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FUNDACIÓN Y PRIMEROS AÑOS (1928-1939)
EL TRATADO DE VERSALLES AL FINAL de la Primera Guerra Mundial cambio la geopolítica internacional. Los vencedores de la contienda —entre otros, Reino Unido, Francia y Estados Unidos— declararon culpables a Alemania y a sus aliados y les impusieron la desmilitarización. Aunque crearon la Sociedad de Naciones para mediar en las disputas internacionales, vetaron el ingreso de Alemania. Mientras tanto, la revolución bolchevique de 1917 derrocó el régimen zarista en Rusia y dio paso a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un Estado oficialmente comunista. Dirigida primero por Vladimir Lenin y después por Iósif Stalin, la Unión Soviética estableció una férrea dictadura del proletariado, que se llevó por delante la vida de millones de rusos y, más adelante, de otros pueblos.
Los países occidentales con sistemas democráticos vivieron los felices años veinte como un tiempo de progreso científico, crecimiento económico —basado en la industria y el sector de servicios—, auge de grandes metrópolis en Estados Unidos y Europa, difusión masiva de la radio y del teléfono y, entre personas pudientes, del automóvil y los primeros viajes comerciales en avión. Los deportistas y los actores de cine —los nuevos referentes de los medios de comunicación— transformaron los modos de vida.
La prosperidad económica se quebró en octubre de 1929 por una masiva caída del mercado de valores en la Bolsa de Nueva York. La crisis posterior —la Gran Depresión— afectó también a Europa. Solo en la segunda mitad de los años treinta, Franklin Roosevelt, presidente de Estados Unidos, pudo dinamizar de nuevo la economía y la sociedad con una forma de intervencionismo estatal que denominó New Deal.
En 1922, Benito Mussolini fue nombrado primer ministro de Italia y comenzó a constituir el régimen fascista; en 1933, Adolf Hitler impulsó el nacionalsocialismo alemán. Estos totalitarismos produjeron una profunda crisis en la democracia liberal en el continente europeo. En 1938, y ante el estupor internacional, Alemania anexionó Austria y la región checoslovaca de los Sudetes. Después, firmó un pacto de no agresión con otro Estado totalitario, la Unión Soviética. En Oriente, Japón invadió China en 1937 y dio lugar a un conflicto militar de gran envergadura entre los dos países. La amenaza de un nuevo conflicto mundial se cernía sobre el orbe.
Durante esta época, se sucedieron tres sistemas políticos en España. La dictadura del general Miguel Primo de Rivera se inició en 1923 con el apoyo del rey Alfonso XIII y fracasó en 1930 porque no consiguió renovar la vida política y social. La falta de libertad provocó un fuerte movimiento de reacción contra la monarquía. El 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República española. Desde muy pronto, el nuevo sistema constitucional se vio desbordado por la falta de acuerdos políticos, la intolerancia y la violencia creciente. En julio de 1936, algunos generales del ejército dieron un golpe de Estado. La sublevación militar triunfó solo en media España y dio paso a tres años de dura guerra civil que consumió al país. Al acabar el conflicto en abril de 1939, el general vencedor —Francisco Franco— estableció un régimen autoritario personal.
El Papa de estas décadas fue Pío XI, que había sido elegido como sumo pontífice en 1922. Manejó la diplomacia vaticana con sus secretarios de Estado, Pietro Gasparri y Eugenio Pacelli, sucesivamente. Llegó a un acuerdo con Mussolini en los Pactos Lateranenses de 1929, que reconocían a la Ciudad del Vaticano como Estado soberano y establecían relaciones diplomáticas con la Italia fascista. Criticó, con acentos diversos, las ideologías dominantes. En marzo de 1937 publicó dos encíclicas que condenaban el totalitarismo nacionalsocialista alemán, el comunista soviético y el gobierno revolucionario mexicano. El Papa siguió atentamente el devenir de la represión católica en la guerra cristera mexicana (1926-1929) y en la Guerra Civil española (1936-1939). Intentó sostener a los fieles que estaban en unos bandos y otros; por ejemplo, solo reconoció el régimen de Franco en mayo de 1938, cuando era evidente que ganaría el conflicto armado.
El lema del pontificado de Pío XI (1922-1939) fue Pax Christi in regno Christi (La paz de Cristo en el Reino de Cristo): la instauración de una sociedad cristiana en el mundo moderno. Publicó numerosas encíclicas de carácter social y moral. De modo particular, impulsó la Acción Católica, definida como la participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia. Frente a un proceso acelerado de secularización, el Papa convocó a los laicos para que, de manera centralizada, colaborasen en la implantación de un orden social con raíces cristianas. Dirigidos por los obispos, los seglares llevarían el Evangelio a los ambientes sociales y laborales en los que no estaba presente el clero.
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La fundación de la Obra
JOSEMARÍA ESCRIVÁ LLEGÓ A MADRID el 20 de abril de 1927. Se matriculó en los cursos de doctorado de la Facultad de Derecho de la Universidad Central y se alojó en la Casa Sacerdotal para presbíteros extradiocesanos. Esta residencia estaba regentada por las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón de Jesús, una nueva congregación religiosa. Un mes más tarde, la fundadora de las Apostólicas le ofreció una capellanía de la iglesia del Patronato de Enfermos, sede central de las religiosas y lugar de diversas actividades benéficas. El 1 de junio, don Josemaría comenzó su trabajo pastoral, que consistía en la celebración de la Misa, la exposición de la Eucaristía, la atención del confesonario y, por la tarde, el rezo del rosario y la bendición con el Santísimo Sacramento. Además, los fines de semana estaba disponible para confesar a los niños de las escuelas promovidas por las Apostólicas para familias necesitadas. Y, aunque no formase parte de sus obligaciones como capellán, visitaba con frecuencia a enfermos de escasos recursos en sus domicilios para llevarles la Comunión e impartirles la reconciliación sacramental.
Cinco meses más tarde, Escrivá alquiló un apartamento para vivir con su madre y sus hermanos. Urgido por la necesidad de mantener económicamente a su familia, consiguió un puesto de profesor de Derecho Romano y de Canónico en la Academia Cicuéndez, un centro privado de enseñanza que preparaba el ingreso en la Facultad de Derecho y reforzaba la explicación de algunas asignaturas. El sacerdote impartió clase dos tardes a la semana al menos hasta 1931[1].
EL HECHO FUNDACIONAL ORIGINARIO
El 30 de septiembre de 1928, Josemaría Escrivá acudió al convento de los paúles —situado en el extrarradio norte de Madrid— para hacer unos ejercicios espirituales junto con otros seis sacerdotes. El martes 2 de octubre, después de celebrar la Misa, se retiró a su habitación y se puso a leer unos papeles en los que había anotado ideas y sucesos que consideraba inspirados por Dios y que formaban parte de los barruntos. De repente, «quiso Jesús que se comenzara a dar forma concreta a su Obra»[2]: recopiló «con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando[3]» y «se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas»[*]. ¿Qué ocurrió en ese momento de gran intensidad?
El joven sacerdote explicó después que había recibido una gracia de carácter sobrenatural, una «iluminación sobre toda la Obra»[4], una «idea clara general de mi misión»[5] que abría un «panorama apostólico inmenso»[6]. Conmovido porque acababa «de ver claramente la Voluntad de Dios»[7] por la que había rezado tanto, se arrodilló y dio gracias. Entonces, escuchó el sonido de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, que llamaba a los fieles a Misa; más adelante, consideró este evento como una muestra de la intercesión de Santa María y de los ángeles en el momento fundacional.
No se conserva un texto explicativo o normativo sobre el contenido de la visión original del Opus Dei. Tal vez Escrivá no quiso encerrar en un relato único una luz de tipo sobrenatural y prefirió explicarla a lo largo de su vida. Al menos de palabra y por escrito dijo que había recibido el núcleo de una enseñanza, abierta a un desarrollo posterior, que contenía dos dimensiones inseparables: un mensaje y una institución.
Por una parte, Josemaría Escrivá se sintió depositario de un mensaje cristiano que entrañaba una misión: proclamar la llamada universal a la santidad en el ámbito secular. Con palabras suyas de años más tarde, debía «promover entre personas de todas las clases de la sociedad el deseo de la perfección cristiana en medio del mundo»[†]. Este carisma estaba destinado a cualquier lugar, época y cultura; y se dirigía en su plenitud a los cristianos corrientes —laicos y sacerdotes seculares—, convocados a descubrir en las realidades humanas y temporales un camino que conduce a la plenitud cristiana.
Por otra parte, entendió que debía existir una institución donde sus miembros encarnaran y expandieran el mensaje. La compondrían varones, laicos y presbíteros seculares, que serían una muchedumbre con el tiempo. Todos estarían unidos por un mismo sentido vocacional y de pertenencia a una familia espiritual, harían algunas prácticas de piedad cristiana y se esforzarían por buscar la santidad y vivir el apostolado cristiano en el propio contexto profesional, familiar y social.
La iluminación fundacional quedó impresa en la cabeza y en el corazón de Escrivá. Habló sobre ella a lo largo de su vida con la certeza que posee quien ha sido testigo de un suceso. Algo semejante le ocurrió más tarde con otros auxilios recibidos, que completaron el mensaje fundacional. Los denominó gracias tumbativas, pues consideraba que la acción de Dios en su interior era tan evidente como inesperada[8].
DESARROLLO INICIAL
De acuerdo con una anotación de Josemaría Escrivá, el 2 de octubre de 1928 «comienza la vida de gestación, nonnata, pero activísima del Opus Dei»; y, a la vez, «se terminan las primeras inspiraciones». Vinieron después trece meses de «silencio del Señor», «sin que Jesús hablara»[9]. En ese tiempo, Escrivá se dedicó a rezar a Dios. También acudió a la intercesión de Mercedes Reyna, dama apostólica que había fallecido con fama de santidad en enero de 1929 y que él había tenido ocasión de conocer. Y pidió a los pobres, enfermos y moribundos que atendía en su actividad pastoral que rezaran y ofrecieran a Dios sus dolencias por una intención suya.
En lo que hace referencia al mensaje recibido, la llamada universal a la santidad o perfección estaba presente en la teología y en el magisterio del momento; en 1923, por ejemplo, Pío XI había escrito en la encíclica Rerum omnium que «tender a la santidad de vida» era una «ley que nos obliga a todos sin excepción»[‡]. En el caso de Escrivá, la originalidad del anuncio estribaba en que lo había acogido de forma carismática, es decir, que lo consideraba un don de Dios y no un fruto de reflexión personal; que se dirigía de modo eminente al ámbito secular de la Iglesia, a las personas inmersas en la vida común; y que lo transmitía una institución en la que sus miembros trataban de encarnar el mensaje de santidad para, después, difundirlo a una gran muchedumbre de gente común.
Con respecto a la institución, don Josemaría consideró que quizá existía alguna con los mismos fines. En sus palabras, tuvo «la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía». Adoptó esta actitud —luego pidió perdón a sus hijos espirituales por lo que consideraba una lentitud inicial— porque el Opus Dei no era idea suya y porque no deseaba ser fundador: «Con una falsa humildad, mientras trabajaba buscando las primeras almas, las primeras vocaciones, y las formaba, decía: “Hay demasiadas fundaciones, ¿para qué otras más? ¿Acaso no encontraré en el mundo, hecho ya, esto que quiere el Señor? Si lo hay, mejor es ir allí, a ser soldado de filas, que no fundar, que puede ser soberbia”»[10].
