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7. De las imágenes a las palabras

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Las figuras del visionario, el ventrílocuo y el xenópata ilustran con claridad los hitos arriba señalados. Dejando a un lado las grandes tendencias que conformaron el saber psicopatológico, resulta llamativo que Esquirol —el primer teórico de las alucinaciones— calificara de «visionario» al alucinado: «Un hombre que tiene la convicción íntima de una sensación actualmente percibida, aun cuando ningún objeto hiera sus sentidos, se encuentra en un estado de alucinación; es un visionario»12. El énfasis puesto en la dimensión visual se advierte también en las ilustraciones clínicas, en las cuales el componente auditivo aparece relegado.

También esta predominancia de la dimensión espacial con que «se hace visible el reino de las sombras»13, resulta dominante en el análisis que Kant, medio siglo antes, realizara de Emanuel Swedenborg en Los sueños de un visionario (1766), sin duda su libro más curioso y punto de partida de su filosofía crítica. Kant, que compartió parte del siglo con Pinel, se vio obligado a estudiar la locura para examinar los límites de la razón, rectificando así la exclusión de Descartes —analizada por Foucault— que no consideraba la locura ni siquiera como un engaño de la razón. En su estudio del «archivisionario de todos los visionarios», capaz de mantener relación directa con los espíritus y las almas, es significativo que Kant dudara entre encontrar similitudes de la metafísica con la obra del autor sueco —«tan sorprendentemente semejante a mis quimeras filosóficas»14—, o despacharle «rápida y definitivamente a la enfermería»15. En cualquier caso, su concepción del lenguaje relativo a estas experiencias sigue siendo la tradicional: «El lenguaje de los espíritus consiste en una comunicación inmediata de las ideas, pero siempre va unido a la apariencia de aquel lenguaje que habla en las restantes ocasiones y es concebido como exterior a él»16.

Sin embargo, apenas una década después de que Esquirol publicara sus dos volúmenes sobre las enfermedades mentales, su alumno Baillarger acierta a captar los susurros y murmullos de las voces que conviven con el alienado, describiendo al alucinado mediante la metáfora del «ventrílocuo». Son los propios locos —advierte— quienes pronuncian las palabras con la boca cerrada, como hacen los ventrílocuos. De especial relevancia resulta también destacar que Baillarger se guió de las experiencias de los místicos cuando distinguió las alucinaciones sensoriales y las psíquicas. Al leerlos, se percató de las diferencias existentes entre las «locuciones intelectuales», las que suceden en el interior del alma, y las «voces corpóreas», esas que atruenan los oídos. «No tengo necesidad de añadir —escribió— que la división que propongo para las alucinaciones, y a la que he sido conducido por la observación directa de los alienados, es la de los autores místicos; solamente han sido cambiadas las palabras. Llamo alucinaciones psíquicas a las visiones y a las locuciones intelectuales, y alucinaciones psicosensoriales a las visiones y a las locuciones corporales»17.

Los pasajes que acaban de citarse muestran de forma ejemplar, a nuestro parecer, un desplazamiento de la dimensión visual a la auditiva, de la mirada a la voz, de las imágenes a las palabras. Palabras, cuya presencia e intromisión cada vez más evidente, irán configurando el nuevo rostro del alienado moderno. Estas pinceladas históricas ilustran asimismo sobre la tendencia a considerar erróneamente patológicas ciertas experiencias que, en otro tiempo y para muchas personas, no eran otra cosa que los resortes espirituales que les servían para vivir. A este respecto conviene evocar el anacrónico análisis psicológico que Lélut dedicó a Sócrates y su demon en 1836. Al hilvanar su sesudo estudio con referencias clásicas (Cicerón y Plutarco, especialmente) y con otras provenientes de autores más cercanos en el tiempo, se advierte esa predisposición inexorable que culmina convirtiendo a Sócrates en un loco y a la voz divina de su demon en «[…] las alucinaciones auditivas más manifiestas y más inveteradas que jamás haya podido observar un médico»18.

Si se admite que la figura del visionario diera paso a la del ventrílocuo, la progresión nos llevaría finalmente a proponer la del xenópata19. Por tal entendemos la del sujeto hablado por el lenguaje, cuyas ilustraciones más depuradas se hallan en las páginas de Séglas y Clérambault20. Al quedar desposeído del lenguaje como instrumento, el sujeto se convierte en una fuente parásita que recibe sus propias palabras como si le fueran ajenas, pero en su perplejidad tiene la rotunda convicción de que esas palabras le conciernen en lo más íntimo de su ser. De esta forma, a falta de esos parapetos contra lo real que en otro tiempo encarnaron los espíritus, el lenguaje se ha transformado en una presencia amenazadora, en una potencia autónoma que busca a los psicóticos para hacerse oír, convirtiéndolos en xenópatas que «[…] juegan a la alucinación como algunos niños se divierten jugando al teléfono»21.

Las voces de la locura

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