Читать книгу EUROPA. Historia de un problema - José María Lorenzo Espinosa - Страница 6
ОглавлениеGRECO-LATINOS Y CRISTIANOS
La greco-latinidad y el cristianismo, como procesos históricos, han sido entendidos no solo como componentes fundamentales de la identidad europea, sino también como sus primeras manifestaciones colectivas. Es un clásico, o un tópico, de la historiografía europea. Benedetto Croce creía que los latino-romanos fueron los primeros que tuvieron conciencia de “algo” unitario europeo. Salvando las limitaciones espaciales, y los términos imperiales en que se expresó esta latinidad. O en lo que fue su dominio. Esto es, teniendo en cuenta la ocupación del norte de África, pero no la Europa del norte. Y viendo que la romanización, en realidad, no alcanzaría más que a la mitad de la Europa actual.
Cuando Croce especula sobre este asunto, en la primera mitad del siglo XX, lo hace sin duda influido por el fascismo italiano ascendente. Un momento político en el que se produce la exaltación del Imperio Romano, como justificación historiográfica presentista, de los abusos de las legiones del imperio. Apoyando, en esta forma, las ideas expansionistas del régimen de Mussolini y tratando de acreditar el pasado de la península itálica, como la historia original del sistema fascista.
Goethe, mucho antes de estas fechas a finales del siglo XVIII, afirmaba por su parte que no se podía hablar de Europa, antes del periodo de las grandes peregrinaciones. O de las corrientes espirituales unidas por el cristianismo. Según este autor, el primer fenómeno europeo común fue la toma de conciencia de pertenencia a una misma identidad providencialista, expresada en una misma cultura religiosa a través de signos, ritos, creencias o supersticiones. Apoyándose en el latín vulgar, como lengua común y vehículo del cristianismo.
Las peregrinaciones se refieren, sobre todo, a la llamada tierra santa. Y se remontan al siglo IV, con la invención de la leyenda de la santa cruz. Con Constantino, Jerusalén se convirtió en la ciudad santa del cristianismo, tras el “descubrimiento” del sepulcro de la colina del Calvario de Cristo. Con ello se fabricó la falsa historia de la santa cruz. Desde el siglo IV, el culto cristiano se empieza a organizar de forma sistemática. Como un elemento de integración social. Y las basílicas, heredadas o adaptadas del precedente paganismo, se construyen y reaprovechan como nuevos lugares sagrados. De rezo, reunión y propaganda político-religioso. Desde el cual, los sacerdotes aleccionan el comportamiento espiritual y material de los eurocristianos.
Desde este siglo IV, hasta el XI, todo un rito de purificación individual se transforma en esperanza manipulada colectiva. Absorbiendo a la ciudadanía europea y a su sistema de explotación agrícola feudal. Los elementos espirituales y materiales, presentes en el fenómeno socio-religioso de estas peregrinaciones, contribuirán a preparar y justificar las cruzadas. Pero también, permitirán soportan los mil años de feudalismo, entre la resignación y la ignorancia supersticiosa. Alimentada de forma conveniente, con la predicación escatológica de monjes y sacerdotes. Además de justificar después su traslado inmisericorde a los territorios del llamado nuevo mundo. Convirtiéndolos en expoliaciones imperiales, con cobertura espiritual religiosa.
El hilo conductor de cualquier tipo de religión es muy importante en la formación de una conciencia colectiva. Así lo fue, en el caso europeo. Los mismos ritos, rezos y creencias. Las mismas tradiciones y supersticiones, transmitidas por generaciones. El mismo culto a vírgenes, santos, objetos o lugares sagrados. Las festividades y celebraciones religiosas aceptadas y guardadas en común. La temerosa obediencia espiritual y, con frecuencia, material a una autoridad. Bajo el chantaje de la condena eterna. En el caso católico, obra de Papas, obispos, abades o sacerdotes. El temor al más allá o a la condenación eterna, etc. Pero también las persecuciones religiosas. La Inquisición, etc. El castigo a los herejes y la crueldad con los diferentes.
Todo esto terminará por crear una abrumadora cultura religiosa. Con unos mismos hábitos de pensamiento, conductas y costumbres. Y, lo que es más decisivo históricamente, conduciría a todos los europeos a creerse parte de una misma comunidad. Uniformada por una misma religión. Que terminará por designarse como algo de origen divino o providencial. Más allá de otros vínculos más “terrenales”, como eran los económicos, sociales o políticos también comunes, pero que se estiman secundarios, respecto al formato religioso.
