Читать книгу EUROPA. Historia de un problema - José María Lorenzo Espinosa - Страница 5
ОглавлениеGEOGRAFÍA y DIVERSIDAD
Lo que llamamos Europa, en sentido estricto, ha sido siempre poco más que una realidad geográfica, que incluso minusvaloramos a veces diciendo que es una “península de Asia”. Si tenemos en cuenta esta realidad, y sobre todo el hecho de su notable división política, lingüística, cultural, étnica, etc., podríamos decir que de la Europa que tan a menudo hablamos es en el fondo de la idea de Europa. Es decir, un concepto con faltas de referencias a una identidad común, bastante inmaterial y utópico. Sin embargo, si Europa es solo una utopía, una abstracción, o un constructo sin existencia real, que solo conocemos como una idea, tampoco podemos negar que esa idea de Europa ha tenido, y tiene, con todos los matices que se quiera, un papel movilizador. Así que, de acuerdo con esto, Europa tiene al menos la “realidad” de ser una teoría, con una cierta capacidad de movilización política y social.
En cualquier caso, esta idea de Europa también es discutida y debatida, en sus términos concretos. Si Europa es algo, o puede llegar a serlo alguna vez, eso no puede ser o quedarse en un acuerdo comercial, una política exterior conjunta o una misma moneda. Detrás de la idea interesada, que está conduciendo a estas realidades materiales, subyace también una construcción histórica común. No obstante, enturbiada y difuminada por una serie de construcciones estatales diferentes y, en muchos casos, rivales y antagónicas. Un reto, o una hipótesis sería, entonces, conseguir leer la Historia desde otros puntos de vista. Atenuando las diferencias y, de ese modo, hacer desaparecer los mencionados antagonismos. ¿Tendríamos así una Historia común? ¿Podríamos hablar con propiedad de una Historia de Europa, y no solo de “los europeos”?
Esto, sin embargo, no pasa de ser un proyecto, una hipótesis continuamente discutida. Los defensores de la unidad europea no pierden de vista la necesidad de integrar en un conjunto lo que es Europa, para poder enfrentarlo a gigantes como Asia (China, Japón), USA, Rusia, etc. Pero para esto sería preciso demostrar, convincentemente, que, en la base de los intereses europeos, además de comercio y renta per cápita, habría un más allá de las diferencias lingüísticas o culturales, políticas o socioeconómicas. Es decir, una serie de actitudes comunes. Aquello que podemos llamar hechos de civilización. Más o menos, si se cumple, lo que Henri Brugmans desde su perspectiva federalista, describía como “la cultura, es decir un comportamiento común, una actitud similar ante la vida, ideales nacidos entre nosotros, experiencias históricas vividas conjuntamente, si bien a menudo de forma separada...”.
Lo cierto es que la homogeneidad europea se ha construido en forma separada, paralela, pero en compartimentos que cada uno reclama para sí la calificación de europeo. Es decir, una homogeneidad producida mediante la acumulación de culturas y civilizaciones. Primero regional y luego imperial extra-continente, desde los siglos renacentistas. Por eso, la cuestión ante la idea de Europa y su relatividad teórica es, si resulta necesario o no que exista una Europa, en los términos del idealismo burgués europeísta. Una Europa inspirada en la idea de Europa, que ahora tenemos. O mejor, que hemos tenido hasta ahora. O si, por el contrario, los europeos pueden convivir, con el mismo resultado de su unidad idealista, mediante la construcción de una comunidad, que siga teniendo formas culturales distintas.
Todo esto, teniendo en cuenta que frente a la identificación elitista de lo “cultural”: dominio de una lengua, formas literarias avanzadas, arte desarrollado, ciencia y progreso técnico, conocimiento superior en general, etc., también poseemos un tipo de cultura “inferior”, entendida como un mero comportamiento colectivo básico. En lo social, con unas actitudes civiles o religiosas, populares y supersticiosas, un bagaje de experiencias almacenadas como otras tantas soluciones, etc.
Para empezar a desbrozar este camino, una cuestión consistiría en retomar la vieja pregunta historiográfica: ¿Son la geografía, el clima, el territorio… determinantes en la configuración de los pueblos, las naciones, las comunidades? En el caso europeo, la mayoría de los historiadores están de acuerdo en que algunos elementos comunes de la estructura geográfica, han podido serlo. Han podido contribuir a forjar la idea, la identidad o realidad, de una civilización común. Y permitir que los distintos pueblos europeos hayan dado las “mismas respuestas a los mismos retos” (Toynbee), en un mismo espacio-tiempo europeo. Intercambiando luego sus abundantes hechos de civilización. Definitivamente, ¿deberíamos empezar por admitir, que los únicos elementos o factores que parecen, a primera vista, comunes entre nosotros, pertenecen al terreno de lo conocido como geografía?
