Читать книгу Diez razones para amar a España - José María Marco - Страница 11

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Una mañana, no hace mucho tiempo, iba andando por una calle madrileña, enfrente del edificio del Museo Arqueológico y la Biblioteca Nacional. Unas chicas se habían parado ante un escaparate. Al pasar a su lado, escuché cómo una de ellas le preguntaba a otra: «¿Cómo se dice “Te quiero” en guaraní?». Paré en seco y mientras fingía interés por las prendas de ropa a las que ellas sí prestaban la atención que merecían, logré oír una conversación entrecortada de risas.

Acababa de escuchar el rastro vivo de una lengua milenaria, venida del corazón de América del Sur, en el centro de lo que en su día fue la capital de un imperio que se extendía por tierras tan lejanas como aquellas. Los españoles habían llevado el castellano a América. Ahora aquellas americanas, españolas también, probablemente, traían a España una de las lenguas habladas allí antes de la conquista… El mundo estaba cobrando una dimensión nueva. Rectificaba en algo el trágico curso de una historia que había hecho desaparecer miles de idiomas que expresaron en su momento formas únicas de ver el mundo y la vida. Delante del majestuoso edificio del museo y la biblioteca, aquella conversación, tan inocente, era una pequeña venganza y el inicio de una forma de rectificación. Más tarde supe que entre los paraguayos que viven en Madrid los hay que se esfuerzan por preservar y difundir la lengua guaraní.

La lengua española o castellana

En un país en el que siempre han convivido diversas lenguas, parece natural que sean varios los nombres que recibe la lengua compartida. Puede ser lengua española porque es la lengua de todos los españoles y hablada en todo el país. Y puede ser también lengua castellana porque nació en Castilla, en el territorio del condado de ese nombre, encajado entre el reino de León por el oeste, los señoríos vascos por el este y el terreno de nadie, lindante con las tierras de al-Ándalus, por el sur. Aquel romance derivado del latín se extendió a medida que el reino de Castilla, que ya había dejado de ser un condado, se iba ampliando. Entonces el castellano se convirtió en la lengua del reino más extenso y más poblado de España —también de los más ricos de Europa—. Y al ocupar una posición central en la península, se convirtió sin que lo impusiera nadie en la lengua utilizada por los habitantes de este territorio para comunicarse entre ellos.

La expansión del castellano le había llevado a integrar otros romances derivados del latín, como el astur leonés y el aragonés, que quedaron sin desarrollar. No siempre fue así, sin embargo. Los habitantes de Galicia, los territorios vascos y parte del Reino de Aragón siguieron hablando su propia lengua. Más tarde se incorporarían el reino de Valencia y las islas Baleares, recuperadas para la cristiandad por los aragoneses.

Para entonces, a finales del siglo xv y aún más en el siglo xvi, el castellano se ha difundido ya en toda la península, también entre las elites portuguesas. El uso de la palabra «castellano» va dejando paso a la de «español». Es este —«español»— un término nuevo, utilizado algunas veces en la Edad Media, pero que triunfa cuando se establece la conciencia de una nacionalidad común, una vez (re)conquistado el reino de Granada y reunidas las diversas coronas españolas. Aun así, el término «castellano» no se perderá, a diferencia de lo que ocurre en Italia con el «toscano». Covarrubias, en su Tesoro, o diccionario, del año 1611, habla de «la lengua castellana o española». La edición española de un clásico italiano, la Arcadia de Sannazaro, precisa que ha sido «traducida en nuestra Castellana lengua Española». Hoy mismo continúa la vacilación, y hay quien —yo mismo— siente cierta predilección por el «castellano».

¿El motivo? Amado Alonso, en su gran estudio Castellano, español, idioma nacional, indica que «castellano» es el nombre propio de la lengua, mientras que «español» sugiere algo más, como es la extensión del territorio en el que se habla y, muy pronto, la incorporación de términos y giros nuevos, venidos de fuera de Castilla. Decir «castellano» es también recordar el origen de aquel dialecto romance hablado en una zona no muy grande y destinado a ser conocido más adelante en medio mundo. Al decir «castellano», evocamos la inclemencia de los primeros tiempos del condado de Castilla: el campo abierto, el cielo sin límites, la voluntad de independencia, la conciencia de lo que significa la afirmación de uno mismo ante los enemigos del sur y un gusto por la igualdad —o la democracia, dice Menéndez Pidal, que evoca con tanta convicción la dura poesía de entonces—. De todo aquello quedaría una lengua clara, limpia, llana y valiente. Además, el castellano no monopoliza ni apura lo español, que es también propio de las demás lenguas de España, tan españolas como el castellano.

Al considerar la perspectiva global, cambian las cosas y muchos tendemos entonces a hablar de «español», porque parece que la lengua hablada en América ha dejado atrás la que una vez fue la de Castilla. No es así del todo, y se puede recordar que durante mucho tiempo en América la palabra «castilla», aplicada por los americanos nativos a lo que había venido de ultramar, implicaba poder y prestigio. Fuera de la dimensión global, el término «castellano», para designar a la lengua española, parece más evocador, más ajustado a la realidad y también más respetuoso.

El español tiene a su favor la internacionalización de la lengua. Como en otros muchos aspectos de la cultura española, cada uno puede expresarse aquí a su modo. Y todos son lícitos.

La originalidad del castellano

La región en la que nació el castellano lo distinguió desde el primer momento. Según Menéndez Pidal, el castellano surge más innovador, con una conciencia más intensa, con menos ataduras con el pasado.

