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PRÓLOGO

SOLTANDO LASTRE

Edgar Allan Poe (1809-1849) se alza en la historia de la literatura como una de esas figuras que, siendo mucho, son más de lo que son porque en ellas no apreciamos sólo los logros individualmente alcanzados sino la fecundidad en autores y movimientos posteriores cuya trayectoria ya no podemos distinguir de su estímulo. Su huella es doble y enorme, y lo rescata de una única novela y de los ensayos con los que se ganó el sustento en el periodismo. Como narrador, Poe es el precursor de los relatos de terror, de tema científico y policíacos que en la segunda mitad de su siglo se desarrollaron, creando modelos e incluso géneros; como poeta tuvo una enorme influencia en otros tres de otra lengua, el francés, que lo auparon a antecedente de ese segundo Romanticismo: el Simbolismo. Haber suscitado ese interés y admiración en Mallarmé, Baudelaire y Valéry ya dice mucho de su carácter excéntrico en la tradición angloamericana. Por más que William Carlos Williams, Hart Crane o el primer T. S. Eliot vieran puntos de interés en este poeta que ya se definía a sí mismo como “americano” (de los EEUU) en ese siglo de la gran poesía de Inglaterra (que no llega a abarcar cien años, pues va de 1798, fecha de publicación de Baladas líricas a 1892, año en que muere Tennyson), la alargada sombra de Poe llega sobre todo a Europa (también Fernando Pessoa lo tradujo) y al Río de la Plata (no sólo en Borges, sino en sus traductores Cortázar y Obligado y en Lugones y otros antes).

Como escribió Juan Eduardo Cirlot, Poe “nos habló tan larga y tristemente de la muerte, dándole a la vez tantos rodeos, y mostrándola en tan dolientes e inauditos aspectos (metamorfosis, resurrecciones totales o parciales)” que ocupa un lugar único. Sólo Nerval se le acerca en esto. Él mismo cultivó como nadie el que consideraba el tema supremo: la muerte de una mujer hermosa. Y compuso algunos poemas de añoranza y pérdida (pienso en “El cuervo” o “Annabel Lee”) que forman ya parte del repertorio vivo y memorable de infinidad de lectores, y no únicamente de los textos originales sino también de sus traducciones a prácticamente todas las lenguas. Las adaptaciones al cómic y al cine no han escaseado. También ha habido recreaciones en verso, como el poema “El cuervo” que Luis Alberto de Cuenca incluyó en su libro de 2010 El reino blanco. Y es que como el propio Luis Alberto ha afirmado en su siguiente entrega, Cuaderno de vacaciones (2014), nada importa el posible solipsismo, el alcoholismo, el cúmulo de defectos de Poe. “Sí importa, en cambio —por citar tres casos / de directos discípulos de Poe—, / que Melville inventara Moby Dick / a partir de la extraña criatura blanquísima / que clausura el relato de Arturo Gordon Pym, / o que las pesadillas de Lovecraft se forjaran / sobre las de Edgar, o que Baudelaire / tradujera al francés su prosa en cinco entregas / que lo harían famoso en toda Europa. / ¡Larga vida al psicópata de Boston!”.

Pero vamos ya a este libro, escrito por un poeta de una generación posterior a Luis Alberto: José Manuel Benítez Ariza. Y me interesa destacar de este su estatus de poeta, su estatura poética, pues este trabajo con el que Benítez Ariza ha alcanzado el arduo título de doctor se beneficia no solo del rigor filológico del profesor gaditano, sino de la intuición de un fino poeta que es asimismo traductor excelente, como demuestra al trasladar en verso castellano un puñado de composiciones exentas y fragmentos de los poemas extensos de Poe: “Tamerlán” (1827) y “Al Aaraaf” (1829), que como se ve por sus fechas fueron obras de juventud. Dos fracasos que Benítez Ariza disecciona y muestra también en sus triunfos, aportando las claves de las fuentes que Poe enseguida hace manantiales propios. Muy atinadamente habla aquí de Byron y de ese amigo suyo hoy poco conocido fuera de Irlanda: el Thomas Moore autor, además de la impagable colección de melodías irlandesas a las que puso la letra del romanticismo, de una obra de inspiración arábiga que tuvo peso en “Al Aaraaf” y que, me pregunto ahora y lo sugiero a vuelapluma, quizá estuviera también revoloteando en el ánimo de Yeats al componer su poema, también relativamente extenso, sobre Harum Al-Rashid en La torre (1928).