Escrivá se informó sobre diversas realidades eclesiales en las que sus miembros vivían una entrega completa a Dios, sin formar una congregación religiosa tradicional, y en las que se desarrollaban actividades con laicos y sacerdotes seculares. Las pesquisas mostraron que no existía algo semejante a lo que había acogido en su corazón: unas veces encontraba diferencias de carácter institucional —por ejemplo, la presencia de mujeres— y otras se topaba con desigualdades con respecto al mensaje[11].
Con todo, en junio de 1929 admitió al primer seguidor. José (Pepe) Romeo era un estudiante que preparaba el ingreso en la Escuela de Arquitectura de Madrid, aunque vivía por entonces en Zaragoza. Ese mes se encontraba en Madrid para examinarse. Un día, Escrivá le explicó la Obra y Romeo se mostró disponible para acompañarle. De manera semejante, seis meses más tarde, en torno a la Navidad, Norberto Rodríguez —sacerdote diocesano de Astorga y capellán segundo del Patronato de Enfermos— solicitó a Escrivá que le dejara seguirle[12].
En noviembre de 1929 se renovó «aquella corriente espiritual de divina inspiración, para la O. [Obra] de D. [Dios], perfilándose, determinándose lo que Él quería…». A partir de ese momento —como apuntó Escrivá—, «empieza otra vez la ayuda especial, muy concreta, del Señor y voy tomando notas»[13]. Estas nuevas mociones interiores ayudaban al sacerdote a desarrollar la luz originaria, que había resultado clara solamente en su núcleo.
El 14 de febrero de 1930 sucedió otro acontecimiento fundacional decisivo. Don Josemaría celebró la Misa en la casa de la madre de la fundadora de las Damas Apostólicas. Después de la Comunión, entendió que también debía haber mujeres en la institución. En palabras suyas, «no puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la Sección femenina del Opus Dei». Además, comprendió que no debía seguir buscando lo que había visto en octubre de 1928. Dios le llamaba a abrir un nuevo camino en la Iglesia: «Era preciso fundar, sin duda alguna»[14], como explicó más adelante al recordar esta fecha. De este modo, asumió el encargo de iniciar una nueva institución de la Iglesia que quedaba configurada como una realidad eclesial con una cabeza única —el fundador— y dos secciones, una de hombres y otra de mujeres, ambas con actividades equiparadas en orden a la irradiación del mensaje.
Meses más tarde, dio nombre a la institución. Fue gracias a su director espiritual, el jesuita Valentín Sánchez Ruiz, con el que se confesó desde julio de 1930. Un día, Sánchez Ruiz le preguntó cómo iba «esa obra de Dios», pues «obra» era un nombre genérico con el que se designaba por entonces a cualquier actividad pastoral o apostólica. Escrivá consideró que ese era el nombre que podía aplicarse a una realidad que, por haber sido inspirada, era con propiedad «Obra de Dios»[§].
Hasta entonces, Josemaría Escrivá apuntaba en papeles sueltos consideraciones de carácter espiritual. A mediados de 1930, transcribió en dos cuadernos algo más de doscientas cincuenta notas. En la siguiente década siguió la costumbre de redactar más cuadernos, hasta escribir un total de nueve, a los que denominó Apuntes íntimos o Catalinas, por devoción a la santa de Siena; se conservan todos excepto el primero, que quemó porque había recogido alguna gracia extraordinaria y no quería que le tuviesen por santo. En estos escritos, Escrivá anotó asuntos espirituales, reflexiones sobre el trato con Dios y con personas conocidas, proyectos de estructuras jurídicas acordes con el derecho y la vida de la Iglesia, y aspectos del espíritu, fines y actividades del Opus Dei.
Sirviéndose de frases provenientes de la tradición cristiana, Josemaría Escrivá anotó los fines de la Obra de Dios, exclusivamente espirituales: dar a Dios toda la gloria (Deo omnis gloria), santificarse y colaborar en la Iglesia a la salvación de los hombres (Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam) y hacer que Cristo impere, con efectivo reinado, en la sociedad (Regnare Christum volumus). Su mirada se ensanchaba con el pensamiento de la actividad que realizaría el Opus Dei, «un ser con entraña divina, que dará a Dios toda la gloria y afirmará su reinado para siempre», con un despliegue universal y eficaz: «Llegará pronto la Pentecostés de la Obra de Dios… y el mundo todo oirá en todas sus lenguas las aclamaciones delirantes de los soldados del Gran Rey: —Regnare Christum volumus!»[15].
Sobre el espíritu o contenido esencial del Opus Dei señaló que podía expresarse mediante tres aspectos de la vida cristiana: la oración (Oratio), la mortificación y la penitencia (Expiatio) y la acción apostólica (Actio), que conducen a moverse en el mundo bajo el lema «¡Dios y audacia!». A esta tríada añadió lo que definía como los amores de un hijo de Dios, que también eran un fin de la Obra: Jesús, María y el Papa[16].
Respecto a la estructura jurídica que tendría la institución, revisó el derecho canónico de la Iglesia. No encontró una figura que uniese una donación plena a Dios con la secularidad completa de sus miembros. Pensó en las órdenes militares, creadas en la época de las cruzadas para la atención y defensa de los peregrinos que iban a Tierra Santa, pero luego descartó esta solución. También consideró que la expresión canónica más oportuna para las dos secciones de la Obra podía ser la de una pía unión o asociación de fieles a la que se podría adherir una hermandad de sacerdotes seculares. Y, para reforzar la idea de que los miembros del Opus Dei eran fieles corrientes, señaló que trabajarían en instituciones civiles, que no usarían signos externos particulares, como insignias o hábitos, y que serían ciudadanos como los demás en la vida social[17].
También en 1930 el fundador trazó unos esquemas organizativos. La Obra estaría compuesta por dos secciones, una para hombres y otra para mujeres, que se desarrollarían en paralelo, unidas por la cabeza. Añadió también los tipos de miembros que habría —solteros y casados, sacerdotes y laicos— y la formación que recibirían. Y, sobre las actividades de los fieles, indicó que su principal apostolado sería personal, es decir, que cada uno difundiría la doctrina de la llamada a la santidad en su lugar de trabajo y de relaciones sociales. A la vez, la Obra tendría actividades corporativas de carácter civil, dirigidas por profesionales y sujetas a la legislación de cada país. Se harían realidad mediante residencias, sanatorios, casas de retiro y en los ambientes sociales de los intelectuales, periodistas, médicos, industriales y empresarios del ocio[18].
Ante tantas ideas y desarrollos, Escrivá pensaba que sus anotaciones eran como «un germen que se parecerá al ser completo, quizá, lo mismo que un huevo al arrogante pollo que saldrá de su cáscara». Según apuntó en el verano de 1930, «me asusto de ver lo que Dios hace: yo no pensé ¡nunca! en estas Obras que el Señor inspira, tal como van concretándose. Al principio, se ve claramente una idea vaga. Después es Él quien ha hecho de aquellas sombras desdibujadas algo preciso, determinado y viable. ¡Él! Para toda su gloria». Distinguía así entre los fines y el espíritu de la Obra —que habían quedado definidos en el momento fundacional— y la estructura jurídica, el gobierno y la organización de los apostolados del Opus Dei, que se ajustarían con el tiempo y con la experiencia adquirida. La ausencia de soluciones para todos los asuntos particulares no le preocupaba demasiado porque pensaba que Dios le iluminaría «a su hora»[19].
Josemaría Escrivá, que conocía el modo de vivir el Evangelio de otras instituciones de la Iglesia, adoptó términos y prácticas de devoción tradicionales. En lo que hace referencia a la naturaleza de la Obra, al tener un sustrato original, buscó sobre todo en su oración el modo de explicar la teología subyacente. A lo largo de su vida, siempre se sintió libre para cambiar el programa de actividades de piedad cristiana de los miembros del Opus Dei, modificar las expresiones que empleaba si adquirían otro valor semántico, reelaborar los modos con los que la Obra ofrecía formación cristiana y ajustar las formas de las actividades corporativas y personales.
También desde el principio rechazó ofertas para unir la Obra y sus actividades a otras instituciones de la Iglesia. El origen carismático del Opus Dei lo alejaba de una posible agrupación, copia o disolución en las demás realidades eclesiales. En caso contrario —pensaba—, la iluminación inicial se difuminaría.
NUEVAS LUCES Y PRIMEROS SEGUIDORES
Josemaría Escrivá consideró —y así se lo corroboró su confesor, el padre Sánchez Ruiz— que el Opus Dei debía dar sus primeros pasos en Madrid, ciudad que «ha sido mi Damasco, porque aquí se han caído las escamas de los ojos de mi alma» y, reconocía, donde «he recibido mi misión»[20]. Por ese motivo, renovó los permisos de los obispos de Zaragoza y de Madrid-Alcalá para vivir en la capital española; dilató la finalización de los cursos de doctorado, que acabaría en 1935; siguió con la tesis doctoral, razón oficial por la que residía en Madrid; y buscó una ocupación pastoral más estable desde el punto de vista jurídico y económico (por ejemplo, hizo gestiones, aunque sin éxito, para ser capellán castrense, opositar a canónigo o empezar la carrera diplomática).
Don Josemaría no poseía patrimonio, contactos influyentes o prestigio social. Era un sacerdote extradiocesano que se encontraba en Madrid por motivos académicos y que residía con su familia, escasa de recursos. Más tarde lo resumiría diciendo que tenía «veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor»[21]. Estas palabras condensaban algunos elementos claves: una edad joven, que le permitía afrontar la difusión del mensaje a largo plazo, la conciencia de gozar de una ayuda particular de Dios y un carácter alegre que iba de la mano de un corazón magnánimo.
Escrivá habló de la Obra a las personas que le presentaban o que conocía en la dirección espiritual. Les mostraba un panorama evangelizador universal que consistía en llevar a Dios a la sociedad civil para transformarla desde dentro. Emprenderían esta tarea hombres y mujeres corrientes que, mediante una constante vida de oración y de penitencia personal, proclamarían la verdad de Dios en las circunstancias ordinarias del trabajo, la familia y las relaciones sociales. Ante este planteamiento grandioso, solicitaba fe en que el Opus Dei era divino —«el Señor fundó su Obra», repetía—; y confianza en él por ser el testigo de «luces» e «inspiraciones» de índole sobrenatural. Por ejemplo, cuando un estudiante le dijo una vez que el planteamiento de la Obra resultaba hermoso pero que lo veía como un sueño irrealizable, el sacerdote respondió: «Mira, esto no es una invención mía, es una voz de Dios»[22].
Aumentó de modo progresivo el número de personas con las que se relacionaba. Fomentó el trato con amigos de tiempos recientes o anteriores, como Isidoro Zorzano, con el que había estudiado en el instituto de Logroño y que en aquellas fechas trabajaba en Málaga, en los Ferrocarriles Andaluces. El 24 de agosto de 1930, Zorzano pasó por Madrid y se encontró en la calle con Escrivá. El fundador le explicó la Obra y Zorzano le pidió la admisión ese mismo día[23].