A la influencia del vascuence le debe el castellano algunos de sus rasgos propios: las vocales reducidas al mínimo y la desaparición de la f inicial. Cuando llegaron las rectificaciones cultas posteriores, el trabajo ya estaba hecho y había dado a luz un idioma próximo al latín en sus estructuras sintácticas, es decir, con una articulación interna lógica y clara, y una simplificación drástica en lo fonético, con cinco únicas vocales. Aún más se simplificaría al desaparecer las consonantes sonoras, con las antiguas grafías x o ss. Solo criterios cultos posteriores, y a veces la nostalgia, impidieron el olvido de estas formas. Seguimos escribiendo México con x, la antigua j sonora, por mucho que se pronuncie Méjico. (Fray Servando Teresa de Mier, ideólogo de la independencia, insistía en que se conservara la x para respetar el supuesto origen de la palabra, que estaba enraizado en las creencias cristianas que existían allí antes de la llegada de los españoles. Mexicano, según el gran fray Servando, quería decir «cristiano»).

Así concebido, el castellano era la lengua perfecta para unos poemas épicos —como el dedicado a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid— volcados en la descripción precisa de la realidad y descartado todo lo sobrenatural. Lo mismo ocurre en la poesía de Gonzalo de Berceo, que traduce la santidad del mundo en términos aún más concretos, capaces de evocar el sabor y el tacto de las cosas. Los romances, con sus versos de ocho sílabas y su rima asonante, tan libre, proporcionan a la crónica histórica una fluidez y una ligereza extraordinarias, como si la música de la lengua llevara de por sí a la creación de fórmulas poéticas nuevas, fragmentadas, lejos de cualquier pesadez moralista o doctrinaria. Todo esto culminará en un teatro que tiene por característica primera la variedad de ritmos y armonías. El éxito de Lope de Vega y sus amigos, que crearon un teatro moderno, propiamente español, consiste en parte en haber comprendido el significado de esa especial musicalidad del idioma, que organizó para siempre el inconsciente del español.

La lengua castellana había ido incorporando palabras de origen alemán (en el vocabulario bélico: «guerra», por ejemplo; y nombres como «Enrique», que significa valentía) y otras, en mayor número, de origen árabe. Estas últimas recuerdan los contactos de cristianos y musulmanes, la presencia de mudéjares y antiguos mozárabes en los reinos cristianos, y también la de moriscos, de los que queda algún término —«gazpacho»—, propio de quienes tan aficionados eran a las verduras y las frutas. A mediados del siglo xiii la lengua tenía ya la suficiente madurez y los suficientes recursos como para enfrentarse con éxito a las traducciones de colecciones de historias que, desde la India o desde Oriente Medio y Arabia, traían inequívocos aromas orientales en la fantasía, el gusto por el ornamento y la negativa a distinguir entre realidad e imaginación. La vida es sueño, la obra maestra de Calderón de la Barca que evoca la leyenda de Sakiamuni, o Buda, es una variante de aquella veta oriental.

El idioma seguía flexibilizándose, aunque nada de esto habría sido posible si Alfonso X, el rey sabio, hijo del monarca que había recuperado Sevilla para la cristiandad, no hubiera encabezado el esfuerzo de formar un «castellano derecho»: dotar a su lengua castellana de una prosa que alcanza la perfección de una vez.


España sobre todas es ingeniosa, atrevida et mucho esforzada en lid, ligera en afán, leal al señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, cumplida de todo bien; no hay tierra en el mundo la semeje en abundancia, ni se iguale ninguna de ellas en fortaleza y pocas hay en el mundo tan grandes como ellas. España sobre todas es adelantada en grandeza y más que todas preciadas por lealtad. ¡Ay España! no hay lengua ni ingenio que pueda contar tu bien.


La literatura española nace con su prosa, cuando el antiguo género del elogio de España, cultivado por latinos, visigodos, judíos y musulmanes, se escribe por vez primera en castellano y el escritor toma conciencia de aquello —España— que la nueva lengua no alcanza a expresar. España se ha hecho materia literaria.

El castellano en América

Cuando los españoles llegaron a América, llegó con ellos su lengua. Era el idioma de quien había financiado la expedición: el castellano o español. En el mismo momento en el que los Reyes Católicos tomaban Granada y culminaban el proyecto de restaurar la unidad destruida el año 711, los españoles llegaban a un nuevo mundo que creían las Indias… De nuevo a Oriente, por Occidente. El objetivo económico era abrir nuevas vías para el comercio de mercancías de lujo, competir con los portugueses y cortocircuitar a los venecianos y a los musulmanes que dominaban el Mediterráneo y las rutas asiáticas. El objetivo político sería incorporar las tierras descubiertas a la Corona. Para eso, la Corona proyectaba difundir el castellano. El Imperio español actuaría como lo habían hecho otros imperios antes. El romano, que acabó con casi todas las lenguas vivas en Hispania, y el musulmán, que hizo lo mismo en el norte de África y pudo haberlo hecho en al-Ándalus.

La difusión del castellano recibió la macabra ayuda de las epidemias que destruyeron las poblaciones locales de las Antillas, y con ellas los idiomas que allí se hablaban, en particular el taíno. Quedan algunas palabras, incorporadas al castellano desde los primeros textos de Colón, escritos nada más arribar a la isla de San Salvador, o Guanahaní. La situación cambió cuando los españoles se enfrentaron al continente. La política de la Corona requería que los habitantes de esta nueva España hablaran castellano lo antes posible. Iban a ser súbditos de la Corona y por tanto sujetos de derecho de una legislación española en origen, aunque luego se promulgara una nueva, pensada para los territorios americanos.

