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A la guerra en cohete

Paradójicamente, los buenos tiempos de la vfr coincidieron con el inicio de la crisis económica que recorrió todo el globo tras la caída de la bolsa de Wall Street en octubre de 1929, sólo que ese espejismo no podía durar mucho. En poco tiempo, la sociedad vio cómo de manera irremediable disminuía en picado la cantidad de sus socios. Poco a poco, desde la segunda mitad de 1931, fue arrastrando una existencia cada vez más penosa y alejada de la gloria de antaño hasta que hubo de suspender sus actividades y disolverse en septiembre de 1934. En sentido estricto, la vfr sólo contaba con dos miembros activos en ese momento, Rudolf Nebel y Klaus Riedel, porque el más joven de todos, Wernher von Braun, estaba trabajando para el Ejército desde hacía un par de años, cuando le vinieron a buscar personalmente.

Pero; ¿qué interés podían tener los militares en unos simples aficionados por los cohetes? Pues está bien claro. El Ejército tenía dinero, instalaciones y un buen motivo para estudiarlos: eludir el Tratado de Versalles. Alemania quería reorganizar sus fuerzas armadas, pero se encontraba maniatada por el nefasto tratado. Hasta que no se librara para siempre de él, debería seguir respetándolo, aunque sólo fuera en apariencia. Entretanto, aplicándolo en su sentido más literal, se podría conseguir la mayor efectividad dentro de la más estricta legalidad. De hecho, pocos años después de su firma quedó de manifiesto que, efectivamente, aplicado de manera estricta, no era más que un plato de sopa lleno de agujeros. Ateniéndose a lo especificado en él, y leyendo entre líneas, consiguieron reconstruir sus fuerzas armadas con tan increíble rapidez y maestría que se convirtieron en las mejores del mundo al cabo de muy pocos años.

A Alemania se le había prohibido tener y diseñar aviones de caza y bombarderos. Pero ningún artículo del tratado les impedía construir aviones de pasajeros a los que bastaba con retirar las butacas para colocar bancos en los que acomodar paracaidistas o instalar dispositivos lanzabombas; o aviones de enseñanza que en pocos minutos de trabajo podían equiparse con ametralladoras. Sus mayores buques de guerra no podían exceder las 10.000 toneladas, pero los ingenieros germanos se las arreglaron para construir los cruceros de batalla más rápidos y mejor armados de la época, aunque en realidad se pasaron «un poco» de esa incómoda limitación de desplazamiento. Y, cómo no, el Ejército de Tierra tenía totalmente vetado el uso de cañones y carros de combate pero, ¿quién podía ser capaz de imaginarse el desarrollo que iba a tener la cohetería en las futuras décadas? Bueno, quizás Oberth y Nebel quienes habían hablado o escrito a menudo sobre los cohetes como arma... pero nadie más.

Como los cohetes podían resultar interesantes para eludir esas molestas cláusulas sobre el Ejército, el coronel de artillería Karl Emil Becker, que había colaborado en algunos experimentos de balística con el ingeniero Carl Julius Cranz, decidió en 1929 seguir de cerca el desarrollo de estos ingenios y encargó a un grupo de sus jóvenes oficiales (el recién graduado en ingeniería mecánica capitán Walter Dornberger, el ayudante personal de Becker, capitán Ritter von Horstig, y el también capitán Leo Zanssen), formar el embrión del programa de cohetes del Ejército alemán que debía evaluar sus posibilidades reales en el terreno militar. El 17 de diciembre de 1930, Dornberger se hizo cargo de controlar y dirigir cualquier investigación sobre cohetes de combustible líquido que llevaran a cabo los militares. Las instrucciones de Becker eran tan simples como claras: desarrollar en instalaciones militares, y en el máximo secreto, un cohete de combustible líquido cuyo alcance superara al de cualquier cañón y que pudiera ser construido por la industria del momento. El Ejército, con un más que modesto presupuesto de 5.000 marcos, instaló un centro de experimentación en el campo de tiro de Kummersdorf-West, en Berlín, ensayándose allí algunos ingenios de combustible sólido, aunque ambos oficiales no apartaron la vista de los experimentos que llevaba a cabo la vfr en el Raketenflugplatz.