Por tanto, a las peregrinaciones debemos añadir las cruzadas. Su complemento y continuación histórica. Entendidas y predicadas también como empresas comunes y populares europeas. Por mucho que su motor, oculto e inconfesable, fuese la rapiña sobre las riquezas del mundo islámico. O la apertura de una ruta de comunicación comercial, con Asia. De este modo, en la supuesta recuperación de los lugares “sagrados” cristianos, se mezclaron supersticiones religiosas, deseos de conquista territorial y aprovechamiento de las corrientes y riquezas comerciales de Oriente. El objetivo oficial proclamado de liberar el santo sepulcro, se convirtió en una expedición colonial, en la que los resultados religiosos quedaban para la justificación y propaganda. Sirviendo, de todas formas, para ocultar los verdaderos beneficios de la conquista material.
Las cruzadas se utilizaron también para desviar los enfrentamientos fratricidas y las disputas territoriales de las casas feudales. Al presentarse como una tarea cristiana común, ante un enemigo religioso también común. Las cruzadas y las peregrinaciones, intrínsecamente unidas, sirvieron para un rearme moral europeo interno. Además de para consolidar la unidad e identidad etnoreligiosa, frente a la amenaza islámica. Bajo estos supuestos, a pesar del carácter popular externo, fueron las clases nobiliarias, asociadas a los intereses del papado y de los emperadores (es decir, los bellatores y los oratores juntos), quienes se beneficiaron de esta “primera” empresa europea. Que, sin duda, cabalgaba en una misma ambición y formas de civilización religioso-culturales.
Detrás de los predicadores y de los caballeros francos, germanos, sajones o pontificios, se alineaban hombres de negocios y suministradores de ejércitos. Muchos de ellos se enriquecieron, junto a los grandes prestamistas y comerciantes. A todos ellos, los “ennoblecieron” posteriormente los románticos del siglo XIX, como Goethe, con su revival literario y artístico medieval.
Uno de los efectos, nada espiritual, del afán cruzado, que los intelectuales del romanticismo no tuvieron en cuenta, fue sin duda la reapertura de las antiguas rutas comerciales de Asia. Los intercambios se multiplicaron y muy pronto se produjo una revitalización de las actividades económicas y del comercio de larga distancia. Es decir, todo lo que había quedado estancado durante décadas, por efecto del dominio musulmán en Oriente próximo y en el mediterráneo. Que solo se empezaría a desatascar después de las derrotas turcas del siglo XVI, en Viena o Lepanto. Las cuales libraron definitivamente a Europa, de la amenaza musulmana. Liberando las fuerzas expansivas de la cristiandad hacia las nuevas rutas atlánticas.
En la misma dirección “cristiana”, y por las mismas fechas, podemos anotar el fenómeno religioso cultural europeo de las catedrales. Mientras las cruzadas oficiaban de efecto propagandístico en el pueblo, sirviendo en realidad al interés y ambición de los más poderosos, su reflejo público se produjo en el fenómeno de la construcción de catedrales. La edificación de enormes lugares de rito, adoración y también peregrinación, fue una de las misiones de la cristiandad medieval. No exenta de carácter intimidatorio. Con los recursos allegados y el largo tiempo empleado en estos y otros edificios religiosos, como palacios episcopales, abadías, conventos o numerosos monasterios, se conseguía también un efecto de obra común y de colectividad, entre el pueblo. Convenientemente predicada desde los púlpitos. O aderezada con bulas papales y otras consignaciones fraudulentas.
La admiración supersticiosa que despertaban artistas, arquitectos, orfebres, escultores, etc., la mayor parte anónimos, entre los creyentes, contribuía al pago de limosnas, importantes cantidades y entrega de recursos. El acoso moral y las continuas admoniciones religiosas, entre los campesinos y trabajadores, eran asimismo grandes. Traduciéndose en una acumulación de riquezas fabulosas, por parte del clero alto, papas y obispos.