La Corona solo podía cumplir este plan con la colaboración de frailes y sacerdotes, que eran los encargados de la educación. Ahora bien, estos tenían sus propios objetivos, de los que aquella tampoco podía zafarse. Una de las obligaciones contraídas para autorizar una conquista ya entonces discutida era la evangelización de las poblaciones. Y ante este reto gigantesco, los clérigos optaron por la solución más práctica. En vez de esperar a que las poblaciones del Nuevo Mundo aprendieran castellano, serían ellos los que aprenderían las lenguas americanas. A esta consideración se sumaba otra. La de la constatación de que la conquista amenazaba las comunidades locales, como había ocurrido en las Antillas con la desaparición total de la población americana, o las dejaba en manos de los conquistadores y de los que habían ido a instalarse allí en busca de una vida mejor y a veces de riquezas legendarias. Las misiones de los franciscanos en California, siempre un poco alejadas de las fortificaciones militares, intentaban proteger a los americanos del ejemplo de la soldadesca —sin la cual, por otra parte, los frailes poco podían hacer, aunque a veces los indios oponían menos resistencia a los frailes que a los hombres armados—. Más al sur se organizaron reducciones o «pueblos de indios», y en la región del Paraguay, los jesuitas levantaron sus propias misiones para poner a salvo a los locales de las incursiones de los esclavistas portugueses y de la codicia de los españoles.

La llegada a América había significado también el descubrimiento de un mundo ajeno a cualquier cultura conocida hasta entonces, un mundo que parecía preservado por obra de Dios en una inocencia perdida en el resto del orbe. Los clérigos españoles no podían ser indiferentes a la sugestión de unas tierras que parecían al mismo tiempo abandonadas y protegidas por Dios. Y así es como a consideraciones puramente mundanas, como la que movía a la Iglesia a crearse una esfera de poder propia, ajena a la Corona, se sumaron otras, inspiradas en la caridad —es decir, el amor por el prójimo— y en la preocupación ante el apocalipsis, humano y cultural, que estaban presenciando. Por eso, al tiempo que aprendían las lenguas que podían serles útiles en la difusión del Evangelio, los religiosos emprendieron un extraordinario trabajo de recopilación de testimonios, preservación de textos y fijación de algunas de las lenguas americanas.

Para esta última empresa, tomaron de modelo la gramática escrita por Antonio de Nebrija para fijar la lengua castellana. Un instrumento diseñado para establecer el español como «idioma del imperio» sirvió para conservar las lenguas americanas. En 1582, Gonzalo Bermúdez fundó una cátedra de chibcha —lengua o conjunto de lenguas habladas en Centroamérica— en el Colegio Máximo, de los jesuitas, en Bogotá. Fray Francisco Ximénez transcribió y trasladó el texto del Popol Vuh, libro sagrado de los mayas guatemaltecos, y el gran Bernardino de Sahagún supervisó la redacción en náhuatl de lo que acabó siendo la monumental Historia general de las cosas de Nueva España, indispensable para conocer la vida, la historia y las costumbres de los mexicanos antes de la llegada de los españoles.

La Corona no se decidió nunca por una política lingüística única, algo seguramente imposible. Con el tiempo se estableció un modelo original en el que el castellano sería utilizado como idioma común en todos los territorios americano, pero convivía con las lenguas prehispánicas —muy pocas, por desgracia— que hubieran logrado sobrevivir. En una real cédula firmada en Aranjuez en 1768, Carlos III, movido por el celo ilustrado de normalización y homogeneidad, decretó la abolición de todas las lenguas no castellanas en territorios americanos. Ya era tarde y el modelo, el modelo español, estaba consolidado.

La independencia trajo cambios y justificó los temores que ante el proceso manifestaron los indios. Conscientes del valor político y económico de la lengua compartida, los nuevos dirigentes impulsaron la implantación del castellano. De esos años data la castellanización definitiva de América, establecida por quienes se habían separado de España. Más tarde, en el siglo xx, los movimientos indigenistas exaltaron una mitología de lo autóctono frente a lo español, aunque habían sido los sacerdotes venidos de España los que ayudaron a preservar aquel tesoro lingüístico. Un caso extremo de esta paradoja fue lo ocurrido en las islas Filipinas. Allí los frailes ganaron la partida y las poblaciones nunca fueron castellanizadas. Las elites sí que hablaban castellano. No así el resto, que utilizaba su propio idioma o uno propio recién creado, el «chabacano», todavía hoy vivo. Muchos nombres siguen siendo españoles o cristianos. En Filipinas lo católico no se ha desprendido del todo de lo español.

Hoy en día el quechua, o los idiomas de la familia del quechua, lo hablan unos diez millones de personas en seis países sudamericanos: Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Perú, y tiene cierto grado de protección. El aimara es hablado por entre dos y tres millones de personas, sobre todo en Bolivia, pero también en Perú, en Argentina y en Chile. El náhuatl, con un millón y medio de hablantes, sobrevive en México, aunque cada vez más marginal, y el guaraní es la segunda lengua oficial de Paraguay y se habla en Argentina y en Bolivia.

Las lenguas de España

Aunque establecido por vías muy distintas, y con un resultado final muy diferente, el modelo lingüístico americano recuerda al vigente en España. Aquí también hay una lengua común, el castellano o español, que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar, según precisa la Constitución, que prefiere el término «castellano» a «español». En algunos de sus territorios, existen otras lenguas que allí son cooficiales. Esta realidad se debe en parte, como en América, a la voluntad de la Iglesia católica por hablar a los feligreses en su propia lengua. Así lo estableció el Concilio de Trento —tan español, por otro lado—. También a la naturaleza de España, que tendía a la descentralización política y administrativa. Ni los intentos del conde-duque de Olivares en el siglo xvii, ni las políticas ilustradas de Carlos III, ni el tirón centralista y afrancesado del liberalismo, ni siquiera la dictadura de Franco, que exaltó una España castellanizada, pudieron con esa realidad.