Con frecuencia, paseaba con José Romeo y sus amigos por la calle, o los acompañaba a El Sotanillo, una cafetería cercana a la Puerta de Alcalá. En esos encuentros, el sacerdote conversaba sobre todo tipo de temas, a excepción de cuestiones políticas, sobre las que prefería no pronunciarse. Alguno de esos jóvenes, como Adolfo Gómez Ruiz, estudiante de Medicina, se incorporó a la Obra; lo mismo ocurrió con un pintor llamado José Muñoz Aycuens. También conoció a más sacerdotes diocesanos. Dos de ellos, Sebastián Cirac y Lino Vea-Murguía, le manifestaron su deseo de seguirle en la Obra. Y, en un sentido más amplio, se valió del mensaje de la Obra cuando habló con los obreros y menestrales que acudían a actividades doctrinales organizadas por el Patronato de Enfermos; por ejemplo, predicó en febrero de 1930 a trabajadores en una misión que tuvo lugar en la Capilla del Obispo, junto a la parroquia de San Andrés. Ya entonces ponderaba —como escribió más tarde— que la irradiación del Opus Dei era «una gran catequesis»[24].
Cuando consideraba que una persona podía entender y vivir el espíritu de la Obra, le invitaba a meditar si era ese su camino cristiano. Confiaba en que, si la Providencia le había confiado un carisma, también le daría las personas y los medios para sacarlo adelante. Al mismo tiempo, ponía todo el esfuerzo de que era capaz, comenzando por una oración y una mortificación intensas. En cambio, no hizo actos promocionales ni publicó explicaciones sobre el Opus Dei en revistas o periódicos católicos. Pensaba que el mensaje debía expandirse uno a uno, en conversaciones entre amigos. Según anotó, «la Obra crecía para dentro, nonnata, en gestación: solo había apostolado personal»[25].
Estas circunstancias de la fundación se cruzaron con el devenir de España. En abril de 1931, se proclamó la Segunda República y el rey Alfonso XIII se exilió para evitar una guerra civil. A las pocas semanas, el cardenal primado publicó una carta pastoral en la que criticaba la nueva forma de gobierno y su proyecto laicista. Como reacción, el 11 de mayo se produjo una quema de conventos. Grupos de sindicalistas saquearon e incendiaron iglesias y conventos —en Madrid quemaron diez—, en su mayoría de religiosos. El propio Escrivá retiró aceleradamente la Eucaristía de la capilla del Patronato de Enfermos y buscó una vivienda segura para su familia.
En esos meses, el fundador intentaba cambiar de actividad pastoral. Por un lado, necesitaba un trabajo sacerdotal que le permitiese dedicar tiempo al desarrollo del Opus Dei; por otro lado, no era oportuno que buscara mujeres para el Opus Dei en la atención del confesonario del Patronato de Enfermos, pues era la casa madre de las Damas Apostólicas. Además, había tenido un desencuentro con las superioras porque no le habían secundado en su intento de promover la causa de canonización de la religiosa Mercedes Reyna.
En el verano de 1931 halló una nueva ocupación pastoral. El monasterio de clausura de Agustinas Recoletas, que formaba parte del Patronato de Santa Isabel, necesitaba un capellán. El puesto era incierto desde el punto de vista jurídico y no llevaba anejo un sueldo, suprimido por la República. Pero le convenía a Escrivá porque pasaba a depender de la jurisdicción palatina —personas y propiedades de la antigua Corona, como el Patronato de Santa Isabel—, con más estabilidad para residir en Madrid y tiempo para desarrollar la fundación. El sacerdote aceptó la colocación, aunque con sufrimiento, pues su familia pasó necesidad durante los meses siguientes.
El fundador mantuvo la costumbre de visitar a enfermos para atenderles humana y espiritualmente. Se registró en una actividad de voluntariado en el Hospital Provincial de Madrid los domingos por la tarde y acudió —solo o acompañado por estudiantes y sacerdotes amigos— a otros hospitales. En cierto sentido, acababa una etapa de visitas a los domicilios de gente pobre y comenzaba otra de atención a pacientes en los hospitales. Como escribió de sí mismo, entre los enfermos se agrandaba su «corazón de sacerdote»[26]. Además, les pedía oraciones y el ofrecimiento de sus males a Dios para que la Obra se abriera camino.
En este tiempo, el mundo interior de Escrivá crecía y la idea general sobre el Opus Dei se perfilaba. El 7 de agosto, mientras celebraba la Misa en el Patronato de Enfermos, tuvo una comprensión nueva de las palabras de Jesucristo «cuando yo sea alzado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Entendió que el cristiano se identifica con Cristo y lo hace presente en el mundo a través de las actividades que desempeña. Según un apunte de ese día, «comprendí —escribió— que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas». El trabajo aparecía de ese modo como la materia que santifican los «hombres y mujeres de Dios» y el instrumento con el que se santifican y santifican a los demás. Esta enseñanza se convirtió en una clave hermenéutica para comprender el espíritu del Opus Dei, que «se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo»[27].
Esos sucesos se entreveraban con la compleja situación política de España, que Escrivá sobrellevaba con pena por los ataques y críticas contra las personas e instituciones de la Iglesia. En octubre de 1931, las Cortes aprobaron los artículos de la nueva Constitución republicana que establecían un modelo de separación en el que las órdenes religiosas quedaban subordinadas al Estado y se les prohibía la enseñanza. Además, se disolvía la Compañía de Jesús, congregación que formaba a buena parte de las élites católicas del país.
En otoño de 1931, Josemaría Escrivá experimentó algunas inspiraciones de carácter fuertemente cristocéntrico. El 16 de octubre, mientras iba en un tranvía, sintió de repente «la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater!»[28]. Durante un rato, perdió la noción de espacio y de tiempo porque se vio inundado de la alegría de ser y de saberse hijo de Dios. A partir de entonces, señaló que el fundamento del espíritu del Opus Dei es el profundo sentido de la filiación divina.
Fomentó el trato con el Amor Misericordioso —una forma particular de devoción al Sagrado Corazón de Jesús— y vivió el camino de la infancia espiritual que había admirado en la dama apostólica Mercedes Reyna, quien tenía como lema «ocultarme y desaparecer»[29]. Escrivá sentía la presencia paternal de Dios en su alma y se veía como un niño en sus manos. En este clima espiritual, un día de la novena a la Inmaculada de 1931 escribió de un tirón una obrita que tituló Santo Rosario. El escrito, de agradable factura literaria, invita al lector a acompañar al narrador en cada una de las escenas del rosario. La contemplación de Jesús, María, José y los demás personajes del Evangelio se vierte en frases de afecto y de propósitos de mejora en la vida cristiana. El fundador pasó el manuscrito a velógrafo —una multicopista casera— y lo distribuyó entre los que se acercaban a su apostolado[30].
En 1932, profundizó en el Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle, una mujer de condición humilde —había sido costurera— que escribió diversas meditaciones de gran hondura espiritual; además, hizo el propósito de leer la Historia de un alma, de santa Teresa de Lisieux. Cuando llegó el verano de aquel año, reunió algunas anotaciones suyas, entresacadas en su mayoría de los Apuntes íntimos, e hizo una tirada mecanografiada en forma de fascículo bajo el título de Consideraciones espirituales. La publicación estaba compuesta por 246 sentencias que deseaban conducir al lector como por un plano inclinado, de modo que se planteara el llamamiento que hace Dios y la respuesta del hombre[31].
En ese curso académico 1931-1932, reunió y explicó el Opus Dei a pequeños grupos de estudiantes, en su mayoría amigos de José Romeo, a hombres de diversas profesiones u oficios manuales que atendían a enfermos en el Hospital Provincial, a mujeres —jóvenes profesionales unas y enfermas otras— que había conocido en la atención del confesonario de Santa Isabel, y a curas diocesanos con los que contactó personalmente o a través de Lino Vea-Murguía.
A partir del 22 de febrero de 1932, se reunió con los presbíteros todos los lunes para una actividad formativa. A la primera reunión acudieron cinco. El fundador deseaba que esos sacerdotes se identificaran con el espíritu de la Obra y le ayudaran a transmitirlo a los laicos. En su mayoría, estos clérigos tenían una buena preparación espiritual, mostraban cierta preocupación social y no ejercían su ministerio en parroquias sino que eran capellanes de monjas o de hospitales. Por estas razones disponían de capacidades y de tiempo para atender las actividades pastorales y formativas del Opus Dei[32].
Con las mujeres, don Josemaría encontró más dificultades. Al llegar al Patronato de Santa Isabel llevó la dirección espiritual de algunas jóvenes de la zona que se acercaron a su confesonario. Una de ellas, Carmen Cuervo, le pidió pertenecer a la Obra el 14 de febrero de 1932. Era una mujer con experiencia que había sacado una plaza de funcionaria del Estado y hablaba varios idiomas. El fundador le explicó paulatinamente el espíritu del Opus Dei. Confiaba en que, una vez que lo asimilara, sería un puntal para su difusión entre las mujeres. En los meses siguientes, solicitaron la admisión en la Obra dos enfermas crónicas —María Ignacia García Escobar y Antonia Sierra— y otras dos chicas del barrio de Santa Isabel, Modesta Cabeza y Hermógenes García. Después, otras tres más se incorporaron al Opus Dei. Cuervo, en cambio, se alejó del fundador por falta de asimilación del mensaje de la Obra, y García Escobar murió de tuberculosis[33].
En el verano de 1932, dos sucesos frenaron momentáneamente la difusión del Opus Dei. Por un lado, el sacerdote que parecía que comprendía mejor la Obra —José María Somoano— falleció el 16 de julio después de haber pasado tres días con fuertes dolores y vómitos. Las amenazas de muerte recibidas en los meses anteriores, y la virulencia de la enfermedad, apuntaban al envenenamiento por odio a la fe. Por otra parte, José Romeo y algunos amigos suyos —partidarios de la vuelta a una monarquía autoritaria, no parlamentaria— participaron en un intento de golpe de Estado, encabezado por el general Sanjurjo, el 10 de agosto. La mayoría fue a la cárcel o se exilió, por lo que don Josemaría —que no se había inmiscuido en esas actividades políticas— vio cómo se dispersaba el grupo de estudiantes que conocía[34].
Después de cuatro años, la fundación avanzaba con enorme dificultad. Escrivá no conseguía apoyos, medios económicos o un cierto número de personas que le siguieran. Pero, de acuerdo con su razonamiento, el éxito de una empresa sobrenatural no se medía con las mismas categorías que el de una iniciativa humana. Transmitía un mensaje cristiano con la conciencia de cumplir una voluntad de Dios, «un mandato imperativo de Cristo», según anotó. Y pensaba también que, de algún modo, los primeros pasos o el fracaso de la Obra dependían de su propia búsqueda de la santidad. Como le dijo al confesor, después de consultarle una exigente lista de mortificaciones corporales, «no dude en aprobar. —Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro y guía de santos»[35].
[*] Apuntes íntimos, n.º 306 (2-X-1931; mientras no se indique lo contrario, todas las cursivas de los textos citados se encuentran en el original). No tenemos notas de 1928 porque el primer cuaderno de Apuntes íntimos que se conserva comienza en marzo de 1930. Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino (edición crítico-histórica), Rialp, Madrid 2004, 3.ª ed., p. 19.
[†] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (edición crítico-histórica), Rialp, Madrid 2012, n.º 24 (entrevista realizada en 1967). Escrivá explicó durante su vida que Dios llama a todos los bautizados a la santidad. El sitio que cada uno ocupa en el mundo no modifica, aumenta o disminuye la cualidad de la vocación: «La santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas» (Ibidem, n.º 26).
