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COLONOS y MERCADOS

La palabra ‘colono’ viene del latín ‘colonus’. Designa quien vive en una colonia y también al labrador que cultiva un terreno. En el siglo XI, el 90% de la población europea no vivía en ciudades. Vivía y trabajaba en el campo, de forma muy dispersa. Los europeos, por tanto, han sido históricamente un pueblo labrador. Durante siglos, su supervivencia dependía de la agricultura, la ganadería, la pesca o los pastos comunales.

Esto significa que, después de la descomposición del imperio romano a partir del siglo IV, la ruralización y el declive urbano habían convertido a los europeos en campesinos. La mayor parte de ellos eran siervos feudales. Muy pocas ciudades llegaban a los 10.000 habitantes censados y una gran parte del continente estaba ocupado por tierra deshabitada, bosques, pantanos, páramos, etc.

Sin embargo, solo tres siglos después, los burgos y otros pequeños asentamientos urbanos, se habían multiplicado y poblado. Las fronteras interiores estaban profundamente alteradas, debido a la colonización agrícola. Es decir, a las roturaciones y desecaciones de nuevos territorios. Ya en el siglo XIV, el urbanismo se había recuperado y extendido, de forma definitiva. Se habían desarrollado mercados de corto y medio alcance. Y se pudo abrir una época mercantil floreciente, que dio paso a la sociedad del Renacimiento.

Estos procesos tuvieron su precedente, en el siglo XII, en un movimiento iniciado en regiones como Flandes o Normandía. Se trataba de un fenómeno económico crucial para el crecimiento de Europa: las roturaciones. Una transformación de las fuerzas productivas, que supuso la mejora agrícola de una parte importante de Europa. Y de una envergadura que no se conocía desde los tiempos neolíticos. De este modo, un continente medio selvático se convirtió en la zona más alterada por la acción humana que, aún hoy, existe en el planeta.

Esta empresa común, a veces colectiva a veces individual, estuvo precedida de una expansión demográfica también sin precedentes. Convirtiéndose en una irreflexiva explotación territorial, que convirtió la agricultura feudal en un sistema extensivo y expoliador del territorio. Se conservaron algunas importantes regiones boscosas, pero fue incalculable la extensión de nuevas tierras roturadas, que sirvieron al incremento demográfico y al sostenimiento del feudalismo, varios siglos más allá de su primer impulso.

Aunque las primeras iniciativas de roturación correspondieron a los señoríos seglares, pronto los monasterios y obispados asumieron este trabajo, encomendándolo a sus siervos. Con carácter más sistemático y organizado. Muchas veces era una cuantiosa tarea, realizada por los campesinos del entorno monacal, en pago de los tributos eclesiásticos. Otras eran los propios monjes quienes dedicaban parte de su ocio a drenar, talar o laborar las tierras del feudo. Entre todos consiguieron llevar a cabo una gigantesca labor de transformación productiva, en las tierras hasta entonces yermas o baldías. En todo caso semiabandonadas.

Muchas de las zonas recuperadas sirvieron después de vínculo, para apuntalar el sistema de servidumbre. Eran encomendadas a los campesinos, liberados del trabajo esclavo, por los señores feudales. Después de arrebatárselas a sus enemigos. A cambio, este régimen de servidumbre, obligaba a trabajar las tierras del feudo. O al pago de ciertas rentas y tributos vitalicios. En este escenario, señores, reyes y obispos feudales robaban, mataban y expoliaban violentamente a los campesinos y a sus familias. Aplicando leyes y costumbres abusivas y empleando la fuerza de las armas o de las leyes, gracias a la autoridad concedida o bendecida por papas, obispos, etc. La enseñanza religiosa y la coacción supersticiosa, servían como cobertura espiritual a la acción criminal de un feudalismo, que se mantenía como obra de Dios. En una sociedad estática y jerarquizada, de modo hereditario, religioso y providencial. Repitiéndose a si misma, durante siglos.

