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APROBACIONES Y EXPANSIÓN INICIAL (1939-1950)
LA DÉCADA DE LOS CUARENTA del siglo XX se cuenta entre las más trágicas en la historia de la humanidad. El 1 de septiembre de 1939 el ejército hitleriano invadió Polonia como primer paso para hacerse con el control de Europa. Inmediatamente, Francia y el Imperio británico declararon la guerra. Dos semanas más tarde, los soviéticos irrumpieron en el oriente polaco. Comenzaba la Segunda Guerra Mundial.
Después de dos años de victorias, en 1942 las potencias del Eje —Alemania, Japón e Italia— perdieron batallas decisivas en Stalingrado (Unión Soviética), en el norte de África y en diversos enfrentamientos navales. Los triunfos de Estados Unidos en el Pacífico y el inicio de la campaña de Italia decantaron la balanza a favor de los Aliados en 1943. Al año siguiente liberaron París; mientras, la URSS entraba por el este europeo. El 8 de mayo de 1945 Alemania se rindió incondicionalmente. Tras el bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki y la invasión rusa de Manchuria, la guerra acabó el 15 de agosto con la rendición japonesa.
En las conferencias de Yalta y Potsdam de 1945, los jefes de Gobierno de los principales países ganadores —la Unión Soviética, Reino Unido y Estados Unidos— acordaron cuál sería el destino de Europa y la reorganización del Extremo Oriente. Además, crearon las Naciones Unidas (ONU), una organización intergubernamental que pretendía fomentar la paz y la cooperación internacional. En 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El documento reconocía el derecho a la libertad de pensamiento, religión, movimiento y educación, y a disponer de un nivel de vida adecuado.
El mundo quedó dividido en dos grandes esferas de influencia. Por una parte, un bloque occidental, liderado por Estados Unidos, que estableció una alianza militar —la OTAN (1949)— y prestó ayuda económica y política con el Plan Marshall (1947); por otra parte, el bloque oriental, compuesto por países con regímenes comunistas que giraban en la órbita de la Unión Soviética.
El Papa de estos años fue Pío XII. Nada más ser elegido, en marzo de 1939, trató de evitar que estallase un nuevo conflicto internacional. Cuando comenzó la guerra mundial, estableció protocolos para ayudar a las personas perseguidas por las potencias del Eje —entre otros, a los judíos— y alentó la firma de acuerdos de paz a través de los nuncios que vivían en los países implicados. El propio pontífice sufrió la ocupación nazi de Roma entre septiembre de 1943 y junio de 1944.
Durante y después de la guerra mundial, Pío XII impulsó un nuevo orden social que promoviese la convivencia entre los Estados. Este orden debía respetar las opciones políticas de los individuos y de los pueblos; a la vez, según el Papa, el sistema democrático liberal tenía que sustentarse en las normas morales que Dios había otorgado al hombre. Además, rogó a las llamadas democracias populares de los regímenes comunistas que modificaran sus políticas, con fórmulas que diesen primacía a la persona sobre el sistema.
En España, el desenlace de la Guerra Civil, en 1939, cedió el paso al régimen nacionalista y autoritario del general Francisco Franco. El general apeló a los principios culturales y sociales tradicionalistas: unidad política y territorial, unidad religiosa católica y autoridad en el ejercicio del poder; por el contrario, rechazó el comunismo, la masonería y los sistemas demócratas liberales. Estableció la unidad política con un único partido, la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. La unidad territorial estuvo asegurada por las fuerzas armadas. Y la unidad moral de la sociedad quedó bajo los auspicios de la Iglesia, que apoyaba a Franco porque la había protegido durante el conflicto armado frente a la represión revolucionaria.
Franco fue jefe de Estado y jefe de Gobierno. Dirigió el régimen con el Consejo de Ministros. Las Cortes Españolas colaboraron en la tarea legislativa, aunque no tenían capacidad para limitar la autoridad de Franco. En su mayoría, los políticos pertenecían a las diversas tendencias que se habían sublevado en 1936, es decir, falangistas, carlistas y monárquicos borbónicos. Estos hombres crearon minorías políticas que pugnaron por la dirección de la sociedad, desde la política hasta la cultura y la ciencia.
Aunque simpatizaba con Italia y Alemania, Franco declaró a España neutral en la Segunda Guerra Mundial. En junio de 1940, el país pasó de la neutralidad a la no beligerancia y prestó más ayuda a las dictaduras totalitarias. No entró formalmente en la guerra porque, además de las penalidades económicas que arrastraba, necesitaba los suministros de alimentos y petróleo que le llegaban de los Aliados. Un año más tarde, en junio de 1941, aplaudió la invasión de la Unión Soviética por las tropas alemanas porque luchaban contra el comunismo. Franco envió a más de cuarenta mil voluntarios españoles —la llamada División Azul, por el color de la camisa falangista— a combatir en Rusia. Presentó este hecho como una nueva cruzada, idea que rechazó la Santa Sede[1].
España regresó a la neutralidad en octubre de 1943. Con todo, los vencedores de la guerra penalizaron al régimen franquista porque había facilitado apoyo diplomático y económico a las potencias del Eje. En la Conferencia de Potsdam, celebrada en el verano de 1945, prohibieron el ingreso de España en la ONU, veto que duró un decenio. En diciembre de 1946, la propia ONU condenó a España por ser un régimen con afinidades fascistas, por lo que muchos embajadores se retiraron de España y Juan de Borbón —hijo de Alfonso XIII— pidió el restablecimiento de la monarquía constitucional. Con su pragmatismo habitual, Franco diluyó el tono falangista del régimen de modo progresivo y adoptó formas menos rígidas. Al mismo tiempo, aprobó las Leyes Fundamentales que le reconocían como gobernante vitalicio, subrayaban la confesionalidad del Estado y establecían mecanismos de leve participación política a representantes de las familias, los municipios y los sindicatos verticales, que englobaban a patronos y obreros. La sociedad española se acomodó a este peculiar régimen, en algunos casos por identificación emocional y en otros porque no había más opciones.
Durante los primeros años, el régimen franquista se manifestó fuertemente totalitario. La autarquía y el proteccionismo dominaron la política económica de un país destrozado por la Guerra Civil y cerrado a la ayuda extranjera. Los entes estatales marcaban el orden laboral, controlaban los precios de artículos de consumo, levantaban grandes infraestructuras y daban vida a empresas como Renfe (ferrocarriles) o el Instituto Nacional de Industria. Estas medidas de reconstrucción fructificaron con lentitud, ya que el país era paupérrimo, la población sufría hambruna —las cartillas de racionamiento para productos alimentarios se mantuvieron hasta 1952— y los padecimientos relacionados con la desnutrición hacían estragos; por ejemplo, en el lustro 1940-1945 unas 200 000 personas fallecieron por indigencia o enfermedad.
El régimen mostró una fuerte acción represiva contra los masones, comunistas, socialistas y anarquistas y, en menor medida, contra los republicanos y los nacionalistas vascos y catalanes, pues los consideraba responsables de la Segunda República y del posterior conflicto bélico. Entre 1939 y 1945, unas 30 000 personas murieron ejecutadas. En la inmediata posguerra, la población reclusa sumaba 270 000 hombres, cifra que disminuyó gradualmente hasta los 44 000 en 1945. La represión también se ejerció en ámbitos tan variados como la cultura, la educación o el arte. La vida social distinguía entre los vencedores y los perdedores de la guerra, con abusos de poder y favoritismos. Solo con el tiempo, y con la garantía de que no serían procesados, algunos intelectuales liberales exiliados al inicio de la Guerra Civil —como Gregorio Marañón o José Ortega y Gasset— regresaron a España sin manifestar en público sus ideas, pues no había espacio para la disidencia política o cultural; otros, en cambio, prefirieron no volver a una nación autoritaria.
Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista intentó controlar todos los órdenes sociales, desde la iniciativa empresarial, el trabajo de los obreros y el mundo sindical hasta la política, la cultura y la enseñanza. Por ejemplo, en la universidad solo estaba autorizado el Sindicato de Estudiantes Universitarios, dirigido por la Falange, al que fue obligatorio afiliarse a partir de 1943; la vida social estaba enmarcada con la censura de la prensa, la radio y la propaganda.
El régimen franquista restauró la subvención estatal de culto y clero. Esta, entre otras medidas, financió la reparación de iglesias y colegios de religiosos, abolió la legislación contraria a la doctrina católica, como el divorcio, y prohibió la propaganda anticlerical. La jerarquía de la Iglesia compartía con el Estado el deseo de la reconstrucción nacional, que incluía la restauración espiritual del país.
Muchos católicos colaboraron activamente con el poder político con el fin de crear una nueva sociedad que, según consideraban, impregnaría de valores cristianos la legislación y las costumbres. Con todo, hubo algunas discrepancias debido al carácter tendencialmente totalitario del régimen. Por ejemplo, en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, Franco participó en el nombramiento de los obispos, sustituyó varias asociaciones católicas por grupos sometidos al control estatal y censuró escritos eclesiásticos como la solicitud de clemencia que hizo Pío XII en abril de 1939 para los derrotados en la Guerra Civil, o la pastoral del cardenal Isidro Gomá, de agosto del mismo año, en la que pedía el perdón para los perseguidores de los católicos.
A partir de 1939, la Iglesia española vivió una etapa de restauración, manifestada en los altos índices de asistencia a los actos de culto y devocionales, el regreso de las órdenes religiosas a la dirección de colegios de primaria y secundaria, la eclosión de vocaciones sacerdotales y religiosas y la adscripción de fieles a las asociaciones confesionales. Junto con la pastoral ordinaria, crecieron los ejercicios espirituales, las misiones populares y los Cursillos de Cristiandad. Entre los estudiantes se multiplicó la afiliación a las Juventudes de la Acción Católica y a otras organizaciones religiosas con actividades piadosas y de ayuda social. En la universidad era habitual que algunos muchachos decidieran dar su vida a Dios en el celibato y se fuesen a seminarios y noviciados, además de los que tenían como modelo de vida formar una familia cristiana. Este clima favoreció la actividad del Opus Dei.
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La difusión entre varones
CUANDO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER y los demás miembros de la Obra llegaron a Madrid, en marzo de 1939, se encontraron con las dificultades que acarreaba la penuria producida por la guerra. A la vez, tenían la ilusión de afrontar un tiempo nuevo en el que la Iglesia gozaba del apoyo del Estado y en el que el mensaje del Opus Dei podía abrirse a diversos ambientes y personas.
El fundador no había previsto un plan estratégico general —sus Apuntes íntimos y los demás escritos de gobierno y de formación anteriores a la guerra no eran programáticos— sino un desarrollo acompasado a las circunstancias del presente. Había establecido algunas prioridades como el restablecimiento de la dirección del Opus Dei, la apertura de una residencia de estudiantes, la explicación de su espíritu a estudiantes y licenciados y el relanzamiento de las actividades con mujeres.
Contaba solo con una docena de personas con poca experiencia, por lo que planteó una sencilla estructura de gobierno. Nombró a Álvaro del Portillo —que tenía 25 años y estaba en el tercer curso de la carrera de Ingeniería— secretario general y administrador económico de la Obra. Juan Jiménez Vargas fue el director, Isidoro Zorzano el administrador y Ricardo Fernández Vallespín el representante legal de la residencia de estudiantes de Madrid. Francisco Botella y Vicente Rodríguez Casado siguieron las actividades con los estudiantes —la obra de san Rafael— y José María Albareda atendió la Sociedad de Colaboración Intelectual (SOCOIN), que, dentro de la obra de san Gabriel, se dirigía a licenciados y profesionales. Con el paso del tiempo, el fundador delegó más responsabilidades. De modo periódico, se reunió con Del Portillo, Jiménez Vargas, Fernández Vallespín y Albareda para conversar sobre la marcha de las actividades[1].
El fundador continuó la tarea formativa de los miembros del Opus Dei, tanto la colectiva, en los círculos breves y meditaciones, como individual en las charlas de ayuda al discernimiento espiritual. Al mismo tiempo, solicitó a los que llevaban más tiempo en la Obra —era el caso de Jiménez Vargas y Del Portillo— que le ayudaran en el acompañamiento espiritual de los jóvenes. Generalmente mantenían conversaciones informales, basadas en la fraternidad y amistad, en las que los orientaban en los primeros pasos de su vocación, con consejos de carácter espiritual y apostólico. Que un laico recibiera una confidencia de otro laico sobre su situación personal resultaba novedoso porque de modo habitual eran religiosos o sacerdotes seculares quienes ejercían la dirección espiritual. Escrivá de Balaguer también sugirió a sus hijos que se confesaran con sacerdotes conocidos suyos; así él tenía la libertad para dialogar sobre asuntos espirituales sin que mediase el sigilo sacramental, y evitaba también que las personas dependieran o se apegaran a su acompañamiento espiritual.
Personalmente, don Josemaría afrontó algunas tareas pendientes o que le solicitaron. En diciembre de 1939 defendió su tesis doctoral en la Universidad Central de Madrid. La investigación llevaba por título Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica ‘Nullius dioecesis’ de la abadesa de las Huelgas de Burgos. Después, en el año académico 1940-1941, y por deseo de Mons. Eijo Garay, fue profesor de Ética y Moral Profesional en un curso oficial para la especialización de periodistas, en Madrid; y, a petición del ministro de Educación, fue vocal del Consejo Nacional de Educación durante unos meses. Además, en febrero de 1942 recibió por escrito la colación canónica como rector de Santa Isabel y quedó incardinado en la diócesis de Madrid-Alcalá[2].
DE MADRID A LAS CAPITALES DE PROVINCIA UNIVERSITARIAS
La primera actividad de carácter corporativo de la Obra tras la Guerra Civil fue una residencia de estudiantes. Como la artillería había destrozado la de la calle Ferraz, los miembros del Opus Dei buscaron otro local. En el verano de 1939, se alquilaron unos apartamentos en la calle de Jenner, 6: dos en la cuarta planta, donde pusieron el oratorio, las habitaciones para unos treinta y cinco estudiantes, la sala de estudio y la sala de estar; y uno en la primera planta, con el comedor, la zona de servicios de la residencia y las habitaciones del fundador, su madre y sus hermanos[3].
Escrivá de Balaguer informó a la autoridad eclesiástica de la vuelta a la actividad pastoral con estudiantes y solicitó la venia para erigir un oratorio en la residencia de Jenner. El 2 de septiembre de 1939 tuvo la primera entrevista con Mons. Eijo Garay. Duró cinco horas. A partir de este momento, fueron frecuentes las audiencias en el palacio episcopal, la correspondencia postal y las llamadas telefónicas entre ambos. Mons. Eijo manifestó un apoyo incondicional a Escrivá de Balaguer. Pensaba que era un hombre de Dios y que el Opus Dei constituía un bien para renovar la Iglesia.
La residencia de Jenner siguió las mismas pautas de DYA. El estudio y la asistencia a clase ocuparon las principales horas de los universitarios y se organizaron diversas actividades culturales, benéficas y deportivas. Escrivá de Balaguer desarrolló un trabajo sacerdotal centrado en la predicación y la celebración de los sacramentos; por su parte, sus hijos espirituales se encargaron de impartir clases de formación. Por ejemplo, durante unos meses Vicente Rodríguez Casado y José María Hernández Garnica impartieron sesiones sobre la obra de san Rafael.
En los meses de junio y septiembre de 1939, don Josemaría predicó ejercicios espirituales para universitarios en Valencia. Algunos jóvenes —entre otros, Amadeo de Fuenmayor, José Manuel Casas Torres y José Orlandis— se incorporaron al Opus Dei. En ese mes de septiembre, Rafael Calvo Serer alquiló un piso en Valencia, en la calle Samaniego. Por sus pequeñas dimensiones, llamó al apartamento El Cubil. Calvo dirigió la casa e impartió lecciones sobre la vida cristiana. Un año más tarde, se trasladaron a una sede más grande, con capacidad para dieciséis personas, que denominaron Residencia Samaniego.
Escrivá de Balaguer modificó el modo con el que había pensado expandir el Opus Dei a otras localidades. Antes de la guerra había planeado abrir varias residencias. Ahora consideró más oportuno empezar con viajes periódicos, al menos hasta que tuviesen un grupo de conocidos suficiente. Estas estancias servirían para animar la vida cristiana de los miembros de la Obra y de sus amigos. En el pensamiento del fundador, los desplazamientos serían semejantes a los «que hacían los apóstoles cuando construían iglesias en las ciudades, los dejaban actuar con independencia y los sostenían con cartas y visitas frecuentes»[4].
A partir de noviembre de 1939, los jóvenes de la Obra realizaron viajes de fin de semana desde Madrid a Barcelona, Salamanca, Valladolid y Zaragoza para conocer a estudiantes. Cada uno colaboró en la medida de sus posibilidades, reducidas a veces por la necesidad de estudiar o de cumplir los deberes militares. Solían tomar un tren o un autobús el sábado, después de terminar las clases o el trabajo, y regresaban el domingo por la noche o en las primerísimas horas del lunes. Varios jóvenes de esas ciudades solicitaron la admisión, salvo en Salamanca, donde costó más que se entendiera el mensaje del Opus Dei.
El 23 de abril de 1940 se empezó a utilizar un apartamento en la calle Montero Calvo de Valladolid, facilitado por el padre de Teodoro Ruiz Jusué, un muchacho que se acababa de incorporar al Opus Dei. Pedro Casciaro ayudó a instalar la casa, denominada El Rincón por su tamaño reducido. En Barcelona, Amadeo de Fuenmayor y otros miembros de la Obra, como Rafael Termes, encontraron una sede en el mes de junio. Se trataba de un pequeño entresuelo en la calle Balmes, al que pusieron por nombre El Palau. Como ninguno tenía un título profesional, alquiló el piso un médico amigo llamado Alfons Balcells. Frecuentaron esa casa algunos conocidos —generalmente por las tardes— para estudiar, rezar, recibir instrucción cristiana y departir en encuentros informales[5].
Escrivá de Balaguer les pidió que hiciesen un plan para cada viaje, rezasen por las personas que iban a encontrar y por el obispo de la diócesis correspondiente, y ofreciesen a Dios las incomodidades propias de los traslados. Cuando llegaban a las ciudades, invitaban a los conocidos a que presentasen a sus amigos. Después, la explicación del Opus Dei seguía las pautas fijadas, es decir, se les invitaba a realizar bien el propio trabajo profesional —el estudio, para la mayoría de los que les oían—, a mantener una relación personal con Dios y a cultivar la amistad. Al acabar, hacían una relación del viaje y una ficha de cada uno de los estudiantes y profesionales conocidos, para que hubiese continuidad[6].
Como habían aprendido del fundador, los jóvenes del Opus Dei explicaron a sus coetáneos que la actividad apostólica que realizaban no exigía inscribirse en una asociación. Cada uno recibía formación cristiana a título personal: «Aquí no decimos “somos de tal asociación”, sino “somos estudiantes de tal cosa”», anotó uno de ellos. Transmitían el espíritu cristiano en la universidad «a base de estudiar mucho y ayudarnos como hermanos. Nuestro apostolado será confidencial, de amigo a amigo»[7]. Esta forma de proceder no impedía que estuviesen afiliados a asociaciones confesionales como las Juventudes de Acción Católica o las Congregaciones Marianas —un tercio de los miembros de la Obra en 1940 pertenecían o asistían a actividades de asociaciones católicas— y también a grupos políticos, deportivos y de ocio.
La actividad profesional —para casi todos, acabar la carrera o la tesis doctoral— y la difusión del Opus Dei absorbió las energías de aquellos jóvenes de la Obra. Rezaban con fe, estaban seguros del carácter sobrenatural del Opus Dei, se sentían protagonistas en la aventura de expandirlo —muchos estudiaban idiomas— y sintonizaban con don Josemaría, que les manifestaba cariño paterno y confianza.
Un modo para dar a conocer la Obra fue Camino. La primera edición, con 2500 ejemplares, vio la luz en septiembre de 1939. El libro, de portada atractiva y moderna, contenía 999 máximas espirituales que, por su estilo directo, impresionaban a los estudiantes. Varios temas, como el ejercicio de las virtudes de los laicos, el trabajo realizado con perfección, el matrimonio como vocación o el prestigio profesional, resultaban novedosos. El fundador y los miembros del Opus Dei distribuyeron ejemplares en las librerías de diversas localidades.
Escrivá de Balaguer explicaba con detalle el espíritu del Opus Dei a todos sus miembros para que tuvieran un elevado sentido de su misión universal y conocieran los modos de llevarla a la práctica. Del 17 al 24 de marzo de 1940 celebró en la residencia de Jenner un encuentro formativo —denominado Semana de Estudio— en el que participaron 33 hombres del Opus Dei, procedentes de Barcelona, Madrid, Valencia, Valladolid y Zaragoza. El fundador predicó a los participantes y habló a solas con cada uno. Algunos jóvenes que se habían incorporado antes de la guerra, como Álvaro del Portillo o Juan Jiménez Vargas, dieron clases acerca del espíritu y la actividad del Opus Dei. Además, visitaron lugares donde había empezado la Obra, como el asilo Porta Coeli y los edificios de la calle Ferraz donde había estado la residencia DYA[8].
En el verano de aquel año se organizaron más semanas de estudio para los miembros de la Obra. A mediados de agosto celebraron una, con la asistencia de 28 jóvenes; y a principios de septiembre otra para 24, con gente de nuevos lugares, como Bilbao, San Sebastián y Murcia. En estos encuentros se fortaleció la sociabilidad de los miembros del Opus Dei —la vida en familia, como le gustaba decir a Escrivá de Balaguer—, basada en la amistad y en un ideal cristiano compartido. Para subrayar la necesidad de estar unidos en las intenciones y los afectos, el fundador recordó alguna vez a los cuarenta mártires de Sebaste (Armenia Menor, siglo IV), que murieron juntos en un estanque helado ante unos verdugos que prometían sacar vivo a quien renegara de la fe.