[‡] PÍO XI, encíclica Rerum omnium, en AAS 15 (1923) 50. A finales del siglo XIX y principios del XX, hubo intelectuales e instituciones de la Iglesia que renovaron la teología y despertaron la conciencia cristiana. Entre los temas que abordaron figuran los estudios sobre la Biblia y los Padres de la Iglesia, la renovación litúrgica, la investigación sobre el ser y el obrar de la Iglesia y la misión de los sacerdotes seculares y de los laicos. La llamada que tienen todos los cristianos para buscar la santidad —tema que ya se encontraba en algunos autores espirituales, como san Francisco de Sales (1567-1622)— renació en este periodo entre los especialistas de ascética y mística, como Adolphe-Alfred Tanquerey, Otto Zimmermann o Crisógono de Jesús Sacramentado (cf. Vicente BOSCH, Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Palabra, Madrid 2008, pp. 33-65).
[§] Cf. Apuntes íntimos, n.º 1868 (14-VI-1948). Escrivá empezó a utilizar la traducción latina de Obra de Dios —Opus Dei— después de la Guerra Civil española, cuando tuvo que presentar unos estatutos al obispo de Madrid-Alcalá. En cambio, no aceptó que las personas de la Obra fuesen designadas por un apelativo —como pasa habitualmente con los miembros de las congregaciones religiosas— porque eran seculares, ciudadanos como los demás en la sociedad civil.
2
La academia y residencia DYA
DE ACUERDO CON LOS POSTULADOS de la Ilustración —que, en este particular, hunden sus raíces en el periodo grecorromano—, los intelectuales forman una minoría que se halla en el origen de la cultura y de la ciencia, tienen una visión de conjunto sobre la sociedad, dictan las leyes que rigen los pueblos e influyen en el pensamiento y las costumbres de los ciudadanos. En la Francia del siglo XIX, el intelectual fue un humanista —muchas veces, un escritor— vinculado al liberalismo y comprometido existencialmente con los destinos de su país. Entrados en el siglo XX, la acepción de intelectual se amplió a toda persona que participa en la comunidad universitaria, tanto a los profesores y alumnos como a los titulados. Por su parte, la Iglesia capacitaba a los intelectuales para que llevasen la doctrina cristiana a la sociedad. La jerarquía reunía a estudiantes y licenciados en la Acción Católica y en otras organizaciones, y los animaba a estar unidos en torno a partidos y publicaciones confesionales. Estas actuaciones resultaban poco eficaces en el ámbito académico porque la cultura occidental dominante en los países de Europa y América del Norte había apartado el discurso sobre Dios de la esfera pública y del ámbito intelectual. La filosofía era inmanente y la ciencia teológica —nuclear en el pensamiento de los maestros medievales— en muchos países había quedado reservada a las universidades confesionales. Bastantes catedráticos mantenían como proposición indiscutible que la razón y la fe constituían dos esferas autónomas, sin capacidad de contacto.
Desde joven, Josemaría Escrivá deseaba difundir el Evangelio en el ámbito académico. En 1927, mientras conversaba con un sacerdote amigo, «le habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando esta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles»[1]. Ante la «rebelión de las inteligencias», apuntó, hacía falta que «otros intelectuales respondan con un decidido ¡serviré! ¡Te serviré, oh, Dios!»[2].
El Opus Dei, sin embargo, no había surgido como una idea opuesta a corrientes culturales del momento, ya fuesen los planteamientos laicistas de la Institución Libre de Enseñanza, las proclamas excluyentes del socialismo o, desde un punto de vista distinto, del integrismo. Tampoco pretendía solucionar el problema de la escasa influencia de los intelectuales católicos en la sociedad civil española o internacional. El mensaje tenía una raíz carismática y conducía a identificar la propia vida con la de Jesucristo.
Para Escrivá, la Obra informaría de savia cristiana la cabeza y el corazón de quienes se acercaran a sus apostolados[3]. Luego, cada cual llevaría la doctrina católica a su respectivo lugar de trabajo —más o menos relevante— y a las demás relaciones sociales. Unido espiritualmente a Jesucristo, consciente de ser hijo de Dios, el miembro del Opus Dei daría testimonio de una vida íntegra a través del prestigio profesional, sin manifestarse —no lo era— como representante de la Iglesia.
El fundador planteó como una prioridad la difusión del Evangelio entre los intelectuales, hombres que, como dijo alguna vez recogiendo la frase de un amigo suyo, eran «la aristocracia de la inteligencia»[4], personas que buscaban el encuentro con Cristo en el ámbito de la ciencia y que aunaban la fe y la razón. Consideraba que comenzar por los intelectuales era el medio más eficaz para alcanzar todos los estratos sociales.
Esa idea se concretaba para los profesores en el logro del mejor estatus académico posible, tanto en la enseñanza superior como en la media. Ya en 1930, cuando había conversado por primera vez con quien iba a ser su confesor —el jesuita Sánchez Ruiz—, «este le habló de la necesidad de ocupar cátedras, etc., y el P. [Padre], que no se atrevía a hablarle, le dijo: “Si de esto precisamente venía a decirle”»[5]. Del mismo modo, se lo proponía a los estudiantes «para dar idea de la gravedad de la situación universitaria, pero dejando siempre muy claro que la Obra no actúa, y que son las personas las que, con su libertad personal, tratarán de acceder a la enseñanza universitaria»[6]. A los universitarios, destinados a ser los futuros rectores de la sociedad, les estimulaba para que se dedicasen intensamente al estudio: «Al que pueda ser lumbrera, no se le perdona que no lo sea»[7].
A la vez, explicaba que el mensaje de la Obra tenía un alcance universal, tanto en las personas como en el espacio y el tiempo. De modo gráfico, comentó que «de cien almas nos interesan las cien» y —añadía— que «no tenemos vocación de catedráticos sino de santos»[8]. Por eso, fomentó su contacto con personas de profesiones liberales, con obreros y con sacerdotes diocesanos[*].
EL INICIO DE LA OBRA DE SAN RAFAEL
En junio de 1932, Josemaría Escrivá pensó dar vida a una asociación confesional de estudiantes para impulsar su actividad entre los intelectuales. Este planteamiento solo duró unas semanas porque resolvió que era más acorde con el espíritu de la Obra que cada uno recibiera formación cristiana a título personal y no asociativo. Quedó así fijado que los jóvenes que reciben formación cristiana según el espíritu del Opus Dei no adquieren vínculos con la institución.
En el mes de octubre, don Josemaría acudió al convento de carmelitas de Segovia para hacer unos ejercicios espirituales. El jueves 6, mientras rezaba junto a la tumba de san Juan de la Cruz, tuvo una moción interior. Estructuraría los apostolados del Opus Dei en tres obras, que pondría bajo el patrocinio de tres arcángeles: la obra de san Rafael, para la formación cristiana de la juventud; la obra de san Miguel, para quienes recibiesen una llamada a vivir el celibato en medio del mundo; y la obra de san Gabriel, para las personas casadas o sin compromiso de celibato. A estas tres advocaciones añadió enseguida la intercesión de los apóstoles san Juan, san Pedro y san Pablo, respectivamente.
A finales de 1932, conoció a Juan Jiménez Vargas, alumno de quinto curso de Medicina. Este estudiante había recibido la fe en su familia, era de ideas tradicionalistas y pertenecía a varias asociaciones confesionales, políticas y deportivas. Después de algunas conversaciones de dirección espiritual, el 4 de enero de 1933 Jiménez Vargas solicitó a Escrivá la admisión en el Opus Dei. Un par de semanas más tarde —el 21 de enero— acudió con dos amigos de Medicina a una clase de formación cristiana que impartió el fundador de la Obra. El encuentro tuvo lugar en el asilo Porta Coeli, para niños abandonados. Al día siguiente, Jiménez Vargas y otros amigos explicaron el catecismo en un colegio para niños de escasos recursos, en el norte de Madrid. En el pensamiento de Escrivá, estas dos actividades daban inicio a la obra de san Rafael.
La economía doméstica de los Escrivá seguía con grandes dificultades. Don Josemaría pidió un préstamo bancario y trasladó a su familia a un apartamento en la calle Martínez Campos. Era una casa pequeña, pero, a diferencia del domicilio anterior, le permitía reunirse con personas que deseaban conversar sobre la vida cristiana, de modo particular con los estudiantes que iban por las tardes. En algunas ocasiones, la madre de don Josemaría los invitaba a merendar. Y, antes de que regresaran a sus casas, el fundador les comentaba el pasaje del Evangelio leído en la Misa del día.
En la primavera de 1933, el sacerdote propuso a los primeros seguidores en la Obra que vivieran diariamente un programa de prácticas o normas de piedad cristiana, un plan de vida. Este programa, que sumaba unas dos horas diarias, era semejante al que se aconsejaba a un presbítero secular o a un laico devoto. Incluía un rato de oración mental, Misa y Comunión, visita al Santísimo, rezo del rosario y del ángelus, lectura del Evangelio y de un libro de carácter espiritual y exámenes de conciencia. Escrivá les explicó que cada uno debía realizarlo a lo largo de la jornada, acomodando el horario a sus obligaciones profesionales y sociales.
Como el apostolado con los estudiantes crecía de modo progresivo —nueve iban a las clases de formación cristiana en el asilo de Porta Coeli y un grupo algo más numeroso a su casa—, don Josemaría consideró que había llegado el momento de buscar una sede propia. Ya en el verano de 1932 había solicitado asesoramiento a algunos sacerdotes conocidos, como Pedro Poveda, fundador de las teresianas. Al final, se decidió a abrir una academia universitaria. Parecía una fórmula adecuada, pues los estudiantes españoles tenían que aprobar uno o varios exámenes de ingreso en las facultades y escuelas superiores y, como los colegios de secundaria no los habían preparado para superar esas pruebas, muchos acudían a una academia; en otros casos, iban a las academias para recibir ayuda suplementaria para una materia concreta de la universidad.
En el verano de 1933 diseñó el proyecto de una academia compuesta por dos realidades. Por una parte, sería una institución que ofrecería cursos de preparación para el ingreso en las facultades y escuelas superiores y clases suplementarias de las asignaturas de las carreras universitarias; contaría además con los profesores necesarios y con una buena biblioteca. Por otra parte, la academia ofrecería formación cristiana a quien lo deseara. Con palabras del fundador, las academias impulsadas por la Obra serían «un medio de captación de intelectuales para el apostolado seglar, y un instrumento para la formación de los nuestros que hayan de ir a cátedras oficiales, pero nunca un fin de la O. [Obra], que informará el espíritu de quienes dirijan esas academias»[9]. En esas sedes, por tanto, los universitarios («intelectuales») se acercarían a la fe mediante el conocimiento de la doctrina cristiana, que, a su vez, transmitirían a los amigos («apostolado seglar»); al mismo tiempo, se daría formación cristiana a los miembros de la Obra que se preparaban para trabajar en la universidad.