En otras ocasiones, la Iglesia aprovechaba donaciones o concesiones señoriales sobre el territorio, donde establecía su jurisdicción feudal, después de haber transformado económicamente el entorno. Generalmente, alrededor de abadías, monasterios, catedrales, iglesias, etc., se organizaron importantes centros de producción agrícola y a veces, artesanal. De modo, que muchas veces las conocidas como fundaciones monacales no eran en realidad lugares de retiro y oración, sino colonizaciones y explotaciones agrícolas, encubiertas por los rezos y los altares.

Con el tiempo, estas ocupaciones permitidas y sostenidas por la autoridad feudal, a partir de una zona cero, sirvieron para consolidar las grandes propiedades eclesiásticas contemporáneas. Primero fueron los benedictinos, luego los cistercienses y posteriormente también los nobles y segundones, quienes recibieron estas encomiendas colonizadoras. Reflejadas en permisos o fueros, para ocupar tierras de nadie, recién conquistadas. Pronto aseguradas con una fortificación o castillo, también con iglesias-fortalezas, como asentamiento de autoridad. Que servían para atraer nuevos colonos.

Dentro de este movimiento, la colonización del Este europeo sirvió para sostener posteriormente la presión de los pueblos eslavos, sobre Centroeuropa. En el sur, como se sabe por el ejemplo de la península Ibérica, se utilizaron para asegurar el territorio reconquistado a los árabes. Manteniendo sin retroceso las llamadas fronteras cristianas, hasta la expulsión definitiva del islam, a finales del siglo XV. En ambos casos, la influencia de estas transformaciones se extiende hasta el siglo XVI. Suponiendo, además de lo dicho, la mejora y extensión de los métodos agrícolas, el desarrollo de la actividad comercial y un importante, aunque lento, crecimiento poblacional. Con la creación de formas de trabajo artesanal y sus correspondientes intercambios comerciales.

Desde nuestro punto de vista de búsqueda de un Historia común europea, las colonizaciones agrícolas de los siglos XI a XIV, constituyen una empresa colectiva semejante y común, en numerosas partes del territorio. Una obra gigantesca, mezclada y sublimada con elementos religiosos, como la llamada “cruzada contra el islam”, en la península Ibérica. También con las cruzadas o la guerra naval contra “el turco”, en el Mediterráneo “de Felipe II”. Que diría Braudel. Pero también fue una tarea común fronteriza, que probablemente contribuyó a la forja de un determinado carácter e influyó en la formación histórica de la población europea. Sin duda, sirvió también para preparar el tono expansionista y la salida imperial del continente, hacia otros lugares ultramarinos que conquistar.

Además de su base agrícola histórica, Europa es también un continente comercial. En el que abundan las manufacturas, los mercaderes y los mercados. Donde no solo se intercambian mercancías. Sino también ideas, cultura, noticias, inventos o descubrimientos, experiencias, etc. Por eso, los comerciantes europeos representaron una actividad común, desde la alta Edad Media, fundamental para la configuración económica y social del continente. Identificándose con un perfil comercial expansionista.

Desde mediado el siglo X, se constata un aumento de población, estancada desde las invasiones germánicas. Al mismo tiempo, se registraba un incremento proporcional, en la demanda de artículos de consumo. Se empieza a superar la economía autárquica y el autoabastecimiento feudales, que siguieron a la desmembración de las redes comerciales romanas.

Esta recuperación comercial afectará prácticamente a toda Europa. Desde el norte báltico hasta el sur de Italia y desde las islas británicas, por la fachada atlántica, hasta el Mediterráneo. Fue un nuevo empuje socioeconómico, que sobrepasará la Iberia musulmana, el Al-Ándalus islámico. Llegando y conquistando hasta las antiguas costas romano-cartaginesas de África. Su duración de más de dos siglos, será determinante en la recuperación renacentista europea.