De este modo, durante el curso 1939-1940 fueron numerosos los grupos de estudiantes y de profesionales de ciudades españolas que oyeron hablar del Opus Dei. Entre estos, 70 solicitaron la admisión. La capital de España era el centro desde el que se daba a conocer el mensaje de la Obra, tanto en la residencia de Jenner como en un piso de la calle Martínez Campos donde vivían profesionales y licenciados; era el caso del arquitecto Ricardo Fernández Vallespín y de los profesores de instituto José María González Barredo y José María Albareda. Además, se habían completado algo más de 60 viajes a once localidades españolas y, en los casos de Valencia, Barcelona y Valladolid, habían alquilado sendos pisos para reunirse.
El año académico 1940-1941 comenzó con el alquiler de otra casa en Madrid para que fuera sede central de la Obra y residencia de estudiantes. Se trataba de un edificio compuesto por tres pisos y semisótano que hacía esquina entre las calles Diego de León y Lagasca. Allí fueron a vivir don Josemaría, su madre y sus hermanos, Álvaro del Portillo y algunos más de la Obra. En los primeros meses, las condiciones materiales resultaron particularmente incómodas porque la casa había quedado dañada durante la guerra y no contaban con el dinero suficiente para encender la calefacción[9].
En otoño de 1941, la casa de Diego de León pasó a ser un centro de estudios, es decir, una residencia donde los miembros del Opus Dei, al mismo tiempo que cursaban sus carreras universitarias, recibían durante dos años formación cristiana con clases de Apologética, Filosofía, Latín y Oratoria, y sesiones sobre el espíritu que estaban llamados a encarnar en sus vidas. El primer grupo estuvo compuesto por dieciséis alumnos. Entre otros docentes, José María Bueno Monreal, profesor del seminario de Madrid, amigo del fundador y futuro cardenal, explicó Teología. Escrivá de Balaguer les dio meditaciones y compartió con los estudiantes encuentros informales y tertulias. También algunos de los primeros en la Obra, como Álvaro del Portillo y Juan Jiménez Vargas, impartieron clases de formación. De acuerdo con su costumbre —insistía en no estar condicionado por el sigilo sacramental—, el fundador pidió a algunos religiosos amigos, como el agustino José López Ortiz o el dominico José Manuel Aguilar, que atendieran las confesiones de los alumnos y celebraran las ceremonias litúrgicas de la casa.
Debido al crecimiento del número de personas de la Obra que acababan las carreras universitarias, el centro de Martínez Campos dio paso en octubre de 1941 a una casa en la calle de Núñez de Balboa y, un mes más tarde, a otra en la calle Villanueva para licenciados y doctores; en esta última vivieron, entre otros, Álvaro del Portillo e Isidoro Zorzano. Eran pisos donde residían los mayores del Opus Dei, aunque su media de edad no superara los 30 años[*].
En el verano de 1943 se cerró la residencia de Jenner porque el dueño de los pisos los necesitaba para su familia. Los miembros de la Obra alquilaron tres chalets en la avenida Moncloa. La nueva residencia Moncloa comenzó en el otoño de ese año con algo menos de cincuenta residentes, aunque tenía capacidad para un centenar. Poco después, en el mes de noviembre, abrieron otra casa en Madrid en la calle Españoleto y dejaron la de Núñez de Balboa porque resultaba inadecuada. En Barcelona se instalaron en una nueva casa, la Clínica, donde vivían algunos médicos, como Juan Jiménez Vargas o Alfons Balcells, que entre tanto había pedido la admisión en la Obra.
EL OPUS DEI, PÍA UNIÓN
Año y medio después del final de la Guerra Civil, la Obra era relativamente conocida en el mundo universitario español. Unas ciento veinte personas pertenecían al Opus Dei y bastantes estudiantes habían oído hablar sobre el mensaje de santidad en medio del mundo a través de la propia tarea profesional. Las actividades crecían de modo paulatino a través de la amistad de unos y otros. Don Josemaría deseaba que las personas de la Obra actuaran de esta forma discreta para no interferir con las asociaciones católicas y para que no les confundiesen con los religiosos consagrados. Asumía en primera persona la relación con los obispos de las ciudades en las que había personas del Opus Dei; por ejemplo, antes de abrir un centro en una localidad, pedía al ordinario del lugar la venia o permiso para disponer de un oratorio[10].
La Obra llamó la atención en el ámbito estudiantil católico. Algunos eclesiásticos no comprendieron su mensaje o sus modos de actuación. Para que se viera que la jerarquía respaldaba al Opus Dei, en marzo de 1940 Mons. Eijo Garay indicó a Escrivá de Balaguer que solicitara una aprobación canónica. Por primera vez, el fundador tenía que pedir una sanción jurídica de su carisma, el de las personas que «han de santificarse en el mundo, desde la entraña de la sociedad, allí donde están, en su trabajo profesional, sin excluir los cargos de la administración pública, sin cambiar de estado y sin ser un eslabón nuevo en la evolución de la vida religiosa»[11]. Se trataba de una tarea que exigía prudencia porque, como les confió a sus hijos, era «difícil encajar lo nuevo en las normas canónicas»[12]. Después de asesorarse con el fiscal de la diócesis, José María Bueno Monreal, concluyó que había que conformarse con una solución provisional respetuosa con la esencia y el espíritu de la Obra y abierta a futuros cambios.
De acuerdo con el Código de Derecho Canónico, Escrivá de Balaguer solicitó que el Opus Dei fuese una asociación de seglares y, concretamente, una pía unión. Redactó los documentos oportunos y cambió impresiones con Bueno Monreal y también con Albareda, Del Portillo, Fernández Vallespín, Hernández Garnica y Jiménez Vargas. Luego, tradujo los textos al latín, como era habitual en la época. Cuando entregó los documentos a Mons. Eijo Garay, Escrivá de Balaguer le rogó que aprobara el Opus Dei pero que no lo erigiera canónicamente, pues se trataba de una solución temporal.
El 19 de marzo de 1941, el obispo de Madrid-Alcalá aprobó el Opus Dei como pía unión, con unos Estatutos compuestos por seis documentos (Reglamento, Régimen, Ordo, Costumbres, Espíritu y Ceremonial). La aprobación reconocía los fines del Opus Dei, la estructura de gobierno y la organización interna, los tipos de socios, las formas de transmisión del mensaje y la complementariedad de las actividades corporativas y personales.
El Opus Dei se definía como una «Asociación Católica de hombres y de mujeres que, viviendo en medio del mundo, buscan su perfección cristiana, por la santificación del trabajo ordinario. Persuadidos de que el hombre ha sido creado ut operaretur (Gen. II, 15), los socios del Opus Dei se obligan a no dejar su trabajo profesional u otra actividad equivalente, aunque tengan una gran posición económica o social». Para alcanzar este fin, se comprometían a «vivir vida interior de oración y sacrificio, según el régimen y espíritu aprobados por la Santa Iglesia, y desempeñar con la máxima rectitud sus actividades profesionales y sociales»[13].
Las personas del Opus Dei eran laicos que vivían una donación completa a Dios, con celibato secular: «Los socios del Opus Dei no son religiosos, pero tienen un modo de vivir —entregados a Jesús Cristo[sic]— que, en lo esencial, no es distinto de la vida religiosa», porque se trata de un compromiso «definitivo y de perfección»[14], es decir, con una vocación de entrega total, pero en el mundo, insertados en la urdimbre de las realidades terrenas. Estas frases mostraban la provisionalidad de la aprobación, pues la Obra reclamaba a sus socios un compromiso con Dios que iba más allá de la mera pertenencia a una asociación de fieles.
Respecto al tipo de socios, se indicaba que podían ser supernumerarios —personas con compromiso de celibato—; numerarios —supernumerarios que desempeñaban cargos de dirección—; e inscritos, tanto casados como célibes. Los supernumerarios podían «consagrarse al servicio de la Obra por un tiempo determinado, y entonces se dice que hicieron su oblación, o perpetuamente, y en este caso se dice que hicieron su fidelidad»[†]. Los inscritos, en cambio, no se incorporaban formalmente al Opus Dei. El motivo era que, por entonces, Escrivá de Balaguer quería formar primero a un grupo de hombres y mujeres con celibato que estuviesen disponibles para expandir la Obra, además de encontrar el acomodo jurídico que reconociera una entrega completa a Dios en una vocación sin compromiso de celibato. De modo semejante, los Estatutos miraban hacia el futuro cuando mencionaban, sin mayores explicaciones, a «quienes hagan estudios eclesiásticos y lleguen al sacerdocio», que «se dedicarán especialmente a la formación espiritual de los demás miembros de la Obra»[15].
Dentro de la asociación, hombres y mujeres tenían el mismo régimen de gobierno y de actividades, pero con un desarrollo en paralelo. Las mujeres, además, atendían la administración doméstica de las casas del Opus Dei como un trabajo específico[‡]. Según los Estatutos, todos los socios del Opus Dei «constituyen una familia de vínculos sobrenaturales. Por eso, cuando tres o más socios viven juntos, se dice que viven en familia». Este modo de vida, «que tiene el mismo tono y ambiente que el de un hogar de familia cristiana», se caracterizaba por un tono humano que «es la aristocracia de la inteligencia (en los varones) y una extremada delicadeza en el trato mutuo»[§].
Dirigía la asociación un presidente, llamado Padre, al que ayudaba un organismo llamado Senado, que estaba compuesto por un secretario general, tres vicesecretarios y al menos un delegado por cada territorio. Además, un administrador general «asesora, en cuestiones económicas, al Padre y al Senado, e inspecciona, encauza y dirige la contabilidad general y las actividades económicas de los socios»[16]. En el caso de las mujeres, una Asesoría aconsejaba al presidente, de manera semejante a los hombres. Junto con estos órganos directivos centrales, se preveía la existencia de comisiones y asesorías territoriales. Para mejorar la formación de los socios, se pedía que en cada territorio hubiese un centro de estudios para hombres y otro para mujeres. Allí seguirían un plan académico de ilustración de la doctrina cristiana y del espíritu de la Obra.
Sobre la actividad apostólica de la asociación, los Estatutos explicaban que cada cual debía procurar «ejercitar el apostolado de amistad y de confidencia entre los mejores de su ambiente». Esta tarea se manifestaba en todo el espectro social: «Al abrirse en abanico, se evita la actuación de los socios formando grupos». Ante la disyuntiva de trabajo en el ámbito público frente al ámbito confesional, Escrivá de Balaguer entendía que su mensaje se dirigía al primero: «Los socios ejercitan ordinariamente el apostolado desde los cargos oficiales de la administración pública» y, «en general, [desde] puestos de dirección»[17].
Respecto a la estructura de las actividades institucionales, los Estatutos reflejaban la situación en la que se encontraba la Obra en ese momento, con seis centros de hombres y un centenar de miembros del Opus Dei, en su gran mayoría universitarios o recién licenciados; y, para las mujeres, con diez jóvenes, casi todas con estudios de secundaria y sin un centro todavía. Concretamente, se establecía que la obra de san Rafael para los hombres se dirigía «a los jóvenes estudiantes universitarios o alumnos de Escuelas Superiores»; para las mujeres, «trabaja con el fin inmediato de formar buenas madres de familias cristianas», tanto en el mundo agrario como el urbano. Respecto a la obra de san Gabriel se indicaba que daba formación cristiana a los colaboradores de la Obra para que actuasen «en las distintas capas sociales ramificándose en ellas»; y, para las mujeres, se añadía que también impulsarían un «apostolado de propaganda escrita y oral, con editoriales, bibliotecas, etc.; y ejercitando de modo particular el apostolado eficaz y silencioso en conversaciones privadas y sin aparato»[¶].
La asociación estaba formada en su integridad por laicos y laicas con compromiso de celibato, en espera de recibir a sacerdotes y personas casadas. Por entonces —marzo de 1941—, casi todos estos hombres y mujeres estudiaban o trabajaban en el ambiente académico y en el de las profesiones liberales; a la vez, dedicaban una parte de su tiempo a la atención de los centros de la Obra; llevaban un tenor de vida social igual al de sus semejantes aunque, como manifestación de sobriedad, no asistían de ordinario a espectáculos públicos como el cine o el teatro; eran personas de la clase media alta de la sociedad española que seguían prácticas de piedad cristiana, ofrecían a Dios pequeños sacrificios personales y vivían la costumbre del uso de un pequeño cilicio durante dos horas al día y de unas disciplinas de cuerda una vez a la semana, como penitencia; daban cuenta mensual de sus gastos personales y destinaban sus ingresos sobrantes a las actividades de la Obra. Completamente seculares, los miembros del Opus Dei tenían plena conciencia del sentido de su donación a Dios.
EN EL ÁMBITO UNIVERSITARIO Y CIENTÍFICO
Después del parón de la Guerra Civil, España necesitaba regenerarse en todos los ámbitos sociales, también en el intelectual. Hacían falta personas que ocuparan los nuevos cuadros dirigentes de la sociedad y la cultura. En noviembre de 1939, el Estado creó el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) con el fin de impulsar la investigación en España. Este organismo lideró los principales avances de la vida científica española, facilitó la organización y asistencia a congresos de los investigadores, concedió pensiones y becas para completar estancias en instituciones extranjeras y asumió la publicación de revistas científicas. El Gobierno nombró secretario general del CSIC a José María Albareda, catedrático de Agricultura de Enseñanza Media y director del instituto Ramiro de Maeztu. Además de su competencia profesional, influyó su amistad con el ministro de Educación, José Ibáñez Martín. El trabajo de Albareda en el CSIC incrementó la investigación en España y puso las bases de una sólida institución académica[18].
Algunos investigadores que eran miembros del Opus Dei formaron parte de centros de investigación del CSIC. Unos pocos recibieron becas para ampliar conocimientos fuera de España, algo que ayudó a la expansión de la Obra en otros países. En 1945, por ejemplo, de las 177 pensiones otorgadas ese año, cinco fueron para investigadores que pertenecían al Opus Dei.
En el caso de la universidad, el Gobierno ofreció la posibilidad de seguir cursos académicos de un solo semestre nada más acabar el conflicto. Muchos de los 40 000 alumnos que se matricularon aprovecharon esa oportunidad para avanzar o cerrar sus carreras universitarias en breve tiempo.
También había una necesidad perentoria de cubrir las cátedras universitarias vacantes a causa de la depuración, el exilio o la muerte de los profesores. Conseguir una cátedra exigía aprobar una oposición de seis ejercicios que se presentaban ante un tribunal compuesto por cinco catedráticos; en cambio, no se pedían muchas publicaciones más allá de la tesis doctoral. El Gobierno convocó sin solución de continuidad oposiciones para la provisión de plazas en todo el país. Entre 1939 y 1945, 179 profesores ganaron la cátedra universitaria; en bastantes casos, eran jóvenes de menos de treinta años.
La dedicación a la enseñanza superior desde un puesto relevante —sobre todo, desde una cátedra— fue una ambición compartida por las personas y las instituciones universitarias. Un catedrático era un funcionario del Estado que gozaba de prestigio e influencia en la sociedad. Diversos grupos religiosos y políticos se marcaron como objetivo corporativo ganar cátedras. En el ámbito confesional destacó la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, que preparaba minorías católicas para la acción en la vida pública. Los propagandistas —que eran algo más de quinientos hombres después de la Guerra Civil— pugnaban por difundir los principios católicos mediante la dirección de la política y de la cultura en centros oficiales. Consiguieron buenos resultados porque lograron 34 cátedras en el primer lustro de los años cuarenta y, además, los ministros de Educación del régimen, hasta mediados de los años cincuenta, fueron propagandistas.
En la esfera política, los falangistas intentaron hacerse con las cátedras para influir en la cultura; con todo, solo consiguieron un número relativamente pequeño porque se concentraron más en las estructuras organizativas y de propaganda. También hubo catedráticos de tradición monárquica alfonsina que tenían como referente la interpretación histórica de Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu, y como punto de encuentro Acción Española, una revista publicada durante la Segunda República. Y no faltaron tradicionalistas, partidarios de la monarquía autoritaria, el Estado confesional y las respuestas únicas a cuestiones opinables.
En el Opus Dei, la expansión de su mensaje a partir de los intelectuales se mantuvo en los años cuarenta, al tiempo que Escrivá de Balaguer atendía espiritualmente a personas de otros grupos sociales, como los trabajadores de oficios mecánicos o las empleadas del hogar. La mayoría de los hombres que solicitaron la admisión en la Obra durante esa década fueron estudiantes y licenciados. El fundador les animó a llevar el mensaje cristiano de la santidad en medio del mundo a quienes se sentían llamados a trabajar profesionalmente en la administración pública, la educación en sus diversos niveles y los medios de información. Así, en junio de 1940 conversó con Del Portillo, Albareda, Fernández Vallespín y Jiménez Vargas sobre el alto número de plazas convocadas para opositar a cátedras en la universidad y sobre la posibilidad de animar a las personas de la Obra inclinadas a esa tarea profesional[19].
José María Albareda fue el primer miembro de la Obra que ganó una cátedra universitaria, en la Facultad de Farmacia de la Universidad de Madrid, en noviembre de 1940. Cinco años más tarde, quince socios del Opus Dei —entre otros, Rafael Calvo Serer, Antonio Fontán, Amadeo de Fuenmayor, Juan Jiménez Vargas, Francisco Ponz y Vicente Rodríguez Casado— habían obtenido una cátedra universitaria, lo que representaba el 8,3 % del total de plazas de catedrático cubiertas desde 1939. Como el resto de sus colegas, alcanzaron el máximo título académico por oposición pública, después de formarse en diversos centros estatales o extranjeros. Después, cada uno creó o se inscribió en plataformas, como centros de investigación y publicaciones periódicas, que les permitieron desarrollar su dedicación a la cultura y la ciencia. A todos les unía el deseo de promover un orden cultural con raíces cristianas. En cambio, les separaba su propia evolución intelectual. Por ejemplo, en el aspecto político había falangistas, carlistas, monárquicos de Juan de Borbón, demócratas republicanos y apolíticos.
Algunos jefes de Falange Española y profesores universitarios afines de «mentalidad laicista doctrinaria»[20] extendieron el rumor de que el Opus Dei tenía como objetivo institucional el control de la enseñanza superior y del Estado y que había fomentado el favoritismo a la hora de otorgar las cátedras, puestos de trabajo y becas del CSIC. Por su modelo autoritario y corporativo —era el partido único—, la Falange quería que los intelectuales abrazasen sus ideales. Y, cuando percibían que su influencia decaía ante otras personas o instituciones, las acusaban de ser contrarias al espíritu nacional. En este sentido, dijeron que el Opus Dei era una institución secreta infiltrada en el sindicato universitario para hacerse con los centros de poder y, a continuación, desvirtuar la esencia del Estado nacionalsindicalista.
En el verano de 1941 el Opus Dei fue denunciado ante el Tribunal Especial de Represión de la Masonería por practicar actividades clandestinas y descristianizar a la juventud. Algunas de las pocas personas de la Obra con cargos en Falange —como Eduardo Alastrué, Miguel Fisac o Juan Jiménez Vargas— no pudieron frenar la acusación. Iniciado el proceso, la causa fue sobreseída a finales de 1942 o principios de 1943.
En enero de 1942, la Delegación de Información de Falange Española, dirigida por David Jato, elaboró un Informe confidencial sobre la Organización secreta Opus Dei donde indicaba que su finalidad era «la conquista del poder a través de las entidades culturales, manejando el profesorado universitario en toda clase de centros de estudios»[21]. El informe añadía que el Opus Dei controlaba los tribunales de oposiciones a cátedras y el CSIC gracias a Albareda y otros intelectuales. Además, acusaba a la institución de ser clandestina e internacionalista, en oposición con los principios del Movimiento Nacional. Según parece, esta denuncia se vino abajo porque dos meses más tarde Mons. Eijo Garay, obispo de Madrid-Alcalá, le dijo al jefe de la organización sindical falangista: «Yo patrocino y autorizo las obras de piedad y apostolado de mi diócesis, pero el Opus es de mi predilección especial. Yo pongo la mano en el fuego por ella»[22].
Como hubo más miembros de la Obra que se presentaron a las oposiciones a cátedras, el mismo servicio de Falange elaboró otro informe en junio de 1943. En esta ocasión, presentaba al Opus Dei como una organización secreta, y al CSIC como una tapadera bajo la que se escondía el deseo de ocupar puestos en el Estado y de monopolizar la cultura española. Se decía que el ministro de Educación, Ibáñez Martín, había dejado la universidad en manos de Albareda y, por tanto, en las del Opus Dei. Unos meses más tarde, hubo un nuevo informe falangista que volvía a la idea de que el Opus Dei se proponía «llegar a la conquista del Poder a través de las Entidades culturales, manejando al profesorado universitario»[23].
A mediados de 1945, del total de miembros del Opus Dei —223 socios varones y veinte mujeres— los quince catedráticos representaban el 6,2 %. Este porcentaje, pequeño pero significativo, se debía a que una parte de los hombres de la Obra trabajaban en el ámbito académico. Disminuyó drásticamente después, porque los miembros del Opus Dei se abrieron a todo el espectro del ámbito profesional y salieron a otros países. Así, en 1951, del total de miembros solo el 0,77 % eran catedráticos (visto desde la esfera académica, del total de los 614 catedráticos españoles, 23 pertenecían a la Obra, el 3,7 %)[24].