Dentro del proyecto, aparecía la idea de la excelencia académica. Ante la dicotomía que se presentaba en España entre la enseñanza estatal y la confesional —de modo particular, en la educación primaria y media—, Escrivá consideraba que su mensaje se dirigía a católicos que trabajaban en centros oficiales del Estado. Su presencia en el ámbito público les abriría en abanico, sin quedarse atrincherados en instituciones católicas. Pocos católicos propugnaban esta idea —uno de ellos, su amigo Pedro Poveda—, pues la mayoría consideraba que era más oportuno que los católicos estuviesen unidos en estructuras educativas, comunicativas y políticas confesionales.
Después de una larga búsqueda, en noviembre de 1933 los miembros de la Obra encontraron un pequeño apartamento disponible en la calle Luchana, 33. Una vez alquilado, hicieron las oportunas gestiones administrativas, buscaron profesores y lo amueblaron. En la Navidad, el fundador les dijo que la academia se llamaría DYA. De modo oficial, las siglas significaban Derecho y Arquitectura porque la academia prepararía estudiantes para el ingreso en esas carreras u otras con asignaturas comunes. Ahora bien, para los miembros de la Obra y los que conocían sus actividades, DYA era también la abreviatura de Dios y Audacia.
La academia DYA abrió sus puertas el 15 de enero de 1934. Escrivá nombró director de la iniciativa a Ricardo Fernández Vallespín, un estudiante de último año de Arquitectura que acababa de pedir la admisión en el Opus Dei. El pago mensual del piso corrió a cargo de dos miembros de la Obra, Isidoro Zorzano y José María González Barredo —quienes aportaron parte de su sueldo—, y de algunos amigos.
Durante ese año, DYA tuvo un desarrollo pequeño desde el punto de vista académico, pues se había abierto a mediados de curso y no hubo tiempo para promocionarla. El propio Fernández Vallespín dio clases de preparación para el ingreso en Arquitectura y otros profesores impartieron lecciones de Latín y de Apologética. En cambio, la transmisión del espíritu del Opus Dei se operó a ritmo acelerado, sobre todo en la primavera de 1934. Un centenar de estudiantes conoció las actividades que se organizaban en la academia, treinta participaron en las clases de formación cristiana y siete pidieron la admisión en la Obra.
Los universitarios que acudieron a la academia procedían de familias católicas y habían recibido la doctrina cristiana en parroquias y en colegios de religiosos, algo que se manifestaba en sus modos de pensar y de obrar. En muchos casos, se acercaban asiduamente a los sacramentos y vivían prácticas de piedad cristiana. Estaban matriculados en diversas facultades y escuelas superiores —Medicina, Derecho, Arquitectura e Ingenierías— y militaban en varias asociaciones estudiantiles y políticas; algunos deseaban que regresara la monarquía a España y otros propugnaban una república que fuese respetuosa con la Iglesia.
De modo individual, don Josemaría les explicó a través de la dirección espiritual el mensaje del Opus Dei; de modo colectivo pudieron mejorar su vida cristiana con las clases de formación, los retiros mensuales —organizados en la iglesia de los redentoristas, cercana a la calle Luchana—, las catequesis de preparación para la primera comunión y las visitas a enfermos. Además de libros de espiritualidad clásicos, como la Historia de la Sagrada Pasión, del padre Luis de la Palma, Escrivá les dio para la meditación sus publicaciones: Santo Rosario y Consideraciones Espirituales. En el caso de las Consideraciones, las había aumentado hasta sobrepasar los cuatrocientos puntos.
El fundador se reunió semanalmente en la academia con los miembros del Opus Dei para el acompañamiento espiritual de cada uno y para tener un encuentro semanal con todos, al que denominó emendatio y, poco después, círculo breve. El objetivo del círculo era el conocimiento, con ejemplos prácticos, del espíritu del Opus Dei. Escrivá les decía que el sentido de sus vidas estaba radicado en la unión con Dios; que eran libres para adoptar sus propias resoluciones en temas de carácter político y cultural que, por su misma naturaleza, admiten distintas opiniones; y que, dado el carácter secular —no clerical— del Opus Dei, debían vivir su dedicación a Dios con naturalidad y sobriedad, sin particulares manifestaciones exteriores en el vestir o en el hablar.
Con respecto a las mujeres, en la primavera de 1934 el fundador contaba con nueve que habían pedido la admisión. Durante un trimestre las reunió semanalmente para explicarles todo el espíritu del Opus Dei. Esta experiencia concluyó porque la familia de una de ellas dificultó los encuentros. Según parece, el problema fue que, de acuerdo con el ambiente sociocultural de la época, resultaba difícil comprender que una mujer tuviera una vocación de celibato en medio del mundo; por entonces, el celibato femenino estaba concebido como una realidad propia de las congregaciones religiosas, tanto las de clausura como las dedicadas a la enseñanza y a la atención de enfermos. Por esta dificultad, y porque pensaba que debía seguir especialmente la atención pastoral de los hombres, más numerosa, Josemaría Escrivá de Balaguer solicitó al sacerdote Lino Vea-Murguía que diese charlas de formación a esas mujeres, y que atendiese sus confesiones junto con Norberto Rodríguez. Mientras, ellas se reunían en un ropero en el que confeccionaban y distribuían prendas de vestir a niños y familias necesitadas.
En esa época creció el sentido de paternidad en Josemaría Escrivá. El 11 de marzo de 1934 les dijo a los miembros de la Obra que era preferible que le llamasen Padre, en vez de don Josemaría, porque esa expresión definía su misión en el Opus Dei. También les rogó que se preocuparan unos por otros, con cariño, pues una característica esencial del espíritu del Opus Dei era que formaban una familia espiritual cristiana.
Consideró, que, en poco tiempo, sus hijos espirituales se irían a otros lugares para difundir la Obra y, por tanto, ya no estarían a su lado. Para recordarles ideas permanentes, que recogían las inspiraciones fundacionales, y modos prácticos de buscar la santidad y ejercer el apostolado, que podían servir como experiencia para el futuro, redactó dos documentos. Tituló el primero Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios. En ese escrito, fechado el 19 de marzo de 1934, señalaba que el Opus Dei era un querer divino, que Dios llamaba a cada uno a la Obra y que la respuesta de los interesados debía estar permeada de un amor dispuesto a cualquier sacrificio. Escrivá indicaba allí que la Obra no se uniría a otras instituciones eclesiales como, por ejemplo, la Acción Católica —participación de los laicos en el apostolado jerárquico—, debido a su origen carismático[10].
El segundo documento fue la Instrucción sobre el modo de hacer el proselitismo, del 1 de abril. El fundador reflexionaba en ese escrito sobre la naturaleza de la entrega a Dios en el Opus Dei y sobre el modo de explicarla a quienes podían seguir ese camino cristiano[†].
LA RESIDENCIA DYA
Los planteamientos emprendedores de Escrivá sorprendían a sus hijos espirituales. Nada más inaugurar la academia, en enero de 1934, les dijo que en el siguiente curso académico, que comenzaba en octubre, pensaba abrir una residencia de estudiantes. Este cambio permitiría ofrecer doctrina cristiana y explicación del contenido del Opus Dei de modo más sistemático, contar con una capilla —un oratorio, como le gustaba decir, pues era un espacio para orar a Dios, un lugar de encuentro personal con Jesucristo— y ser la vivienda de algunos miembros de la Obra, empezando por él mismo[11].
En el verano de 1934, encontraron tres apartamentos que estaban en alquiler en la calle Ferraz, 50. El lugar parecía adecuado porque estaba a poca distancia de la Ciudad Universitaria, que se construía por entonces en el noroeste de la capital. El 12 de septiembre, el director de la residencia, Ricardo Fernández Vallespín, firmó el contrato de alquiler de los locales.
Los miembros de la Obra consiguieron los reglamentos de otras residencias y elaboraron uno propio. Comenzaba así: «Pretende esta Residencia dar a los estudiantes una eficaz formación religiosa, profesional y física»[12]. Contrataron a un administrador y a cuatro personas que trabajaban en el servicio de la casa: dos camareros —criados, en la terminología de entonces—, un cocinero y un botones encargado de pequeños recados. La ropa de cama y del comedor para los futuros veinticinco residentes se compró con un crédito. Y para la adquisición de muebles decidieron pedir el pago por adelantado de la primera mensualidad a cada residente. Pero, como no les dio tiempo para hacer promoción, cuando inició el curso académico se presentó solo un estudiante. Comenzaba así un año académico que estuvo plagado de trompicones económicos.
Don Josemaría rogó a su madre y hermanos que destinaran a la residencia DYA parte del importe de la venta de unas fincas que habían heredado en Fonz, Huesca. La familia accedió, a pesar de que era la única propiedad con que contaba. Además, el fundador solicitó dinero a fondo perdido a personas pudientes de Madrid. Y, para intensificar su oración a Dios, en diciembre de 1934 nombró intercesor para los asuntos económicos de la Obra a san Nicolás de Bari, obispo del siglo IV que gozaba de devoción para cuestiones monetarias porque había atendido a las necesidades materiales de los pobres de su diócesis.
El 21 de febrero de 1935, don Lino Vea-Murguía le dijo que cerrase la residencia, pues las deudas eran irresolubles. Después de escucharle, don Josemaría reunió en DYA a tres laicos de la Obra —Juan Jiménez Vargas, Ricardo Fernández Vallespín y Manuel Sainz de los Terreros— y les comunicó que desde ese momento formaban parte del Consejo de la Obra, al que también pertenecían Isidoro Zorzano y José María González Barredo, quienes trabajaban fuera de Madrid; el Consejo sería un órgano consultivo que le ayudaría en su tarea de gobierno de la Obra. En esa ocasión, les preguntó su opinión sobre la difícil situación económica que atravesaban. Todos ratificaron la idea de continuar con el proyecto DYA. Dejaron el apartamento donde estaba la academia y continuaron con el alquiler de los dos de la residencia, que habilitaron también para actividades docentes[13].
La medida fue suficiente para evitar la quiebra de DYA. Además, Josemaría Escrivá recibió dinero proveniente de la venta de tierras de su familia y tuvieron nuevas solicitudes de plaza en la residencia, con el correspondiente incremento de ingresos.
Este suceso demostraba que los sacerdotes a los que Escrivá explicaba el mensaje de la Obra desde febrero de 1932 no creían que el Opus Dei saldría adelante —les costaba aceptar su origen sobrenatural— o quizá no se fiaban de él como fundador. Por este motivo, suspendió las reuniones formativas con los presbíteros diocesanos, aunque mantuvo la amistad con cada uno. Además, resolvió que, por el momento, solo habría sacerdotes del Opus Dei salidos de las filas de los laicos.
En cambio, a medida que pasaron los meses, aumentó el número de jóvenes que acudía a la residencia para estudiar, hacer un rato de oración ante la Eucaristía, recibir clases de formación cristiana y colaborar en las catequesis de niños y las visitas a personas necesitadas, a «los pobres de la Virgen», como decía Escrivá. Durante el curso académico, más de ciento cincuenta personas —estudiantes y licenciados— pasaron por la residencia para asistir a alguna actividad formativa. La mitad participó en las clases de san Rafael y siete pidieron al fundador seguirle en la Obra. Cuando llegó el verano, solicitaron la admisión Álvaro del Portillo y José María Hernández Garnica, estudiantes de Ingeniería[14].