En la primavera de 1932, al percatarse de la crisis de la agonizante asociación, Nebel envió un informe al coronel Becker sobre los beneficios del cohete como arma de artillería en espera de que el Ejército les diera fondos para seguir con las actividades de la vfr. El coronel, que ya conocía de sobras las ventajas que podían proporcionar los cohetes a las fuerzas armadas, vio la oportunidad de meter baza de manera descarada en el asunto y, con Dornberger y el mayor Ritter von Horstig, se presentó en el Raketenflugplatz, vestido de paisano, para ver de cerca cómo trabajaban esos entusiastas aficionados. Tras comprobar la precariedad de los instrumentos que usaban y de ver una extensa colección de motores, cohetes e ideas, pero no datos transcendentales (como, por ejemplo, curvas de empuje, consumos de combustibles, temperaturas internas y otros datos elementales porque no sabían o no podían recoger semejante información al tratarse de aficionados mal equipados), el grupo de militares se marchó bastante decepcionado. A pesar de ello, el 23 de abril de 1932 la pequeña comitiva volvió al Raketenflugplatz y ofreció la suma de 1.367 marcos a la asociación para renovar su material y construir y lanzar desde Kummersdorf un cohete que alcanzara los 3.000 metros de altitud y lanzara una bengala roja para permitir su seguimiento con instrumentos del Ejército. Una soleada mañana de julio, el grupo de la vfr se presentó en Kummersdorf en donde se reunieron con Dornberger. Los entusiastas aficionados se quedaron boquiabiertos ante el despliegue de instrumental y equipos del Ejército para la prueba, algunos de los cuales ni siquiera sabían que existían, y a media tarde estaba todo ya listo para el lanzamiento. Por desgracia, el ensayo no fue todo lo satisfactoria que se podía esperar. Tras elevarse y alcanzar una altitud de 60 metros, el cohete describió una espléndida trayectoria... horizontal, hasta que se estrelló sin ni siquiera poder abrir el paracaídas. Fue un vuelo tan decepcionante y quedó tan por debajo de las expectativas de Becker, que éste se negó rotundamente a pagar un solo marco de lo acordado porque el cohete no llegaba ni a cumplir los mínimos exigidos en el contrato. El fracaso, no obstante, despertó en von Braun la madera de líder que pronto acabaría mostrando en toda su magnitud y, tras recoger toda la documentación que pudo sobre las investigaciones de la vfr, se presentó en el despacho de Becker. El viejo coronel quedó impresionado por el joven y accedió a prestar dinero a la asociación, siempre y cuando realizaran sus experimentos en terrenos militares, por razones de secretismo y medidas de seguridad. También se prestó, aprovechando su posición de científico y profesor de la universidad, a servir de tutor de von Braun que por entonces preparaba su tesis doctoral sobre propulsión de cohetes. El acuerdo no era del agrado ni de Nebel ni de Riedel, pero von Braun aceptó y el 1 de octubre de 1932 empezó a trabajar para la Wehrmacht. La primavera anterior, von Braun había recibido su licenciatura en ingeniería aeronáutica en el Instituto de Tecnología de Charlottenburg. Con él trabajarían otros miembros de la vfr como Arthur Rudolph, Walter Riedel y Heinrich Grünow.


Anuncio de un lanzamiento de la vfr en el Raketenflugplatz de Berlín.