Los avatares políticos y culturales del franquismo no deberían haber afectado al Opus Dei, que tenía como plan corporativo la difusión internacional de la santidad en el ámbito secular. Pero la acusación falangista de que el Opus Dei deseaba dirigir el régimen y de que actuaba en grupo dejó una marca duradera. Además, en algunos casos, las personas del Opus Dei vieron truncada su carrera profesional porque pertenecían a la institución[25].
CONFLICTOS INTRAECLESIALES
La irradiación del Opus Dei entre los intelectuales se produjo en unos años de debate sobre las formas de organización del apostolado seglar. El fundador del Opus Dei ya había encontrado falta de comprensión de su mensaje y de su actividad entre unas pocas personas en los años treinta. Pero, a partir del verano de 1940, sufrió una contrariedad grave en el ámbito estudiantil.
Todo comenzó cuando dos jóvenes de las Congregaciones Marianas (CC. MM.), Salvador Canals y Álvaro del Amo, que se habían propuesto entrar en el noviciado de los jesuitas, pidieron la admisión en el Opus Dei después de haber conocido a Josemaría Escrivá de Balaguer. Ángel Carrillo de Albornoz, joven jesuita de carácter fogoso, directivo de las CC. MM. y anterior director espiritual de Canals y Del Amo, reaccionó con dureza. Dijo que Escrivá de Balaguer estaba expuesto a una excomunión por sus ideas sobre la vida cristiana y que las actividades que se realizaban en la residencia de Jenner eran sospechosas. Cuando le refirieron estos comentarios, Escrivá de Balaguer pidió una entrevista al padre Carrillo de Albornoz. Acordaron comunicarse recíprocamente las críticas que escuchasen.
En diciembre de ese año, Ángel Carrillo de Albornoz predicó la novena a la Inmaculada a jóvenes de las CC. MM. de Barcelona y refutó varias ideas recogidas en Camino. Tres meses más tarde, en febrero de 1941, el jesuita Manuel Vergés, director de las CC. MM. en la Ciudad Condal, afirmó en una plática que Escrivá de Balaguer podía ser un hereje por el planteamiento que tenía de la vocación en medio del mundo, y advirtió que estaba reclutando a miembros de las CC. MM. Como no vio ninguna reacción entre los congregantes relacionados con el Opus Dei, entre abril y mayo el padre Vergés expulsó de las CC. MM. a Ramón Guardans, Juan Bautista Torelló, Raimundo Pániker, Rafael Escolá, Jorge Brosa y Alfons Balcells —todos eran de la Obra excepto este último— porque acudían a El Palau. Un congregante más, Laureano López Rodó, se dio voluntariamente de baja en las CC. MM. Aparecieron escritos anónimos con pretendidas normas que seguían los del Opus Dei, como callar al director espiritual la pertenencia a la Obra o negarse a hacer ejercicios espirituales. Unos jesuitas visitaron a varias familias para decirles que sus hijos estaban en peligro de condenación eterna[26].
Las acusaciones de Carrillo de Albornoz y de los jesuitas de Barcelona se propalaron entre las demás provincias españolas de la Compañía de Jesús y, a continuación, entre otras instituciones eclesiales, tanto regulares como seculares. El presidente de las Juventudes de la Acción Católica, Manuel Aparici, comentó que el Opus Dei utilizaba a los jóvenes para sus propios fines; en este caso, después de hablar con personas que conocían la Obra, se retractó de sus afirmaciones. Lo mismo sucedió con religiosos de diversas órdenes, como un dominico que había lanzado algunas insidias en Valencia, hasta que una conversación con Pedro Casciaro, director de la Residencia Samaniego, le hizo modificar su actitud.
Escrivá de Balaguer pensaba que el enredo se había originado entre personas que actuaban de buena fe y, por tanto, estaba sufriendo una «contradicción de los buenos»[27]. Rogó a sus hijos espirituales que tuviesen como actitud la de «callar, trabajar, perdonar, sonreír y rezar: y sufrir con alegría»[28] y les envió una carta en la que pedía que amaran a los jesuitas; les recordaba que desde hacía años tomaba ideas del libro de los ejercicios espirituales para su predicación y les recomendaba la lectura de la biografía de Rivadeneyra sobre san Ignacio de Loyola.
El obispo de Madrid-Alcalá, Mons. Eijo Garay, animó a Escrivá de Balaguer y lo defendió ante terceros. Cuando Aureli Escarré, abad del monasterio de Montserrat, consultó a Eijo sobre la Obra, el prelado le respondió que la conocía desde su fundación y que la había aprobado poco antes para que cesara la contradicción: «Créame, Rmo. P. Abad, el Opus es verdaderamente Dei, desde su primera idea y en todos sus pasos y trabajos»[29].
El fundador explicó a diversos eclesiásticos, de palabra y por escrito, qué era y qué actividades realizaba el Opus Dei. Pidió por carta al padre Carrillo de Albornoz que parase lo que denominaba una campaña contra la Obra. En la primavera y verano de 1941 visitó a los provinciales de la Compañía de Jesús en España y se entrevistó dos veces con el nuncio, Mons. Gaetano Cicognani. A petición del nuncio, le entregó una copia de los Estatutos de la pía unión Opus Dei —aprobada en el mes de marzo— y le explicó que su mensaje consistía en recordar la llamada a la santidad secular «como medio para servir a la Santa Iglesia y no para dominar»[30]. También le dijo que «todo lo que hay de objetivo, en el fondo de este asunto, es la cuestión de las vocaciones»[31], comenzando por las de Canals y Del Amo.
La propaganda contra la Obra, suscitada en Madrid y Barcelona, tuvo cierta repercusión en otras ciudades como Valencia, Valladolid y Zaragoza. Las acusaciones se engrandecieron a veces de modo desmesurado. La Obra, se comentaba, era una sociedad masónica que sustraía vocaciones a las órdenes religiosas. Escrivá de Balaguer solicitó a los miembros del Opus Dei dedicados a tareas de gobierno o académicas, como Álvaro del Portillo y José María Albareda, que le ayudaran a explicar a las autoridades eclesiásticas y civiles cuáles eran los fines de la institución y que les mostraran la aprobación recibida del obispo de Madrid-Alcalá. Por su parte, los jóvenes de la Obra no sufrieron demasiado estas contrariedades. Escrivá de Balaguer prefería no hablarles sobre los sucesos para que no se creara una sensación de victimismo dentro del Opus Dei y para que estuviesen centrados en sus trabajos y actividades.
En cierto sentido, las dificultades de entendimiento sobre la naturaleza y actuación del Opus Dei se pueden resumir en tres.
La primera fue de carácter teológico. De acuerdo con una mentalidad de siglos, la perfección de la vida cristiana —la santidad perfecta— se alcanzaba en el estado religioso. Dedicarse a las realidades del mundo —con el consiguiente prestigio y competencia profesional, remuneración económica y uso de bienes materiales— no se veía compatible con el más alto grado de santidad. Que el Opus Dei presentase como un ideal la perfección en el ámbito secular era para muchos inimaginable. En frase de Carrillo de Albornoz, que resume gráficamente esta idea, «un seglar con chaqueta y pantalón no puede, es que no puede ser hombre de entrega total»[32].
La segunda razón, generadora de la polémica, fue que la Obra atraía a algunos jóvenes de prestigio académico que pertenecían a familias católicas conocidas —en especial de las CC. MM.—, para, a continuación, alejarles de sus anteriores organizaciones y directores espirituales y, en algunos casos, de la posibilidad de abrazar una vocación religiosa.
En tercer lugar, resultaba chocante, por su novedad, la forma con la que se presentaban los laicos del Opus Dei en la sociedad. No hacían propaganda de sus actividades, sino que explicaban el mensaje uno a uno; no llevaban signos externos de pertenencia a la Obra, como las medallas e insignias típicas de las asociaciones religiosas; y no se reunían en locales públicos y conocidos sino en casas particulares. Aunque los miembros no ocultaban que pertenecían a la Obra, estos modos de actuar —que para Escrivá de Balaguer eran acordes con la mentalidad laical— se vieron como manifestaciones de una sociedad secreta, por lo que alguna vez se tachó al Opus Dei de mafia blanca o de masonería cristiana.
En julio de 1941, Mons. Miguel de los Santos Díaz de Gómara, administrador apostólico de Barcelona, autorizó a los socios de la Obra a que se reunieran en el centro que habían abierto en la calle Balmes. Además, tranquilizó al gobernador civil, que estaba dispuesto a requisar el local, pues había sido informado de que el centro era la sede masónica. Mientras tanto, el nuncio Cicognani solicitó informes a los obispos diocesanos y a los jesuitas. Los prelados de Madrid, Barcelona, Vitoria, Pamplona, Zaragoza, Valencia, León, Toledo y Valladolid remitieron pareceres favorables al Opus Dei. En los meses siguientes, el nuncio envió varios despachos a Roma, en los que añadía los informes recibidos. Mons. Cicognani era propicio a la nueva institución, aunque manifestase reservas sobre la entrega completa a Dios en medio del mundo, sin una disciplina eclesiástica como la que sujetaba a los religiosos y, también, sobre el modo en el que se conjugaba la vida escondida y la humildad colectiva de los miembros de la Obra —no alardear de los éxitos corporativos— con la búsqueda de la excelencia profesional y la apertura a todos los ámbitos sociales[33].
Escrivá de Balaguer supo que se comentaba que los jesuitas iban a presentar una denuncia contra el Opus Dei ante la Santa Sede. De momento no tenía sentido que acudiese a Roma, pues no había una acusación formal, la Obra ya estaba aprobada en la diócesis de Madrid-Alcalá y, además, se estaba librando la guerra mundial. Pero rogó a dos hijos suyos —José Orlandis y Salvador Canals— que se trasladaran a la Ciudad Eterna en el otoño de 1942 para ampliar estudios, establecer contactos y dar a conocer la Obra a personas de la curia vaticana y del cuerpo diplomático[34].
La disposición favorable de la mayoría de los obispos españoles y del nuncio, y las posteriores aprobaciones del Opus Dei a cargo de la Santa Sede, desembocaron en una mejora en la visión intraeclesial sobre la Obra. Con todo, los sucesos acaecidos dejaron huella. Fue positivo que el ámbito católico español hubiese conocido directa o indirectamente al Opus Dei y a su fundador, y también que estos hechos ayudaran a sus integrantes a explicar su mensaje. En cambio, resultó negativo que, entre tantos bulos y medias verdades, el Opus Dei apareciese como una organización que se proponía la conquista del Estado y la confrontación dentro del seno de la Iglesia[35].
[*] La palabra centro, que aparecerá con frecuencia en nuestro libro, designa dos realidades relacionadas entre sí. Por una parte, en sentido propio, según el Derecho particular de la prelatura (cf. Codex iuris particularis Operis Dei, 1982, n.º 166), es un ente de organización local que puede ser erigido por la autoridad del Opus Dei para la atención pastoral de los fieles y de las actividades apostólicas. Por extensión, con este término se suele hacer referencia a una sede material, muchas veces una casa o apartamento, que normalmente es propiedad de una entidad civil que responde de los aspectos técnicos y económicos y que pone el inmueble a disposición del apostolado del Opus Dei. De acuerdo con las normas del derecho canónico, los centros no exigen una sede física; en el caso de que la tenga, suelen residir en ellas numerarios, se imparte formación cristiana y se tienen diversas actividades apostólicas (cf. Codex iuris particularis Operis Dei, 1982, n.º 8, §1). El vicario del Opus Dei en una circunscripción solicita la venia del ordinario del lugar antes de erigir canónicamente un centro con sede física desde la que se ejercita el apostolado colectivo (cf. Codex iuris particularis Operis Dei, 1982, n.º 177, §1). Las personas de la Obra se adscriben a un centro, en el sentido propio arriba mencionado, en función de sus circunstancias personales y de las necesidades apostólicas.
[†] Estatutos (1941), “Régimen”, art. 4. Veremos que en 1947 los supernumerarios pasaron a denominarse numerarios, y se utilizó la palabra supernumerarios para designar a las personas casadas o con previsible vocación al matrimonio.
[‡] Cf. capítulo 5, apartado “La Administración”.
[§] Estatutos (1941), “Espíritu”, art. 19, 24 y 25. El fundador tenía gran interés en que el mensaje de la Obra ayudase a la promoción femenina, desde el mundo agrario y de servicio doméstico hasta el ámbito académico y de profesiones liberales. Cf. Mercedes MONTERO, “Mujer y Universidad en España (1910-1936). Contexto histórico del punto 946 de Camino”, Studia et Documenta 6 (2012) 211-234. De acuerdo con lo que expone el fundador de la Obra, en este libro la palabra Administración —con mayúscula— se refiere a las personas, las tareas y la zona de los edificios de los centros del Opus Dei donde se organizan y dirigen los trabajos domésticos, concretamente la atención del oratorio y los servicios de portería, limpieza, comida y cuidado de la ropa.
[¶] Estatutos (1941), “Régimen”, art. 12, §1; art. 13, §1; art. 12, §§ 2 y 3. Por entonces, la mayoría de las mujeres no acudían aún a la universidad. Cf. capítulo 5 (“El desarrollo con mujeres”).
5
El desarrollo con mujeres
AL ACABAR LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, el discurso social sobre la mujer española subrayó su papel como madre y esposa, centro del hogar. Las formas de proteccionismo legislativo de las mujeres las relegaban, en buena medida, a la vida privada. Hasta los 25 años no podían dejar la casa parental sin la licencia de los padres, y el marido era el representante legal de la esposa y único administrador de los bienes de la sociedad conyugal. En 1939, solo un 8 % de la población laboral era femenina.
Las tendencias renovadoras de promoción de la mujer se dieron dentro de las organizaciones católicas y, en el político, en la Sección Femenina de Falange Española. A pesar de que era un asociacionismo reducido, limitado a veces a obras de caridad organizadas, al menos hacía posible que algunas mujeres establecieran relaciones sociales fuera del perímetro doméstico. Un lugar de encuentro para jóvenes con mentalidad emprendedora fueron los grupos de Acción Católica.
AL “TERCER INTENTO”
En la primavera de 1939, don Josemaría se reunió en Madrid con Hermógenes García y Ramona Sánchez-Elvira, dos mujeres que habían estado en el Opus Dei antes de la contienda militar. Aunque tenían buenas disposiciones, no se mostraron capaces de ayudarle en la expansión del mensaje de la Obra, por lo que les facilitó el contacto con otras instituciones religiosas.
En cambio, Amparo Rodríguez y Dolores Fisac, que vivían fuera de Madrid, acudieron con regularidad a la capital para conversar con el fundador. Allí conocieron a Dolores Albás y a Carmen Escrivá de Balaguer, que ayudaban a Josemaría en sus actividades formativas con las mujeres. Amparo Rodríguez presentó al fundador a María Jesús Hereza, una estudiante de Medicina que pertenecía a la Acción Católica. Después de hablar con don Josemaría durante un tiempo, se incorporó al Opus Dei en julio de 1940. También por esas fechas se acercaron a la Obra Dolores Jiménez Vargas —hermana de Juan— y las hermanas Concepción y Laura Fernández del Amo[1].
Esas jóvenes tenían una procedencia muy diversa, con algunos aspectos semejantes. Habían sido presentadas a Escrivá de Balaguer por sus hermanos y por sacerdotes conocidos, estaban asociadas o incluso eran directivas de la Acción Católica y trabajaban de secretarias, maestras y enfermeras. El mensaje del Opus Dei les impresionaba porque iba más allá de la organización de unas cuantas actividades confesionales. Encontraban una invitación a la santidad mediante la relación personal con Dios y el trabajo profesional bien hecho.
Josemaría Escrivá de Balaguer se reunió con ellas en la zona de la residencia de Jenner donde vivían su madre y sus hermanos. Las animaba para que siguieran un plan de vida y les daba clases de formación cristiana y del espíritu de la Obra. Dolores Albás y Carmen Escrivá de Balaguer acompañaban a las jóvenes en los encuentros. A veces, hacían un rato de meditación con Camino o comentaban el texto del Evangelio del día. También instalaron un taller casero de confección de ornamentos litúrgicos y añadieron pericia sobre algunas tareas del hogar.
En septiembre de 1940, trece chicas acudieron a unos ejercicios espirituales que predicó don Josemaría en el convento de las madres reparadoras de Madrid. A las que ya eran de la Obra, Escrivá de Balaguer les sugirió que se confesaran con otro sacerdote; de este modo, él tendría libertad de llevar su orientación espiritual sin hacer referencia a materias ligadas al secreto sacramental y evitaba que se creara una dependencia exclusiva de él. En la predicación les insistió en que la llamada de Dios era para siempre, pues ellas mismas comentaban que les faltaba constancia y compromiso.
Poco después, el fundador se trasladó a la calle Diego de León con su familia. Su madre y su hermana —Dolores y Carmen— dirigieron la administración doméstica de la casa. Don Josemaría estaba preocupado por la falta de tiempo para formar a sus hijas espirituales. Para facilitar los encuentros, alquiló un piso en la calle Castelló. El 6 de noviembre de 1940, bendijo los locales. Pero, un mes más tarde, concluyó esta experiencia. El fundador pidió que se cerrara el apartamento porque el portero hacía demasiadas preguntas, el vecindario comentaba que no era habitual que un sacerdote se encontrara con mujeres en un piso y las chicas se enfrascaban en conversaciones superficiales o perdían el tiempo, mostrando poca implicación en el desarrollo de la Obra.
A pesar de esas contrariedades, durante el siguiente trimestre Escrivá de Balaguer dio un curso de formación en la zona del servicio de Diego de León. Después, seis de aquellas jóvenes hicieron la sencilla ceremonia de admisión en el Opus Dei el 14 de febrero de 1941. Unas semanas más tarde —el 22 de abril—, Dolores Albás, que tenía 64 años, falleció por una pulmonía en brazos de Dolores Fisac. Ese día, su hijo estaba predicando unos ejercicios espirituales a sacerdotes de la diócesis de Lérida. En cuanto supo la noticia, regresó a Madrid. Ante el cadáver de su madre, al que velaban en la casa de Diego de León, dijo entre lágrimas: «Dios mío, ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas. Yo pensaba que mi madre les hacía mucha falta a estas hijas mías, pero me dejas sin nada, ¡sin nada!»[2].
Esa primavera se incorporaron a la Obra Narcisa (Nisa) González Guzmán en León, y Encarnación Ortega y Enriqueta (Enrica) Botella en Valencia. A diferencia de las que habían pedido la admisión en Madrid en los años anteriores —que, salvo Dolores Fisac, dejaron la Obra poco después—, el fundador pudo apoyarse en ellas porque asumieron un sólido compromiso. Aunque la invitación a la santidad les daba cierto vértigo, también les atraía. Según Encarnación Ortega, «me asustó mucho que Dios me pudiera pedir lanzarme a los comienzos de algo que me parecía maravilloso, que me iba perfectamente, pero que me lo exigía todo»[3]. Para el fundador, este tercer intento —los dos anteriores habían sido los de 1930-1936 y 1937-1941— hacía realidad la expansión de la Obra entre las mujeres.
Siguieron la sugerencia de don Josemaría de mantener un constante intercambio epistolar. Las misivas entre unas y otras rezumaban entusiasmo, con el deseo de secundar las propuestas de Escrivá de Balaguer, compartir los mismos ideales y soñar con futuros desarrollos. El fundador les aseguraba que en poco tiempo habría mujeres de la Obra trabajando en todo tipo de profesiones. En una ocasión, les comentó a Ortega y a González Guzmán las múltiples actividades que llevarían a cabo, algunas corporativas y otras fruto de la iniciativa personal: «Granjas para campesinas; distintas casas de capacitación profesional para la mujer; residencias de universitarias; actividades de la moda; casas de maternidad en distintas ciudades del mundo; bibliotecas circulantes que harían llegar lectura sana y formativa hasta los pueblos más remotos; librerías... Y, como lo más importante, el apostolado personal de cada una de las asociadas, que no se puede registrar ni medir»[4].
El fundador predicó unos ejercicios espirituales en Diego de León a doce mujeres —algunas de la Obra y otras amigas— en agosto de 1941. Por entonces, todavía tenían dificultades para abrir un centro en Madrid. Amparo Rodríguez Casado había contraído la tuberculosis y tanto Dolores Fisac como Enriqueta Botella debían cuidar de sus familias. De momento, solo Narcisa González, que tenía ya treinta y cuatro años, pudo conseguir el permiso paterno para trasladarse a la capital.
Durante el curso 1941-1942, Dolores Jiménez Vargas trabajó con Carmen Escrivá de Balaguer en la atención doméstica del centro de Diego de León; por su parte, Concepción Fernández del Amo atendió la residencia de Jenner. Don Josemaría les sugirió que, como eran pocas, bastaba con que llegasen a lo importante; más adelante, mejorarían las circunstancias. Debían recordar que estaban llamadas a transformar el mundo, a llevar el mensaje cristiano a todos los ambientes. Al mismo tiempo, les dijo que el Opus Dei no saldría adelante con personalidades geniales sino con mujeres y hombres que amaban a Jesucristo con todo el corazón y se sacrificaban por Dios en las tareas ordinarias y pequeñas. Ellas confiaron en el fundador. Se sentían pioneras.
A petición de don Josemaría —que solía viajar a Valencia para encontrarse con sus hijas e hijos espirituales—, Enriqueta Botella y Encarnación Ortega dirigieron la atención doméstica de la residencia de Samaniego. Organizaron el trabajo de las empleadas del hogar, diseñaron menús y confeccionaron lienzos litúrgicos. También les dieron formación cristiana y cultivaron su espíritu de oración.