Europa tiene costas muy recortadas, que facilitaron la existencia de puertos naturales en todos los países marítimos. Es el continente con más accidentes geográficos costeros. Lo que también ha permitido el surgimiento y desarrollo de civilizaciones marítimas. Muchos estados europeos han basado sus imperios o su carácter nacional, en el desarrollo de este tipo de civilización. Sin embargo, en este sistema de civilización, sobre todo destacaron los pueblos a orilla del Mediterráneo. Un mar de tipo “interior”, que forma casi un lago gigantesco. Uniendo en su flanco sur, el Este y el Oeste continental. Donde la ausencia de mareas, permite la navegación sin graves obstáculos marítimos. Facilitando el fondeo de embarcaciones, cerca de las zonas habitadas. Aunque el Mediterráneo, afecta solo a los países del sur de Europa, su influencia cultural histórica puede haber sido notable en el conjunto de nuestra civilización. La conocida también como civilización occidental, por oposición a la asiática, africana, americana, oceánica, etc.
Los primeros mediterráneos (fenicios, griegos y latinos) aportaron los principales elementos de esta civilización marítima. Acompañada después por vikingos y normandos... Finalmente, también los británicos, hispánicos, portugueses, holandeses o franceses, desarrollaron una sociedad, al abrigo de sus defensas naturales costeras. E, incluso ganando terreno al mar, como en Holanda. Basando, desde entonces, una buena parte de su historia en una importante fuerza naval. Lo mismo en lo comercial que lo militar.
Estas civilizaciones marinas se caracterizaban no solo por su vocación expansiva comercial, sino por la tendencia a comunicarse o intercambiar bienes materiales y culturales. Así como por ocupar los territorios de ultramar, descubiertos gracias a este desarrollo. Los grandes mares europeos: el Mediterráneo, el Atlántico, el Báltico, el del Norte… fueron de este modo, importantes centros emisores de algún tipo de civilización. Entendida ésta, en los términos que hemos citado antes. A través de sus aguas han viajado, a todos los lugares de la Tierra, los elementos principales de lo que consideramos civilización europea.
Además de costas favorables, Europa tiene abundantes llanuras. Se extienden, sobre todo, por el centro y el norte del continente. Las ⅔ partes del suelo europeo son territorio llano. No hay obstáculos naturales insalvables en una línea imaginaria, trazada en Europa, desde Lisboa o Madrid a Moscú, pasando por Burdeos, París, Ámsterdam, Frankfurt, Berlín, Praga, Varsovia, etc. Este pasillo natural, extendido al norte de los Alpes, ha servido históricamente para desarrollar los intercambios de todo tipo entre los pueblos europeos. Facilitando la llegada a la fachada atlántica de los pueblos del fondo asiático, que dieron carácter a la civilización europea.
Como escribe Norman Pounds, uno de los principales geógrafos europeos, el viejo continente está favorecido por “la facilidad relativa para el transporte y las comunicaciones”. Donde, “la única barrera significativa, el sistema alpino, estaba tan fraccionada por zonas de hundimiento y se veía atravesada por tan grande número de pasos, que raras veces planteaba un serio obstáculo”.
Otro aspecto común, a tener en cuenta en las determinaciones geográficas, serían los abundantes y caudalosos ríos, junto a los numerosos canales naturales. Sobre todo, en Centroeuropa, donde habrían sido factores influyentes en el desarrollo de los distintos pueblos. Caminos de agua navegables, que facilitaban el acceso al mar y desde el mar al interior. Los grandes ríos han servido para construir civilizaciones fluviales en Escandinavia, en la Galia o en Germania. Asimismo, permitieron la llegada de los pueblos marítimos, al interior de las costas continentales.
Un rasgo del perfil geográfico europeo son las distancias. La mayoría de ellas, cortas. Desde el centro a la periferia facilitaron, y facilitan todavía, el contacto norte-sur. Debido al carácter peninsular del continente. De este modo, ciertas formas de contacto e intercambio citados (costas, llanuras, ríos…) se complementaban positivamente, gracias a la relativa brevedad de las distancias terrestres, en el interior continental. Si las comparamos con semejantes espacios en los otros continentes.
