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El automatismo mental.
Del lenguaje como sustancia del alma

La historia y el sujeto / La sustancia del alma

1. La historia y el sujeto

Entre otras cosas, la historia enseña a distinguir lo duradero de lo efímero. Basta con el paso del tiempo para que se aplique su inexorable dictamen, sea cual sea el ámbito del que se trate. Hay conceptos e ideas que dejan una huella indeleble y se convierten en referentes, mientras la inmensa mayoría de ellos se aviejan apenas salen de la cuna. También en el estudio de la condición humana, sobre todo en sus extremos más patéticos, se impone la sentencia de la historia. La psicopatología cuenta con algunas de esas referencias modélicas e intemporales, sobre todo la histeria, la melancolía y la paranoia (delirio). Cualquiera de ellas, en su calidad de tipos clínicos, constituyen magnificaciones de las dificultades habituales que afectan a todo sujeto en lo tocante al deseo, la tristeza y la interpretación, tres ingredientes básicos de nuestra condición.

El automatismo mental contiene asimismo uno de esos elementos esenciales: el lenguaje y sus múltiples aristas. Sobra con esta razón para que se sume a la terna antes enumerada y se erija en el mirador privilegiado desde donde analizar las relaciones entre el sujeto y el lenguaje. Pero a diferencia de la histeria, la melancolía y la paranoia, el automatismo mental casi no tiene historia, por lo que suponemos que informa de algún tipo de cambio en la subjetividad.

Son numerosas las preguntas que esos referentes intemporales siguen formulando. Su valor consiste precisamente en la capacidad de interrogar y suscitar curiosidad. Como rocas indestructibles, esos modelos de referencia han visto formarse a su alrededor numerosas teorías que aspiraban a explicarlos pero acababan finalmente sucumbiendo. Porque las teorías son efímeras si se las compara con las preguntas que las provocan y alientan. La mera mención de los referentes que elegimos como guía es suficiente para saber si estamos del lado de la historia y del sujeto o del lado del cientificismo y de las enfermedades mentales.

2. La sustancia del alma

En la Île de la Cité, corazón de la ciudad de París y lugar de su fundación, Clérambault comenzó, hace ahora un siglo, a elaborar el síndrome del automatismo mental. Lo que esta descripción aportó a la psicopatología clínica contiene una enseñanza que no se ha devaluado con el paso del tiempo. Seis son, cuando menos, los aspectos que conservan hoy día el más vivo interés. Todos ellos renuevan su actualidad y la extienden a territorios situados mucho más allá de la importancia que le confirió en su tiempo el singular médico de la Enfermería especial de la Prefectura de Policía.

El primero, enmarcado en la investigación historiográfica, sitúa el automatismo mental como la culminación de la fenomenología descriptiva, cenit de las observaciones sobre las alucinaciones desarrollado por los clínicos franceses a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX. En él confluyen las aportaciones semiológicas más brillantes, desde Esquirol hasta Séglas, pasando por Baillarger. A lo largo de ciento treinta años, paulatinamente, las alucinaciones verbales abandonarían el apartado de la patología de la percepción para inscribirse —como propuso Séglas— en el de la patología del lenguaje interior.

De esas contribuciones habría de surgir la figura del xenópata, es decir, el sujeto hablado por el lenguaje, de quien Clérambault ofrece el retrato más esmerado. Y aquí radica el segundo aspecto, de índole estructural, que nos muestra de forma clara y dramática la relación del sujeto y el lenguaje. Desde esta perspectiva adquiere fundamento la pregunta acerca de si los trastornos del lenguaje son una manifestación de la psicosis o la psicosis es un efecto del desorden de la relación del sujeto con el lenguaje. A esta consideración aporta la noción de xenopatía argumentos de reflexión reveladores. A nuestro parecer, el concepto xenopatía incluye una representación privilegiada de la fractura interior, pero aporta un matiz esencial que otros términos (disgregación, escisión, disociación, discordancia, esquizofrenia, etc.) no contienen: un elemento «extraño», «extranjero» (xénos), habita en el interior de lo más íntimo del ser y su presencia lo enferma (phatie). El lenguaje que nos constituye, elemento íntimo y a la vez extraño, se adueña paulatinamente del sujeto y acaba hablando a través de él (xenopatía del lenguaje). De forma descriptiva lo usamos para referir la inefabilidad de experimentar el propio pensamiento, los propios actos, las propias sensaciones corporales o los propios sentimientos como si fueran ajenos, impropios o impuestos, como si estuvieran determinados o provinieran de otro lugar —no importa que sea exterior o interior— del que el sujeto, perplejo y sumido en el enigma, no se reconoce como agente sino como un mero y exclusivo receptor.