Fueron largos siglos, a veces hasta cuatro o cinco, de empeño fervoroso y entrega temerosa por parte de todos los sectores sociales. En los que ciudades y pueblos enteros, con sus autoridades civiles y religiosas al frente, se enfrascaron en la común tarea de honrar a los santos y dioses cristianos, con moradas y sitios sobrenaturales. Mediante la entrega de su trabajo, escasas riquezas, donativos y limosnas que les quedaban a los campesinos después de la expoliación feudal. Y cuya resaca religiosa-cultural se extenderá por los siglos de los siglos.
De los Urales al Atlántico
Antes del siglo XIII, todavía los europeos cultos se podían comunicar en una lengua y en un modo de pensar comunes. Pero ya el desarrollo de las conocidas como “lenguas nacionales”, casi todas derivadas del latín vulgar, o del germano, empezaba a extenderse. Y estaba a punto de iniciarse el proceso de formación de los estados renacentistas o monarquías medievales. Es decir, los también llamados estados feudales que crearán los aislamientos y las divisiones posteriores (políticas, territoriales y culturales) para la consolidación de los estados-nación actuales, con la fragmentación política del continente.
Hasta entonces, el cristianismo había sido un eficaz catalizador unitario. Pero solo mientras pudo utilizar, como vehículos de asentamiento las instituciones y estructuras territoriales, políticas, lingüísticas o culturales del imperio romano. Después de la desaparición de estas, y sustituidas por los estados patrimoniales, el modelo cristiano se cuartea en sectas socio-religiosas. Que, al igual que los señores feudales, no reconocen la autoridad central del Papa o del emperador.
Surgirán, entre otros, los principales catolicismos nacionales (protestantismo, reforma, contrarreforma, anglicanismo, etc.). El cristianismo será entonces reacondicionado, en diferentes versiones, a los estados nación, desde donde intentará una nueva expansión. Esta vez, partiendo de la fachada atlántica, hacia las nuevas tierras descubiertas y ocupadas por los europeos occidentales. Esta nueva expansión imperial se hará en las distintas lenguas que han sustituido al latín o a las lenguas germánicas. Y reflejará, como las confesiones religiosas, las mismas divisiones europeas. Reproduciéndolas en las colonias americanas y africanas. La fragmentación de Europa era ya una realidad irreversible, cuando Colón y sus carabelas se ponen en marcha desde el sur de Europa, hacia el descubrimiento oficial del nuevo mundo.
Sin embargo, desde un punto de vista histórico más amplio, Europa no solo es una realidad despedazada y enfrentada, desde la Alta Edad Media. Apenas mal unida por algunos flecos religiosos y las instituciones del sacro-imperio germánico. Empieza a ser también un objetivo y una planificación, imperial o estatal. Un intento, a veces oscuro y a veces sincero, al que le costará salir de las divisiones medievales y ceder ante las ambiciones del mercado-nación burgués.
Entre imperio y patrimonio, los clanes dominantes europeos escarban, todavía hoy en función de sus intereses. Guiados por la codicia, pero también por el miedo a perderlo todo, los intentos actuales de construcción europea no solo se miran, en los periodos imperiales. O en el idealismo librecambista posterior. También lo hacen, en el siglo XX. Más concretamente en el panorama desolador y de absoluta dependencia, producido por las dos grandes guerras de ese siglo. Y se fundamentan, como no podía ser de otro modo, en una reflexión sobre los errores cometidos a causa de la competencia imperialista, entre los grandes estados. Ya que, en este aspecto, Europa ha sido históricamente, sobre todo, víctima de sus grandes ambiciones territoriales.
La mayor parte de las iniciativas, que podríamos llamar europeístas, desde la Edad Moderna hasta 1945, no fueron realmente intentos de unidad política. Sino otros tantos ejemplos de expansionismo imperial. El europeísmo, desde el periodo feudal hasta la primera mitad del siglo XX, se identificará sobre todo con los intentos de conquista o asimilación de unos Estados por otros. Los ejemplos de esto, van desde el Imperio carolingio (siglo VIII), sus sucesores sacro-germánicos, los Austrias o los Habsburgo, el napoleónico, hasta el III Reich y otros. En todos ellos, se solapa y confunde Europa, como casa común, con un derecho de conquista o adquisición patrimonial, extensión del poder político, espacio vital, imposición de ideas, instituciones o religión, etc. En cualquier caso, dominio territorial y apropiación de lo ajeno.