El primer problema a resolver iba a ser la financiación, por supuesto. Y conseguir material para sus estudios y trabajos en una época de gran recesión económica como era ese inicio de los años treinta en Alemania no era nada fácil. Incluso se toparon con el divertido caso de que muchas de las cosas que solicitaban estaban catalogadas como «secreto» y, por tanto, debían recurrir a estratagemas lingüísticas para pedir incluso un sacapuntas («dispositivo en forma de molinillo para afilar puntas de madera de diez milímetros de diámetro») o una máquina de escribir («instrumento para grabación de datos con cinta rotatoria»). Para entonces, los nazis ya estaban en el poder y la investigación sobre cohetes no tardaría en convertirse en algo secreto, muy secreto. La Gestapo ya se había ocupado de que todo lo que tuviera que ver con los cohetes fuera máximo secreto y «disuadió» de seguir con sus investigaciones privadas a varios investigadores, incluidos Nebel y Klaus Riedel. Seguramente, la policía secreta del régimen nazi no andaría muy lejos de los continuos problemas que los dos investigadores se habían encontrado en el Raketenflugplatz y las presiones que recibían de las autoridades para desalojar la instalación. Con motivo del primer aniversario del campo de pruebas, la ufa grabó un documental. Para la ocasión, se procedió al lanzamiento de un cohete Repulsor que, por desgracia, perdió el rumbo y fue a estrellarse contra una cochera de la policía, incendiándolo por culpa del combustible remanente en el cohete. El reportaje, sin censuras y quizás con cierto regusto a venganza por parte de la ufa por el fiasco de su cohete dos años atrás, se emitió en los cines de todo Berlín con el despreciativo título de Aquellos locos en Tegel y esas imágenes de un potente cohete explotando y convirtiéndose en una bola de fuego y llamas a la vuelta de la esquina de las casas de muchos espectadores no sirvieron para tranquilizar a nadie precisamente. La policía prohibió las pruebas de cohetes, aunque Nebel convenció a las autoridades de que estas continuarán, extremando las precauciones. El fin definitivo llegaría cuando un grupo de pilotos del partido nazi quiso acceder al Raketenflugplatz con la excusa de realizar sus prácticas (suponemos que de vuelo a vela) y se les denegó la entrada. Al cabo de poco tiempo llegó a la vfr una misteriosa factura de la compañía del agua por valor de 1.600 marcos que Nebel no podía pagar. El Raketenflugplatz cerró sus puertas en el verano de 1934. Desde ese momento, las investigaciones sobre cohetes tomarían un cariz más secreto, prohibiéndose cualquier alusión a nuevos sistemas de propulsión en general, como cohetes y reactores, en prensa, radio o cine.

El principal divulgador de las actividades de la vfr que mantenía puntualmente informados a los aficionados en Europa y Estados Unidos era Willy Ley, uno de sus socios fundadores. Ley era un apasionado de los viajes espaciales que había estudiado astronomía, física, biología y paleontología, pero que se decidió por seguir una carrera más literaria. Era el editor de la revista Die Rakete y autor de algunas obras sobre el tema y, gracias a su constante correspondencia con la American Rocket Society, en ese lado del Atlántico estaban bastante bien informados sobre lo que sucedía en Alemania. La llegada del partido nazi al poder y las raíces judías de Ley le hicieron temer por su vida y en 1935 decidió emigrar a Estados Unidos, asentándose en Nueva York. Esa marcha resultó especialmente significativa y muy bien acogida por los nazis porque supuso el fin del flujo de informaciones directas desde Alemania sobre las actividades en cohetes. ¡Pensemos que la Gestapo había llegado al extremo de secuestrar el cohete de Oberth para la película Frau im Mond! Todo ello surtió tanto efecto que, cuando años después los cielos de Europa empezaron a ser surcados por los Me-163 Komet, Me-262 Schwalbe, v-1, v-2 y toda una extensa gama de bombas pilotadas y cohetes, los Aliados empezaron a pensar que la guerra tendría un final bien distinto al que ellos habían planeado.

Volviendo un par de años atrás, el 21 de diciembre de 1932, en Kummersdorf ya estaba a punto un motor de oxígeno líquido y alcohol que debía dar 325 kilos de empuje durante un minuto. Era el primer motor del grupo de Dornberger y todos estaban muy orgullosos de su obra. Ese día iba a ser el de la primera prueba, pero el motor estalló. Rápidamente se rediseñó y se reparó el banco de pruebas y, en enero de 1933, ya estaba listo otro más modesto, de sólo 105 kilos de empuje, que iba a impulsar el primer cohete de Dornberger, von Braun, Riedel y los demás. Tampoco este motor llegó a funcionar bien, pero había que hacer algo y rápido si no querían perder credibilidad. Había que hacer un cohete de combustible líquido que funcionara lo bastante bien para que el interés del Ejército no decayera. Por fin se consiguió que el motor ensayado en diciembre fuera lo bastante fiable como para ser instalado en un fuselaje y para él se pensó uno que recordaba un proyectil de artillería, de unos treinta centímetros de diámetro y casi un metro y medio de longitud y casi 150 kilos de peso. Este cohete, designado a-1 (por la palabra alemana Aggregat, que puede traducirse por algo así como «unidad de maquinaria» o «montaje de piezas de maquinaria» en otro evidente intento de engañar a los servicios de información), murió antes de nacer. Cuando se encendió el motor, la ignición del combustible se retrasó, acumulándose una peligrosa mezcla explosiva en la cámara de combustión que produjo el estallido del cohete, igual que un año antes. De todos modos, tampoco habría funcionado muy bien porque tenía situado el control giroscópico en el morro, y eso lo habría vuelto muy inestable. Tras analizar y resolver el motivo de los fallos, von Braun decidió rediseñar todo el cohete y darle un nuevo nombre. El a-1 se convirtió en el a-2.