Durante esos meses, el fundador redactó un nuevo escrito titulado Instrucción sobre la obra de San Rafael, que lleva fecha de 9 de enero de 1935. La línea de fuerza de esta instrucción radica en el carácter espiritual y familiar de este apostolado, instrumento formativo que conduce a la juventud al encuentro con Cristo —«Si no hacéis de los chicos hombres de oración, habréis perdido el tiempo»[15], anotó— y al servicio a los demás.
El siguiente año escolar, 1935-1936, se inició con un intenso ritmo. Las plazas de la casa estaban ocupadas desde el principio, algo que solucionaba los problemas económicos. La residencia reforzó su identidad propia, con las tertulias culturales, celebración de fiestas y aniversarios, y actividades académicas y deportivas. Una característica singular fue que no se permitía hablar de política en las reuniones colectivas, pues, además de ser un tema polémico por la tensa situación social que atravesaba el país, don Josemaría quería que nadie se sintiera cohibido por sus opiniones personales. Algunos hombres de la Obra que habían tenido una vida política activa, como Jiménez Vargas, redujeron su participación política para dedicar más tiempo a la difusión del Opus Dei.
DYA fue el escaparate con el que Escrivá explicó la Obra a las autoridades eclesiásticas. Como era un lugar en el que se ofrecía doctrina cristiana, informó con frecuencia al obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo Garay, a través del vicario general, Francisco Morán. El vicario no comprendió del todo la entraña secular de la Obra. Pero apoyó a Escrivá porque era uno de los pocos sacerdotes que realizaba un trabajo pastoral de relieve con universitarios; por ejemplo, en diciembre de 1934 le facilitó que fuese nombrado rector del patronato de Santa Isabel. Por entonces, tanto el obispado como el propio Escrivá consideraban que, dado el desarrollo incipiente de la Obra, todavía no había llegado el momento de que recibiese una aprobación jurídica en la Iglesia[16].
Desde el punto de vista de la transmisión del mensaje del Opus Dei, la formación cristiana que se daba en DYA estaba sostenida por tres pilares. El primero era una intensa vida espiritual. Don Josemaría decía a los estudiantes que no podían contentarse con una religiosidad cultural recibida. La relación con un Dios que era Padre debía ser personal, de tú a tú, y se tenía que cuidar con delicadeza. Ese era el clima adecuado para agrandar la amistad con Cristo y aceptar su voluntad. Como formas concretas de piedad, animaba a dedicar un rato a la oración mental ante la Eucaristía, asistir entre semana a Misa y rezar el rosario.
El segundo pilar era el estudio. Escrivá lo situaba al mismo nivel de exigencia que la relación con Dios, algo que llamaba la atención de los jóvenes. Les decía que pasar las horas necesarias delante de los libros era su trabajo profesional. El estudio, el conocimiento de las materias, la asistencia a clase y la preparación de los exámenes constituían una obligación grave, es decir, un deber moral. A través del estudio se santificaban y hacían presente a Dios en sus vidas. Escrivá añadía que la forma más eficaz de llevar el Evangelio a la sociedad en el ámbito académico consistía en que cursaran bien su carrera. Le dolía que algunos estudiantes católicos, que podían influir en la universidad y en la sociedad, se dedicaran a tareas apostólicas ajenas que les apartaban del deber profesional: «Considerar cómo los enemigos de la idea cristiana se ayudan en el terreno profesional y, con más o menos fundamento intelectual —a menudo, con menos—, aparecen en la cúspide de las actividades científicas. En cambio, se inutiliza el talento de muchos jóvenes católicos de valía, apartándolos de su labor cultural y haciéndoles perder el tiempo, con secretarías y presidencias de juntas y juntillas, y con propagandas: hoy, dar una conferencia; mañana, escribir un artículo. Cosas admirables, pero que nada tienen que ver con su formación profesional»[17].
El tercer pilar lo componía la apertura a los demás. Si a DYA se acudía por invitación, se regresaba por amistad. Unos amigos invitaron a otros a conocer a don Josemaría porque resultaba atrayente y creaba un clima alegre que facilitaba la confidencia. El fundador les explicó que un cristiano no puede limitar sus contactos a los más allegados, ni tampoco formar grupos cerrados o capillitas, como se decía en la época. El mensaje del Evangelio está abierto a los amigos y conocidos en el lugar de trabajo y en las relaciones sociales, tanto públicas como privadas. Del mismo modo, estimulaba a esmerarse con las personas necesitadas o desfavorecidas, como los niños y los enfermos.
Esta tríada —relación con Dios, estudio y convivencia— no era estrictamente novedosa para los jóvenes católicos que escuchaban a Escrivá. La originalidad se encontraba en que les invitaba a dar sentido pleno a sus vidas, pues Dios les llamaba a «materializar la vida espiritual», alejando «como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas»[18]. Era una idea que plasmaba más con el ejemplo que con la palabra.
A quien se mostraba interesado, don Josemaría le invitaba a formar parte del Opus Dei. En ese momento, buscaba hombres y mujeres que se comprometieran a vivir el celibato. Quería formar un grupo de personas que, además de tener una específica llamada de Dios, estuviese disponible para extender el Opus Dei y dirigir sus actividades; una vez que hubiese creado este primer núcleo —la obra de san Miguel—, el Opus Dei se difundiría entre todo tipo de personas, casadas o solteras, de los más diversos ambientes sociales.
Hasta 1934, la incorporación al Opus Dei se hizo de palabra. Ese año, alguno de los sacerdotes que estaban en la Obra comentó que debían manifestar su pertenencia a la institución de algún modo. Escrivá adoptó una doble resolución. Por un lado, la incorporación al Opus Dei se haría mediante una breve ceremonia que incluía una declaración de entrega plena a Dios, sin vínculos sagrados, y que se haría en tres momentos, llamados admisión, oblación o incorporación temporal, y fidelidad o incorporación definitiva[‡]. Por otro lado, en un acto separado del anterior, cada uno expresaría su vínculo espiritual con la emisión de los votos privados de pobreza, obediencia y castidad, de acuerdo con el espíritu del Opus Dei; este procedimiento, acorde con la tradición teológica y canónica, no afectaba a la secularidad de los miembros de la Obra, que se comprometían ante Dios a vivir esas virtudes en medio de lo corriente de la vida[19].
En DYA también hubo actividades para licenciados, algunos casados. Ya en 1934, los llamados Amigos de DYA habían acudido a la residencia los sábados por la tarde para tener encuentros en los que, por turnos, uno de ellos daba una conferencia de su especialidad. Durante el curso 1935-1936, el proyecto se amplió con una asociación profesional y civil —la Sociedad de Colaboración Intelectual (SOCOIN)— que, de acuerdo con la legislación vigente, daba cobertura legal a las actividades culturales y formativas de DYA. Los miembros de esta sociedad —algo más de una veintena— se reunieron semanalmente en la residencia. Con esta asociación Escrivá pensaba que tenía en marcha la primera actividad de la obra de san Gabriel.
La sociabilidad que creaba Escrivá reflejaba algunas de las características del estilo familiar del Opus Dei. Muchos domingos por la mañana predicaba una meditación a los miembros de la Obra; luego, desayunaban juntos y se reunían para que el fundador les comentara algún aspecto del espíritu del Opus Dei. Por ejemplo, les decía que la plenitud de vida cristiana —en su caso, la entrega plena a Dios en medio del mundo— era la misma que en los tiempos apostólicos, inmersos en las realidades normales, como expuso en una carta a un conocido: «Tengo muchas ganas de ver a V. [usted] y contarle la vida heroica de mis chicos. Hay bastantes que viven las virtudes de pobreza, castidad y obediencia: pasan desapercibidos, y son levadura»[20]. En otro momento, se refirió a esos estudiantes como «apóstoles con cuello duro», hombres que vivían «con plenitud la vida de los primeros cristianos, para luchar en el mundo, contra el mundo, con las armas del mundo, sacando del cogollo de la juventud universitaria los campeones de Dios, para recristianizar el pensamiento universal»[21].
En febrero de 1936 hubo elecciones generales en España. Por un margen relativamente pequeño ganó el Frente Popular, compuesto por partidos de izquierdas republicanas, socialistas y comunistas. La vida social se enturbió. En Madrid surgió el pistolerismo, con asesinatos y actos de violencia continuos entre extremistas de derecha y de izquierda. Uno de los residentes de DYA, Alberto Ortega, de 20 años, fue detenido y condenado a 25 años de prisión por el presunto asesinato de un policía. Don Josemaría pidió a sus amigos que lo atendieran en la cárcel; en la residencia, en cambio, mantuvo el criterio de que no se hablara de política en las reuniones colectivas.
Cuando llegó la primavera, el fundador contaba con 21 hombres de la Obra, conocidos en su mayoría gracias a la residencia DYA. En cambio, solo había cinco mujeres, pues, a diferencia de los hombres, no había conseguido una que fuese directora de las demás y no contaba con un local. Don Josemaría rezaba y pedía oraciones a personas conocidas porque consideraba que los números eran pequeños pero suficientes para salir a otras ciudades. Concretamente, preparaba a dos grupos para abrir, después del verano, residencias de estudiantes en Valencia y París; además, buscaba con sus hijos una nueva sede para DYA en Madrid, pues la que tenían en la calle Ferraz, 50 se les había quedado pequeña.
Josemaría Escrivá había pedido a Isidoro Zorzano y a otros tres miembros de la Obra que crearan una sociedad económica de carácter civil. Fomento de Estudios Superiores (FES) se había constituido en noviembre de 1935 con el fin de colaborar en la formación cultural y profesional de los estudiantes mediante la adquisición de inmuebles. El 16 de junio de 1936, FES compró la propiedad del edificio de la calle Ferraz, 16, valorada en 400 000 pesetas, para que fuese la sede definitiva de la residencia de estudiantes. A continuación —del 1 al 13 de julio— los miembros de la Obra trasladaron el mobiliario a esta nueva sede de DYA.
Concluía así un curso académico en el que más de 190 personas habían asistido a alguna actividad formativa en DYA. 20 eran residentes, 144 estudiantes que vivían con sus parientes o en pensiones, y 23 licenciados; pertenecían a numerosas organizaciones católicas, sobre todo a la Acción Católica y a asociaciones académicas y deportivas; algunos estaban afiliados a agrupaciones políticas que no lesionaban los derechos de la Iglesia —identificadas casi todas con la derecha— y otros no se definían políticamente. Ninguno presentía el abismo en el que iba a caer el país.
[*] Comenzar por los intelectuales para llegar a todas las personas fue la orientación que adoptó Escrivá. Por ejemplo, en un apunte de 1940 se cuenta que el fundador visitó al obispo de Barcelona, quien, «comprendiendo todo, [comentó] que “la universidad no era más que el punto de partida”» (Relación del viaje a Barcelona, 31-III a 2-IV-1940, en AGP, serie A.2, 47-2-2). Esta fórmula de difusión del mensaje se ha mantenido hasta el presente. Los Estatutos del Opus Dei señalan que «la Prelatura busca trabajar con todas sus fuerzas para que personas de todas las condiciones y estados de la sociedad civil, y en primer lugar los denominados intelectuales, se adhieran de todo corazón a los preceptos de Cristo Nuestro Señor» (Codex iuris particularis Operis Dei, 1982, n.º 2 §2).