La lengua catalana, que había conocido períodos de extraordinaria brillantez en la Edad Media, decayó después, mucho antes de cualquier medida centralizadora, pero no se perdió. Con la vuelta romántica y conservadora a las culturas propias, renació el interés por el catalán. No ha vuelto a decaer. Normalizado a principios del siglo xx, bajo la dirección de grandes lingüistas como Pompeu Gener, volvió a ser una gran lengua literaria. La dictadura prohibió la enseñanza en catalán, pero pronto, en los años cuarenta, volvió a publicarse en esta lengua. La literatura escrita en catalán recobró su dinamismo con premios como el Joanot Martorell (luego Premi Sant Jordi) de novela en catalán, otorgado desde 1947. Se hablaba en catalán y se estudiaba la lengua catalana en la Universidad de Barcelona. En 1961 se fundó Òmnium Cultural, entidad nacionalista que tenía entre sus fines la promoción de la lengua catalana y que llegaría a ser de los principales promotores del secesionismo. Fue prohibida poco después, pero volvió a operar desde 1967. La vitalidad del catalán está hoy fuera de duda, aunque el haber sido utilizado como herramienta en el proceso de nacionalización de Cataluña, a partir de la Transición, le ha arrebatado parte de las simpatías que suscitaba en el resto de los españoles.

El gallego, otra antigua lengua, y con una gran literatura, también pasó lo que ha dado en llamarse sus «siglos oscuros». Volvió más adelante a despuntar como lengua literaria con su propio Rexurdimiento, el correspondiente a la Renaixença (Renacimiento) catalana. La falta de medios llevó a que la Academia de la Lengua Gallega surgiera de una iniciativa nacida en La Habana. El gallego siempre se ha hablado en una parte muy amplia de la sociedad y, a pesar de algunos intentos, no ha sido víctima de las pretensiones nacionalistas de crear la nación gallega.

Los vascos están orgullosos de hablar la única lengua que sobrevivió al Imperio romano, aunque fuera asimilando multitud de características del latín. También contribuyó decisivamente a la formación del castellano, nacido a su sombra. Tal era el misterio y las dificultades que rodeaban a aquella lengua venida del fondo de los tiempos, que la primera gramática que se publicó de ella, la de Manuel de Larramendi, en 1729, se tituló El Imposible Vencido. Como el gallego y el catalán, la recuperación se inició con el romanticismo conservador, aunque el impulso lo dio Sabino Arana, el ideólogo y fundador del nacionalismo vasco, auge que fue paralelo al del catalán y que estuvo imbuido de su misma ideología antiliberal y racista —en rigor, la que exhiben todos los nacionalismos—. En cualquier caso, el vascuence no es percibido con animadversión por el resto de los españoles, quizás por el misterio que rodea sus orígenes, por su dificultad o porque estos ven en lo vasco algo propio, como una clave secreta de la naturaleza de España. Los nombres vascos son hoy en día populares, y por todas partes se escuchan algunos como Iker, Asier, Ainoha, como una renovación de las clásicas Begoña y Aránzazu (y Montserrat…).

También aquí la tradición viene de lejos. Las ikastolas —escuelas donde se enseñaba el vascuence, fundadas a principios del siglo xx— volvieron a abrirse a mediados de los años sesenta. El proceso de normalización lingüística arranca a finales los años cincuenta, cuando el lingüista Koldo o Luis Michelena, militante nacionalista que había pasado varios años en la cárcel, ocupó la cátedra de Lengua y Literatura Vascas de la Universidad de Salamanca, creada en 1958 y primera de su especialidad.

La supervivencia y la consolidación de las tres lenguas españolas, además del castellano, es una demostración más de que España echa sus raíces en la diversidad. Las cuatro forman parte de la naturaleza misma del país, que ha encontrado una manera original de preservar esta variedad sin obstaculizar la comunicación entre todos. También es extraordinario que el castellano conviva tan fácilmente con estas otras lenguas, sin que el permanente contacto con ellas le lleve a transformaciones drásticas, de las que impiden esa interrelación. Es un éxito de las lenguas, la cultura y el Estado español. Solo las obsesiones nacionalistas ponen en peligro este equilibrio, frágil en apariencia, pero vigente desde hace muchos siglos.

Traducción. La curiosidad de los españoles

Entre otras muchas cosas extraordinarias, la cultura española cuenta con un rey traductor. Y no se trata de un rey cualquiera. Fue el hombre más poderoso del mundo, Felipe IV, llamado el Rey Planeta. Además de su labor como mecenas y protector de las artes, la música y las letras, Felipe IV se empeñó en traducir la monumental Historia de Italia del florentino Francesco Guicciardini —no demasiado amante de España, por otro lado—. Lo hizo en una prosa elegante y precisa y, como sabía que le iban a criticar porque no parecía bien que un hombre con responsabilidades como las suyas dedicara su tiempo a la traducción, se tomó la molestia de explicar que era su intención perfeccionar el conocimiento de «lengua tan copiosa como la italiana», necesaria para «quien posee tantos Estados en aquellas provincias». Tenía razón. Felipe IV, que hablaba catalán y portugués —además de francés—, era la cabeza visible de una monarquía pluralista y tolerante, como dice Luis Díez del Corral, que se pregunta si cabría imaginar a Luis XIV aprendiendo bretón, catalán o alemán. (Sabía castellano, por ser su madre una infanta de España).