Sin embargo, junto a estas intenciones históricas anexionistas, se han producido también algunas propuestas civiles. Más pacíficas, federales, confederales, etc. Aunque sin demasiado éxito, ya que se presentaban siempre como alternativas a un sistema dominante, que no se dejaba arrebatar fácilmente su concepción de Estado ni de continente sometido. En síntesis y sustancia, lo destacable en todo este panorama sería la existencia de una tendencia, más o menos de fondo, por intentar la unidad política europea. En la que, sin embargo, los intereses continentales a veces se funden, y otras veces se confunden, con los económicos, dinásticos, patrimoniales, estatales, etc.
Un caso histórico particular ha sido el de Inglaterra, que históricamente busca más allá del continente la expansión que necesita para su desarrollo. O que, ante la imposibilidad de dominio, procura establecer alianzas divisionistas entre las naciones vecinas. La estrategia inglesa ha sido habitualmente mantener un equilibrio de poderes europeo, en el que la unidad se aplace o no sea posible. Debido a que la consideraba una amenaza potencial para sus necesidades librecambistas. Y su propia libertad de expansión mundial o global.
De todos modos, por encima de las aberraciones imperiales, de los intereses estatales o de las exigencias patrimoniales y comerciales, la idea de unidad en Europa se mantendrá con cierta potencia movilizadora, hasta los años de la creación del Mercado Común. Podíamos preguntarnos, entonces, por esta persistencia y por los factores que la hicieron posible durante tanto tiempo. Y deberíamos plantearnos la hipótesis acerca de los aspectos coyunturales y de los intereses nacionales particulares. O si, detrás de ellos, no habría una base estructural que autoriza históricamente, la búsqueda de una identidad común. Todo ello a pesar de las diferencias y de los intentos hegemónicos de algunos Estados. Aunque esta supuesta base, en todo caso, sería interpretada de forma distinta por los diferentes promotores del proyecto europeo.
Desde esta posición idealista, movilizadora y optimista, se sigue sosteniendo la teoría de los ingredientes geopolíticos y del desarrollo de una civilización semejante. O, como hemos dicho, acompasada a lo largo de los siglos. Los pueblos europeos, con sus diferencias y afinidades, con su pasado común o diverso, han vivido “encerrados” en esta península euroasiática, sometidos durante siglos a las mismas presiones exteriores. Han experimentado las mismas influencias, evoluciones y procesos culturales, sociales, económicos o políticos. De este modo, habrían alcanzado una misma visión de las cosas y una misma respuesta de conjunto. ¿Estaríamos entonces en una misma civilización, desarrollada en una misma casa? La casa común, de la que hablaba Gorbachov durante la perestroika (1986), extendida desde los Urales al Atlántico.
Las mismas fases y ciclos, las mismas constantes históricas, similares transformaciones socioeconómicas y políticas, corrientes culturales parecidas, etc., habrían cruzado el continente, con algunas variantes o adaptaciones al medio nacional o regional. Si esto fuera así, los pueblos europeos habrían experimentado y protagonizado una misma Historia, en lo sustancial. Debemos hablar, por lo mismo, de una intrahistoria pendiente de desvelar. Una especie de subconsciente colectivo que, como un sustrato común, daría identidad y contenido no siempre explícito, a la idea que tenemos de “lo europeo”.
Europa habría llegado al siglo XXI, como producto de una misma civilización, una misma actitud ante la vida y una forma parecida de Historia. Aunque esto pueda parecer hoy, una idealización excesivamente optimista, hay una cosa cierta: tras las guerras mundiales, del siglo XX, que más que a nadie afectaron a los europeos, hubo una reacción a este sustrato idealista. Con el fin de estructurar esta identidad “inconsciente”, de forma que se evitaran los enfrentamientos del pasado. Dándole una forma práctica en un marco y proyecto de unidad o utopía confederal.
En este programa de salvación, las diferencias más aparentes o notorias, como los idiomas, la fragmentación geopolítica, las religiones, costumbres, leyes, etc., eran superestructurales. Siendo, en todo caso factores secundarios y elementos aparentes, que no deberían de impedir empresas colectivas, hechos históricos y económicos comunes, etc. De ahí que, en el análisis de los factores históricos de una supuesta unidad europea, deberíamos comprobar a fondo si, entre tanta diversidad, es más lo que nos une a los europeos, que lo que nos separa.