zaragoza, pues, debido a las dificultades con su tío, allí «no tenía campo»[20]. Hacia septiembre de 1926, Josemaría viajó a Madrid para informarse sobre los estudios de doctorado. Cuando regresó a Zaragoza dio clases de repaso de Derecho Romano, Canónico, Historia del Derecho y Derecho Natural en el Instituto Amado para sostener a su familia.

En enero de 1927 se licenció en Derecho. A los dos meses, solicitó el traslado del expediente académico a Madrid para iniciar el doctorado en la Universidad Central. Y, después de una breve sustitución a un sacerdote en Fombuena (Zaragoza), Josemaría dejó la capital aragonesa[21].

Historia del Opus Dei

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