América no había simplificado las cosas. Ofrecía un panorama aún más abigarrado de lenguas que los Estados europeos de la Corona española. La monarquía de la que en el siglo xvii era cabeza Felipe IV quería convertir las poblaciones americanas en súbditos suyos, como los de Castilla o Aragón. Por eso se les aplicaron las leyes de Castilla, además de la muy prolija legislación indiana. Como estas estaban escritas en castellano y los tribunales utilizaban esta misma lengua, los indios, cuando se enfrentaban a un proceso judicial, tenían que comprender lo que se decía, a riesgo de invalidar todo el procedimiento en caso contrario. Para la monarquía española, la ley era uno de los fundamentos de su presencia en el Nuevo Mundo.

Así se creó la figura del intérprete, encargado de traducir el juicio a quienes no pudieran entenderlo. Intérprete o traductor «jurado», porque era necesario vincularlo legalmente a la fidelidad de la traducción. La preocupación, como en muchas de las leyes encaminadas a proteger a los americanos, se convierte en auténtica obsesión, con especificaciones cada vez más precisas acerca de sueldos y horarios. «Muchos son los daños e inconvenientes —escribe Felipe II en Aranjuez, en 1583— que pueden resultar de que los Intérpretes de la lengua de los Indios no sean de la fidelidad, cristiandad y bondad que se requiere, por ser el instrumento por donde se ha de hacer justicia, y los Indios son gobernados, y se enmiendan los agravios que reciben». La insistencia es signo seguro de que la regulación no se cumplía, como ocurrió con buena parte de la legislación indiana. También indica hasta qué punto el Estado, o la Corona, era consciente de las dificultades de un proyecto tan original como aquel.

No era una situación nueva. Desde mucho tiempo atrás habían convivido en España los romances derivados del latín, las modalidades del vascuence, además del hebreo y luego el árabe. La práctica de la aljamía, que consiste en escribir en signos árabes o hebreos el castellano, no es una forma de traducción, pero indica la complejidad de la situación. Tras la toma de Toledo por Alfonso VI, empezaron a acudir a la ciudad imperial eruditos del resto de Europa y España. Llegaban para traducir los libros antiguos que se habían perdido con la cristianización y la caída de Roma, pero que habían sido trasladados al árabe, muchos de ellos por monjes cristianos de Oriente Medio. El proceso de traslación era difícil. Requería un trujamán —o traductor— que vertiese el original al castellano para poner luego este en latín. El estudioso Hermann el Alemán recuerda con frustración que para cuando consiguió traducir la Ética de Aristóteles otro monje —Roberto Grosseteste, de quien subraya con gracia su «fina inteligencia»— se le había adelantado y con mejores resultados. Había tenido acceso a los originales griegos, seguramente procedentes de Bizancio a través de la vía veneciana. Hermann fue uno de los integrantes de la famosa Escuela de Traductores de Toledo, por mucho que aquello no fuera una escuela propiamente dicha y, por supuesto, no monopolizara las tareas de traducción, presentes en otras ciudades como Calahorra y, antes, en monasterios como el de Ripoll.

Aunque no quede rastro de aquellas traducciones castellanas intermedias, lo que parece seguro es que esta lengua se enfrentó muy temprano a unas necesidades expresivas exigentes. Tal vez ese trabajo contribuya a explicar la perfección de la prosa de la corte de Alfonso X, donde todo se escribe en castellano y los textos se vierten a lo que a partir de ahí sería el idioma del Estado. (En la Corona de Aragón se utilizaría pronto el catalán). Antes de Felipe IV, el rey traductor, estuvo Alfonso X el Sabio, que además de promocionar el saber, las recopilaciones y las traducciones se ocupaba de fijar y pulir los textos finales: rey editor, por tanto, que inventó la prosa castellana. Lengua regia, en el sentido estricto de la palabra. (También lo son el catalán y el gallego).

En los círculos cortesanos también hubo interés por la traducción de obras literarias escritas en árabe, fueran originales o vertidas a su vez del persa, o del sánscrito. Ahí están las traducciones de clásicos como Calila y Dimna o el Sendebar, Libro de los engaños y los asayamientos (enredos) de las mujeres, uno de los escasos libros misóginos de la literatura española. La castellanización del Estado no significa que quedaran excluidas las demás lenguas de España, como iba a ocurrir en Inglaterra y en Francia. El propio Alfonso X, tan políglota y tolerante como su sucesor Felipe IV, recurre al gallego para escribir su poesía. Y en este mundo que vivía naturalmente su propia diversidad, algunos judíos, grandes traductores, tuvieron un papel crucial.

Los españoles sucumbieron pronto a la fascinación ante el nuevo estilo literario creado en Italia, el dolce stil nuovo. Durante mucho tiempo se esforzaron por adaptarlo al castellano, como hizo el marqués de Santillana en sus Sonetos hechos al itálico modo. La empresa no tuvo éxito hasta Ausias March, en catalán, y Garcilaso de la Vega, en castellano. Los dos logran instalar la poesía catalana y la castellana en el entonces selecto club de lenguas romances cultas, equiparables en dignidad a las antiguas. Y lo hacen gracias a una genialidad poética que en su base es también imitación y traducción. Será Garcilaso, en el prólogo a la traducción de El cortesano hecha por su amigo Boscán, el que dé el respaldo definitivo al verbo «traducir», que dejará atrás otros como «ladinar» (aplicado a los judíos españoles), «romanzar» o «trasladar».

