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Mirando hacia atrás sin ira

Llega un momento en que el peso de los años se hace harto difícil de asumir. No me resulta cómodo, a estas alturas de mi vida, reconocer que he cumplido ochenta y tres años. Se acumulan las goteras, las flaquezas agobiantes, la merma creciente de los recursos. Mis fuerzas ya no son tan resistentes como antes, flaquean. Hay que reconocer que los años pesan. Para hallar consuelo, me digo a mí mismo que eso es ley de vida.

Pero estas consideraciones no me han librado de caer enfermo y de ingresar en el hospital. También esto debe ser ley de vida. La permanencia prolongada en una cama de hospital ha propiciado que yo pueda pensar, que pueda volver la vista atrás, que pueda mirar mi pasado desde estos años míos de ancianidad, que pueda interpretar esos años, que intente descifrar su sentido desde la madurez y la serena sensatez que regala la edad. Ahí estoy. En el invierno crudo logroñés, desde la cama blanca de un hospital, devanándome los sesos, dando vueltas en mi cabeza, para interpretar lo que ha sido mi vida; intentando desentrañar, desde la policromía de mis avatares vividos, el sentido que ha venido cuajando y dando forma a mis vivencias, a toda mi experiencia.

Porque, mirando hacia atrás, mi vida es una policromía de acontecimientos. Mi ruptura con los dominicos marcó un hito importante. A partir de ese momento comencé a percibir como si un borrón negro hubiera manchado mis años, como si en mi vida se hubiera creado un muro enorme que partía mi existencia en dos, como si ese muro dividiera mi vida en un antes y un después. A partir de ahí surgieron experiencias inolvidables, imborrables: el descubrimiento inapreciable de mi esposa María Dolores, el nacimiento de mis dos hijos José Carlos y Manuel Eugenio, mi primer encuentro con una dolencia grave del corazón que me obligó a someterme a una intervención quirúrgica importante, mi primer puesto de trabajo al incorporarme a la biblioteca de la incipiente Universidad de La Rioja, mi providencial descubrimiento de la Comunidad de la Esperanza, una comunidad de base, popular, donde, con mi mujer, pudimos vivir intensamente la fe y celebrar a Jesucristo en la Eucaristía.

Durante este tiempo he podido ir afrontando el rechazo o la desconfianza que la presencia de un sacerdote secularizado provoca en mucha gente. Sobre todo en gente de bien, personas piadosas, sacerdotes devotos, viejos conocidos que, desde mi secularización, pasan de largo y hacen como si no me conocieran. Todo esto no deja de suscitar en mi cabeza pensamientos locos, divagaciones y sospechas de haber cometido, con mi decisión, un verdadero desaguisado. Sin que uno llegue a darse cuenta, poco a poco estos pensamientos llegan a hacer mella en el corazón, a crear incluso una mala conciencia.

Pero el paso de los años ha ido clarificando los acontecimientos y poniendo cada cosa en su sitio. Es cierto también que los cambios históricos y sociales ocurridos durante estos últimos años, especialmente en la vida de la Iglesia y en España, ha ido creando nuevos escenarios y nuevas plataformas culturales, y nuevos estilos de vida. Estas transformaciones sociales han ido configurando en nosotros nuevos modos de pensar, nuevos parámetros de valoración, nuevas visiones y nuevos criterios. Lo que en otro momento generó graves escándalos y severas reprobaciones, poco a poco ha ido perdiendo fuelle. La actitud hostil, recriminatoria y poco indulgente que, en aquel momento, pudimos experimentar y sufrir los secularizados ha ido transformándose en actitudes comprensivas y gratamente acogedoras.

A veces comento con mis amigos dominicos que ahora me siendo más dominico que antes. Y es verdad. Aunque no acaben de creérselo. Mis amigos de la comunidad de la Esperanza de Logroño, por otra parte, que me conocen bien y saben mucho de mis aficiones y querencias, comentan con sorna mi debilidad por los dominicos y mi incombustible fidelidad a la orden dominicana. Incluso mi mujer María Dolores, que podría apreciar en mi apego a los dominicos algo así como una cierta deslealtad matrimonial, jamás ha caído en esa tentación. Ella misma comparte conmigo la misma simpatía y el mismo cariño por los dominicos.