Entre las modificaciones estaba la de situar el control giroscópico entre los tanques de combustible, es decir en el centro del fuselaje, en lugar de en el morro, y por tanto más cerca del centro de gravedad del cohete, lo que mejoraría su control. En poco tiempo, dos prototipos del cohete a-2, bautizados Max y Moritz, personajes de un popular cómic alemán, fueron lanzados desde la isla Borkum, en la costa báltica, el 19 y el 20 de diciembre de 1934, dado que las instalaciones de Kummersdorf se habían quedado pequeñas para esos ingenios. Ambos vuelos fueron perfectos y se alcanzaron los 2.500 metros de altitud. Resultado directo de este éxito fue el aumento significativo de presupuesto y personal del equipo de Kummersdorf para seguir con las investigaciones. Pensemos que antes de ese vuelo el presupuesto que destinaba el Ejército a las investigaciones de Kummersdorf era de tan sólo 80.000 marcos. Ahora ya podían pensar en un a-3. Pero el factor decisivo que iba a cambiar de golpe las investigaciones sobre cohetes en Alemania sería otro.

En enero de 1935 llegó a las instalaciones, en visita no oficial, el mayor Wolfram von Richtofen, primo del famoso «Barón Rojo» y jefe del departamento de investigación de la nueva Luftwaffe. Muy interesado en los cohetes, preguntó a los técnicos si sería posible instalar uno de combustible líquido en un avión, a lo que éstos no pusieron objeciones. En verano llegó a Kummersdorf el fuselaje, sin alas, de un Junkers a-50 Junior, un esbelto avión deportivo de dos plazas y el típico fuselaje de aluminio arrugado de los diseños de este constructor y con el que iniciarían las pruebas estáticas. Se le montó el cohete de 325 kilos de empuje bajo el fuselaje y los controles para su puesta en marcha en la cabina del piloto.


Bonito ejemplar de Junkers a-50, conservado en el Deutsches Museum

La persona que iba a hacer la arriesgada prueba iba a ser el mismísimo Wernher von Braun, quien tras sentarse en la cabina y comprobar los instrumentos, puso en marcha el cohete que empezó a echar chispas, humo y llamas por la tobera, intentando arrancar del anclaje al avión. El siguiente paso iba a ser desarrollar un motor con un empuje de 1.100 kilos para impulsar un avión de caza, aunque los trabajos en cohetes para el Ejército seguían. Y al mismo tiempo que se incrementaba la potencia de los motores y la altitud que conseguían los cohetes, se hacía más necesario un nuevo campo de pruebas para mantener la seguridad y el secreto. Kummersdorf estaba en un suburbio de Berlín, pero seguía estando demasiado cerca. La suerte iba a cambiar pronto. En marzo de 1936, el mayor general Werner von Fritsch, comandante en jefe del Ejército, visitó las instalaciones y Dornberger y von Braun se esforzaron al máximo para impresionarle, con las demostraciones estáticas de los diferentes motores que habían desarrollado en Kummersdorf, los planos de una nueva instalación más grande y eficiente y, sobre todo, sus sueños de construir un cohete más potente aún. En realidad, lo consiguieron porque al terminar la visita, von Fritsch le preguntó a Dornberger:

—¿Cuánto quieren?

—Millones —respondió el coronel.