El 16 de julio de 1942 se abrió en Madrid el primer centro de mujeres, Jorge Manrique, situado en la calle del mismo nombre. Allí fueron a vivir Narcisa González Guzmán, Concepción Fernández del Amo, Encarnación Ortega y Visitación Alvira. Como hacía con los varones, Escrivá de Balaguer les recordó que la entrega a Dios en el Opus Dei era completa y que la relación con Dios y la preocupación por los demás les ayudaría a ser sencillas y alegres. El entusiasmo por hacer el Opus Dei se encauzaba en la vida cotidiana, en la que se entrelazaban el trato con Dios, el trabajo, la constancia en las tareas emprendidas, la relación con amigas y conocidas y la ilusión por contribuir a que la Obra fuese una familia cristiana.
En noviembre de 1944, las mujeres del Opus Dei abrieron Los Rosales, una casa ubicada a las afueras de Madrid, en el pueblo de Villaviciosa de Odón. Un año más tarde, pasó a ser el primer centro de estudios femenino.
LA ADMINISTRACIÓN
Desde los inicios, Josemaría Escrivá de Balaguer pensó en la posible estructura jurídica de la Obra, las actividades que desarrollaría y los miembros que la integrarían. Entre otras realidades, consideró que algunas personas trabajarían para atender materialmente a los demás, con el fin de que las casas de la Obra fuesen hogares cristianos. Los que se dedicaran profesionalmente a estos trabajos serían tan del Opus Dei como los demás: «Han de comprender bien la hermosura de su oficio, delante de Dios, por bajo que aquel sea. Inculcarles el heroísmo de hacer con perfección las pequeñas cosas de cada día, como si de cada una de ellas dependiera la salvación del mundo»[5], dejó escrito.
La residencia DYA marcó el inicio de esta profesión. El personal de servicio estaba compuesto por un administrador y cuatro empleados. Escrivá de Balaguer hizo un planteamiento profesional. Los camareros, por ejemplo, llevaban uniforme; recibían clases sobre el modo de limpiar, servir la mesa y abrir la puerta; y se respetaban sus horarios de descanso. Además, el fundador les ofreció clases de doctrina cristiana para que crecieran en su vida espiritual y consideró que aquellos que se sintieran llamados pedirían la admisión en el Opus Dei.
La Administración de DYA funcionó relativamente bien, aunque tropezó con algunos fallos en la entrega semanal de la ropa o en el orden de la cocina y el comedor. Pero, más allá de las deficiencias materiales u organizativas, Escrivá de Balaguer comprobó que —a pesar de la buena voluntad de todos— no había podido crear un clima hogareño en la residencia[*].
En la primavera de 1937, mientras estuvo asilado en la legación de Honduras, el fundador meditó sobre el modo en el que podía mejorar la Administración una vez que acabara la contienda armada. Se fijó en la vida familiar de la casa de sus padres y resolvió solicitar ayuda a su madre y a su hermana. Rezó y pidió oraciones a sus hijos espirituales por esta intención y, antes de fugarse a la zona nacional, habló con su madre, quien le dijo que estaba disponible. Desde entonces, los miembros de la Obra —hombres y mujeres— llamaron abuela a Dolores Albás y tía a Carmen Escrivá de Balaguer, pues entendían que ese era el lugar que les correspondía en el Opus Dei[6].
Don Josemaría rogó a su madre y a su hermana que le ayudaran a explicar a las mujeres de la Obra cómo podían hacerse cargo de la atención doméstica de los centros. Este cambio —clave en la historia del Opus Dei— modificaba la praxis vigente hasta la Guerra Civil de que la Administración de los centros de hombres estaría compuesta por hombres, y la de los centros de mujeres por mujeres. Ahora serían mujeres las que liderarían el trabajo del hogar en todos los centros, con una administradora al frente de cada casa. Dolores y Carmen les enseñarían cómo se podía infundir ambiente de familia cristiana mediante un trabajo que unía el genio femenino y la profesionalidad.
En la España de entonces, el trabajo en el hogar estaba visto como una tarea humilde —no necesitaba una cualificación específica— pero no se consideraba despectivo ni llevaba consigo un estigma social. Muchas mujeres, en particular las del ámbito rural, veían en el servicio doméstico una forma de potenciar su situación económica y social. Quienes resolvían bien las tareas de cocina, limpieza y costura recibían una remuneración adecuada y gozaban de reconocimiento en algunos casos; también había otros en los que este servicio era poco estimado o explotado, a veces con graves injusticias.
Según el espíritu del Opus Dei, este trabajo de las empleadas contenía una riqueza superior a la promoción humana y profesional. Josemaría Escrivá de Balaguer era pionero cuando explicaba el quehacer doméstico como una vocación humana y divina más, una llamada a la identificación con Cristo en el ejercicio de las actividades domésticas. A la vez, consideraba que este modo de contribuir a la creación del ambiente de familia haría de las casas del Opus Dei hogares cristianos acogedores. Desde el punto de vista antropológico —idea que contrastaba con la tendencia cultural de Occidente— entendía que la dedicación prioritaria al trabajo en casa podía realizar plenamente a la persona si recibía la formación oportuna, y que la mujer aportaba su propio talento en el cuidado y desarrollo de cada uno.
Cuando se abrió la residencia de Jenner, en el verano de 1939, Dolores Albás y Carmen Escrivá de Balaguer vivieron en la zona de la Administración y colaboraron con Josemaría en la expansión de la Obra entre las mujeres, tanto las estudiantes como las empleadas del hogar. Dolores, de 62 años, pasó buena parte de su tiempo dedicada a la costura y a la confección de lienzos para el oratorio. Carmen, que tenía 41 años, llevó el peso de la cocina, la limpieza y la compra de la despensa. Trabajaban con ella tres empleadas del hogar —o sirvientas, como se decía entonces— y una cocinera.
La progresiva apertura de casas de la Obra demandó la atención doméstica de esos lugares. Desde 1939, don Josemaría solicitó a la mayoría de las mujeres que estaban en la Obra que trabajaran de modo prioritario en la Administración de los centros y residencias de hombres y, más adelante, de mujeres, ayudadas por su hermana Carmen. Era consciente de que reducía el panorama de sus opciones profesionales a una sola, en evidente contraste con las funciones intelectuales desarrolladas por los hombres. Pero consideraba que asentar un ambiente de familia cristiana en las casas de la Obra era esencial y, en ese momento, prioritario. Es más, para el fundador este esfuerzo daba inicio a la verdadera difusión del Opus Dei entre las mujeres porque asumían el peso de sus responsabilidades propias, entre las que se contaba la Administración.
El fundador subrayó que entendía este trabajo como una actividad apostólica propia y específica de las mujeres de la Obra y, a la vez, una característica esencial y permanente en el espíritu del Opus Dei. En cambio, era transitorio el hecho de que prácticamente la totalidad de las chicas de la Obra de ese momento dedicaran su tiempo profesional a la Administración. Con el tiempo, el 10 % de las mujeres del Opus Dei tendría esa ocupación laboral; el resto se dedicaría a todo tipo de trabajos, de acuerdo con los intereses personales de cada una. Y, a pesar de que en esos años la presencia femenina en la universidad era menor del 15 %, para subrayar esta idea comentó: «Habrá hijas mías catedráticos, arquitectos, periodistas, médicos»[7]. El fundador les pidió que tuviesen fe en Dios «y un poco en él, que era un pobre pecador»[8]. González Guzmán, Ortega, Botella y las demás le creyeron cuando les decía que ese variado horizonte futuro pasaba, en buena medida, por un presente concentrado en la atención material de los centros de varones.
El traslado de la familia del fundador a Diego de León, en 1940, implicó que Carmen Escrivá de Balaguer fuese la administradora de la nueva casa —mantuvo este encargo durante siete años— y que las mujeres de la Obra llevasen la Administración de la residencia de Jenner. El fundador animó a sus hijas para que mejoraran las competencias profesionales y técnicas. También les rogó que diesen clases de formación profesional y espiritual a las empleadas que trabajaban en la casa, que se adaptaran a sus necesidades y que fueran por delante en las tareas más duras. Y les agradeció su trabajo porque, cuando ponían en juego su profesionalidad y su corazón materno, creaban un ambiente familiar y acogedor.
En 1943, las mujeres que se ocupaban de la Administración de la residencia de la Moncloa vivieron en una parte separada e independiente de los residentes. De esta forma, comenzaban el segundo centro de la Obra femenino, después de Jorge Manrique. Además, con ese centro se establecía una división en las actividades formativas para mujeres, unas dedicadas al ámbito académico o de profesiones liberales, y otras al mundo de la administración del hogar. Narcisa González Guzmán, Encarnación Ortega y Amparo Rodríguez Casado se trasladaron allí. Afrontaron el reto de encabezar la Administración de una residencia grande que, en poco tiempo, albergó a 100 estudiantes. Escrivá de Balaguer las animó con frecuencia porque, a la falta de preparación y de experiencia, se sumaba la sobrecarga de ocupaciones, los cambios de personal y la carestía de alimentos. Gracias a las religiosas del Servicio Doméstico conocieron a algunas empleadas del hogar que trabajaron con ellas. Estas jóvenes provenían en su mayoría de zonas rurales y habían atendido el servicio de otras casas con anterioridad[9].
Dos años más tarde, en 1945, comenzó la Administración de la residencia Abando, en Bilbao; era el primer centro para mujeres lejos de la capital española. Contrataron muchachas para el trabajo en la Administración de la residencia, unas de Bilbao y otras conocidas en Madrid. A mitad de curso académico, en marzo de 1946, dos empleadas —Dora del Hoyo y Concepción Andrés— pidieron la admisión en la Obra. Fueron las primeras numerarias sirvientas, mujeres con una llamada a vivir el celibato apostólico y a dedicarse profesionalmente al cuidado de las personas en las casas del Opus Dei con el fin de crear hogares de familia. En los meses siguientes, solicitaron la incorporación a la Obra otras más, como Antonia Peñuelas, Rosalía López y Julia Bustillo. En 1947, empezó una primera tentativa de centro de estudios para estas numerarias en la casa de Diego de León, en Madrid[†].
[*] Recordamos que escribimos la palabra Administración con mayúscula cuando nos referimos a las personas, las tareas y las zonas de los centros del Opus Dei dedicadas a los trabajos del hogar.
[†] Cf. Diario de la Administración de Abando, Bilbao, 13-III-1946, en AGP, serie U.2.2, D-243; y la biografía de Javier MEDINA BAYO, Una luz encendida: Dora del Hoyo, Palabra, Madrid 2011. El nombre de sirvienta, empleado para las mujeres que trabajaban en la atención doméstica de las casas, era habitual y tenía un sentido positivo en la España de los años cuarenta y cincuenta. Entre 1946 y 1965 se usó en el Opus Dei debido a que era el propio de la sociedad del momento. Como veremos, cuando esa palabra adquirió una connotación peyorativa en los años sesenta, Escrivá de Balaguer cambió el tratamiento por el de empleadas del hogar y, en el caso de las que eran de la Obra, por el de numerarias auxiliares. El sentido actual de la palabra sirvienta está en las antípodas de la riqueza vocacional y personal de las mujeres que abrazaron el celibato en la Obra, con una entrega a Dios mediante una vida de oración y de trabajo en el cuidado de las personas. Ahora bien, para evitar anacronismos, usaremos el nombre de numerarias sirvientas en la parte II y III de este libro y el de numerarias auxiliares en el resto.
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La Sociedad Sacerdotal y la propagación europea
EN LA PRIMERA MITAD DE LOS AÑOS cuarenta, el número de personas del Opus Dei aumentaba. Hacían falta hombres y mujeres que asumiesen tareas de gobierno y de acompañamiento espiritual, y también sacerdotes que administraran los sacramentos y el culto litúrgico, predicasen y ocupasen algunos cargos de dirección. Además, con la conclusión de la Segunda Guerra Mundial en 1945, el fundador podía afrontar la deseada salida de la Obra a la esfera internacional, primero en las naciones de Europa occidental y, después, en América del Norte. El propio Escrivá de Balaguer iba a trasladarse a Roma en 1946 porque convenía que una institución con régimen universal tuviese su gobierno central cerca de la Santa Sede. A la vez, evitaba que se viera al Opus Dei como una entidad española o ligada al régimen político de ese país.
Esta expansión internacional de la Obra fue un proceso gradual. Aunque España vivía dentro de un severo aislacionismo, cabía la posibilidad de que los profesores universitarios saliesen al extranjero con becas estatales, y los profesionales por motivos de trabajo. Algunos jóvenes del Opus Dei, tanto de la generación de antes de la Guerra Civil como de la posterior, aceptaron el reto de propagar el mensaje de santidad secular en naciones y culturas desconocidas.
SACERDOTES DEL OPUS DEI
Josemaría Escrivá de Balaguer entendía que Dios llama a los presbíteros diocesanos a cumplir con perfección su ministerio, que se puede condensar en la vida de piedad personal, impartir los sacramentos, llevar la dirección espiritual de la comunidad cristiana y fomentar la fraternidad sacerdotal. Entre 1932 y 1935 aglutinó a diez presbíteros, de diversas diócesis, que residían en Madrid. Mantuvo con ellos reuniones semanales, a las que llamó conferencias sacerdotales. Intentaba que se identificaran con el espíritu del Opus Dei para que lo transmitieran a los laicos, hombres y mujeres.
En febrero de 1934, algunos de esos presbíteros se vincularon al Opus Dei con una promesa de obediencia al fundador. Sin embargo, los problemas económicos que generó la puesta en marcha de la residencia DYA provocaron cierta incomprensión. Les parecía que Josemaría Escrivá de Balaguer se movía demasiado deprisa. El fundador notó que, a pesar de sus buenos deseos, los curas mostraban poca fe en la misión fundacional. En febrero de 1935, como vimos, dio por concluida aquella formación[1].
Durante la Guerra Civil y, sobre todo, en la inmediata posguerra, varios obispos españoles invitaron al fundador a predicar ejercicios espirituales a sacerdotes diocesanos, a comunidades religiosas y a laicos de Acción Católica. Enseguida se convirtió en un predicador afamado. En el curso 1939-1940 dio cinco tandas de ejercicios de una semana de duración a sacerdotes y seminaristas en las diócesis de Ávila, León y Madrid; cuatro tandas a estudiantes universitarios, hombres y mujeres; y varios días de retiro en Madrid, Valencia, Valladolid y Zaragoza. A finales de 1941 ya había predicado diecinueve ejercicios espirituales a presbíteros y seminaristas de unas cuantas diócesis españolas.
Frente a la oratoria algo barroca, típica de aquella época, Escrivá de Balaguer hablaba con un lenguaje directo, casi coloquial. Solía presentarse con un texto del Nuevo Testamento y un pequeño guion, y hacía en voz alta una lectio divina, una lectura de la Escritura acompañada de la oración a Dios. Citaba también a los Padres de la Iglesia y a autores espirituales. En ocasiones, se inspiraba en ideas de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, adaptándolas a la personalidad de los asistentes. Con más frecuencia, glosaba inspiraciones de su vida espiritual y se servía de ejemplos gráficos de la vida cotidiana[2].
En esos años, la necesidad de clero propio en el Opus Dei se hizo acuciante. Crecía el número de las personas que se acercaban a los programas de los centros de la Obra y aumentaba el número de quienes pedían la admisión. Josemaría Escrivá de Balaguer rogó a Dios tener presbíteros con su mismo espíritu y dispuestos a colaborar en la tarea pastoral y, cuando fuese necesario, en el gobierno de la Obra.
A mediados de 1940, Álvaro del Portillo y José María Hernández Garnica —que estaban a punto de acabar la carrera de Ingeniería— respondieron libremente a la llamada de Escrivá al sacerdocio. En enero de 1942, Mons. Eijo Garay dispuso que comenzaran los estudios en el seminario de Madrid y los dispensó de la asistencia a clase, por la formación y la edad que tenían. José María Bueno Monreal, profesor del seminario, coordinó el claustro de profesores que les enseñó Filosofía y Teología en el centro de Diego de León. En junio de 1942 superaron los primeros exámenes. Por entonces, otros dos miembros de la Obra, José Luis Múzquiz y José Orlandis, iniciaron los estudios eclesiásticos. Pero como Orlandis se trasladó en otoño a Roma, Múzquiz se incorporó a la promoción de Hernández Garnica y Del Portillo[3].
A pesar de que esos estudiantes se preparaban para el sacerdocio, el fundador no encontraba la fórmula jurídica para que hubiera presbíteros en el Opus Dei. Según el Código de Derecho Canónico, los sacerdotes debían incardinarse en una diócesis, en una orden religiosa o en una institución asimilada, pues no podía haber presbíteros vagos, es decir, ajenos a una autoridad eclesiástica. Además, el candidato al sacerdocio tenía un título de ordenación que le aseguraba la estabilidad jurídica y el sustento. Pero, en el caso del Opus Dei, su carácter secular excluía una solución en la línea de las órdenes religiosas; su carácter personal lo diferenciaba de las diócesis; y la posibilidad de asignar un beneficio o patrimonio a cada sacerdote para que se sostuviera era inviable porque exigía un gasto desmedido y la incardinación en una diócesis.
El 14 de febrero de 1943, mientras celebraba la Eucaristía en el centro de Jorge Manrique, el fundador tuvo una particular moción que resolvía el problema, como apuntó más tarde: «Yo empecé la Misa buscando la solución jurídica para poder incardinar en la Obra a los sacerdotes. Llevaba ya mucho tiempo tratando de encontrarla, sin resultado. Y aquel día, intra missam, después de la Comunión, el Señor quiso dármela: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Me dio incluso el sello: la esfera del mundo con la cruz inscrita»[4]. Escrivá de Balaguer entendió que Dios le hacía una petición de carácter fundacional que le permitía contar con sacerdotes propios. Consistía en crear una asociación sacerdotal ligada al Opus Dei compuesta por presbíteros provenientes de los laicos de la Obra. De acuerdo con el Código de Derecho Canónico, esta asociación podía adoptar la figura de una sociedad de vida común sin votos. Los clérigos estarían adscritos de modo estable a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y ejercerían su ministerio en primer lugar a favor de la misión del Opus Dei, atendiendo pastoralmente a las personas y a las necesidades sacramentales y de culto litúrgico de la Obra[5].
Después de recibir el parecer favorable del nuncio en España y del obispo de Madrid-Alcalá, el fundador envió a Roma a Álvaro del Portillo, secretario general del Opus Dei, para que solicitara el necesario nihil obstat (nada obstaculiza) en la Congregación de Religiosos, de la que dependían las sociedades de vida común sin votos. En el mes que permaneció en la Ciudad Eterna —del 25 de mayo al 21 de junio de 1943—, Del Portillo se entrevistó con el Papa Pío XII, con el secretario de Estado y con otras personalidades de la Santa Sede.
Con la perspectiva de un inminente cambio jurídico, del 29 de julio al 7 de agosto Escrivá de Balaguer reunió a catorce miembros de la Obra en Madrid en lo que denominó Semana de Trabajo. Después de repasar los principales aspectos del espíritu de la Obra, intercambiaron experiencias sobre las actividades de apostolado realizadas y plantearon avances futuros. De modo particular, analizaron el plan de vida, la forma de vivir las virtudes cristianas, la marcha de las obras de san Rafael y san Gabriel, el funcionamiento de las residencias y el centro de estudios para la formación de quienes eran del Opus Dei y la gestión económica de los centros. Las conclusiones de las jornadas quedaron a disposición del fundador y del gobierno central de la Obra.
Mientras tanto, el mensaje del Opus Dei y la solicitud de aprobación canónica tuvieron buena acogida en la Ciudad Eterna. Las gestiones fueron veloces en la burocracia vaticana. El 11 de octubre de aquel año, la Congregación para los Religiosos concedió el nihil obstat para la erección diocesana. Recibida la noticia, Mons. Eijo Garay, obispo de Madrid-Alcalá, erigió canónicamente la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz el 8 de diciembre. Mes y medio más tarde —el 25 de enero de 1944— aprobó las Constituciones de la sociedad. La noticia de esta aprobación apareció en 29 boletines diocesanos españoles.
Las Constituciones definían a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como «una sociedad prevalentemente clerical de varones de vida común sin votos», compuesta por presbíteros y por laicos que se preparaban para el sacerdocio, todos socios del Opus Dei. De acuerdo con el derecho vigente, distinguían dos fines: el «fin general es la santificación de sus miembros por la práctica de los consejos evangélicos y la observancia de las propias Constituciones; el específico, trabajar en especial para que los intelectuales, parte directiva de la sociedad civil, se adhieran plenamente a los preceptos y consejos de Cristo Nuestro Señor»[6]. Respecto a la vida en común —y para evitar que se pensara en la vida común canónica, propia de las órdenes y congregaciones religiosas—, el fundador añadió en las Constituciones que debía entenderse en sentido lato; lo importante no era la materialidad de vivir bajo el mismo techo sino la unidad de espíritu y de reglamentos[7].
Los presbíteros de la Sociedad Sacerdotal se incardinaban ad titulum Societatis, y esa entidad se encargaba de su mantenimiento. Respecto al régimen de gobierno, la Sociedad Sacerdotal presentaba una estructura parecida a la aprobada en 1941 para el Opus Dei, con un presidente general a la cabeza —al que se llamaba Padre— y con niveles de gobierno central, territorial y local.