Por último, debemos de hacer una mención al clima. Salvo en los extremos nórdico o mediterráneo, Europa está en la zona templada del hemisferio norte. Gracias a lo cual, posee un clima favorable para el desarrollo de una civilización agrícola, en la mayoría de los países del asentamiento continental. Históricamente, y salvo en algunos lugares puntuales, se consiguió desde la prehistoria, un apreciable autoabastecimiento agrícola y ganadero. Al mismo tiempo, se desarrollaron las técnicas de cultivo propias de una civilización agrícola sedentaria y creadora de excedentes. Que ayudaron a Europa a sostener la primacía mundial del desarrollo material, desde los siglos XVII y XVIII. Cuando se produjo la llamada revolución agrícola, precedente de la revolución industrial. Mientras, en otros continentes, el estancamiento en este sector era ostensible.
Frente a las semejanzas geográficas y climáticas, que hemos resumido, las diferencias de otro tipo son, sin embargo, más palpables en lo etno-racial. En Europa hay una diversidad organizada y reconocida de razas o etnias. Como consecuencia de la distinta procedencia de sus habitantes prehistóricos, llegados de Asia y de África. Constituyendo, luego, numerosos estados, lenguas, culturas, religiones, clases sociales, etc. Sin embargo, esto no constituye algo anormal, en el conjunto de continentes. Ya que, en todos ellos encontramos estas mismas diferencias, junto a numerosos casos de mestizaje.
No obstante, en el supuesto europeo, las disputas territoriales a causa de rivalidades y enfrentamientos particulares, en lucha por la propiedad del suelo, sus riquezas, y otros medios de producción, adquieren desde los periodos antiguos naturaleza de lucha pueblos contra pueblos. O enfrentamientos raciales, guerras de religión, disputas culturales, etc. Es decir, una amplia gama, que se correspondería con las diferencias observadas, utilizada como cobertura de los intereses de las castas y clases dominantes.
A pesar de esta historia de enfrentamientos y luchas internas, en todos los países europeos se han ido adaptando y desarrollando, casi al mismo tiempo, los mismos sistemas de explotación económica, pensamiento y organización socio-política. Que luego, por otra parte, fueron aplicados en el resto del mundo por la presencia imperial europea. No existiría, en este caso, una separación absoluta, a pesar de las divisiones territoriales, sino una suerte de comunicación y mutua influencia. Más o menos acompasada. Este panorama se consolidaba durante los siglos medievales, en las distintas divisiones territoriales. Luego heredadas por las burguesías nacionales, a partir del Renacimiento, convirtiéndolas en los posteriores estados nacionales contemporáneos y actuales. Debido a todo esto, en el continente europeo se registraría un caso histórico, que se puede definir como una evolución acompasada, con varios centros emisores o dirigentes. Que eran quienes suministraban, según las épocas, las distintas tendencias y modelos dominantes.
Se podría hablar, por tanto, de una misma fase para el predominio del esclavismo de la edad antigua, que duraría hasta los siglos IX o X, según los casos. Luego el sistema feudal se impondría, como modo hegemónico de producción, prácticamente en toda Europa, entre estos siglos y el s. XVIII-XIX. Mientras que el capitalismo cubriría paulatinamente todo el continente, a partir de entonces. Esto significa que los sistemas de producción y las formas político-sociales, que los recubren, han nacido, evolucionado y se han extendido a todos los países europeos. Con muy pocas diferencias y los mismos elementos constitutivos de fondo y forma. Y que, además, presentan una evolución histórica progresiva que no se registra de modo semejante en otros continentes. No solo esto, sino que todos ellos forman parte de esa apariencia de unidad de civilización y de hechos compartidos, a través de la Historia, con la que tratamos de perfilar la idea europea.
La pasión por conocer
Para que todo lo que hemos dicho, hasta aquí, pueda ser así, es decir, para que se puedan reproducir los mismos, o parecidos hechos de relevancia, en plazos de tiempo históricamente breves, es necesario tener en cuenta las facilidades de comunicación geográficas, antes mencionadas. Y no solo su relación con el traslado de mercancías y excedentes agrícolas, sino sobre todo con las migraciones y movimientos humanos. Con intercambio de ideas y pensamientos, con las innovaciones, las tendencias culturales, instituciones sociales y políticas, etc. Aprovechando estas facilidades geográficas por medio de los viajeros. Con ello, se conformaría una supuesta identidad cultural común. Al mismo tiempo que se hacían desaparecer de la faz de Europa, toda una serie de culturas autóctonas. De las que hoy, quedan pocos, o ningún, rastro.
En este entramado, el viajero es una institución fundamental de la historia europea. Los viajeros son comerciantes, artesanos, trabajadores, misioneros, peregrinos, propagandistas, intelectuales, exiliados, emigrantes, etc. Y muchas veces soldados. Todos ellos intercambian algo, recogen algo, trasladan y divulgan ideas, conocen a otros pueblos... Europa es, después de un continente formado a base de migraciones prehistóricas y una vez que los distintos pueblos se han asentado y arraigado en él, un lugar de viajeros y movimientos humanos incesantes. Para lo cual, contaba con menos limitaciones, prohibiciones y obstáculos que los otros continentes.