Para abril de 1936, la Luftwaffe ya tenía su motor cohete, pero pedía más. A Dornberger se le ocurrió la idea de que quizás ambas ramas de las fuerzas armadas podrían juntar sus esfuerzos en investigación sobre cohetes en unas instalaciones más grandes, conjuntas. Von Richtofen se mostró de acuerdo, pero había que convencer al general Albert Kesselring, al frente de todo lo referente a diseño y construcción de aviones. Después de que Dornberger y von Richtofen le presentaran toda clase de mapas y diagramas y le explicaran con todo detalle la idea, Kesselring dio su aprobación… y cinco millones de marcos. Al coronel Becker no le gustó mucho que la fuerza aérea pusiera esa cantidad de dinero sobre la mesa, porque eso hacía parecer que el Ejército no mostraba interés en los cohetes y que iban a asumir el simple papel de comparsas. Pensando en algo así como «hasta aquí podríamos llegar», inmediatamente ofreció seis millones del presupuesto del Ejército. Así, el Ejército sería el socio mayoritario de esa extraña asociación. ¡Los hombres de Kummersdorf se encontraron de la noche a la mañana con un presupuesto de once millones de marcos! Pero tan o más importante que el desarrollo de los cohetes era el escenario de las pruebas. Con tanto dinero a su disposición, von Braun recibió el encargo de Dornberger de buscar un lugar donde poder construir y probar en secreto, y con total impunidad, cohetes y motores. Pronto encontró el sitio ideal en la isla de Rügen. Pero el Frente del Trabajo del Partido Nacionalsocialista se les adelantó con la excusa de construir justamente allí una «colonia veraniega para el trabajador medio alemán». Desilusionado, el joven ingeniero marchó a casa de su madre, la baronesa Emmy von Quistorp, para pasar con ella las fiestas de Navidad. Y nuevamente en sólo diez años de la breve historia de la astronáutica, la familia tuvo que salir en ayuda del esforzado pionero de turno, proporcionando un lugar apto como campo de lanzamiento o, en este caso, la idea (primero fue Goddard, cuando en 1926 usó el patio de la granja de su tía Effie en Auburn, Massachusetts, y más tarde Rudolf Nebel recurrió a la granja de sus abuelos). Cuando la baronesa se enteró de los problemas que tenía su hijo para realizar las pruebas, le dijo: «Pues yo conozco un sitio ideal para ti y tus compañeros. Tu abuelo iba allí a cazar patos. Se llama Peenemünde».

Ahora será mejor que dejemos aquí el tema de los aviones propulsados por cohete, pues sus ramificaciones nos llevarían a los experimentos con el Heinkel 112, que a su vez llevaron a los Heinkel 176 y 178, y de los que terminaría derivando el proyecto de interceptor de despegue vertical diseñado por von Braun. Sin olvidar la historia del único caza propulsado por cohetes que llegó a entrar en combate, el Messerschmitt Me-163 Komet, cuyas pruebas se realizaron en Peenemünde. Todo ello daría para un libro por sí solo, y aunque la mano del genial pionero de la cohetería está detrás de casi todos esos aviones, nos apartaría mucho del tema que estamos tratando.

Peenemünde era entonces un bucólico pueblo de pescadores situado en una pequeña península en el extremo de la extraña isla de Usedom, en la desembocadura del río Oder en el golfo de Pomerania. En alemán, Peenemünde significa «boca del río Peene». En realidad, se trata de una península, pero al estar también atravesada en su extremo sur por la desembocadura de otro río, el Swine (actualmente en territorio polaco y rebautizado Swinoujscie), mucha gente suele considerarla una isla.