[†] En los años treinta del siglo pasado, la palabra proselitismo no tenía la actual connotación desfavorable de ganar adeptos forzando la conciencia y manipulando la libertad de la persona. Escrivá lo entendía como el anuncio de Cristo, la incorporación de nuevos fieles a la Iglesia y la solicitud por acercar a los conocidos al Opus Dei con libertad, sin coacciones. Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino (edición crítico-histórica), o. c., pp. 892-893, nt. 4; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, “Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización”, 3-XII-2007, nt. 49. Como se generalizó la acepción negativa, Mons. Javier Echevarría sugirió que se usasen vocablos alternativos al proselitismo que expresaran el contenido positivo original (cf. Aviso general, 104/16 [6-XII-2016], en AGP, serie E.1.3 y Q.1.3).
[‡] En buena medida, esos nombres provenían del ámbito académico y civil. Escrivá buscaba diferenciarse de la terminología de las órdenes religiosas, en las que las etapas de adscripción se realizan con el noviciado, la profesión temporal y la profesión perpetua. Cf. Apuntes íntimos, n.º 278 (10-IX-1931).
3
La Guerra Civil española
EL 17 Y 18 DE JULIO DE 1936, una parte del ejército español dio un golpe de Estado. La sublevación se marcó como objetivo el restablecimiento de la unidad territorial y el orden público, fuertemente resquebrajado desde meses antes. Pero, dado que el alzamiento militar solo triunfó en algunas regiones, el país quedó dividido en dos mitades durante los siguientes tres años: una, bajo control gubernamental, y otra en poder de los militares sublevados.
LA ESPAÑA REPUBLICANA
En julio de 1936, el fundador y los miembros de la Obra que residían en Madrid estaban acondicionando la nueva sede de la residencia DYA, en la calle Ferraz, 16[1]. Frente a la vivienda se encontraba el Cuartel de la Montaña, que se sublevó contra la República. El lunes 20, las fuerzas policiales, los militares leales al Ejecutivo y grupos de milicianos asaltaron el cuartel. Tras sofocar la rebelión militar, Madrid quedó en manos republicanas.
El Gobierno entregó armamento a miembros de los partidos y sindicatos que formaban la coalición del Frente Popular. De inmediato, se desató un proceso revolucionario, abanderado por milicianos socialistas, comunistas y anarquistas. Un propósito común de esos grupos fue el uso de la violencia e, incluso, la eliminación física y la confiscación de los bienes de los militares no republicanos, de las personas de alto nivel económico y del clero. Los comités y tribunales revolucionarios interrogaron y asesinaron sin juicio previo a miles de personas. En el caso del clero, de los dos mil sacerdotes que residían en Madrid, 306 seculares y 398 religiosos —un tercio del total— fueron asesinados, casi todos entre julio y noviembre de 1936.
Ante una represión tan encarnizada y sistemática, el fundador y los jóvenes que pertenecían a la Obra buscaron refugio en los domicilios de sus respectivos parientes. El hecho de ser sacerdote, declararse católico o mostrarse ajeno a las ideas del Frente Popular era motivo suficiente para ser detenido y fusilado. En cambio, ninguno estaba en peligro por el hecho de pertenecer al Opus Dei, pues, salvo en ambientes católicos de la Universidad de Madrid, la institución no tenía aún relevancia pública.
Durante los primeros tres meses de guerra, Josemaría Escrivá se escondió en ocho casas distintas de amigos y parientes de miembros de la Obra. Cambió de domicilio con frecuencia porque los milicianos practicaban continuos registros en busca de los que consideraban enemigos del movimiento revolucionario. En estos traslados le acompañó siempre Juan Jiménez Vargas, que se había fijado como objetivo salvar la vida del fundador del Opus Dei.
El 7 de octubre, Jiménez Vargas condujo a Escrivá a un sanatorio psiquiátrico privado. El lugar era más seguro y estable que los pisos de familiares y amigos. Pero presentaba el inconveniente de que el fundador quedaba incomunicado con el resto de sus hijos espirituales y que debía aparentar ante el personal sanitario un trastorno mental.
Los demás miembros de la Obra que estaban en Madrid permanecieron en sus domicilios o en los de gente conocida. Con el paso del tiempo, los milicianos detuvieron a cuatro de ellos —José María Hernández Garnica, Juan Jiménez Vargas, Álvaro del Portillo y Manuel Sainz de los Terreros— y los encarcelaron.
Noviembre de 1936 marcó un hito en la Guerra Civil española. El líder de los militares sublevados, el general Francisco Franco, condujo a sus tropas hasta el oeste de Madrid. Si entraba en la ciudad, la contienda se pondría a favor del llamado bando nacional de modo casi definitivo. Después de tres semanas de intensos combates, el ejército republicano, ayudado por los combatientes de otros países —las Brigadas Internacionales— rechazó el ataque. Franco estableció en aquella parte de Madrid un frente permanente y dirigió los combates del norte peninsular.
Aquel mes representó también el ápice de la violencia en la retaguardia republicana. Unos dos mil quinientos hombres presos en las cárceles de Madrid acabaron fusilados en Paracuellos del Jarama, un pueblo al este de la ciudad. Para mitigar el escándalo de esta acción represiva ante la opinión pública internacional y para centralizar el poder, el Gobierno sustituyó a los milicianos por funcionarios de prisiones en las cárceles y liberó a quienes no habían cometido delitos. En el caso de los miembros de la Obra, en el mes de enero fueron puestos en libertad Jiménez Vargas, Sainz de los Terreros y Del Portillo. En cambio, Hernández Garnica fue condenado a ocho meses de prisión porque le encontraron una hoja a favor de un partido de derechas.
Hasta ese momento, don Josemaría Escrivá se había escondido, al igual que sus hijos espirituales, con la esperanza de que el conflicto armado acabaría pronto. Pero, al haberse estabilizado el frente de guerra al oeste de Madrid, parecía probable que la contienda armada durase mucho tiempo. Por otra parte, la situación en la zona republicana no permitía la organización y el desarrollo del Opus Dei. Aunque los asesinatos debidos a motivos religiosos disminuyeron a partir de diciembre de 1936, el culto público estaba prohibido, los sacerdotes seguían ocultos, los fieles no recibían los sacramentos y muchas iglesias habían sido destruidas. En cambio, en el lado nacional la Iglesia gozaba de libertad de movimientos. Por estos motivos, Escrivá decidió que debía pasarse a la otra zona con los demás miembros de la Obra.
Desde hacía meses, el cuerpo diplomático acreditado en España ofrecía asilo a quienes se sentían perseguidos. A principios de 1937, el número de refugiados en Madrid superaba las diez mil personas, hecho sin precedentes en la diplomacia internacional. Los jefes de las diversas misiones diplomáticas negociaron con el Gobierno republicano la evacuación de sus asilados; Argentina, por ejemplo, evacuó a trescientos ciudadanos. Cuando los miembros de la Obra supieron estos detalles, intentaron unirse a alguna expedición de refugiados. Para conseguirlo, hacía falta pedir asilo en una embajada o consulado.
Gracias a la mediación de un amigo, en febrero de 1937 José María González Barredo fue acogido en el consulado de Honduras, que estaba en el centro de Madrid, en el paseo de la Castellana. Después, entraron Josemaría Escrivá y su hermano Santiago, Juan Jiménez Vargas, Álvaro del Portillo y Eduardo Alastrué. Además, otro miembro de la Obra, Vicente Rodríguez Casado, se refugió en la legación de Noruega.
La presencia de Escrivá y de sus acompañantes en el consulado de Honduras se alargó más de lo previsto. Durante cinco meses y medio —del 13 de marzo al 31 de agosto— sufrieron grandes penurias por el hacinamiento y la insuficiente alimentación. 30 personas vivían en la residencia del cónsul, pensada para una o dos familias. La situación mejoró relativamente en mayo, cuando los miembros de la Obra fueron trasladados a una pequeña habitación para ellos solos. Allí, el fundador celebró la Misa, predicó meditaciones y animó a mantener la fe y la esperanza[2].
Don Josemaría pasó entonces por un tiempo de purificación interior. Con frecuencia, rogaba a Dios que sus hijos espirituales sobrevivieran a la guerra y conservaran firme su llamada al Opus Dei. A los miembros de la Obra les pedía que fomentasen el trato personal con Dios y mantuviesen contacto epistolar. Él mismo envió numerosas cartas a los que se encontraban fuera del consulado, tanto en Madrid como en otros lugares de la España republicana.
En estas circunstancias hubo una singular incorporación al Opus Dei. El fundador consiguió contactar por carta con un miembro de la Obra, Miguel Fisac. Para superar la censura, envió las misivas a su hermana Dolores. Ya en la primera carta, don Josemaría invitó a Dolores a incorporarse al Opus Dei, aunque no la conocía personalmente. Después de un tiempo de meditación, en agosto Dolores le dijo que estaba dispuesta. Fue la única mujer que pidió la admisión en la zona republicana durante la Guerra Civil[3].
Josemaría Escrivá consultó algunos asuntos sobre la marcha del Opus Dei con los que le acompañaban en el consulado, sobre todo con Juan Jiménez Vargas, al que consideraba su probable sucesor. Insistió en tres temas: el final de las gestiones para que fuesen evacuados por vía diplomática, la reclamación ante el Gobierno de la República de una indemnización por los daños que había infligido un comité anarquista a las instalaciones de la residencia DYA, y la oración para que su madre y su hermana atendieran la residencia DYA al acabar la guerra, de modo que diesen un ambiente familiar a la casa. Las dos primeras gestiones no salieron adelante, a pesar de que Isidoro Zorzano hizo todo lo posible.
Con el tiempo se convencieron de que la evacuación por vía diplomática no era factible; la República de Honduras había reconocido al régimen de Franco y, por tanto, su representación en la zona republicana no tenía capacidad de negociación con el Gobierno español. Zorzano intentó entonces, aunque sin éxito, sumar a Escrivá y a los miembros de la Obra a los planes de evacuación de otras sedes diplomáticas. Ante tanta dificultad, el fundador resolvió que pasarían a la zona nacional por sus propios medios y que él sería el último en irse.
Entre los meses de agosto y septiembre, don Josemaría, su hermano Santiago y Juan Jiménez Vargas dejaron el consulado de Honduras provistos de documentación falsa del Frente Popular. Una vez en la calle, desarrolló una actividad ministerial clandestina con jóvenes de la Obra y conocidos. Predicó a cinco jóvenes un peculiar curso de retiro espiritual, pues, para evitar posibles registros policiales, cada meditación sobre la vida de Jesucristo tuvo lugar en un apartamento distinto.
A principios de octubre de 1937, Jiménez Vargas convenció a Escrivá para que se fuera de la zona republicana, aunque quedaran algunos miembros de la Obra atrás. Organizada la expedición, el grupo se encontró en Barcelona un mes después. Lo componían Josemaría Escrivá, Juan Jiménez Vargas, José María Albareda, Pedro Casciaro, Francisco Botella, Miguel Fisac, Manuel Sainz de los Terreros y Tomás Alvira. Todos eran del Opus Dei salvo Alvira, a quien el fundador le dijo que, como tenía vocación matrimonial, le recibiría en la Obra cuando pudiera contar con personas casadas.