Por primera vez, el Opus Dei se mostraba como un fenómeno pastoral y apostólico compuesto por seglares y presbíteros, con una presencia del ministerio sacerdotal configurada institucionalmente. La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz quedaba unida al Opus Dei, a la asociación de fieles aprobada en 1941, que pasaba a ser su obra propia, es decir, el lugar donde los sacerdotes desplegaban su servicio ministerial. De hecho, y de modo semejante a los Estatutos de 1941, las Constituciones establecían que el Opus Dei estaba compuesto por una sección de hombres y por otra de mujeres, y que tenía socios supernumerarios, numerarios e inscritos; además, añadían que podía haber «cooperadores auxiliares» que ayudaban con sus oraciones y donativos.
En cambio, la relación jurídica entre la Sociedad Sacerdotal y el Opus Dei resultaba distorsionada. La Sociedad Sacerdotal poseía un rango jurídico superior, por lo que, en palabras del fundador, «el Opus Dei pasaba como una cosa secundaria: como una asociación propia e inseparable de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cuando la realidad es que ninguna de estas dos partes de nuestra Obra es secundaria. Son principales las dos». De acuerdo con las Constituciones, el Opus Dei era el ámbito propio en el que la Sociedad Sacerdotal desarrollaba su actividad. Por tanto, podía entenderse que el Opus Dei era «una parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cuando la realidad es que la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz es solo una pequeña parte de la Obra»[8].
Había otro inconveniente. El derecho de la Iglesia asimilaba a los miembros de las sociedades de vida común sin votos a los religiosos, pues, aunque no profesaban públicamente los consejos evangélicos, se les pedía alguna forma de vida en común y que recibieran el nihil obstat de la Congregación de Religiosos; en cambio, según el espíritu fundacional del Opus Dei, tanto el clero como el laicado eran seculares. Con todo, y como ya había ocurrido en 1941, el fundador admitió esta fórmula jurídica porque no afectaba gravemente al núcleo o esencia carismática de la Obra y porque estaba impelido por la necesidad de tener sacerdotes. En ocasiones, Escrivá de Balaguer resumió la aceptación de soluciones menos adecuadas con la expresión «conceder sin ceder, con ánimo de recuperar»[9].
Una vez erigida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, su presidente general, Josemaría Escrivá de Balaguer, nombró en diciembre de 1943 a las personas que formaban parte del Consejo. Los cargos fueron sancionados por el obispo de Madrid-Alcalá: Álvaro del Portillo, secretario general; José Luis Múzquiz, vicesecretario de la obra de san Miguel; José María Hernández Garnica, vicesecretario de la obra de san Gabriel; Pedro Casciaro, vicesecretario de la obra de san Rafael; y Ricardo Fernández Vallespín, administrador general. Durante algo menos de un lustro —hasta que el Opus Dei se convirtió en un instituto secular— estos hombres ayudaron al fundador en el gobierno central. En ese tiempo solo hubo dos cambios producidos por el traslado del fundador a Roma: Álvaro del Portillo pasó a ser procurador general, y Pedro Casciaro le sustituyó como secretario general y mantuvo el puesto de vicesecretario de la obra de san Rafael.
Escrivá de Balaguer también erigió en diciembre de 1943 el centro de estudios eclesiásticos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que coordinó el claustro de profesores y la formación de quienes se preparaban para el sacerdocio. Los tres primeros laicos de la Sociedad Sacerdotal que recibieron el orden sagrado fueron Álvaro del Portillo, José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica. Entre mayo y junio de 1944 les fueron conferidas todas las órdenes, hasta culminar con la ordenación sacerdotal, recibida de manos de Mons. Eijo Garay el 25 de junio. Ese día, Josemaría Escrivá de Balaguer no quiso estar presente en la ceremonia porque deseaba que los parabienes fuesen para los nuevos presbíteros; se quedó en Diego de León celebrando la Misa.
Concluida la ordenación, el obispo de Madrid-Alcalá y los nuevos sacerdotes almorzaron en Diego de León con don Josemaría y los de la Obra presentes. Por la tarde, tras acompañar en la despedida a Mons. Eijo Garay, Escrivá de Balaguer dirigió la meditación. Uno de los asistentes tomó algunas notas: «Nos volvió a insistir en la necesidad de oración y sacrificio, fundamento de nuestra vida interior. Humildad (individual y colectiva), obediencia, trabajo profesional. El cumplimiento amoroso de las normas como medio de nuestra santificación. “No quiero en este día hacer historia —dijo— y por eso, cuando pasen los años y los que vengan os pregunten cosas del día de la ordenación, les tendréis que decir sencillamente: el Padre nos repitió en la oración lo de siempre: oración y sacrificio, cumplid bien las normas”. Y después nos habló de la perseverancia, y del amor a la Cruz, y de que el morir es ganancia. Nos anunció que pronto marcharán unos cuantos hermanos nuestros lejos…»[10].
CONSOLIDACIÓN EN CAPITALES DE PROVINCIA ESPAÑOLAS
En 1945, el Opus Dei era conocido en el ámbito católico español. La noticia de la aprobación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y de la ordenación de tres miembros de la Obra había aparecido en la prensa nacional y en revistas confesionales como Ecclesia, Signo, Illuminare y Catolicismo[11]. Por entonces, la Obra estaba compuesta por 223 hombres y 20 mujeres. Los primeros contaban con diez centros, situados en seis ciudades españolas, y las segundas vivían en dos centros de Madrid capital y en dos casas de ejercicios de la misma provincia. Ambas secciones de la Obra crecían de acuerdo con las pautas marcadas por el fundador, que daban prioridad a la formación de quienes se acercaban a las actividades del Opus Dei, a la apertura de nuevos centros y a la preparación de los candidatos al sacerdocio.
La difusión del mensaje de la santidad en la vida corriente seguía los modos establecidos años antes. Un amigo explicaba a otro el espíritu del Opus Dei y, en su caso, le invitaba a participar en una actividad o a conocer una residencia promovida por personas de la Obra. Generalmente, el contacto se producía en la universidad, aunque hubo estudiantes que entraron en relación con miembros del Opus Dei mientras cumplían los campamentos de verano de las milicias universitarias en La Granja (Segovia) o, en el caso de las mujeres, algunas jóvenes del servicio doméstico conocieron la Obra a través de su trabajo profesional.
Escrivá de Balaguer pidió a sus hijos e hijas espirituales que consolidasen las actividades de la obra de san Rafael, a la que definía como la niña de sus ojos y semillero de la Obra, porque ahí surgían vocaciones al celibato y al matrimonio. Eran los mismos modos que ya había empleado en los años treinta: estudio, actos académicos, dirección espiritual y círculos de estudio —nombre con el que se designó a las clases de san Rafael a partir de marzo de 1946—, meditaciones y retiros mensuales, visitas a los pobres —los «pobres de la Virgen», como las denominaban— y catequesis para niños, tertulias informales y actividades de ocio.
Camino fue el texto habitual para dar a conocer el mensaje del Opus Dei y facilitar la meditación personal. Isidoro Zorzano, que había fallecido prematuramente por un tumor en julio de 1943, se presentaba como un modelo de santidad secular en el ámbito profesional y un intercesor para favores espirituales y materiales. Su vida era un ejemplo porque, a la actividad profesional intensa de ingeniero de ferrocarriles, había unido una piedad profunda y una gran dedicación a la misión apostólica, en estrecha unidad con el fundador. El propio Josemaría Escrivá de Balaguer impulsó su causa de beatificación y canonización, abierta en 1948.
Desde mediados de los años cuarenta el fundador sintió no poder continuar con una vigorosa actividad pastoral, además de la relativa a la Obra. Las tareas de gobierno, los estudios de carácter jurídico para acomodar la Obra en el derecho de la Iglesia, la formación de sus hijos espirituales y el trato con las autoridades eclesiásticas consumieron buena parte de su tiempo.
Con respecto al gobierno institucional, llevó en primera persona temas medulares como la situación canónica del Opus Dei, la relación institucional con la jerarquía y con otras entidades de la Iglesia y los proyectos formativos para los miembros de la Obra; en cambio, delegó de modo paulatino los asuntos de organización general y local. Contó con la ayuda inmediata del secretario general, Álvaro del Portillo, y con el asesoramiento de quienes integraban el Consejo.
El fundador pensaba que el espíritu fundacional y la resolución de las dificultades que se presentaban en la vida de la Obra le servían para fijar pautas generales. Resolvía sobre los diversos asuntos —tanto los perennes como los transitorios— después de rezar y de consultar al Consejo General. Periódicamente, repasaba con los miembros del Consejo los principales asuntos de gobierno, como la apertura de nuevas casas, la distribución de directores locales y de personal en los diversos centros y la marcha económica de las casas y residencias.
Se establecieron algunos protocolos de relación entre el nivel general y el local. El contacto fue epistolar o presencial. La secretaría del Consejo y los centros locales intercambiaban escritos sobre aspectos organizativos y de régimen, como la explicación del modo en que se vivían las normas de piedad cristiana y las costumbres de la Obra, la marcha de las actividades de la obra de san Rafael y las propuestas de personas que podían acudir a los cursos de verano o trasladarse a otras ciudades. La administración general veló para que los directores del nivel local —director, subdirector y secretario de cada centro— cuidaran la gestión económica en el cobro de las pensiones de los residentes y el pago al personal de servicio contratado; también recordó la necesidad de que cada miembro de la Obra estuviese personalmente desprendido de los bienes materiales.
Nada más abrir el centro Jorge Manrique, en 1943, el fundador explicó a sus hijas que tenía el deseo de que divulgaran la doctrina cristiana también a través de la propaganda escrita —como se definía entonces el mundo de las publicaciones—, que podría traducirse en editoriales e imprentas, librerías y bibliotecas populares, prensa y revistas. Este afán se tradujo en la creación de la Editorial Minerva, que tuvo la sede social y la corresponsalía en Jorge Manrique. Probablemente era la primera editorial española llevada solo por mujeres; la dirigía María Jiménez Salas, que no pertenecía a la Obra. Tuvo un planteamiento ambicioso, pues deseaba elaborar una guía de lecturas y orientación bibliográfica, difundir obras de literatura y textos clásicos de espiritualidad y lanzar una colección de narraciones cortas de escritoras. Pero, por falta de ventas, el negocio duró poco. Publicó una edición de Camino, otra de Santo Rosario —obras de Josemaría Escrivá de Balaguer— y una tercera, Victoria del Amor, de Francisco de Osuna, un franciscano del siglo XVI[12].
En enero de 1947, la Editorial Minerva se trasformó en una nueva marca llamada Ediciones Rialp. Dirigió el equipo editorial Florentino Pérez Embid y contó con la colaboración de otros intelectuales, como Rafael Calvo Serer y Raimundo Pániker. En poco tiempo, la empresa prosperó por la calidad y el atractivo de los títulos publicados. Además de las obras de Escrivá de Balaguer, entre sus colecciones se cuentan la Biblioteca del Pensamiento Actual, que a mediados de los años cincuenta ya había sacado a la venta cinco decenas de libros sobre historia, filosofía y política; Adonáis, dedicada a poemarios; los clásicos de espiritualidad Neblí; y la biblioteca de espiritualidad Patmos. En esta colección, El valor divino de lo humano (1948), del sacerdote Jesús Urteaga, que planteaba el seguimiento de Cristo en la vida cotidiana, conoció múltiples reimpresiones[13].
Respecto a los inmuebles, miembros de la Obra y conocidos que tenían capital y conocimientos financieros establecieron entidades propietarias —en su mayoría, sociedades anónimas— que adquirieron, construyeron y restauraron fincas y apartamentos destinados a ser centros, residencias y casas de ejercicios. El fundador denominó a estas entidades sociedades auxiliares porque garantizaban que los inmuebles mantendrían la finalidad apostólica y corporativa; por ejemplo, en 1945 Pedro Casciaro, Miguel Fisac y Ramón Guardans, licenciados y socios de la Obra, crearon SAIDA —Sociedad Anónima Inmobiliaria de Andalucía—, que gestionó la propiedad y puesta en marcha de algunas casas que comenzaron en ese momento. Por su parte, el administrador general de la Obra, ayudado por una pequeña asesoría jurídica y técnica, revisó los balances de esas corporaciones y los resúmenes mensuales de los centros locales con la idea de que cada entidad fuese autosuficiente. En su caso, hizo sugerencias o pidió que se destinara capital de las sociedades auxiliares a las casas que lo necesitaban para evitar déficits[*].
La residencia de la Moncloa se convirtió en el escaparate de una actividad corporativa del Opus Dei, paradigma de vitalidad y de encuentro con gente joven. El centenar de residentes de Moncloa invitaba a sus amigos a que conocieran la residencia y participaran de las actividades de estudio, formación espiritual y ambiente familiar. El 16 de septiembre de 1944 el nuncio Gaetano Cicognani y cinco obispos españoles visitaron la casa.
En el resto de las capitales de provincia, los miembros del Opus Dei se fijaron como objetivo prioritario la apertura de residencias de estudiantes. A finales del curso 1944-1945 comenzó la presencia estable de miembros de la Obra en Bilbao con el alquiler de un apartamento al que pusieron por nombre Correo; y, en Santiago de Compostela, con una casa que llamaron Rúa Nueva. Un año más tarde, se abrió la residencia Abando de Bilbao, y la residencia Albayzín de Granada. En Sevilla, desde 1943 hubo personas del Opus Dei en la Casa Seras, una residencia universitaria de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos que dependía de la Universidad de Sevilla; dos años más tarde, inauguraron en la capital hispalense una residencia de estudiantes que muy pronto denominaron Guadaira; y, ya en 1948, empezaba la residencia La Estila en Santiago de Compostela.
Las mujeres de la Obra dieron un paso al frente en 1945. Por primera vez impartieron clases de san Rafael y círculos breves, incrementaron los viajes a otras ciudades españolas para hablar sobre el Opus Dei a amigas y conocidas —Valencia y Zaragoza, sobre todo—, y dejaron el centro de Jorge Manrique por uno más grande, Zurbarán, que estaba situado en la calle madrileña con el mismo nombre. Además, comenzaron a diferenciar el gobierno central del local. Hasta ese momento, solo tenían un consejo local en cada centro y una directora senior que centralizaba las actividades en Madrid. En marzo de 1946, don Josemaría nombró asesoras a Narcisa González Guzmán y Encarnación Ortega. Formaban así una incipiente Asesoría Central que, fundamentalmente, les llevaba a viajar a los diversos centros para reforzar la formación, la organización y la gestión económica.
También en 1945 Los Rosales se convirtió en centro de estudios. Como solo había una veintena de mujeres en la Obra y trabajaban en diversas administraciones y en la dirección de Jorge Manrique, el fundador dispuso que hiciesen de momento cursillos de formación durante los meses de verano. El primero fue en julio y agosto. Participaron doce mujeres. Procedían de familias de clase media, tenían una vida de piedad cristiana intensa, gran dedicación al trabajo y la reciedumbre propia de la posguerra española. Solo una de ellas —Guadalupe Ortiz de Landázuri— era licenciada. El fundador y los sacerdotes de la Obra impartieron conferencias acerca de la doctrina de la Iglesia, clases teóricas y prácticas sobre el espíritu y las costumbres del Opus Dei, explicaciones acerca del modo de llevar la dirección espiritual y de mostrar el mensaje de la Obra a amigas y conocidas. Don Josemaría las invitó a soñar. Dentro de pocos años, les dijo, estarían presentes en muchos países y ámbitos profesionales. Ellas creían en estas propuestas, que contrastaban con la realidad, todavía pequeña, en la que vivían.
Los cursos de formación continuaron —por turnos y en la medida en que lo permitía la atención de las administraciones de los centros— en los veranos de los años siguientes. Las mayores llevaban ya el acompañamiento espiritual de las jóvenes. Les explicaban con detalle el Opus Dei y su espíritu, sobre todo la santificación del trabajo y la vida interior fundamentada en la oración y el sacrificio. Las que tenían experiencia enseñaban cómo se dirigía una Administración en las tareas de cocina, limpieza y costura.
Los Rosales contaba con un telar, en el que tejían ropa para el hogar y lienzos de oratorio, un huerto con hortalizas y árboles frutales y una granja con gallinas y conejos. Vendían a los centros de la Obra los productos y, con este ingreso, cubrían parte de los gastos de la casa. En los años siguientes, se amplió con una zona para ejercicios espirituales y mejoraron las instalaciones; además, renovaron el taller artesanal de costura para atender las necesidades de los oratorios de los centros, pues crecía la demanda y resultaba más económico confeccionar ornamentos que comprarlos. En 1949 también hubo un encuentro formativo estival para las mujeres de la Obra en la Administración de La Estila, en Santiago de Compostela, donde participaron 32 jóvenes. Por entonces, habían pedido la admisión en el Opus Dei algo más de 80 mujeres que residían en once ciudades españolas.
Entre quienes se acercaban a la Obra creció el número de empleadas que atendían las administraciones. El fundador impulsó su formación cultural, técnica y espiritual. Por su extracción social —muchas provenían de pueblos agrícolas— hacía falta esmerarse en su educación. Con frecuencia, les enseñaban en primer lugar a leer y escribir (la tasa de analfabetismo femenino en la España de los años cuarenta era del 23 %). Para dar más continuidad a esta enseñanza y mejorar los trabajos en el ámbito doméstico, en la primavera de 1947 se abrió un centro de estudios en Diego de León. Después, las directoras elaboraron un plan de formación, tanto espiritual como profesional, que recogía experiencias sobre la preparación de menús, la limpieza de la casa y el cuidado de la ropa, y también sobre la formación doctrinal cristiana.
Por su parte, Zurbarán pasó a ser una residencia universitaria en 1947, con 33 plazas. Las mujeres del Opus Dei se estrenaban en el gobierno autónomo de una residencia femenina. Seguían la invitación de Escrivá de Balaguer para desarrollar, de modo progresivo, los mismos apostolados que los hombres, aunque fuese costoso, ya que había poca tradición universitaria femenina en España. La primera directora de Zurbarán fue Guadalupe Ortiz de Landázuri, y la atención sacerdotal corrió a cargo de José María Hernández Garnica. Además de las residentes, trataron a más personas en la universidad y en las tandas de ejercicios espirituales que organizaron[14].
La propagación del mensaje fue variada, de acuerdo con las circunstancias de las personas. Por ejemplo, Aurora Nieto era una mujer viuda con tres hijos que vivía en Salamanca. En su ciudad conoció a don Josemaría y le solicitó la admisión en la Obra en octubre de 1945. Cinco años después, cuando el fundador pudo admitir a personas sin compromiso de celibato, Nieto se incorporó jurídicamente al Opus Dei. Otro caso fue el de Ramona Sanjurjo, enfermera de Vigo. Pidió la admisión en abril de 1945, después de unos ejercicios espirituales predicados por Álvaro del Portillo. Enseguida fue a vivir al centro de Jorge Manrique, en Madrid. Pero, a las pocas semanas, le descubrieron una tuberculosis, que la obligó a regresar a su ciudad natal. En Vigo, explicó a muchas amigas la Obra. En abril de 1948 pasó a ser supernumeraria[15].
Los sacerdotes de la Obra fueron decisivos para el crecimiento de las actividades de hombres y de mujeres y para la difusión de la doctrina cristiana. En la predicación y en la dirección espiritual individual encontraron a personas que se entusiasmaron con la idea de ser santos en medio del mundo y la contagiaron a sus compañeros de trabajo y familiares. Cuando se ordenaron los tres primeros, Álvaro del Portillo se quedó en Madrid para ayudar al fundador y atendió también el norte de España, José María Hernández Garnica asistió a las mujeres de la Obra y se ocupó de Cataluña y el Levante, y José Luis Múzquiz recorrió Andalucía. En 1946 se ordenaron otros seis más y se multiplicó la asistencia sacerdotal de las actividades. Otras promociones les siguieron, de modo que en 1950 había veintiún presbíteros en el Opus Dei. Todos eran licenciados que, además, conseguían un doctorado eclesiástico. En su mayoría renunciaban a un porvenir profesional brillante para servir a los demás con el ministerio; este sacrificio se podía parangonar, en cierto sentido, con el de las mujeres que habían decidido dedicarse a la administración doméstica de los centros en vez de ejercer otras profesiones liberales. El fundador entendía que esa donación personal redundaba en beneficio de muchas personas.
Un instrumento de gran fuerza evangelizadora fueron los ejercicios espirituales. Los días de silencio externo y de búsqueda de Dios provocaron conversiones, encuentros con el contenido evangélico de la Obra y deseos de entrega en diversas instituciones de la Iglesia. Josemaría Escrivá de Balaguer impulsó la apertura de casas de ejercicios que estuviesen relativamente cerca de Madrid. Molinoviejo (en Ortigosa del Monte) fue la primera, en 1945, aunque también usaban una pequeña vivienda llamada La Pililla (en Piedralaves) para pasar algunos días de trabajo o de vacación, apartados del ajetreo de la capital. Durante los primeros años, estas casas se abrieron breves temporadas para acoger actividades concretas. La hermana del fundador, Carmen, coordinó la dirección de las administraciones domésticas hasta que las mujeres de la Obra la sustituyeron.
Durante el verano, las casas de ejercicios y algunas residencias se utilizaron también como lugar de formación y de descanso para los miembros de la Obra. Josemaría Escrivá de Balaguer planteó una forma de reposo que, además de la convivencia estrecha con otras personas del Opus Dei, incluía un tiempo de estudio de la doctrina cristiana y del espíritu de la Obra. Los cursos de verano —que en la siguiente década pasaron a denominarse cursos anuales— comenzaron en 1944, en La Pililla, para los varones. En los años siguientes, se organizaron diversas tandas de tres semanas de duración en Molinoviejo y en las residencias de la Moncloa y Albayzín, a las que, desde 1948, asistieron los primeros de la Obra de otras nacionalidades. Para las mujeres, los cursos de verano dieron inicio en 1946, en Los Rosales, con dos tandas; a partir de 1949 participaron mujeres de Portugal e Irlanda.