En esta época, Venecia se convierte en el centro del comercio de los productos de lujo, importados de Asia. Su prosperidad influye, y enriquece a las grandes familias patricias del norte de Italia: Milán, Florencia, Pisa, etc. Desde donde, los mercaderes italianos se dirigieron hacia el norte, por los Alpes. Y hacia el este, por el antiguo imperio bizantino. También los comerciantes escandinavos y alemanes establecieron sus rutas y factorías en el este, Inglaterra o las corrientes fluviales del Rhin, el Sena, etc.

Desde la segunda mitad del siglo XII, este comercio tiene un carácter estable y regular. Se consolidan las ferias de la Champaña gala. O de las ciudades manufactureras italianas. Los vinos franceses se exportan a Inglaterra, mientras Flandes o Brabante compran lana inglesa y exportan sus labores de paño. Colonia es el gran centro redistribuidor, entre el este y el sudeste. Vías terrestres y fluviales se añaden a la navegación por el mar del Norte y el Báltico, entre Londres, Brujas, Bremen o Hamburgo. Una red, que durante el siglo XII pasará a manos alemanas, con participación flamenca y británica.

El siglo XIII conoce el desarrollo definitivo de estas redes nórdicas, en todas direcciones. Mientras en el interior del continente, a pesar de soportar alguna crisis como la del siglo XIV, con la grave epidemia de la peste incluida, se consolidan los mismos factores de crecimiento e intercambios comerciales. Esta evolución es particularmente rica en zonas del norte de Italia. Donde se concentraban los principales elementos económicos y se produce la acumulación originaria del primer capitalismo conocido. Unido al desarrollo de las modernas técnicas de pago, como la letra de cambio.

La evolución y acaparación financiera de estos siglos, se refleja en las empresas textiles de Lombardía. Empresas exportadoras, que durante el siglo XV trabajaban ya en régimen capitalista. Con propiedad privada de los grandes medios de producción, trabajo asalariado y obtención de importantes plusvalías. Que empezaban a superar y sustituir ventajosamente, al trabajo manufacturero de los gremios feudales.

A pesar de la crisis del siglo XIV, el comercio de larga distancia no desapareció. Las rutas comerciales resistieron e incluso mejoraron su coordinación y la dimensión de algunas empresas. Con iniciativas importantes como la creación de la Liga hanseática (1358). Una asociación de ciudades mercantiles, con factorías en el norte de Europa, desde Londres a Novgorod (Rusia), pasando por Lübeck y Riga.

La segunda mitad del siglo XIV, conoce también un mayor interés comercial por las viejas vías del Mediterráneo, donde el monopolio de los musulmanes se derrumba. Genoveses y venecianos, compiten en las rutas hacia el norte (Brujas, Amberes). Los catalanes se expanden hacia el Este. Mientras que castellanos y portugueses lo hacen por el sur y el Atlántico. Las ferias de Champaña casi desaparecen, debido al conflicto de la guerra de los cien años. Pero se abren nuevas vías de comunicación, como la del San Gotardo, que reencuentran el comercio italiano con el noroeste y el Báltico.

La historia de las ciudades mercantiles y de la primera burguesía capitalista, se encuentra en estas rutas comerciales. Y, en general, en todo el desarrollo comercial y fabril que venimos mencionando. Estamos ante una experiencia europea, de gran envergadura económica. Realizada en forma común, todavía en el marco dominante de un sistema de producción feudal. En la cual, aunque no haya pueblos especializados en estas rutas, el norte italiano o el entorno báltico destacan en ellas.

No hay una nación europea, que, aislada de todo, se dedique en exclusiva a este comercio. Por el contrario, todos o casi todos los territorios, que en el futuro van a formar naciones o estados europeos independientes, están reflejados e incluidos en este mismo proceso mercantil. En el que innovan o copian las mismas técnicas empresariales. De este modo, las rutas comerciales y el comercio mismo, que se desarrolla en el seno de la sociedad feudal y apunta a las primeras experiencias capitalistas, se pueden considerar más o menos homogéneas y formarían parte del bagaje común europeísta.

EUROPA. Historia de un problema

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