A partir de ahí, la cultura española conoce un auténtico furor traductivo, se podría decir. En Alcalá de Henares, por impulso del cardenal Cisneros, se realiza el extraordinario trabajo filológico e impresor de editar la Biblia Políglota Complutense en latín (dos versiones: la Vulgata y otra moderna), hebreo, griego y arameo. Carlos V quiere que su hijo Felipe lea los Discursos de Maquiavelo, autor favorito del emperador. Se traducen poemas épicos, novelas pastoriles, buena parte de la literatura clásica y también obras científicas, de geometría, medicina y astronomía. El propio Quijote es, según explica el autor, obra original de un sabio moro, el famoso Cide Hamete Benengeli. Cervantes le encargó la traducción a un muchacho «aljamiado» de Toledo a cambio de «dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo».

Otros dos pasajes del Quijote demuestran la existencia de un público atento, cultivado y con medios suficientes para que la traducción fuera rentable. Uno, durante la famosa purga de libros, cuando el barbero confiesa al cura que tiene en su poder un libro italiano pero que no sabe leerlo; en plena Mancha, en el siglo xvi, circulaban libros en italiano. El otro, en la imprenta en Barcelona, con don Quijote enfrentado desde las alturas de su idealismo a un autor (es decir, un traductor) que concibe su oficio como una manera de ganarse la vida y a ser posible hacer negocio. (En el Persiles, su gran novela de aventuras, Cervantes dice de una mujer que comprendía perfectamente lo que su amante le decía en castellano, por mucho que ella desconocía esa lengua. Había cosas, en aquellos tiempos dichosos, que no requerían traducción, menos aún jurada).

El Quijote precisa los límites de la traducción. Uno de ellos atañe a la dificultad de preservar el original, aunque eso no detuvo nunca a los traductores, movidos por la curiosidad o la necesidad de ganar dinero. Es lo que le ocurre al joven y risueño traductor, que promete hacer su trabajo «bien y fielmente y con mucha brevedad». El otro es más grave, y es el cura, en la escena con el barbero, el que lo pone negro sobre blanco. Se refiere a la censura de la inquisitorial y a la reacción de la Iglesia ante el cisma protestante. En contraste con lo que estaba ocurriendo en los territorios donde había prendido el protestantismo, en España, cabeza de la reforma católica, quedaron prohibidas las traducciones de las Sagradas Escrituras. Las primeras Biblias impresas en castellano son una judía, publicada en Ferrara en 1553 por Abraham Usque y Jerónimo de Vargas, y la llamada Biblia del oso, traducida por Casiodoro de Reina y publicada en 1569 en Basilea.

La hermosa traducción de los Evangelios de Francisco de Enzinas, dedicada al emperador Carlos V, fue prohibida y retirada, y fray Luis de León acabó en la cárcel con el pretexto de haber traducido por su cuenta (y riesgo, nunca mejor dicho) el Cantar de los cantares y el Libro de Job. Hasta el siglo xviii no tendrían los lectores españoles la posibilidad de leer las Sagradas Escrituras en su propio idioma. A modo de compensación, los episodios bíblicos aparecen glosados una y otra vez en la pintura, la escultura, la literatura y el teatro. Sigue siendo sorprendente el grado de conocimiento teológico que demuestra esta popularidad.

El siglo xviii trajo una nueva oleada de traducciones. La suscitan la fe en el progreso, la exaltación de la razón, la confianza en la universalidad del ser humano, la ampliación de conocimientos y el descubrimiento de nuevas técnicas e instrumentos. Tan grande es el número de traducciones que desencadenará el debate acerca de los beneficios y los perjuicios de la avalancha de términos y expresiones nuevas. Las polémicas sobre la globalización no empezaron ayer. La riada era imposible de contener y el castellano se enriqueció al enfrentarse a nuevas necesidades expresivas. No parece, en cambio, que lo español se viera perjudicado por aquella revolución realizada, una vez más, por los traductores.

El siglo liberal, con la Revolución Industrial, consolidó el oficio de traductor, hasta el punto de que desde entonces se ha podido vivir de la traducción, mientras que sigue siendo más raro vivir de la escritura. Por mucho dinero que hubiera ganado con sus artículos, Larra sabía que la seguridad estaba del lado de la traducción y se entregó a ella con energía. La forma de traducir y el oficio de traductor cambiaron a principios del siglo xx. Bajo el impulso de Prat de la Riba y la dirección de Pompeu Fabra, el Institut d’Estudis Catalans traducirá buena parte del legado clásico: el esfuerzo está puesto aquí en la normalización y el enriquecimiento de la lengua. No le hacía falta al castellano de entonces, normalizado mucho tiempo antes, pero sí se requerían nuevas traducciones para un público más exigente, desde aquel al que iba dirigida la Colección Universal, precedente de los libros de bolsillo de la Colección Austral, hasta los círculos académicos e intelectuales.

En buena medida, fue Ortega quien promocionó esta nueva oleada de traducciones. Y paradójicamente, fue el mismo Ortega el que dictaminó la imposibilidad de la traducción. Las lenguas, llegó a decir, son universos cerrados, destilados de una cultura para la que no hay equivalente en otro idioma. Por eso la traducción está condenada a traicionar el original, a la perpetua imprecisión. Ortega escribió estas observaciones durante su exilio, en plena Guerra Civil. El fracaso de la República y las desastrosas consecuencias de los nacionalismos en Europa le llevaban a ese escepticismo conservador que niega el predominio de la razón y la universalidad del ser humano. Estamos condenados a no entendernos, sugiere Ortega en una versión pesimista del relativismo que proclamó triunfalmente de joven, a principios del siglo xx, cuando descubrió que no podemos zafarnos de nuestra circunstancia, es decir, de nuestra perspectiva sobre una realidad cuya totalidad se nos escapa siempre. Ortega, tan conservador, estuvo entre los pioneros de la posmodernidad y colocó la traducción en el centro de los problemas de la nueva situación.