EL ESTABLECIMIENTO DEL FUNDADOR EN ROMA
En noviembre de 1942, el catedrático José Orlandis y el doctorando Salvador Canals se trasladaron a Roma con una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores. Escrivá de Balaguer les dijo que no se preocuparan por la situación jurídica del Opus Dei, que seguía en primera persona desde Madrid; bastaba con que hablaran sobre la Obra a las personas que encontraran. Canals y Orlandis conocieron ambientes diversos, como familias romanas de viejo abolengo, jefes y funcionarios de la curia vaticana —fueron recibidos por Pío XII en enero de 1943—, profesores de universidades pontificias y civiles, diplomáticos y periodistas de varios países. También vivieron el final de la Segunda Guerra Mundial, con los bombardeos, la ocupación nazi de la ciudad durante nueve meses y la toma de Roma por los ejércitos aliados[16].
A finales de 1945, una vez acabada la guerra, regresaron durante unas semanas a España. En enero de 1946, Canals y Orlandis estaban de nuevo en la Ciudad Eterna. Entre otras personas, establecieron contacto con dos croatas refugiados que estudiaban en el Ateneo Lateranense. Uno de ellos, Vladimiro Vince, solicitó la admisión en el Opus Dei en abril. Era la primera persona que se incorporaba a la Obra en un país distinto a España.
En febrero de 1946, Álvaro del Portillo llegó a Roma. Escrivá de Balaguer había pedido al secretario general que consiguiese para la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz un decretum laudis (decreto de alabanza, por el que se reconocía de derecho pontificio a una institución eclesiástica). Del Portillo solicitó que la estructura jurídica con la que había sido aprobada la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y la asociación de fieles Opus Dei, en la diócesis de Madrid-Alcalá, pasara a tener un régimen universal de derecho pontificio. Concretamente, pensaba en una sociedad de vida común sin votos interdiocesana que integrara en unidad jurídica y pastoral a las dos realidades de la Obra —la Sociedad Sacerdotal y la Asociación— y que fuese gobernada por los mismos directores. Esta aprobación abriría las puertas a la expansión por todo el mundo.
Del Portillo acudió a Roma con más de sesenta cartas comendaticias o de recomendación, redactadas por cardenales y obispos españoles que conocían las actividades formativas del Opus Dei; estas cartas mostraban el alcance de la Obra y el beneplácito de los prelados. Además, aprovechó la celebración de un consistorio en el Vaticano para solicitar comendaticias a los cardenales Frings, de Colonia; Caggiano, de Rosario; Cerejeira, de Lisboa; Ruffini, de Palermo; y Gouveia, de Lourenço Marques.
Con todo, el secretario general del Opus Dei no pudo completar el encargo recibido por Josemaría Escrivá de Balaguer. Por un lado, la doctrina de la santidad en medio del mundo era muy novedosa. Por otro lado, la unidad de los dos entes —el Opus Dei y la Sociedad Sacerdotal— llevaba consigo que se erigiera una sociedad de vida común sin votos con sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, célibes y casados, algo completamente novedoso. Una persona de la Congregación para los Religiosos comentó a Del Portillo que el Opus Dei había llegado a la Iglesia «con un siglo de anticipación»[17].
Álvaro del Portillo entendió que el único modo de desbloquear la situación pasaba por la presencia del fundador en Roma. Aunque estaba delicado de salud —le habían diagnosticado una diabetes tres años antes—, don Josemaría llegó a la Ciudad Eterna el 23 de junio. Se alojó en un piso alquilado en la Piazza Città Leonina, muy cerca de los apartamentos pontificios. A los pocos días, el Papa Pío XII le concedió una audiencia y conversaron sobre la aprobación. A pesar de las dificultades jurídicas y de que todavía eran una institución pequeña —239 hombres y 20 mujeres, casi todos residentes en España—, el fundador advirtió que el Papa miraba con interés al Opus Dei por la proyección que tenía[18].
De vuelta a España, Escrivá de Balaguer pensó que, ante la inminente expansión internacional del Opus Dei, necesitaba hombres y mujeres que trabajasen con responsabilidad en las principales tareas de gobierno institucional. El 24 de septiembre reunió en Molinoviejo a veinte hombres de la Obra, entre quienes se contaban los que pertenecían al Consejo. En la ermita de la finca, todos hicieron un compromiso especial de velar para que no se resquebrajara la unidad material o espiritual del Opus Dei, de mantener la unidad con los superiores —ejercitando, cuando fuese conveniente, la corrección fraterna[†]— y de no permitir que se perdiera el espíritu de pobreza vivido desde el principio. Unas semanas más tarde, el fundador regresó a Roma. El 8 de diciembre el Papa le recibió de nuevo.
Desde entonces el fundador tuvo como residencia la ciudad del Tíber, aunque hizo algunos viajes a España, en particular para reunirse con los miembros del gobierno central de la Obra. Vivir en Roma realzó la vocación internacional del Opus Dei y facilitó el contacto regular con las autoridades vaticanas; además, alejó la posibilidad de que el régimen franquista instrumentalizara a su persona y a la Obra.
Mientras trabajaba en el proceso de aprobación jurídica, Josemaría Escrivá de Balaguer puso en marcha una idea de años antes. Convenía tener la sede central del Opus Dei cerca de la curia romana porque era una institución de carácter universal. Después de visitar varios lugares, dieron con una casa de estilo florentino, con jardín edificable, en el barrio Pinciano. Había sido la representación diplomática de Hungría ante la Santa Sede. Debido a la fuerte inflación y a la inestabilidad política italiana, la propiedad costaba relativamente poco, 75 000 dólares. Cuando se firmó el contrato de compra a plazos, el dueño aceptó la entrega de una cantidad inicial simbólica[19].
Los miembros de la Obra se trasladaron a vivir a la nueva casa —llamada Villa Tevere por el fundador— en el verano de 1947. La llegada se complicó porque los inquilinos húngaros se resistían a irse, acogiéndose a una pretendida inmunidad diplomática. Durante un año y medio no tuvieron más remedio que vivir en lo que había sido la portería de la propiedad, un pequeño edificio de dos plantas que denominaron el Pensionato, es decir, residencia de estudiantes. Cuando, en febrero de 1949, se fueron los antiguos arrendatarios, comenzaron las obras de Villa Tevere, en las que se preveía que hubiese diversas zonas, unas dedicadas al gobierno de la Obra, y otras a los estudiantes y a los cursos de formación.
En el otoño de 1947, tres españoles de la Obra se matricularon en el Ateneo Lateranense y uno en la universidad estatal La Sapienza. Estos jóvenes hicieron amistad con varios italianos y les invitaron a conocer al fundador del Opus Dei y a las demás personas del Pensionato. La mayoría de esos estudiantes pertenecían a asociaciones confesionales, sobre todo a la Acción Católica y a la Federazione Universitaria Cattolica Italiana. Muy pronto, en noviembre de aquel año, pidió la admisión en la Obra Francesco Angelicchio. Durante los tres meses siguientes Renato Mariani, Luigi Tirelli y Mario Lantini también se incorporaron al Opus Dei. Les atrajeron la alegría de sus colegas españoles y el cariño que derrochaba Escrivá de Balaguer. Según Angelicchio, cuando se encontró con don Josemaría tras la solicitud de admisión «me abrazó y me llamó “hijo mío”, añadiendo con la emoción y la alegría de un verdadero padre: “mi primogénito italiano”»[20].
El fundador planteó el desarrollo del Opus Dei por otras ciudades de Italia de acuerdo con el esquema que había seguido en España un decenio antes. En enero de 1949 elaboró un plan de viajes junto con Álvaro del Portillo —que fue nombrado consiliario de Italia, la primera autoridad de gobierno del Opus Dei en el país— y con otros miembros de la Obra. A lo largo de ese año, estudiantes de la Obra hicieron algo más de ochenta viajes a diversas ciudades, como Milán y Pisa en el norte, o Palermo y Bari en el sur. Los estudiantes salían la mañana del sábado y regresaban la noche del domingo para no perder días de clase; en ocasiones, les acompañaba un sacerdote de la Obra. En las ciudades reunían a los universitarios conocidos y les explicaban el espíritu del Opus Dei.
A finales de 1949 alquilaron dos apartamentos, que fueron los primeros centros de la Obra de la región italiana: uno en Palermo, en noviembre, y otro en Milán, en diciembre. Un año más tarde, en noviembre de 1950, se abría otro centro en Roma y, algo más tarde —septiembre de 1952— uno en Nápoles.
El desarrollo del Opus Dei con mujeres italianas estuvo ligado al inicio a las personas que habían conocido en la Administración del Pensionato de Villa Tevere; algunas eran madres y hermanas de los primeros varones del Opus Dei. En enero de 1952 pidió allí la admisión la primera numeraria italiana, Gabriella Filippone. Poco después se incorporó al Opus Dei la primera supernumeraria del país, Gioconda Lantini. Un año más tarde se abrió un centro femenino en Nápoles.
LA EUROPA OCCIDENTAL
Concluida la Segunda Guerra Mundial, Europa comenzó un lento proceso de reconstrucción económica y social. La posguerra asistió al cambio de algunas fronteras y, sobre todo, modificó la mentalidad de los europeos, convencidos de que no se podía repetir semejante atrocidad. Ahora bien, la situación geopolítica era muy compleja. Los sistemas democráticos occidentales debían recomponer sus Estados de derecho; Alemania estaba ocupada por ejércitos de varias naciones; y los países orientales de Europa habían quedado bajo la órbita comunista soviética.
La libertad de culto para la Iglesia en el Occidente europeo permitía la expansión del Opus Dei. Además de Italia, Escrivá de Balaguer se fijó en Portugal y Francia —colindantes con España—, y en Gran Bretaña e Irlanda. Entre 1946 y 1948, 30 miembros de la Obra abrieron centros de la Obra en esos cinco países europeos. Su mensaje cristiano se transmitía así en otros idiomas —portugués, francés, inglés e italiano— y se entreveía ya la siguiente fase, que consistiría en la salida hacia el continente americano.
Para un académico español de aquellos años, era relativamente fácil viajar fuera del país, si estaba justificado por motivos profesionales. De acuerdo con el CSIC, el Ministerio de Asuntos Exteriores seguía una buena política de pensiones para estancias en el extranjero en universidades y centros de investigación. Como muchos de sus colegas, los universitarios de la Obra —doctores o licenciados que rondaban los veinticinco años— obtuvieron el visado y las becas del CSIC que les facilitaron la estancia y el sostenimiento en los países donde ampliaron estudios.
Los inicios en todos los sitios fueron modestos, según las posibilidades del personal. Comenzaron primero los varones, que establecieron centros de la Obra en ciudades con universidades de prestigio internacional, de acuerdo con la idea de llegar a todas las capas sociales a partir de los intelectuales. En cuanto los hombres estaban asentados, las mujeres de la Obra acudían a las mismas localidades.
La comunicación habitual con el fundador y con los organismos centrales de la Obra se resolvió por carta. También aprovecharon los medios modernos de la época, pues se enviaban saludos en cintas magnetofónicas o, incluso, en grabaciones filmadas. Como el gobierno del Opus Dei se encontraba en Madrid y el fundador residía ya en Roma, los miembros de la Obra escribían a ambas ciudades para referir noticias personales, actividades que desarrollaban o necesidades que surgían. Por su parte, el fundador les aseguraba su oración y su respaldo, además de seguir de cerca la expansión; en ocasiones, envió a algún director de la Obra para que les visitara.
Aunque no olvidaban las pautas de actuación que habían conocido en España, se movieron de manera bastante espontánea a la hora de transmitir el mensaje de santidad: trabajaron en sus respectivas áreas profesionales, abrieron una residencia para estudiantes cuando les fue posible, se entrevistaron con el obispo del lugar para darse a conocer y solicitar el permiso para disponer de un oratorio, se empeñaron en el estudio del idioma correspondiente, encararon la tarea de traducir Camino y difundieron la devoción privada a Isidoro Zorzano.
Después de Italia, Portugal fue el segundo país al que acudieron personas de la Obra para residir de modo estable. En 1944, Laureano López Rodó y Ángel López Amo realizaron una estancia breve de estudio en la Universidad de Coímbra. Al año siguiente, Josemaría Escrivá de Balaguer viajó cuatro veces a Portugal para preparar el inicio del apostolado del Opus Dei. Entró en el país gracias a la mediación de sor Lúcia de Jesus, vidente de Fátima, que facilitó los trámites para obtener el visado. El fundador se entrevistó con el patriarca de Lisboa y con el obispo de Coímbra.
En febrero de 1946 llegó a Coímbra Francisco Martínez, doctor en Farmacia. Unas semanas más tarde se le unieron Gregorio Ortega, doctor en Derecho, y Álvaro del Amo, doctor en Ciencias Naturales. Además de completar los estudios de posdoctorado en la universidad, abrieron un centro y siguieron el modelo de difusión conocido en España. La amistad con profesores y estudiantes permitió abrir una residencia universitaria, a la que llamaron Montes Claros. También publicaron la traducción al portugués de Camino. En junio solicitó la admisión en el Opus Dei el primer portugués, Mário do Carmo Pacheco, alumno de Filosofía y Letras.
En los dos años siguientes montaron la residencia Boavista de Oporto y un centro en Lisboa. En ese periodo, apareció la traducción de Santo Rosario y solicitó la admisión el primer indio, de Goa, que se llamaba Emérico da Gama. Mientras tanto, Xavier de Ayala, que había llegado a Portugal en octubre de 1946, se ordenó sacerdote en Madrid y, en enero de 1949, regresó al país como consiliario del Opus Dei.
Las mujeres de la Obra hicieron viajes a Portugal a partir de 1949. Dos años más tarde comenzó su presencia estable en el país. Maria Sofia Pacheco —hermana de Mário—, Ester Teijeira y Julia García estrenaron un centro en Lisboa. Después, en 1953, comenzaron la residencia para universitarias Lar da Estrela, también en la capital lusa. Después abrió sus puertas la residencia da Carvalhosa, en Oporto[21].
Por su parte, el Reino Unido representó un reto novedoso para el Opus Dei, porque era un país de mayoría protestante que había manifestado una multisecular hostilidad hacia el catolicismo; todavía en aquellos años, a un católico no se le consideraba un verdadero inglés en ciertos ambientes políticos e intelectuales. Con todo, el número de católicos —conversos e irlandeses inmigrantes— aumentaba de año en año. Escrivá de Balaguer soñaba con la potencialidad de un país que abrazaba un imperio global, una capital que era una encrucijada mundial, con un idioma que resultaba esencial para las relaciones internacionales.
Designó a tres jóvenes para que fuesen al Reino Unido: Eduardo Alastrué, Juan Antonio Galarraga y Salvador Peris. Con una pensión de estudios del CSIC, llegaron a Londres el 28 de diciembre de 1946. Alquilaron un apartamento cerca de la City. Firmó el contrato Rafael Calvo Serer, que trabajaba por entonces en el Instituto de España en Londres. Cuando entraron en la casa, el portero se asombró porque llegaban solo con las maletas. Amueblaron el piso poco a poco, a medida que consiguieron donativos de familias amigas.
La explicación del mensaje de la Obra se focalizó en el ambiente universitario. Los sábados por la tarde invitaban a la casa a algunos conocidos para estar un rato conversando o compartir actos o propuestas formativas. En 1950 solicitó la admisión el primer británico, Michael Richards, alumno de la University College London. Poco después, le siguió Richard Stork, que residía temporalmente en Madrid, y que regresó a Londres en 1951 para estudiar Ingeniería[22].
En Irlanda el Opus Dei comenzó en octubre de 1947 con la llegada en solitario de un ingeniero llamado José Ramón Madurga. Se matriculó en el programa de máster del Departamento de Ingeniería de la Universidad Nacional de Irlanda y se alojó con una familia hasta que consiguió alquilar un pequeño apartamento. Con el deseo de conocer a estudiantes, se inscribió en algunos clubs y societies. En el Club de Español entabló amistad con un joven llamado Cormac Burke, que vivía en el University Hall, una residencia regentada por los jesuitas cerca de la universidad.
Después de la Navidad —que pasó en Londres con los miembros la Obra—, José Ramón Madurga explicó el Opus Dei con detalle a Burke y le sugirió que tal vez Dios le llamaba a pertenecer a esa institución. Burke lo consultó con un sacerdote, que le animó. El 9 de enero de 1948 le solicitó al fundador la admisión, por carta. Enseguida, Burke y Madurga se lanzaron a la tarea de traducir Camino al inglés. Además, acudieron a la intercesión de Isidoro Zorzano para que más irlandeses descubrieran su llamada al Opus Dei.
En 1949, se unió a Madurga y a Burke un ingeniero industrial llamado Salvio Carreiras. Alquilaron una casa en Dublín, Northbrook, donde desarrollaron diversas actividades formativas. En el verano organizaron en la residencia un curso formativo para miembros del Opus Dei. Además de los que vivían en Dublín, asistieron los residentes del centro de Londres y cinco jóvenes españoles. Y en la Navidad, José Orlandis les predicó unos ejercicios espirituales. Meses después, Madurga se trasladó a Roma para acabar sus estudios eclesiásticos, que había empezado en Madrid años antes, y recibir la ordenación sacerdotal.
Durante ese tiempo entraron en relación con bastantes personas; algunas solicitaron la admisión en la Obra, como Dick Mulcahy o los hermanos Paul y Dan Cummings. También la hermana de Cormac, Honoria Burke y cuatro amigas —Máire Gibbons, Anna Barrett, Olive Mulcahy y Eileen Maher— pidieron la admisión en el Opus Dei entre junio de 1949 y marzo del año siguiente. Cuando tuvo noticia de este rápido desarrollo inicial entre las mujeres, Josemaría Escrivá de Balaguer se refirió al «milagro de Irlanda», porque se habían incorporado a la Obra antes de que apareciesen por Dublín otras mujeres o un sacerdote.
Desde Roma, don Josemaría escribió a sus hijos espirituales de Londres y Dublín con frecuencia. En 1951 pidió a Juan Antonio Galarraga y a Cormac Burke que fueran a Roma para acompañarle unos días. Cuando llegaron, les sugirió que establecieran una residencia universitaria en Londres. Como no tenían medios económicos, les dijo que les ayudarían en lo posible, aunque también en Roma andaban escasos de dinero debido a los gastos de la construcción de Villa Tevere. A su regreso a Londres tuvieron la alegría de recibir a José López Navarro, el primer sacerdote de la Obra que vivió de modo estable en las islas[23].
El inicio del Opus Dei en Francia encontró más dificultades. Escrivá de Balaguer había planteado acudir a este país antes de la Guerra Civil española porque muchas tendencias culturales y artísticas nacían en París y luego se difundían por todo el mundo. En el otoño de 1947, Fernando Maycas acudió a la capital francesa para finalizar sus estudios de máster, y Álvaro Calleja y Julián Urbistondo —alumnos de Filosofía y Letras— viajaron para acabar la carrera en La Sorbona. Se alojaron en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria. A menudo el fundador los animó por carta —«Que estéis contentos; roturar es cosa muy recia»[24]— porque les costó insertarse en la vida parisina. De hecho, en el verano de 1949, Maycas y Calleja —Urbistondo estaba ya en España— regresaron a la península ibérica. Las actividades del Opus Dei en Francia comenzaron de nuevo en 1952, esta vez de modo definitivo[25].
En cambio, ocurrió algo inesperado entre las mujeres. En 1948, una gallega, Lourdes Bandeira, se incorporó al Opus Dei con diecisiete años. Dos semanas después de solicitar la admisión, se trasladó a Burdeos para aprender francés en casa de una familia amiga de sus padres. Una hija de esa familia, Catherine Bardinet, se entusiasmó con lo que le decía Lourdes. Una noche se leyó de corrido Camino a pesar de que su castellano no era bueno y, en poco tiempo, se planteó la llamada a la Obra. El 15 de agosto de 1949 escribió una carta al fundador pidiendo la admisión como numeraria. En 1950 viajó con sus padres a Roma, donde conoció a Escrivá de Balaguer. Y, en 1951, se trasladó a Los Rosales para cursar durante seis meses el centro de estudios. Fue la primera francesa que se incorporó a la Obra.
[*] Sobre las sociedades creadas por miembros de la Obra para atender la parte económica de las actividades apostólicas, cf. capítulo 11 (“Actividades apostólicas institucionales”).
[†] Cf. AGP, serie A.3, 87-7-7. La corrección fraterna, de origen evangélico, es una «advertencia, llena de delicadeza y de sentido sobrenatural, con que se procura apartar a un socio de la Obra de algún hábito ajeno a nuestro espíritu»: Catecismo, 1947 (1.ª ed.), n.º 145, en AGP, serie E.1.1, 181-1-1. Como manifestación de la unidad y recuerdo de esos compromisos del año 1946, el fundador daba una cruz de bolsillo —hecha con la madera de unas vigas de la ermita de Molinoviejo— al primer hombre y a la primera mujer de cada país que pedían la admisión en la Obra y también a los consiliarios de cada región.