Sobre el carácter fallido de estos dos poemas tempranos cabe asumir el juicio de Auden sobre la poesía de Poe, que es la falta de tiempo que la persigue: tiempo libre para componer versos desatendiendo tareas más apremiantes y necesarias para la supervivencia, pero también falta de tiempo como falta de sazón, de madurez, pues a pesar de la superchería que difundió el propio Poe sobre la datación de sus ejercicios poéticos, no son poemas precozmente infantiles sino juveniles, pero faltos aún de experiencia y decantación. En esa página de Auden, que sabía lo que es escribir reseñas por encargo, leemos: “La mayor dificultad de Poe como poeta estriba en el contraste entre los muchos problemas y experimentos poéticos que le interesaban y el tiempo que podía dedicarle a cada uno. Para que el resultado responda a la intención (…), el escritor tiene que ejercitar la mano en una continua práctica. El prosista que ha de ganarse la vida con su oficio posee una ventaja: que en el constante aprendizaje de su oficio, incluso el trabajo puramente alimenticio le resulta útil; por desgracia, no hay un ejercicio parecido a disposición de los poetas sin dinero.”

Ha hecho bien Benítez Ariza, porque conviene a un autor como Poe y fomenta el estímulo de nuestra curiosidad, en fundamentar su libro en una búsqueda o quest, pesquisa que se dirige a establecer “en qué punto o tramo de la obra del poeta, narrador, ensayista (…) puede documentarse ese matiz diferencial respecto al Romanticismo propiamente dicho que lo convierte en precursor de los movimientos estéticos subsiguientes”. Y ahonda en ese aspecto de tanta enjundia como es la falta de fiabilidad del narrador (tan caro a James) y las mistificaciones de Poe, sus hoaxes (que Benítez Ariza como buen escritor no duda en traducir con voces sabrosas y rotundas como “embeleco” y, sobre todo, “camelo”, más las “amplias tragaderas” del público), con páginas plenas de interés acerca de Eureka y las travesías en globo, que relaciona con “Al Aaraaf”. Algunas de las páginas más hermosas que se hayan escrito sobre globos en nuestra lengua, por cierto, las firmó Álvaro Cunqueiro a propósito del aerostato que para la festividad de san Roque alza su gozoso milagro en Betanzos (el lector interesado puede homenajearse a sí mismo buscando esas páginas de El pasajero en Galicia).

Benítez Ariza narra con plasticidad el episodio de la lectura calamitosa del 16 de octubre de 1845 en Boston, y hurga, sin ser eso lo que más le importe, en los recovecos de la compleja mentalidad de Poe, en los motivos que éste pudo haber tenido para “reventar” el acto. Y desempolva materiales poco conocidos como una reseña de T. S. Eliot en la que el de Missouri declaraba esto que sigue pareciendo hoy válido: “Poe es tanto la reductio ad absurdum como la culminación del movimiento [romántico].” Al superar el Romanticismo, Poe suelta un lastre que permite elevarse al globo de su poesía.

Como quedó expuesto arriba, en Benítez Ariza Poe gana a uno de sus más dotados traductores. Lo demuestra el apéndice con, entre otros, los versos 198-213 de “Al Aaraaf” o los logradísimos “Romance” o “Soneto: Silencio”. En ellos el verso discurre como verso: rítmico, elaborado, en tensión.

Y acabo ya. Me doy cuenta de que este apresurado prólogo se acerca más a una reseña entusiasta que a una introducción o prefacio. Sirva de disculpa el ansia, aguzada por la satisfacción de haberlo leído en galeradas, de ver ya publicado este libro; la ilusión (y si el lector lo está leyendo es porque se ha cumplido) de que ya pueden disfrutarlo otros.

Antonio Rivero Taravillo

Dublín, 16 de octubre de 2014


Sonnet—To Science Manuel Martín Morgado, 2014

Un sueño dentro de otro.

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