A pesar de estas reflexiones melancólicas, la curiosidad de los españoles por lo que se escribe fuera impulsó una potente industria editorial en cuanto los efectos de la Guerra Civil quedaron atrás. Hoy España es de los primeros países en cuanto a libros publicados, con 81.391 en 2016, el 16,1% de los cuales fueron traducciones.

Un ideal clásico

La osadía del castellano, que se adelantó a las demás lenguas romances y se convirtió de buenas a primeras en algo parecido a la lengua oficial del reino de Castilla, fue encauzada y ahormada luego, en el siglo xv, cuando los clérigos y los cultos se esforzaron por volver a latinizar algo que ya tenía vida propia. A finales de dicha centuria, dos obras señalan la madurez: la Celestina, que compagina milagrosamente lo popular y lo humanístico, y la Gramática de Antonio de Nebrija, la primera gramática de una lengua romance que fija un idioma a punto de convertirse en un medio de comunicación global.

También se va librando una lucha sorda entre el castellano hablado en Andalucía y el sur de España, y el castellano de la corte, el que se escuchaba entre Valladolid, Toledo y Cuenca. Este último contaba con el respaldo del círculo del emperador, con las prestigiosas aportaciones de Garcilaso de la Vega, Boscán y los hermanos Valdés, que habían logrado incorporar la sutileza rítmica y la dulzura melódica procedentes de Italia. El triunfo político de este castellano no anuló las demás formas de expresión. En el sur de España se siguió hablando un castellano propio, popular por no ser de uso en la corte. Fue este, con parada obligada en las islas Canarias, el que llegó a América. Hubo intentos de imponer el castellano de la corte en las capitales virreinales y en las universidades allí fundadas. Fue inútil. En América triunfó el castellano popular, español ya de pleno derecho. Se ha dicho que hay más diferencia entre las diversas formas de la lengua habladas en España que entre el idioma que se escucha a uno y otro lado del Atlántico.

El éxito del español del sur en América va acompañado por el triunfo del castellano en Europa. El prestigio y el poder de Carlos V lo convierten en la lengua de las elites, la lengua política del continente y una de las grandes lenguas de cultura. Había que aprender a hablar y leer español. Juan de Valdés, humanista de Cuenca, donde se conserva su casa familiar, pero residente en Nápoles por practicar un cristianismo heterodoxo, redactó el primer libro de enseñanza de español para extranjeros, el célebre Diálogo de la lengua. Los personajes, en particular el que representa al propio autor, van desbrozando lo que consideran el buen uso del castellano, más de una vez contrario al preconizado por Nebrija, de tendencia más andalucista. El «buen castellano», el que los extranjeros deben aprender, es para Valdés el que se habla en la corte. De ahí otro argumento —aún más literario, es verdad— para rescatar el término «castellano», por el que Valdés se inclina casi siempre.

De fondo está la aspiración renacentista y clásica de hablar, escribir y comportarse con naturalidad. Hay que disimular el esfuerzo bajo la fluidez y la sencillez de la expresión. Lope de Vega hablará de una «estética invisible», que es también el mejor instrumento de seducción. Garcilaso lo había explicado en el único texto en prosa que nos ha llegado de él cuando, al hablar de la traducción de El cortesano, explicó que este había huido «de la afectación sin dar consigo en ninguna sequedad; y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente». Valdés lo expresó así a sus amigos italianos que querían aprender a hablar español: «Escribo como hablo».

Todo lo que no sea esa naturalidad será censurable. Por motivos estéticos, pero también por lo que revela de arrogancia, desprecio hacia los demás, falta de gusto. Este castellano, en el que el empuje popular y castizo va corregido por la inclinación clasicista a la contención y la transparencia, define una zona templada en la que prima la claridad y la elegancia en el decir. Entre el uso y la norma, el castellano no opta, como hace el francés, por la segunda ni, como el inglés, por el primero; lo propiamente castellano será el equilibrio entre uno y otro.

Esta disposición debe mucho a la naturaleza misma del español, idioma claro, de gran consistencia, naturalmente lógico. La exigencia aristocrática de la templanza y la mesura se alía así sin forzarla con la realidad de la lengua. No fue sencillo, pero una vez conseguido el equilibrio, pareció que siempre había estado ahí. El castellano encontró una fórmula de naturalidad, la propia de los tratados de fray Luis de Granada, los diálogos y los poemas de fray Luis de León, la prosa luminosa de Cervantes, la transparencia de Moratín y la elegancia de Valera. También lleva implícita una cierta sonrisa, presente siempre en esta forma expresiva que mira a dos formas aparentemente incompatibles de entender la vida.

En el siglo xviii llegó el momento de normalizar una lengua que se había ido normalizando. Recién fundada, la Real Academia Española seguirá fiel a ese criterio. En el Diccionario de autoridades, la selección de palabras castellanas está avalada por los grandes escritores que las hayan utilizado, las «autoridades» del título, y no por criterios técnicos ni ideológicos. Entre ellas están Alfonso X, la Celestina o las obras de santa Teresa, que consiguen trasladar a la escritura el castellano hablado, con su vocabulario, sus giros, las melodías internas que ha dejado el romancero y también las rupturas y las incorrecciones. Intrínseca a esta elegancia propia de la prosa castellana es la voluntad de escribir como se habla, formulada una y otra vez, desde Juan de Valdés, como ideal estético. Dará lugar a obras como La lozana andaluza, el Lazarillo, La Dorotea o la crónica de Bernal Díaz del Castillo, el compañero de Cortés, que presumía de ser un «idiota sin letras». Lo cultivarían, mucho más tarde, Baroja y Pla, en busca de una naturalidad absoluta, ajena a cualquier artificio retórico.