Pero el automatismo mental no se limita a una descripción micro-fenomenológica del nacimiento a la psicosis o de su periodo de estado. En su conjunto —este es el tercer aspecto— constituye un modelo nosológico para pensar la locura. En él se muestra el proceso de edificación de las psicosis alucinatorias crónicas desde el surgimiento de los fenómenos elementales, esas miniaturas en las que está inscrita el conjunto de la experiencia psicótica, hasta el gran síndrome con componentes alucinatorios, delirantes, cenestésicos y motrices; esto es, desde el síndrome de pasividad (retrato preciso de la tiranía que ejerce el lenguaje sobre el esquizofrénico) hasta la gran fragmentación simbólica y corporal descrita en el triple automatismo mental. Además, este modelo destaca la discontinuidad de la experiencia que entraña el desencadenamiento, llegando hasta el extremo de la conformación de una «personalidad segunda», tan ajena como extraña a la personalidad premórbida.

El cuarto aspecto que destacamos sitúa al automatismo mental como la expresión más depurada del pathos moderno: la experiencia del hombre hablado, fragmentado, interino de sí mismo. Más que ningún otro trastorno mental, el automatismo mental, la esquizofrenia y las locuras discordantes son el testimonio directo de la presencia amenazadora, autónoma, parásita e intrusa del lenguaje, cuya manifestación por excelencia es la ruptura de unidad interior que asola al hombre moderno. De ella encontramos testimonios de primera mano en el ámbito de la experiencia alucinatoria. En ella se ha basado el psicoanálisis para construir su teoría, en la cual la división subjetiva se da como hecho constitutivo y el lenguaje se propone como quintaesencia del ser, relegando así su vertiente meramente comunicativa. También ese determinismo del lenguaje sobre el hombre y la fragmentación que lo acompaña inexorablemente se pone de relieve en la moderna literatura (Joyce, Woolf, Faulkner), la lingüística y la filosofía, especialmente en Heidegger y sus seguidores.

Estas experiencias de fragmentación, de las cuales las voces o alucinaciones verbales son la expresión más reveladora, parecen estrechamente vinculadas a la singularidad del pathos del hombre de la época de la ciencia y la declinación de la omnipotencia divina. Surge de aquí un quinto aspecto consistente en interrogarse sobre el origen histórico de la esquizofrenia (el polo esquizofrénico o xenopático de la psicosis). Siguiendo esta hipótesis, la esquizofrenia debería concebirse como una enfermedad histórica que expresa la profunda transmutación de la subjetividad sobrevenida con la aparición del discurso científico, con el que el hombre se abrió a nuevos tipos de experiencias respecto a las relaciones con el mundo, los otros y consigo mismo. Esta propuesta, cuyos argumentos extraemos de la historia de la subjetividad y de la psicopatología clínica, se sumaría a las que contradicen con vigor la visión de las enfermedades mentales como hechos de la naturaleza. Además, llevando hasta el extremo dicha propuesta, podríamos concebir la esquizofrenia como un síntoma de la ciencia, en la medida en que ese trastorno señala los límites infranqueables relativos a lo que la propia ciencia ignora de sí misma.

Por último, el automatismo mental es la bisagra que articula la clínica clásica y el psicoanálisis moderno. Las elaboraciones de Lacan sobre el lenguaje, el goce, lo real y la psicosis se inspiran directamente en el automatismo mental; en este sentido, la descripción de la xenopatía clérambaultiana da pie a la construcción de una teoría en la que el lenguaje o discurso del Otro determina y conforma al sujeto. Ahora bien, la clínica clásica y su precisa semiología aportan las herramientas necesarias para, en la mayoría de los casos, distinguir mediante criterios fenomenológicos al loco del cuerdo. Hay en el último tramo de la enseñanza de Lacan, sin embargo, una vuelta de tuerca más que interesa a nuestra reflexión: si se admite que el lenguaje es constitutivo del ser (parlêtre), podría pensarse una dimensión genérica de la xenopatía, una experiencia común a todos los hombres, a partir de la cual surgiría la nueva pregunta de por qué no estamos todos locos o por qué no todos experimentamos el lenguaje como un ente autónomo que nos usa para hablar en nosotros y a través de nosotros. Desde este punto de vista, al pensamiento tradicional de la clínica estructural (neurosis versus psicosis; cordura versus locura) se añade el de una clínica continuista, en la cual la psicosis sería una experiencia originaria común de la que los neuróticos lograrían zafarse con éxito mediante el empleo eficaz de ciertos mecanismos defensivos.

Todos estos aspectos convierten al automatismo mental en el gran referente para pensar la locura moderna, la representada por la fragmentación y las voces, es decir, por el polo más esquizofrénico de la psicosis. Pero también, transitando de la psicología patológica a la psicología general, el automatismo mental constituye la más importante apoyatura de la raigambre lingüística que nos convierte en sujetos y que hace del lenguaje la sustancia del alma.

Las voces de la locura

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