La fuga de la España republicana se efectuó a través del Pirineo, cordillera montañosa que separa la península ibérica del resto de Europa. Desde Barcelona, la expedición se trasladó hasta Peramola, un pueblo del norte de la provincia de Lérida. El 21 de noviembre, durmieron en unos locales anejos a una iglesia saqueada por los milicianos, en el término de la Baronía de Rialp. Esa noche, Escrivá sufrió una gran zozobra porque creía que la voluntad de Dios era que permaneciera en la zona republicana hasta que no quedase allí ningún hijo suyo. A la mañana siguiente, movido por la incertidumbre y contra su conducta habitual, solicitó una señal del Cielo; concretamente, pensó «en una flor o adorno de madera de los desaparecidos retablos»[4]. Entró de nuevo en la iglesia y, en el suelo, en un sitio por donde ya había pasado la jornada anterior, encontró una rosa de madera estofada. Se llenó de alegría porque entendió que Dios le indicaba que siguiera adelante.
Después de unos días de espera emboscados en una cabaña, unos guías les sacaron de la zona republicana. Durante cinco noches caminaron 87 kilómetros con un desnivel acumulado de 5800 metros. El 2 de diciembre llegaron al Principado de Andorra, un pequeño país ubicado entre España y Francia. Allí descansaron y, en cuanto lo permitió la nieve, viajaron en autobús, por el sur francés, hasta la España nacional. En la zona republicana permanecieron hasta el final de la contienda Isidoro Zorzano —que se movía con cierta libertad por haber nacido en Argentina— y otros miembros de la Obra y parientes, entre ellos la madre y los hermanos del fundador. Todos soportaron el duro final de la guerra, marcado por la carestía de alimentos y de otras materias primas.
LA ZONA SUBLEVADA
Casi todos los miembros del Opus Dei —también el fundador— estuvieron muy cerca de sufrir una muerte violenta en el bando republicano. Cuando llegaron a la zona nacional se encontraron con una situación completamente diferente. La Iglesia gozaba de libertad de culto y el régimen del general Franco era confesional. Incluso la Santa Sede, en mayo de 1938, reconoció por vía diplomática al Gobierno de la parte sublevada. Como la mayoría de los católicos españoles, las personas de la Obra eran favorables al triunfo del ejército rebelde. En su caso —había ocurrido lo mismo durante la Segunda República—, la difusión del mensaje del Opus Dei marcaba sus prioridades.
Josemaría Escrivá y sus acompañantes llegaron a la otra zona de España el 11 de diciembre de 1937; horas antes, el sacerdote había celebrado la Misa en el santuario de Lourdes. Los jóvenes de la Obra se incorporaron al ejército porque estaban en edad militar. Por su parte, Escrivá se fue a Pamplona, invitado por el obispo de la diócesis, para descansar unos días. Aprovechó la estancia en el palacio episcopal para hacer unos ejercicios espirituales a solas.
El 8 de enero se trasladó a Burgos, sede de algunos departamentos administrativos del Gobierno. Escrivá consideró que, por su centralidad geográfica y por ser un nudo de comunicaciones, era la ciudad más adecuada para reorganizar las actividades de la Obra. Allí podría recibir a los antiguos estudiantes de DYA cuando dispusieran de permisos, pues casi todos estaban militarizados. En esos primeros días de estancia burgalesa redactó una carta circular para los miembros del Opus Dei. En la misiva, que lleva fecha de 9 de enero de 1938, les aseguraba su cercanía y subrayaba algunas ideas: cultivar la relación con Dios mediante el plan de vida, incrementar el cariño a la Obra y acercar a Dios a las personas conocidas[5].
Aunque deseaba alojarse en una casa que le permitiese acoger a invitados, Escrivá se tuvo que contentar con el alquiler de un cuarto pequeño en una pensión. Le acompañaron José María Albareda, Pedro Casciaro y Francisco Botella. En cambio, no consiguió que permaneciese con él quien más le había ayudado hasta el momento: Juan Jiménez Vargas. Destinado en el frente de guerra de Teruel, a centenares de kilómetros de Burgos, Jiménez Vargas no recibía permisos militares porque era oficial médico.
El fundador del Opus Dei escribió en esos días al obispo de Madrid-Alcalá, Mons. Eijo Garay: «Sigo, cumpliendo mi vocación particular, en el apostolado con jóvenes universitarios y catedráticos»[6]. Visitó también al vicario general de esa diócesis, Francisco Morán, que residía en Salamanca. Con estos contactos —y con las oportunas licencias ministeriales del obispo de Burgos— reanudó su tarea pastoral.
Quienes vivían con él —Casciaro y Botella, sobre todo— observaron que Escrivá practicaba una intensa penitencia, con disciplinas y ayunos. Además, siguieron con cierta inquietud la enfermedad que padeció durante semanas, con fiebre, dolor de garganta y expectoraciones de sangre. Temían que fuese un proceso tuberculoso, pero el médico le diagnosticó finalmente una faringitis crónica. Esos jóvenes de la Obra, en cambio, no advirtieron toda la riqueza de la oración del fundador. Jiménez Vargas fue el destinatario de algunas cartas con profundas confidencias espirituales: «He descubierto un Mediterráneo: la Llaga Santísima de la mano derecha de mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que Él me dé el verdadero Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones»[7].
Para contactar con personas conocidas, Escrivá se hizo con un salvoconducto que le permitió moverse por la zona nacional. Visitó, uno a uno, a sus hijos espirituales, se reunió con estudiantes de la época de la residencia DYA, envió cartas a los que se encontraban desparramados por el territorio peninsular, elaboró una publicación casera en la que se daban noticias de unos y otros y, en la medida en que lo permitían las circunstancias, se carteó con sus hijos y con su familia en Madrid. Además, explicó el Opus Dei a varios obispos españoles que pasaban por Burgos o los visitó en sus propias diócesis. Preparaba de este modo el desarrollo de la Obra cuando finalizara el conflicto armado.
En Burgos, contactó con Amparo Rodríguez Casado, hermana de Vicente, un joven de la Obra. Amparo pidió la admisión en el Opus Dei. Junto con su madre, ayudó al fundador elaborando lienzos y ornamentos litúrgicos —era una actividad típica entre mujeres piadosas de la época— que se usarían en los oratorios de la Obra después de la contienda militar. A este taller de costura casero se unieron algunas mujeres más, a las que don Josemaría dio charlas de formación cristiana. Según Amparo, «las clases trataban de vida interior, con aplicaciones prácticas para mejorar la conducta personal»; por ejemplo, en la vida social debían actuar «con naturalidad, yendo a la moda, elegantes, con discreción pero sin ñoñería»[8].
El fundador aumentó los textos de su libro Consideraciones espirituales, hasta llegar a los 999 puntos, número elegido en honor a la Trinidad divina. Meses más tarde, decidió que lo titularía Camino. Además, preparó una tesis doctoral en Derecho; este proyecto, que venía de lejos, se había postergado por la fundación de la Obra y el estallido de la guerra. Escogió como tema la jurisdicción exenta de que habían gozado durante siglos las abadesas de Las Huelgas Reales, un monasterio de clausura localizado a las afueras de Burgos. Por otra parte, en agosto y septiembre predicó sendas tandas de ejercicios espirituales a religiosas y a sacerdotes de la diócesis de Vitoria. Y, a finales de septiembre, hizo sus ejercicios en el monasterio de Silos.
El 12 de octubre tuvo la alegría de ver a Álvaro del Portillo, Eduardo Alastrué y Vicente Rodríguez Casado. Estos miembros de la Obra se habían alistado en el ejército republicano dos meses antes. Destinados en la misma unidad, en el frente de guerra, cruzaron las líneas enemigas. Del Portillo se quedó durante un tiempo en un campamento militar cercano a Burgos para recibir instrucción castrense. Escrivá conversó largamente con él sobre la Obra y, con el pasar de las semanas, se convenció de que era la persona idónea para ayudarle en el gobierno del Opus Dei. En esa época lo denominó Saxum —Roca— en sus cartas porque lo consideraba un apoyo firme.
El fundador deseaba regresar a Madrid en cuanto fuera posible para recomenzar las actividades interrumpidas con la guerra. Mientras llegaba ese momento, puso empeño en recoger objetos que pudieran ser de utilidad. Por ejemplo, el grupo de mujeres a las que atendía confeccionó más ornamentos y ropa de altar para el futuro oratorio; recibió de una persona conocida un sagrario; con la ayuda de Albareda, solicitó libros para la biblioteca de la residencia DYA a catedráticos de varios países europeos; y guardó alimentos para llevar a Madrid, donde sufrían gran escasez.
En noviembre de 1938, el ejército sublevado ganó una larga batalla en el cauce bajo del río Ebro. Exhausta, la República no tenía más potencia militar para ganar la guerra. Solo quedaba saber si la contienda acabaría con la rendición incondicional, como quería el general Franco, o mediante un acuerdo, como pretendía una parte del Gobierno republicano.
El 9 de enero de 1939, Escrivá redactó una nueva carta circular para los miembros del Opus Dei con el fin de hacer balance y plantear los tiempos venideros. Indicó que la palabra «optimismo» resumía su pensamiento y les animó a permanecer unidos: «No veo más que un obstáculo imponente: vuestra falta de filiación y vuestra falta de fraternidad, si alguna vez se dieran en nuestra familia»[9]. Semanas más tarde —el 24 de marzo—, escribió una tercera circular. Ante la inminente perspectiva del regreso a Madrid, insistió en que estuviesen alegres, pues había llegado el tiempo de recomenzar y expandirse a otros países: «Sembrad, pues: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha. Pero sembrad generosamente… Así, ¡el mundo!»[10].
Don Josemaría entró en Madrid el 28 de marzo de 1939 en un camión militar. La gente le besaba un crucifijo que llevaba en la mano porque era el primer sacerdote que veían con sotana desde el inicio del conflicto. De inmediato, se reunió con su madre, sus hermanos y los miembros de la Obra que estaban en la ciudad.
Cuatro días más tarde, concluía la Guerra Civil española. Llegaba el momento de reconstruir un país consumido después de tres años de enfrentamientos armados. 300 000 personas habían fallecido, 250 000 estaban encerradas en campos de concentración o encarceladas y 500 000 se habían exiliado. La Iglesia católica, que volvía a recuperar la libertad de culto, también debía recomponer su estructura, maltrecha tanto en el clero como en los edificios. Además, era grande la demanda pastoral en las parroquias y en las tareas educativas, benéficas y sociales que regentaba.
En el caso del Opus Dei, el fundador soñaba con extender el mensaje recibido un decenio antes. Contaba con un puñado de hombres y mujeres, la mayoría menores de treinta años, curtidos después de la dura prueba de la Guerra Civil y dispuestos a cumplir su misión. Doce eran hombres: Isidoro Zorzano, Juan Jiménez Vargas, José María González Barredo, Ricardo Fernández Vallespín, Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica, Pedro Casciaro, Francisco Botella, Eduardo Alastrué, Vicente Rodríguez Casado, Miguel Fisac y Rafael Calvo Serer. Respecto a las mujeres, solo le seguían Dolores Fisac y Amparo Rodríguez Casado, que habían pedido la admisión durante el conflicto. A estas personas se sumaban los cuarenta o cincuenta estudiantes y profesionales que tenían dirección espiritual con él, más amigos y conocidos. Dos jóvenes del Opus Dei —Jacinto Valentín y José María Isasa— habían muerto durante el conflicto y otros siete habían dejado la Obra. Además, la sede de la residencia DYA estaba destruida por las bombas. De algún modo, este era el saldo de una institución de la Iglesia que se disponía a comenzar una nueva página de su historia.