7
Las aprobaciones pontificias
JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER LLEGÓ a Roma en el verano de 1946 para solicitar el decretum laudis (decreto de alabanza) para el Opus Dei. El fundador se entrevistó con el sustituto de la secretaría de Estado y futuro Papa, Giovanni Battista Montini, y con algunos consultores de la Congregación de Religiosos, como los claretianos Arcadio María Larraona y Siervo Goyeneche. Le dijeron que la Santa Sede estudiaba un conjunto de instituciones agrupadas bajo la denominación de formas nuevas de vida cristiana. Estas asociaciones presentaban elementos atípicos en el modo de donación a Dios y en la actividad pastoral con respecto a los estados de perfección canónicos —por ejemplo, algunos no profesaban votos públicos, no tenían vida en común y no usaban el hábito— y, en consecuencia, carecían de espacio para un reconocimiento jurídico dentro del marco de la legislación canónica.
El fundador de la Obra advirtió que en esas instituciones se daban cita diversas tendencias. Unas querían ser religiosas o equiparadas, pero sin una vida en común por razones pastorales; otras —era el caso del Opus Dei— pertenecían al ámbito secular. Ante esta variedad, Escrivá de Balaguer se movió con prudencia, tratando de alcanzar compromisos aceptables. Le impelía la necesidad de que el carisma fundacional quedase recogido de modo íntegro. Con palabras suyas, «el derecho tenía particular importancia. Porque un equívoco, una concesión en algo sustancial, podría originar efectos irreparables. Me jugaba el alma, porque no podía adulterar la voluntad de Dios. Comprenderéis mi tensión y mis sufrimientos»[1].
El padre Larraona —subsecretario de la Congregación de Religiosos— trabajaba en la creación de una figura jurídica que acogiera las formas nuevas. Escrivá de Balaguer, Del Portillo y Canals colaboraron activamente en la redacción de un documento pontificio[2]. Sus esfuerzos llegaron a buen puerto pocos meses más tarde. El 2 de febrero de 1947, Pío XII promulgó la constitución apostólica Provida Mater Ecclesia. Este documento creaba la figura de los institutos seculares, definidos como «sociedades clericales o laicales, cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos»[3]. Las tres notas fundamentales de esos institutos eran la plena consagración a Dios mediante la profesión de votos, que —a diferencia de las órdenes religiosas— ni eran públicos ni exigían la vida en común canónica; la naturaleza y condición secular de sus miembros, que permanecían en el mundo; y el ejercicio del apostolado cristiano.
UN INSTITUTO “ENTERAMENTE” SECULAR
El 24 de febrero —tres semanas después de la Provida Mater Ecclesia—, la Congregación para los Religiosos aprobó el Opus Dei como instituto secular de derecho pontificio con un decretum laudis (decreto de alabanza) titulado Primum institutum. También aprobó las Constituciones, que, salvo algunos pequeños cambios —por ejemplo, se utilizaba la palabra socio para designar a los integrantes del instituto— eran las mismas de 1944. Como era norma habitual en la Santa Sede, se trataba de una ratificación temporal, en espera de que, después de un periodo de experiencia, se recibiera una definitiva[4].
El fundador de la Obra recibió con alegría la aprobación. Desde el punto de vista teológico, la Santa Sede sancionaba que el camino del Opus Dei conducía a la búsqueda de la santidad en el propio estado y en el ejercicio de la profesión u oficio. Y, desde el punto de vista canónico, el régimen universal y centralizado otorgaba al Opus Dei una mayor estabilidad jurídica y la posibilidad de extenderse por el mundo entero.
A la vez, consideraba que la mentalidad que estaba detrás de la Provida Mater Ecclesia encerraba algunos límites y que los mismos textos de la constitución apostólica presentaban puntos dudosos. La santidad dentro de la plena secularidad se había difuminado en la Iglesia desde los primeros cristianos, y no iba a ser sencillo el cambio de una mentalidad que había unido la completa donación a Dios al apartamiento del mundo para abrazar una orden o congregación religiosa. En este sentido, el hecho de que el Opus Dei dependiera de la Congregación para los Religiosos no ayudaba. La Obra quedaba situada en el ámbito de los institutos y estados canónicos de perfección, a los que tradicionalmente se llegaba mediante una consagración pública a Dios. Para soslayar esta contradicción, el fundador solicitó que el decreto de alabanza indicara de modo expreso que los socios de la Obra «no tienen vida común religiosa, ni realizan votos religiosos, ni utilizan hábitos religiosos»[5].
Respecto a los votos exigidos por la Provida Mater Ecclesia a los miembros de todos los institutos seculares, Escrivá de Balaguer subrayó que en el Opus Dei serían siempre vínculos privados o sociales —a diferencia de las órdenes y congregaciones religiosas, que profesaban públicamente los tres consejos evangélicos—, pues a la Obra solo le interesaba que cada socio viviese las virtudes cristianas. Además, tanto las adscripciones temporales al Opus Dei —la admisión y la oblación— como la definitiva —la fidelidad— se asumirían en momento distinto, mediante una breve ceremonia en la que cada socio manifestaría de palabra su compromiso personal ante Dios, sin votos u otras fórmulas de consagración.
Un concepto teológico y jurídico que permanecía bajo estas dificultades era el llamado estado de perfección. El estado canónico de perfección se alcanzaba con la profesión pública de los votos de pobreza, obediencia y castidad, un modo de consagración que implicaba una forma de vida religiosa que se alejaba de modos diversos del mundo[*]. En cambio, la figura del instituto secular creaba un estado secular de perfección que no modificaba la personalidad canónica de sus miembros. Eran, a la vez, personas consagradas y seculares, fieles corrientes —unos, sacerdotes seculares, y otros eran laicos comunes— que estaban en medio del mundo, inmersos en una situación social y laboral en la que se santificaban y daban testimonio cristiano. La consagración a Dios, efectuada de modo privado mediante los consejos evangélicos, era un medio con el que manifestaban la plena donación a Dios; en cambio, la finalidad de buscar la santidad y ejercer el apostolado la encarnaba cada uno en su ambiente social, entre sus iguales.
Con frecuencia, el fundador recordó a sus hijos espirituales el sentido que daba a la consagración en el Opus Dei, que iba unida a la plena secularidad: «He dicho que eran socios consagrados o que había consagración en la Obra, pero solo en el sentido de una absoluta dedicación: jamás se me ha ocurrido dar a esas palabras una interpretación canónica o técnica religiosa». También fue una constante en sus escritos que la donación a Dios mantenía a los socios de la Obra en el propio estado canónico de vida: «No somos como religiosos secularizados, sino auténticos seculares que no buscan la vida de perfección evangélica propia de los religiosos, sino la perfección cristiana en el mundo, cada uno en su propio estado»[6].
Con el deseo de mostrar la secularidad de los socios de la Obra, además del reconocimiento de la persona, Álvaro del Portillo solicitó que Josemaría Escrivá de Balaguer fuese nombrado prelado de honor de su Santidad, pues, de modo habitual, un nombramiento de este tipo solo recaía en sacerdotes seculares. Enseguida —abril de 1947—, la Santa Sede otorgó el título a Escrivá de Balaguer.
El fundador asumió la tarea de explicar la nueva figura en el ámbito eclesial, tanto a la jerarquía como a los miembros de otras instituciones eclesiales. El 16 de diciembre de 1948, pronunció una conferencia en los locales de la Asociación Nacional de Propagandistas. Definió a los institutos seculares como «un nuevo tipo de la vida de perfección». Durante la historia, la Iglesia había asistido al nacimiento del ascetismo, la vida monástica, las órdenes mendicantes y los clérigos regulares, las congregaciones de votos simples y las sociedades de vida común sin votos. Todas estas entidades tenían como característica común el estado canónico de perfección, que exigía separarse del mundo; en cambio, se diferenciaban unas de otras porque cada vez buscaban un mayor acercamiento a las realidades desde el punto de vista pastoral.
El instituto secular —seguía glosando Escrivá de Balaguer— se asemejaba a las anteriores en la búsqueda radical de la santidad; en cambio, era distinto porque desbrozaba en la Iglesia un camino afirmativo del valor de la vida cristiana ordinaria. Se trataba de «una nueva forma de vida de perfección, en la que sus miembros no son religiosos, y que no se apartan, por tanto, del mundo, llegando a cumplir en el siglo los consejos evangélicos»; «es del mismo mundo de donde surgen estos apóstoles, que se atreven a santificar todas las actividades corrientes de los hombres». Después se refería al caso concreto del Opus Dei. La institución buscaba «la perfección evangélica de sus miembros, mediante la santificación del trabajo ordinario, en los más distintos campos de la actividad humana». Y, como sus socios eran seculares, actuaban «en el mundo bajo su personal y exclusiva responsabilidad. Para esto gozan de una absoluta libertad profesional, puesto que el Opus Dei no se inmiscuye en estas cuestiones»[7].
GOBIERNO Y ORGANIZACIÓN
Conseguida la aprobación pontificia, Josemaría Escrivá de Balaguer nombró a los miembros del Consejo General del nuevo instituto secular. Pedro Casciaro fue secretario general; Álvaro del Portillo, procurador general; José Luis Múzquiz, vicesecretario de la obra de san Miguel; Amadeo de Fuenmayor, vicesecretario de la obra de san Gabriel; Odón Moles, vicesecretario de la obra de san Rafael; Antonio Pérez, administrador general; y Antonio Fontán, prefecto de estudios. El fundador pidió a todos que se esforzaran por vivir con integridad el espíritu y las normas de piedad previstos en la Obra, pues el fundamento de sus vidas radicaba en el trato con Dios y la búsqueda de la santidad.
El 24 de septiembre de 1947 el fundador se reunió en Molinoviejo con un nutrido grupo de hijos suyos. De acuerdo con las Constituciones del instituto secular, nombró a 60 inscritos, es decir, numerarios que recibirían encargos de formación y gobierno en la Obra. Todos hicieron un compromiso espiritual ante Dios de ejercitar la corrección fraterna cuando fuese necesario, no ambicionar cargos en el Opus Dei y consultar las cuestiones importantes al Padre o al consiliario; después, hicieron una breve ceremonia de constitución de los socios inscritos[†]. De entre estos, el fundador nombró a 19 electores. Tendrían el encargo de votar a su sucesor cuando llegara el momento oportuno y de participar en los congresos generales de la Obra. Además, aprobó los cargos locales, la distribución de los socios en los 23 centros de la Obra que había, y la expansión tanto en Roma —donde se proyectaba la constitución de un centro interregional de estudios— como en los países de Europa y, en cuanto fuese posible, en los americanos[8].
En estos años se produjo un cierto desdoblamiento en el gobierno de la Obra debido a que Escrivá de Balaguer residía en Roma mientras que la sede del Consejo General —y, cuando hubo más mujeres, de la Asesoría Central— y los centros de estudios de Diego de León y de Los Rosales radicaban en Madrid. Era necesario actuar así porque la mayoría de las personas y de las actividades de la Obra estaban en España. Por eso, periódicamente el fundador y los directores intercambiaron cartas con indicaciones y consultas.
Los directores del Consejo General reforzaron la actividad de sus diversas oficinas, dedicadas al servicio de la Obra. El envío de escritos o de peticiones a los centros locales se realizó mediante notas numeradas, de modo que unos papeles hiciesen referencia a otros y se coordinasen mejor las diversas instancias. Desde el punto de vista económico, quienes habían creado sociedades anónimas siguieron la marcha de los entes propietarios o gestores. La oficina de administración general del Consejo revisó los balances de esas corporaciones y recordó a los socios de la Obra que viviesen personalmente la virtud de la pobreza.
Para dar a conocer el espíritu, el derecho y la vida en el Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer redactó un Catecismo de la Obra y un Directorio para los directores. Estos documentos se añadieron a las obras publicadas, Camino y Santo Rosario, a las instrucciones acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, sobre el modo de hacer el proselitismo y para la obra de San Rafael, redactadas antes de la Guerra Civil española, y a las Constituciones con las que había sido aprobado el instituto secular.
El Catecismo estaba compuesto por 150 preguntas y respuestas breves. El texto resumía las principales características del mensaje, elementos jurídicos e historia de la Obra, para que todos los socios pudieran leerlas e incluso aprenderlas de memoria. Desde 1945, en los centros de estudios y en los cursos de verano, tanto de mujeres como de hombres, se empleó una versión mecanografiada. En 1948 apareció una edición impresa que recogía los cambios originados con la aprobación de la Obra como instituto secular. El Catecismo explicaba, por ejemplo, que los socios eran fieles corrientes, que sacerdotes y laicos formaban una sola clase, que el espíritu cristiano de la Obra estaba abierto a personas de toda condición social y que los medios empleados por sus miembros eran «la santificación del trabajo ordinario y el perfecto desempeño de las obligaciones profesionales y sociales»[9].
El segundo documento, llamado Directorio, estaba pensado para los directores centrales y locales. Se trataba de una recopilación útil de criterios y de experiencias sobre el gobierno y la gestión de los centros y de las actividades apostólicas. Escrivá de Balaguer solicitó a quien quisiera que le enviara, a través del Consejo General o de las asesoras, fichas con sugerencias sobre los modos de vivir el espíritu del Opus Dei. Después de revisar los borradores, publicó en 1948 la primera edición, con dos versiones: una para hombres y otra para mujeres. El Directorio para la sección femenina, por ejemplo, estaba dividido en tres partes: gobierno de un centro local; formación y vida de las asociadas a la Obra; y Administración de las casas. Este documento tuvo vigencia durante los años cincuenta[10].
El proceso de implantación progresiva del gobierno y de la formación fue simultáneo al periodo en el que el fundador revisaba las Constituciones del Opus Dei antes de recibir la aprobación jurídica definitiva por la Santa Sede. En 1948 dio un paso más con vistas a la expansión internacional de la Obra. Por una parte, reunió de nuevo a los directores y directoras centrales y locales en dos semanas de trabajo; por otra, creó las primeras circunscripciones territoriales del Opus Dei.
Del 24 al 29 de agosto de 1948 se desarrolló en Molinoviejo la tercera Semana de Trabajo para los varones. Al ver a los 28 profesionales que se reunieron allí, muchos de ellos directores centrales o locales, Escrivá de Balaguer comentó con buen humor que su principal problema consistía en que eran todavía jóvenes. Durante esas jornadas analizaron centenares de fichas que habían recibido con experiencias en la formación de los socios, el modo de mejorar las acciones apostólicas y la forma de planear el crecimiento de la Obra. Según les dijo el fundador, había llegado el momento de moverse más deprisa, con horizontes universales, para llevar a muchas personas el mensaje de santificación en la vida corriente[11].
A finales de septiembre, Pedro Casciaro —que había sido ordenado sacerdote dos años antes—, Ignacio de la Concha —catedrático de Derecho— y José Vila —licenciado en Historia— regresaron a España después de un largo viaje por América. Durante seis meses habían visitado Estados Unidos, Canadá, México, Perú, Chile y Argentina. Escrivá de Balaguer les había encargado que conocieran las circunstancias de cada país para hacerse cargo sobre los lugares en los que podía empezar la difusión de la Obra. El fundador estudió esos datos con el Consejo General[12].
Un mes más tarde, el 27 de octubre, dio inicio el nivel regional en el gobierno del Opus Dei. El presidente general erigió siete circunscripciones y nombró a sus respectivos consiliarios que, en algunos casos, todavía no se habían trasladado a los territorios: la región de España (con Francisco Botella como consiliario); las cuasirregiones de Italia (Álvaro del Portillo), Portugal (Xavier de Ayala), México (Pedro Casciaro) y Estados Unidos (José Luis Múzquiz); y las delegaciones de Inglaterra (Juan Antonio Galarraga) y de Irlanda (José Ramón Madurga). Estos nombramientos produjeron algunos cambios en el Consejo General. El más importante fue el de Francisco Botella como secretario general, que acumuló momentáneamente cargos centrales y regionales[‡].
Las mujeres de la Obra tuvieron su primera Semana de Trabajo en Los Rosales del 26 al 29 de noviembre de 1948. Las trece participantes valoraron la actividad desarrollada hasta el momento, de modo particular en la obra de san Rafael y en la Administración de los centros. Después, se marcaron metas para el futuro, muy prometedor porque había un grupo amplio de jóvenes que estaban discerniendo su llamada a la Obra.
Narcisa González Guzmán y Guadalupe Ortiz de Landázuri componían una incipiente Asesoría Central. En octubre de 1949 la sede de la Asesoría se estableció en la calle Juan Bravo. Aunque no estaban completados todos los cuadros de gobierno, varias mujeres más pasaron a colaborar en el gobierno central de la Obra, como Rosario Orbegozo, que era la directora senior en Madrid[13].
Los trabajos en la Administración de los centros mejoraron gracias a la experiencia acumulada. Las administradoras —numerarias que dirigían las administraciones— estaban mejor capacitadas que años antes para el conjunto de tareas que afrontaban, que, en cada casa, abarcaba la distribución de las tareas, el registro de entradas y salidas, la elaboración de menús y de hojas de cocina, y la revisión de las diversas zonas de la vivienda.
Las administradoras concretaron planes formativos para las numerarias sirvientas, comenzando por la parte profesional, que incluía atender la comida, limpieza, cuidado de la ropa y decoración de las casas. Les explicaron que su esmero creaba hogares y que podían darle un sentido sobrenatural. Trataron de adaptarse y de colaborar en el crecimiento humano de estas mujeres, en su mayoría de llana extracción social. Por ejemplo, les dieron responsabilidades y les ayudaron a superar cierta timidez y el complejo de aparente desventaja ante personas de otras categorías sociales. Al mismo tiempo, las diferencias sociales estaban en aquella época muy marcadas; por eso, fue habitual que no comiesen juntas las numerarias con las numerarias sirvientas, de forma que unas y otras pudiesen participar con más espontaneidad en la vida familiar[§].
Escrivá de Balaguer explicó que la separación en el gobierno, en las actividades y en el régimen económico de las dos secciones del Opus Dei era una característica fundacional. Cada sección se gobernaba con el presidente general y los respectivos consejos centrales y regionales. Esta característica se reflejaba en la estructura de los centros de la Obra. Por ejemplo, en el primer reglamento para la Administración, redactado en 1947, se especificaba que solo atendía una residencia de hombres si el edificio permitía «una separación absoluta de las dos casas, que de iure y de facto son totalmente independientes»[14].
MULTIPLICIDAD DE SOCIOS
Después de la aprobación temporal de 1947, la Congregación para los Religiosos ratificó varias modificaciones a las Constituciones propuestas por Josemaría Escrivá de Balaguer. Algunas fueron muy importantes porque hicieron posible que solteros, casados, laicos y sacerdotes pudieran ser del Opus Dei. Con estos añadidos, la Obra superó el estrecho margen en el que se había movido hasta ese momento, con personas que tenían compromiso de celibato y que, en su mayoría, se desenvolvían en ámbitos intelectuales.
Desde los años treinta, el fundador acompañaba espiritualmente a hombres que le escuchaban hablar sobre la llamada a la santidad en el matrimonio y en el trabajo. Al acabar la Guerra Civil española, predicó ejercicios espirituales a profesionales en Vitoria y en Madrid, y atendió la dirección espiritual de un grupo de licenciados, empleados y obreros. Les animó a buscar la santidad en la vida corriente, en su trabajo y en las relaciones familiares y sociales. Esta idea resultaba no solo inusual sino chocante. Por ejemplo, un pedagogo que estaba casado, Víctor García Hoz, recordaba su alegría y su sorpresa cuando don Josemaría le comentó en 1941: «Dios te llama por caminos de contemplación»[15]. A él y a otro maestro también casado, Tomás Alvira, el fundador les recomendó que vivieran las normas y costumbres propias del Opus Dei. Y, cuando se creó el Consejo de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en 1943, nombró a José María Hernández Garnica vicesecretario de la obra de san Gabriel.
Coincidiendo con las fechas de la aprobación como instituto secular, en febrero de 1947 Tomás Alvira solicitó la admisión. Dos meses más tarde lo hicieron el abogado Mariano Navarro Rubio y el pedagogo Víctor García Hoz. Su compromiso fue de carácter espiritual, pues no había posibilidad de que se vinculasen jurídicamente. Pero, en febrero de 1948, Escrivá de Balaguer consiguió que la Santa Sede aprobara una enmienda según la cual las personas de cualquier condición —estuvieran solteras o casadas—, que no tenían plena disponibilidad para tareas de gobierno y formación, podían establecer un vínculo jurídico estable con el Opus Dei. Se les llamaría supernumerarios.
En septiembre de 1948, reunió a quince profesionales varones en Molinoviejo; seis ya eran supernumerarios y el resto pidió la admisión en la Obra entonces. Durante una semana de convivencia, les explicó cómo podían vivir el espíritu del Opus Dei, de acuerdo con sus propias circunstancias familiares y profesionales. Reiteró que la llamada a ser santos en el matrimonio no era una aspiración utópica sino una vocación divina; y, en el caso de la Obra, una entrega completa a Dios[16].
En los meses siguientes, las actividades con personas sin compromiso de celibato y las incorporaciones de supernumerarios a la Obra crecieron en los centros, tanto de hombres como de mujeres. Cuando el fundador presentó a la Santa Sede la solicitud de aprobación definitiva, a comienzos de 1950, ya había en el Opus Dei 692 supernumerarios —519 hombres y 173 mujeres—, cifra que suponía el 23 % del total de socios de la Obra[17].