Era una zona casi olvidada de todo el mundo, llena de dunas y marismas, en la que crecían fresnos y pinos, habitada sólo por los cisnes y algunos ciervos pomeranios que tanto atraían al abuelo de von Braun. El verano era un poco más cálido que en el resto de la costa báltica alemana, pero el invierno también era más crudo y duro. Hacia la isla de Usedom se dirigieron von Braun y Dornberger y, tras verificar sus carencias y sus ventajas (como la abrigada bahía de Greifswalder y su pequeño islote satélite llamado Oie), iniciaron las gestiones en los ministerios del Aire y del Ejército para su adquisición. Casi enseguida, bajo la falsa apariencia de la kdf o Kraft durch Freude (Fuerza a través de la Alegría, una organización propagandística nazi que pretendía exaltar las virtudes del partido, brindando toda clase de actividades de ocio y turismo) se trasladaron allí centenares de obreros y técnicos que iban a construir en la zona una «colonia veraniega para el trabajador medio alemán». En realidad, no se trataba más que de obreros, ingenieros, técnicos, investigadores, soldados de la Luftwaffe y del Ejército y tropas de las ss para hacerse cargo de la seguridad. El único miembro de la sociedad que no tenía acceso a la «colonia veraniega» era, precisamente, el trabajador medio alemán... Poco a poco fueron levantándose en la isla alojamientos, talleres, barracones, zonas de prueba, etc., imitando el estilo de construcción de los pueblos de la zona como medida de enmascaramiento y con el objetivo de poder alojar, en el momento de máxima actividad, a unas 2.000 personas. La instalación recibió la designación de Heers Veersuchstelle Peenemünde (Estación Experimental del Ejército Peenemünde, o de forma abreviada hvp). La península en que se encuentra Peenemünde quedó dividida en dos sectores, uno para el Ejército y otro para la Fuerza Aérea. Cada cuerpo se ocuparía de sus propios proyectos y pruebas, sin interferencias del otro, y con total libertad. O eso es lo que creían el uno y el otro, porque las envidias siempre presentes en el régimen nazi y los propios avatares del conflicto se encargaron una y otra vez de romper esta romántica concepción del trabajo científico en tiempos de guerra. Además, los objetivos de ambos eran totalmente opuestos, porque mientras los planes del Ejército se basaban en la investigación sobre grandes cohetes de combustible líquido, la Fuerza Aérea (temerosa de perder su rango de privilegio frente a los jerarcas nazis y en parte también por su desmesurada ambición de controlar todo lo que volase, como argumentó cierta vez el mariscal Göring), prefería centrarse en los aviones cohete y otros ingenios mucho más extravagantes. Fruto de los esfuerzos de la Luftwaffe surgió la bomba volante v-1, pero sus características de diseño y vuelo caen fuera de los propósitos de este trabajo. Así pues, nos ceñiremos exclusivamente a los trabajos del Ejército, que se llevaron a cabo en la zona boscosa al este del lago Koplin conocida como Peenemünde Este.

Al sur había varias pequeñas poblaciones como Wolgast, Zinnowitz o Trassenheide. Pero si alguien buscaba más animación y mayor vida social tenía que recorrer unos 150 kilómetros para llegar a Rostock o Stettin o unos doscientos hasta la capital alemana. El noreste era la parte más boscosa y allí se construyeron las instalaciones del Entewickzungswerk («Trabajos Experimentales»), nombre con que se iban a enmascarar algunas de las investigaciones más secretas de la segunda guerra mundial, mientras que en el resto abundaban las playas y las dunas. Esa zona fue la elegida para las plataformas de pruebas de los cohetes. Al suroeste, cerca del pueblo, se instalaron un generador, capaz de suministrar 20.000 kilovatios, y una factoría del vital oxígeno líquido, mientras que el modesto puerto de pescadores fue dragado y ampliado para que pudiera servir como base naval de limitada capacidad. Finalmente, al sureste de la península y al norte de la ciudad de Karlshagen se construyó una nueva «urbanización» para los técnicos y sus familias, que se completó con toda clase de tiendas, colegios y un campo de deportes, convirtiendo el único y moderno hotel existente en el club social para toda clase de reuniones no laborales. Por tanto, Peenemünde era mucho más que un simple centro de investigación secreto; era todo un complejo de instalaciones que se expandían en varios kilómetros cuadrados y abarcaba a miles de personas. Ese es otro de los aspectos que convierten a Peenemünde en algo diferente al resto de instalaciones de la época. Los que allí trabajaban eran en su inmensa mayoría científicos, colegas que a veces habían estudiado juntos y que, por avatares del destino, algunos habían seguido una vida más militar que otros. Pero allí no existían los rangos. El trato se hacía atendiendo a la titulación académica de la persona, no al rango militar, y no resultaba extraño que un sargento diera órdenes a un teniente, por ejemplo. Además, al haber tenido que ser reclutados por todo el Tercer Reich, allí se agolpaban toda clase de personas, no sólo de colores de piel distinta, sino también de origen (nobles aristócratas o campesinos). En el centro se podían ver toda clase de ropajes civiles o militares: uniformes de la Wehrmacht, ss o Gestapo o caros trajes de confección y monos de trabajo. Además, se hablaba alemán en toda una variedad de acentos provenientes de todos los rincones del Reich o de países ocupados. Probablemente, por su composición era el rincón más heterogéneo de todo el mundo, adelantándose en varios años a lo que hicieron los Aliados en Los Álamos o los soviéticos en Akademgodorok.