Viajero no solo es quien viaja por necesidad. A veces también es sinónimo de curiosidad o inquietud. La curiosidad y la inquietud formaron parte también del perfil histórico del hombre europeo o de sus élites. “La pasión por conocer”, según el filósofo Husserl, es una de las notas que caracterizarían a los europeos. Después del “conocerse a sí mismo”, socrático, el europeo realiza el salto de conocer a los demás. Tal vez por eso, no es casual que los europeos hayan descubierto primero, a los otros y no al revés.
La pasión por conocer, cuyo origen no es difícil de rastrear desde términos históricos, está también en la base del método experimental, como instrumento científico de conocimiento preferente. Es, de este modo, una condición previa para el desarrollo del espíritu crítico europeo. En ningún otro continente, en ninguna otra civilización, entendida en términos históricos, encontramos estos dos elementos: experimentación y crítica, reconocidos de forma tan acusada e influyente. Al menos, hasta los siglos contemporáneos.
De otro lado, en Europa se produce asimismo el “efecto Finisterre”. El fin de la extensión material de la Tierra conocida, convierte al continente en destino y meta, de pueblos en la época prehistórica. Junto a esto, la contigüidad geográfica de la habitación en un mismo recinto, de cuyo término se tiene experiencia y conciencia, habría creado un espacio de “desafío y respuesta”. A la manera de Toynbee. La simple vecindad o alojamiento, no crea empresas y culturas comunes si no se dan los mismos desafíos y retos que provocan respuestas similares. La reproducción casi simultánea de procesos económicos, sociales, políticos y culturales es también consecuencia de esta contigüidad. O pertenencia a un mismo “recinto” en el que se habrían producido las mismas, o semejantes, condiciones
No existen civilizaciones “fáciles”, pero es posible que algunos elementos que hemos podido citar, presentes en Europa desde la prehistoria, hubieran podido ayudar a nuestra gestión continental en mejores condiciones. También a desarrollar respuestas adecuadas y más evolucionadas, que las que se dieron en otros continentes. Europa es, como hemos dicho, casi un brazo peninsular de Asia. O de lo que a veces se ha llamado Eurasia. Y este “brazo” ha estado rodeado, desde el periodo prehistórico y la antigüedad, por pueblos y culturas migratorias. Cuando las tribus prehistóricas, procedentes de Asia y África, se hubieron asentado en el “finis terrae” conocido, otros pueblos de igual procedencia llegaron detrás. Produciéndose un proceso de mezcla racial, más acusado que en otros continentes. Europa, y muchos de sus lugares, son por eso lo que el antropólogo Josué de Castro llamó “la perfección del mestizaje”.
Esta situación de tenaza, que rodea Europa por el norte, sur y este, no pudo ser superada hasta la época moderna, tras el Renacimiento. Un periodo de auténtica primera revolución europea, en que los pueblos no europeos empiezan a rezagarse ante el desarrollo material del viejo continente. China y la India se aíslan, en el siglo XII. Y el islam en el XIII, detiene su pujanza anterior, cuando era superior a la dividida Europa. Siendo a su vez, invadido. Después de resistir el asedio durante varios siglos, los europeos comenzarían su expansión territorial y cultural, con apoyo militar, gracias al desarrollo material del Renacimiento. Partiendo del mar mediterráneo. Ya entonces considerado, prácticamente el centro de la Tierra.
En esta primera Europa de defensa y contraataque, se producirá un fenómeno histórico de aglutinamiento continental y de condensación efectiva, de los primeros elementos europeos que podemos considerar con carácter unitario. Me refiero al pensamiento griego, o si se quiere greco-latino. Junto a la idea imperial continental conservada en una unidad intrínseca con la posterior extensión de la cristiandad.
La religión cristiana será fundamental en la justificación espiritual del contraataque defensivo, convertido en imperio. La predicación del evangelio, la conquista religiosa de continentes y pueblos, será el cordón umbilical inesperado, que une la historia antigua greco-romana con la Europa de los descubrimientos y el dominio de los mares. Siempre bajo el pretexto de extender la fe “verdadera” a los pueblos “exteriores”, considerados paganos o infieles, por la doctrina oficial emanada desde Roma. Centro neurálgico espiritual de todo este entramado de expansión territorial europeo. Cuya materialización principal corrió a cargo de Estados como España, Portugal, Francia, Italia o Inglaterra.