Por otra parte, el fundador tenía conocimiento de algunos que habían manifestado su deseo de vivir el celibato en el Opus Dei en condiciones distintas a los numerarios. En ocasiones, circunstancias personales, familiares o profesionales les imposibilitaban atender los trabajos de gobierno o vivir en centros de la Obra; en otras ocasiones, tenían una capacitación profesional media o elemental. Escrivá de Balaguer planteó a la Santa Sede la posibilidad de que se incorporasen a la Obra. Redactó un complemento del estatuto del año anterior sobre los supernumerarios y, como forma de distinción, los denominó supernumerarios internos. El 8 de septiembre de 1949 recibió un rescripto de la Congregación para los Religiosos que admitía la nueva categoría. Pocos meses después, este dicasterio solicitó que cambiara el término y el fundador sugirió el nombre de oblatos, que fue el que quedó en la aprobación definitiva del Opus Dei[¶].
Josemaría Escrivá de Balaguer también consideraba en esos años cómo podía llegar el mensaje de la Obra al clero diocesano. La luz fundacional estaba dirigida a todo el ámbito secular de la Iglesia, tanto a laicos como a presbíteros. De hecho, ya antes de la Guerra Civil española había recibido en la Obra a una decena de presbíteros. Pero dejó esa actividad porque no encontró sacerdotes que hicieran propio el espíritu del Opus Dei. Pasaron los años y, una vez obtenida la aprobación temporal —que incluía la presencia de clero secular proveniente del laicado de la Obra—, consideró que había llegado el momento de dar un paso adelante.
No podía recibir a sacerdotes diocesanos en la Sociedad Sacerdotal porque estaban incardinados en sus diócesis respectivas, por lo que decidió dejar el Opus Dei y fundar otro instituto secular para los sacerdotes seculares de las diócesis, a los que transmitiría el mismo espíritu de la Obra. Lo comunicó oficiosamente a la Congregación de Religiosos, a los directores y directoras centrales de la Obra y a sus hermanos Carmen y Santiago.
En febrero de 1950, Escrivá de Balaguer solicitó al Papa Pío XII la aprobación definitiva del Opus Dei como instituto secular, con un proyecto de nuevas Constituciones y con el aval de ciento diez cartas comendaticias de obispos y prelados de diecisiete países. Dos meses más tarde, la Congregación para los Religiosos decidió retrasar un tiempo la aprobación para estudiar mejor las futuras Constituciones.
Esa circunstancia resultó providencial. En esas semanas, el fundador comprendió el modo con el que los presbíteros diocesanos podían ser del Opus Dei: como socios oblatos o supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, pues con esta fórmula no cambiaba o disminuía su carácter diocesano, y el ordinario del lugar sería su único superior. La Sociedad Sacerdotal les ofrecería la ayuda espiritual para que buscasen la santidad en medio del mundo, a la vez que participaban del ambiente familiar propio de la Obra. La perfección la encontrarían habitualmente en el ejercicio del ministerio sacerdotal: «Si cabe hablar así, para los sacerdotes su trabajo profesional, en el que se han de santificar y con el que han de santificar a los demás, es el sacerdocio ministerial del Pan y de la Palabra»[18]. El carácter espiritual de la llamada al Opus Dei reforzaría la unión de cada uno con el ordinario diocesano, de acuerdo con la máxima Nihil sine episcopo (Nada sin el obispo), y también con el presbiterio de la diócesis.
Escrivá de Balaguer redactó un estatuto acerca de los sacerdotes diocesanos y lo presentó en la congregación el 2 de junio de 1950. Este informe se unió al material que estaba en estudio[19].
NOVEDADES Y DIFICULTADES
Apenas dos semanas después, el 16 de junio, la Santa Sede concedió la aprobación definitiva de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei como instituto secular mediante el decreto Primum inter Instituta, que incluía unas Constituciones nuevas. El documento de aprobación presentaba un apartado inicial, en el que se resumía el espíritu del Opus Dei —donde se subrayaba la secularidad de sus socios— como criterio hermenéutico para entender el texto jurídico. Indicaba que el fundamento del espíritu del Opus Dei era el sentido de la filiación divina, y que la búsqueda de la perfección se planteaba a través del «ejercicio de las virtudes morales y cristianas y especialmente por medio de la santificación del trabajo cotidiano y profesional»[20].
Las Constituciones recogían la naturaleza del instituto y exponían su régimen jurídico de carácter universal y centralizado. De acuerdo con lo previsto por el derecho para los institutos de perfección, se distinguían el fin general del Opus Dei —la santidad a través de cualquier trabajo profesional— y el fin específico, que consistía en llevar la luz del Evangelio a los intelectuales para llegar a través de ellos a todas las clases de la sociedad civil. Entre las tareas corporativas de carácter apostólico que se podían emprender mencionaban «casas y residencias de estudiantes, casas de ejercicios espirituales y otras análogas»[21]. También señalaban la unidad del fenómeno pastoral: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, «siendo aliquid intrinsecum al Opus Dei, tiene sus mismos superiores, que ejercen en la Sociedad Sacerdotal las mismas facultades que en el Opus Dei»[22].
La aprobación señalaba que el Opus Dei era una institución compuesta por dos secciones: una de hombres y otra de mujeres. Cada sección gozaba de gran autonomía jurídica y administrativa en los tres órdenes de gobierno, tanto central como regional y local. El presidente general —y, en cada región, el consiliario regional y la secretaria regional— daba unidad al régimen de gobierno del único fenómeno pastoral y apostólico. A la vez, el derecho otorgaba un amplio espacio a la colaboración de los fieles laicos en la organización de las iniciativas, con espíritu colegial.
Sacerdotes y laicos, solteros y casados, encarnaban una misma llamada espiritual y formaban una sola clase. De acuerdo con la diversidad de condiciones personales, los miembros podían ser: numerarios, que asumían un compromiso de celibato, se graduaban normalmente en carreras universitarias, completaban los estudios eclesiásticos de grado superior, vivían habitualmente en centros del Opus Dei y se mostraban disponibles para asumir tareas de formación y gobierno en la Obra; oblatos, que se comprometían en el celibato, residían con sus parientes o donde lo consideraran más oportuno, y estaban disponibles para las actividades apostólicas en función de sus particulares circunstancias personales y laborales; supernumerarios, célibes o casados, que empleaban «como medios de santificación y apostolado sus propias ocupaciones familiares y su profesión»[23]. En el caso de los curas oblatos y supernumerarios, el ordinario de la diócesis correspondiente era su único superior.
Además de los socios, estaba prevista la figura de los cooperadores del Opus Dei, personas católicas, cristianas, de otras religiones o no creyentes que colaboraban material y espiritualmente en el sostenimiento de las actividades de la Obra y se beneficiaban de los bienes espirituales y formativos que ofrecía el Opus Dei. También eran cooperadores algunos sacerdotes diocesanos, llamados asistentes eclesiásticos —encargados de llevar la dirección espiritual de los socios en sitios donde no hubiese presbíteros de la Obra—, los sacerdotes seculares y regulares que recibían una carta de hermandad porque ayudaban de diversos modos, y las comunidades de religiosos y religiosas de vida contemplativa que rezaban por el Opus Dei[24].
El decreto de aprobación indicaba que las personas de la Obra no eran religiosos consagrados. Pero, de algún modo, los acercaba a los religiosos porque exigía, tanto a los casados como a los solteros, que emitiesen votos privados de pobreza, obediencia y castidad, cada uno según su estado. El fundador razonó a sus hijos espirituales que harían esos votos como hasta el momento, es decir, independientes de las ceremonias de incorporación temporal o definitiva al Opus Dei. También advirtió que costaría explicar la llamada a la santidad del presbítero diocesano en una Sociedad Sacerdotal que, a fin de cuentas, dependía de la Congregación de Religiosos. Confiaba, de todas formas, en que la aprobación definitiva ayudaría a que se comprendiera el Opus Dei. En cambio, pronto se vio envuelto en otros problemas.
En Italia, se acercaron al Opus Dei varios jóvenes que habían conocido a miembros de la Obra residentes en el Pensionato. El padre de Umberto Farri —un estudiante que había pedido la admisión en marzo de 1949— no entendió la decisión de su hijo. Después de consultar a un jesuita, que le previno contra la Obra, reunió a otros tres padres más con hijos en el Opus Dei. El 25 de abril de 1951, enviaron una carta de protesta al Papa Pío XII. En la misiva, se mostraban preocupados ya que, en su opinión, sus hijos faltaban a los deberes familiares y no eran leales con sus directores espirituales, pues no les habían referido su entrega a Dios en el Opus Dei. Luego, pedían al Santo Padre que interviniera para que los jóvenes regresaran a sus costumbres anteriores y adoptaran una decisión definitiva una vez que hubiesen consultado con sacerdotes doctos y experimentados[25].
El momento era delicado porque estaba reciente la aprobación pontificia de la Obra. Además, el fundador se encontraba de viaje en España para presidir el primer congreso general del Opus Dei para varones, que tuvo lugar del 1 al 5 de mayo. Al regresar a la Ciudad Eterna se enteró de lo que pasaba. El 14 de mayo consagró el Opus Dei a la Sagrada Familia rogando que terminara esa contrariedad. Con el pasar de los meses, la denuncia se desvaneció porque los firmantes de la carta se retractaron de lo que habían dicho.
En el verano surgió un problema de mayor calado. Escrivá de Balaguer había percibido un «cambio en algunas personas de la Curia. Un día llegaba a sus oídos un comentario levemente crítico; otro, un cardenal, viejo conocido de don Josemaría, negaba en público haber tenido trato con el fundador»[26]. Resolvió acudir a la intercesión de la Virgen. El 15 de agosto celebró la Misa en la Santa Casa del santuario de Loreto. Al acabar, consagró el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María. Luego, durante los dos meses siguientes, renovó la consagración en los santuarios marianos de Pompeya, Divino Amor, Lourdes, Zaragoza y Fátima. Rezó a la Virgen de modo particular con la advocación Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! (¡Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro!).
En septiembre, el cardenal Alfredo Ildefonso Schuster, arzobispo de Milán, les dijo a los miembros de la Obra residentes en su diócesis que una contrariedad grave se cernía sobre el Opus Dei. Había escuchado acusaciones de promiscuidad entre sus miembros y de ser muy expeditivos a la hora de aceptar personas en la Obra. A los pocos días, el cardenal Schuster los recibió de nuevo y ellos le contaron, de parte de Escrivá de Balaguer, acerca de las habladurías y denuncias que habían sufrido en España un decenio antes[27].
Cuatro meses más tarde, en enero de 1952, el fundador recibió una notificación del secretario de la Congregación para los Religiosos en la que se le instaba a enviar «copia de las Constituciones del Opus Dei y del Reglamento interno de la Administración, con una relación escrita —doctrinal y práctica— del régimen del Instituto en sus dos Secciones y del modo concreto en el que se realiza la singular colaboración»[28]; se mostraban, por tanto, dudas sobre la relación entre las dos secciones y, en concreto, sobre el trabajo de atención doméstica de las casas de varones. A las veinticuatro horas, Álvaro del Portillo remitió una relación en la que detallaba la estricta separación que existía en el gobierno y en las actividades de las dos secciones de la Obra. Al mismo tiempo, manifestaba su extrañeza porque la congregación solicitaba unos textos aprobados por ella misma un año y medio antes.
Ese mes de enero, el fundador recibió otro aviso del cardenal de Milán. Con discreción diplomática, el cardenal Schuster comentó a los del Opus Dei residentes en Milán «que él, leyendo la historia de las obras de Dios y las vidas de sus fundadores, se había dado cuenta de cómo siempre el Señor había permitido contradicciones y persecuciones y cómo incluso en ocasiones habían sido sometidas a visitas apostólicas y el fundador había sido depuesto de su cargo de superior»[29]. Quedaba así apuntado que, bajo la acusación de promiscuidad, lo que realmente no se aceptaba era la unidad de hombres y mujeres bajo una misma cabeza, por lo que se deseaba quitar al fundador para, a continuación, desmembrar las secciones del Opus Dei.
En febrero, el cardenal Schuster conversó por tercera vez con los socios de la Obra. Les pidió que dijeran a Mons. Escrivá de Balaguer que se acordara «de su paisano san José de Calasanz»[30], que había sido depuesto como superior general de los escolapios. El fundador habló de inmediato con el secretario de la Congregación de Religiosos, quien le confirmó, sin dar nombres, que algunas personas presionaban en la Curia contra el estatuto del Opus Dei. Acudió luego a Mons. Federico Tedeschini, que era cardenal protector de la Obra, una figura de origen multisecular que tenía como finalidad amparar una institución o un país ante la Curia[31].
El 18 de marzo de 1952, el Papa Pío XII recibió en audiencia al cardenal Tedeschini. El prelado le leyó una carta de Escrivá de Balaguer en la que se dolía por los ataques y rogaba —son palabras suyas— que «abiertamente se nos manifiesten dichas denuncias»[32], con pruebas concretas. Además, se mostraba disponible para modificar el Reglamento interno de la Administración de los centros si en algún punto no quedaba clara la separación entre las dos secciones. Durante la lectura del documento, Mons. Tedeschini recalcó que una modificación de la estructura jurídica desacreditaría al Opus Dei. Pío XII preguntó: Chi pensa a quello? (¿Quién ha pensado en algo semejante?)[33]. Y, como no deseaba tomar ninguna medida, solo indicó que el fundador revisara el Reglamento de la Administración[34].
Algunos meses más tarde —el 26 de octubre de 1952—, el fundador consagró el Opus Dei al Sagrado Corazón de Jesús. Bajo la advocación Cor Iesu sacratissimum, dona nobis pacem! (¡Corazón sacratísimo de Jesús, danos la paz!), pidió la paz interior para cada miembro de la Obra, la paz para que el Opus Dei se extendiera por todas partes, sin nuevas contradicciones, y la paz para el mundo.
Por entonces, el arzobispo Traglia y otros prelados le recordaron a Mons. Escrivá de Balaguer la máxima Bisogna fare il morto per non essere ammazzato (conviene hacerse el muerto para que no te asesinen). El fundador de la Obra agradeció e hizo suya la sugerencia. Durante los siguientes años, mantuvo las oportunas relaciones con la Santa Sede y con las autoridades civiles, pero no asistió a actos oficiales. Con esta actitud consiguió que disminuyeran los comentarios negativos o de escarnio contra el Opus Dei. Este comportamiento benefició también a los miembros del Opus Dei, pues Escrivá de Balaguer dedicó sus mejores energías a la formación de sus hijos e hijas espirituales y a la expansión de la Obra.
Otro asunto que podía haber afectado de forma impredecible al desarrollo del Opus Dei fueron los intentos de nombrar obispo a Josemaría Escrivá de Balaguer en la década de los cuarenta y primera mitad de los años cincuenta. Esta posibilidad surgió en 1941, cuando el fundador alcanzó prestigio en el mundo eclesiástico, en buena medida por los ejercicios espirituales que predicaba y el trato que mantenía con muchos clérigos. Se decía que era un buen candidato para cubrir una diócesis vacante o para abrazar un cargo de renombre. Como Escrivá de Balaguer no deseaba ser obispo ni recibir reconocimientos eclesiásticos, cuando se enteró de los comentarios que corrían, le pidió permiso a Mons. Eijo Garay para hacer un voto de no aceptar el episcopado. El prelado le negó la solicitud.
La cuestión apareció de nuevo, en este caso porque el Gobierno español tenía el privilegio de presentar a la Santa Sede una lista de candidatos al episcopado. En 1944, el ministro de Educación valoró positivamente la candidatura de Escrivá de Balaguer en un informe del Gobierno, y el nuncio en España se mostró favorable a que Josemaría Escrivá de Balaguer fuese vicario general castrense. En 1947, Álvaro del Portillo conversó en Roma con el cardenal Lavitrano —que, a su vez, lo comentó al Papa Pío XII— acerca del nombramiento de Escrivá de Balaguer. Le dijo que convenía que fuese obispo castrense o titular, pero no residencial de una diócesis, pues debía dedicar al menos parte de su tiempo al gobierno del Opus Dei. Desde Madrid, Mons. Eijo Garay también patrocinaba esta opción, que, finalmente, no fue adelante[**].
En 1950 Escrivá de Balaguer apareció otra vez en listas de nombres que barajaba el Gobierno español para ocupar una sede residencial. Por indicación del cardenal Tedeschini —que deseaba promover al fundador al cargo episcopal—, Álvaro del Portillo conversó sobre un posible obispado con Mons. Cicognani, nuncio en España, quien se mostró poco partidario. Enterado de estas gestiones por el propio cardenal Tedeschini, en 1955, Escrivá de Balaguer, que no deseaba la dignidad episcopal, acudió a la secretaría de Estado y dijo a Mons. Tardini y Mons. Samorè que «no aceptaría ni la mitra de Toledo»[35]. Con esta acción cortó una potencial llamada al episcopado.
[*]Según una concepción multisecular, con la profesión pública de los consejos evangélicos los religiosos se apartaban en mayor o menor grado de las realidades seculares para testimoniar que el fin del hombre es Dios y no los bienes creados, y abrazaban un estado o condición de vida (llamado estado de perfección) que facilitara la santidad cristiana. Era doctrina común que la pública profesión de los tres consejos evangélicos conducía a la plenitud de comunión con Dios, porque el religioso se obligaba a tender a la perfección no solo en conciencia sino también jurídicamente. Por eso, se presentaba la vida religiosa como paradigma y plenitud de la santidad cristiana. No se negaba que una persona secular pudiese alcanzar la perfección —en este caso, a través del cumplimiento de los mandamientos y preceptos de la ley de Dios—, pero con frecuencia se entendía que era más difícil —el mundo se veía como un obstáculo— y en un grado menor al de los religiosos consagrados.
A lo largo del siglo XX, el Magisterio y el pensamiento teológico abandonaron paulatinamente la idea de que los grados de perfección dependen del propio estado de vida o que el mundo sea un obstáculo para la santidad; la reflexión sobre el ideal cristiano se centró entonces en la llamada universal a la santidad desde el bautismo. Ya en 1939, el Papa Pío XII afirmó que «Dios no llama a todos sus hijos al estado de perfección, sino que invita a todos ellos a la perfección en su estado» (Audiencia general, 6-XII-1939, en Discorsi e radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, vol. I, Tip. Poliglotta Vaticana, Città del Vaticano 1940, p. 414). El mensaje que recibió Escrivá en 1928 se sitúa en esta línea, que fue proclamada solemnemente por el Concilio Vaticano II. Decía a los laicos y los sacerdotes inmersos en las realidades seculares que Dios les invita a «lo ordinario hecho con perfección», que su «vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado»: Carta 1, nn.º 12 y 2, respectivamente, en Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Cartas (edición crítico-histórica), vol. I, Rialp, Madrid 2020, pp. 64 y 56 (citamos las Cartas del fundador de acuerdo con los parámetros establecidos en esta edición crítica). Esta era la finalidad de la institución que fundaba: «La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil —con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles—, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado»: Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (edición crítico-histórica), Rialp, Madrid 2012, n.º 60. Sobre la relación entre la vida secular y la religiosa consagrada, cf. Ernst BURKHART y Javier LÓPEZ, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, Rialp, Madrid 2010, pp. 213-239; Sergio LANZA, “Secolarità”, en Gianfranco CALABRESE, Philip GOYRET, Orazio Francesco PIAZZA, Dizionario di Ecclesiologia, Città Nuova, Roma 2010, pp. 1301-1305; Juan FORNÉS, “Fiel”, en Javier OTADUY, Antonio VIANA, Joaquín SEDANO, Diccionario General de Derecho Canónico, vol. III, Aranzadi, Pamplona 2012, pp. 984-988. Sobre el concepto de estado en la Iglesia, cf. IDEM, La noción de status en Derecho Canónico, EUNSA, Pamplona 1975.
[†] Además de los inscritos, también adquirían esos tres compromisos espirituales los que se incorporaban definitivamente a la Obra y los sacerdotes. Estos compromisos tenían carácter de juramento: cf. Constitutiones Societatis Sacerdotalis Sanctae Crucis et Operis Dei (1950), n.º 20 y 58. A partir de 1969, unos compromisos sustituyeron a los juramentos (cf. Actas del Congreso General Especial, 9-IX-1969, en AGP, D.3). Respecto a la terminología, vimos que en los Estatutos de 1941, los inscritos eran personas que no se incorporaban formalmente al Opus Dei. En cambio, en las Constituciones de 1950, los inscritos son numerarios con cargos de dirección.
[‡] Dos días antes, la Santa Sede había autorizado que el Opus Dei creara regiones, cuasirregiones y delegaciones dependientes del presidente general. Las cuasirregiones eran circunscripciones territoriales que se podían convertir en regiones cuando se completaran todos los organismos de gobierno y hubiese centros de formación para las dos secciones. Las delegaciones eran circunscripciones territoriales más pequeñas (cf. Rescripto 25-X-1948, en AGP, serie L.1.1, 10-1-22).
[§] La capacitación de la mujer prosperó en las décadas siguientes. Veremos que este cambio social llevó consigo una identificación en el régimen de vida y de condiciones materiales de quienes trabajan en la Administración.
[¶] Cf. Rescripto, Roma 8-IX-1949 y nota, 2-VI-1950, en AGP, serie L.1.1, 10-1-30 y serie L.1.1, 12-1-5, respectivamente. En 1967 Josemaría Escrivá de Balaguer cambió la denominación de oblato por la de agregado, ya que oblato podía evocar a los religiosos consagrados, mientras que agregado era un término que provenía del mundo académico. Cf. Nota general 50/67 (13-VII-1967), en AGP, serie E.1.3, 245-3. Para evitar anacronismos, usaremos el nombre oblato en las partes II y III del libro y el de agregado en el resto.
[**] Estos movimientos daban idea de una cierta afinidad del régimen franquista con el fundador, cosa que no ayudaba a su imagen en el Vaticano. Cf. capítulo 16, apartado “Actuación personal en la vida civil”.