Para la construcción de la base se decidió talar el menor número posible de árboles, no por motivos ecológicos sino para favorecer el camuflaje de las instalaciones. Según los planes iniciales, debería ocupar cincuenta kilómetros cuadrados y la Luftwaffe y el Ejército compartirían los gastos, pero estos se dispararon ante la necesidad de tener que levantar más construcciones de las previstas inicialmente como, por ejemplo, dragar el puerto de pescadores para permitir el uso de pequeñas unidades navales de apoyo, tender nuevas vías de ferrocarril y alargar las existentes o construir un dique. Todo eso encareció de tal modo la obra que a la Luftwaffe no le quedó más remedio que retirar su financiación en enero de 1939 y dejar al Ejército que se hiciera cargo de todo. La Luftwaffe sólo retuvo el control del aeródromo, que usaría para desarrollar sus propios proyectos. El inicio de la guerra aceleró la necesidad de un centro como Peenemünde, así que el propio Hitler encargó a su arquitecto favorito, Albert Speer, que se encargara de terminarlo de una vez. Y no sólo lo hizo, sino que además llegó a imaginarse un Peenemünde floreciente como una ciudad con 30.000 científicos, convertido en todo un centro espacial de primer orden para una Alemania victoriosa. Tras desembolsar 300 millones de marcos, a finales del 1939 el Ejército ya tenía su nuevo juguete, terminando el traslado del personal desde Kummersdorf. Peenemünde estaba listo, al precio de 13 millones de marcos anuales para mantenerlo funcionando. A la Luftwaffe sólo le correspondieron apenas los veinte kilómetros cuadrados que ocupaban el aeródromo y sus instalaciones adyacentes.

Ahora que ya se podría trabajar con la tranquilidad que da saberse fuera del alcance de la curiosidad ajena, la atención se centró en el diseño del a-3, el cohete más avanzado construido hasta entonces en el mundo. Despegaría apoyándose en sus aletas aerodinámicas y no desde una rampa, y además contaría con tobera girocontrolada, servoválvulas magnéticas y otras exquisiteces técnicas. Los trabajos en el a-3 habían empezado en Kummersdorf en 1935. Medía unos siete metros de altura, pesaba 745 kilos y su motor de oxígeno líquido y alcohol etílico desarrollaba una tonelada y media de empuje. En esa época, usaban como plataforma una simple superficie de cemento y como blocaos de control, troncos cubiertos con tierra. Desde allí despegaron en total cuatro ejemplares en el plazo de cuatro días, aunque los resultados no fueron ni de lejos los que se esperaban. El 4 de diciembre de 1937 despegó el primero desde la cercana isla de Greifswalder, terminando con un espectacular desastre. Al poco rato de despegar, se abrió el paracaídas de recuperación, el cohete se inclinó y tomó un rumbo horizontal que lo llevó mar adentro, precipitándose al agua. El 6 y el 8 de diciembre despegaron dos ejemplares más, que tras alcanzar los cien metros de altura sufrieron idénticos problemas que el primero. El último cohete a-3 despegó también el día 8 y llegó a alcanzar un kilómetro de altitud. Éste iba sin el paracaídas porque se creía que era el causante de los problemas de los anteriores, pero el caso es que terminó también fuera de control. Tras los estudios pertinentes, se resolvió que el problema estaba en su sistema giroscópico de control, que impidió que el a-3 volara con éxito una sola vez. Era un sistema basado en tres giroscopios y dos acelerómetros integrados (cuya función era cortar el suministro de combustible en un momento preestablecido) y que, actuando coordinadamente, efectuarían las correcciones de vuelo necesarias al detectarse una desviación de la trayectoria. Lamentablemente, ese sistema estaba muy por encima de las posibilidades tecnológicas de la época y estaba destinado al fracaso. Pero las presiones a los científicos aumentaban. Había que darse prisa si querían conseguir un cohete potente y fiable para la guerra que ya se empezaba a vislumbrar en un futuro a muy corto plazo


Albert Speer, el arquitecto favorito de Hitler, fue encargado por éste de terminar las obras de la base secreta de Peenemünde.