Para completar esta reflexión me complace comentar el interés que, desde hace años, vengo manteniendo por incrementar mis colaboraciones científicas en revistas de la Orden, como Teología Espiritual y Escritos del Vedat. Incluso este interés por colaborar en instituciones dirigidas por los dominicos me ha llevado a publicar varios libros en la Editorial San Esteban y en Edibesa. Todo ello ha hecho que me sienta, desde fuera, muy dominico. La verdad es que los frailes, por su parte, cuando lo he solicitado, me han abierto las puertas de sus conventos ofreciéndome una calurosa y fraterna hospitalidad, haciéndose extensible a mi mujer y a mis hijos.

Se dice que el tiempo acaba siempre poniendo las cosas en su sitio. Es verdad. Aunque yo no estoy tan seguro de que esta recolocación sea solo obra del tiempo. Hay otros ingredientes que contribuyen a que las cosas y los acontecimientos se ubiquen en el sitio que les toca. Por eso, vistas a distancia, las peripecias y avatares de mi vida ofrecen una imagen nueva, otro color. Veo estos acontecimientos, no como una carrera de obstáculos a superar, sino como un rosario de hitos, hilvanados como un proceso en creciente desarrollo, hasta constituir una línea coherente, progresiva y enriquecedora.

Así estoy interpretando, en esa visión providencialista, experiencias personales tan significativas como mi matrimonio con María Dolores en 1986; la operación quirúrgica de coronarias, a corazón abierto, a que me sometí en la Clínica Universitaria de Pamplona en el 1988; mis sufridas peripecias en busca de trabajo hasta mi incorporación en 1986 a la Escuela Universitaria de Empresariales de Logroño como ayudante de biblioteca; mis sucesivos y tenaces intentos por medrar en mi puesto de trabajo, participando activamente en concursos de oposición y en ofertas de promoción interna, hasta hacerme cargo del Servicio de Publicaciones de la ya constituida Universidad de La Rioja. Mis anhelos quedan colmados pudiendo actuar como docente universitario, al impartir varios cursos fronterizos entre fe y cultura, en el marco del Departamento de Humanidades de la Universidad de La Rioja, como profesor invitado, por mi condición de Doctor en Teología.

No voy a desgranar ahora las idas y venidas del acontecer de mi vida diaria. No es el momento ni entra en mi proyecto. Mi interés ahora se centra en subrayar que la visión de mis vicisitudes pasadas, desde la atalaya que levantan mis años y mis canas, no es en absoluto una visión derrotista y de censura; todo ha ido acaeciendo en una sucesión lineal coherente y positiva. Sería un error pensar que los aconteceres que hilvanan mis días solo son la pena que estoy pagando por haber cometido el atropello de abandonar el ejercicio del ministerio sacerdotal. No ha sido así. Porque las cosas que han ido sucediendo, contempladas no aisladamente sino en su conjunto, son una verdadera bendición de Dios, una acogida positiva por parte de Dios que ha dicho sí a mis decisiones más osadas y determinantes. En esta progresiva sucesión de acontecimientos unos han venido a confirmar y dar crédito a los anteriores. Pero esto se aprecia solo al contemplar las cosas a distancia, con perspectiva, desde la serenidad y la madurez de los años. Por eso digo que el tiempo ofrece la posibilidad de ver el pasado con otro color.

Hay que aclarar ahora por qué los años permiten contemplar el pasado con ojos nuevos, con una visión clarificadora y positiva, con una mirada complaciente y ajustada. Esto lo debo explicar. Pienso que en este caso ocurre algo parecido a lo que nos pasa cuando decimos que el misterio de Jesús lo desciframos e interpretamos desde la Pascua.

Aquí ocurre lo mismo que pensamos cuando decimos que los árboles no nos dejan ver el bosque. Así es. Las cosas que nos pasan en la vida solo tienen sentido cuando las vemos en perspectiva, dentro de la cadena de avatares que la configuran. Cuando contemplamos los acontecimientos de nuestro pasado aisladamente los vemos chatos, insignificantes, sin sentido. Solo cuando los relacionamos con el conjunto adquieren su razón de ser, su sentido. El contexto y la relación dan sentido a las cosas, nos da la clave de interpretación; les quita el color desvaído de indefinición y de ambigüedad que les da el aislamiento.

Mi vida, sin recato

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