Desde abril de 1936, Dornberger había definido ya las especificaciones de cómo debería ser el cohete ideal para bombardear París desde una distancia mucho mayor a la que lo había hecho el cañón «Gran Berta» durante la primera guerra mundial:

– que pudiera transportarse por ferrocarril (es decir, que cupiese en un vagón de tren y pudiera pasar por los túneles existentes).

– que pudiera lanzarse desde rampas móviles.

– construido con materiales baratos y fáciles de encontrar, por si había que resistir un bloqueo, y así facilitar su producción en masa

– equipado con una cabeza de combate de una tonelada de alto explosivo.

– un alcance mínimo de 240 kilómetros.

– invulnerable a cualquier sistema de defensa enemigo.

– absolutamente indetectable.

– y, sobre todo, de absoluta y total confianza.

Antes de conseguir un proyectil que cumpliera con todos esos requisitos (en especial, el último) habría que ir paso a paso y el siguiente iba a ser el cohete a-5, con un nuevo sistema giroscópico para corregir los defectos de su antecesor. La designación a-4, por el acostumbrado sentido germánico de numeración por orden de evolución, ya había sido reservada por los técnicos para el que debía ser ese gran cohete. A principios de 1938 quedó listo un modelo a escala del a-5 sin motor ni sistemas de guiado, simplemente para probar su diseño aerodinámico soltándolo desde la panza de un bombardero. Pesaba 250 kilos y medía poco más de un metro y medio de largo y veinte centímetros de diámetro. Para el verano de ese año se iniciaron las pruebas en vuelo, aunque todavía sin los sistemas de guiado, lanzándose cuatro ejemplares y consiguiéndose una altitud de máxima de doce kilómetros. Se llevaron a cabo otras muchas pruebas con el a-5 con el objeto de comprobar diseños de las aletas estabilizadoras a velocidades supersónicas, algo que no podía llevarse a cabo de otra manera. El a-5 resultó una manera barata y fiable de hacer esos ensayos, al poder ser recuperado mediante paracaídas. En septiembre de 1939 se llevo a cabo la prueba soltando un a-5 desde un Heinkel 111, rompiendo la barrera del sonido aunque sin propulsión. Por fin, en octubre tuvo lugar el primer vuelo propulsado y controlado giroscópicamente y el propio von Braun lo relata así:

Después de esperar varias semanas que el tiempo mejorara en Greifswalder Oie, se decidió lanzar el primer a-5 con sistema de guiado, a pesar de un cielo predominantemente cubierto y con nubes a unos 1.000 m. El delgado proyectil se elevó verticalmente de su plataforma, y sin la menor oscilación desapareció entre las nubes. El rugido atronador de su chorro castigó los oídos de los presentes durante más de un minuto. Luego, el ruido cesó. Pocos minutos después la isla se estremecía con los gritos de alegría al reaparecer el cohete suspendido de su paracaídas; y se hundió suavemente en el Báltico escasamente a 180 m de la costa. Se izó prestamente a bordo de una lancha de salvamento y podría haberse lanzado de nuevo inmediatamente, de no encontrarse empapado.

Cuando se lanzó ese primer a-5 guiado, que llegó a los siete kilómetros de altitud en sólo 45 segundos, Alemania ya había invadido Polonia y el Alto Mando no se lo pensó dos veces. Había que acelerar el programa del a-4, el gran cohete del Ejército, según sus duras y exigentes especificaciones. Dado el interés que representaba para el Ejército el desarrollo de esta nueva arma no se escatimó ni esfuerzos ni dinero. Buena prueba de ello es un cálculo que se hizo después del conflicto: entre estudios y pruebas de las más diversas clases de sistemas, y sin saber el destino final de sus esfuerzos, trabajaron un tercio de todos los científicos e ingenieros del Reich, y no sólo de Alemania, en el desarrollo del cohete. Hasta finales de 1943 se siguió experimentado en vuelo con los 25 ejemplares construidos de a-5 que fueron lanzados desde plataformas o desde la panza de bombarderos Heinkel He-111 totalizando la importante cifra de 70 disparos, gracias al sistema de paracaídas con el que estaban dotados que permitía que cada cohete pudiera ser disparado varias veces.


Cohete a-3 en pruebas estáticas en las instalaciones de Kummersdorf en el verano de 1936.

V-2. La venganza de Hitler

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