Lope de Vega presumió siempre de escritura clara, llana, capaz de ser entendida por todos, sin distinción de clases ni de educación. No siempre fue así, y el propio Lope estaba orgulloso de sus poemas intelectuales, o de sus metáforas complejas, nada fáciles de entender —como le ocurre a alguno de sus personajes teatrales, que se queda en blanco ante un soneto que define el amor platónico—. En realidad, lo que Lope estaba insinuando es que escribir es siempre escribir para alguien, como un gesto de amor. Con fórmulas sofisticadas, se escribe para el pueblo, es decir, para todo el mundo.

La estética del idioma

No siempre el idioma se ciñó a este ideal de equilibrio. También empezaban a surgir tendencias muy distintas, que acabarían cuajando en una forma de entender la literatura contraria a aquellos presupuestos. Fue Góngora el que lanzó el gran ataque, con sus Soledades y su Fábula de Polifemo y Galatea: «Estas que me dictó rimas sonoras…». Son obras maestras de la relatinización del idioma castellano, pero, sobre todo, el resultado de un hallazgo lingüístico y formal inédito, de una audacia soberana en la invención de la pura belleza. Góngora estaba convencido de que la belleza estaba al alcance de muy pocos.

El enfrentamiento entre Góngora y Lope se convirtió en una lucha por el alma misma del idioma, más allá del combate por el imperio literario. Había zonas de contacto. Lope apreció e incluso incorporó a su obra muchas de las audacias de Góngora. Este, aunque más despiadado con su rival de lo que este lo había sido con él, recurrió al romance para el que acabó siendo su poema preferido, uno que cuenta los amores desgraciados de Píramo y Tisbe. Ganó Góngora, impulsado por la moda aristocrática que logró imponerse en la corte, aunque la llaneza volvería después. Quedó para siempre una renovación de la lengua hecha en nombre de la suntuosidad de las imágenes, del esplendor de los sentidos y la voluntad de escribir para la minoría selecta.

Mientras tanto, el horizonte del castellano se abrió como el Nuevo Mundo había abierto con sus maravillas el horizonte vital de los españoles. Así fue como el castellano empezó a incorporar desde el principio algunas palabras americanas: canoa —la primera, ya apuntada por Cristóbal Colón— y más tarde hamaca o aguacate, esta última sacada a relucir por un personaje de Lope para reírse de los nuevos términos incorporados por los culteranos, muchos de los cuales acabaron naturalizados castellanos: crepúsculo, esplendor, nocturno… El gusto por la suntuosidad de la lengua, por trabajarla como quien trabaja una joya espléndida, quedó para siempre y volvería con poetas como Rubén Darío o Lezama Lima y, en España, Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez. La joven generación de vanguardia de los años 1920 evocó el ejemplo de Góngora para lanzarse a su propia renovación de la lengua y Lorca compaginaría el gusto por las metáforas muy elaboradas con una querencia hacia lo popular quintaesenciado, sublimado en formas depuradas y modernas.

Otros escritores, incluido Lope, que lo abarca todo, abrieron una línea distinta de renovación estilística y lingüística. Quería ser más fiel a la esencial claridad castellana que Góngora y sus amigos, tan volcados en la apariencia que nadie los entendía y para leerlos hacían falta traductores. Aquí se trataba de poner a prueba al lector, y a la lengua, ante lo que en los siglos de oro de la literatura española se consideró la demostración por excelencia del ingenio poético. ¿Cómo relacionar dos elementos dispares en una frase? ¿Y cómo conseguir que esa relación fuera inteligible y creara al mismo tiempo, por el chispazo que produce el poner en contacto elementos distintos, ajenos el uno al otro, un nuevo giro del pensamiento, una nueva forma de ver las cosas, inédita, atractiva, reveladora? Estamos en el núcleo mismo de un recurso o una disciplina, el concepto, que va a llevar hasta el límite los recursos de la lengua.

Ortega gustaba, tal vez demasiado, de la metáfora. La definió como la «bomba atómica mental» porque aniquila la realidad de la cosa dicha y la que la sustituye. De este modo crea un nuevo concepto, distinto de los dos anteriores, que el lector habrá de reconstruir por su cuenta. Los españoles del Siglo de Oro se obligaban a sí mismos a argumentarlo todo: la fe, las preferencias estéticas, el amor… El juego conceptista permitía insinuar, más que decir, y abrir la mente a formas nuevas de pensar. Lope lo consideraba el primer recurso poético. Y Quevedo lo aplica a toda su producción, desde la satírica y burlesca de los Sueños a la política de los Anales de quince días, que cuenta con una libertad extraordinaria los momentos que mediaron entre la muerte de Felipe III y la subida al trono de su hijo Felipe IV.

Baltasar Gracián, el jesuita aragonés rebelde a la disciplina de su orden, teorizó el concepto en su Agudeza y arte de ingenio. Lo llevó más lejos que nadie con sus explosivos aforismos del Oráculo manual, leídos hoy en día como consejos para medrar en un mundo sin piedad, donde rige la guerra hobbesiana de todos contra todos. «Sin mentir, no decir todas las verdades». «Saber vender sus cosas». «Naturaleza y arte; materia y obra». «La realidad y el modo»… También aquí se escribe para pocos, aunque todos estén invitados al juego de la inteligencia. Menos radical, el gran político y diplomático Saavedra Fajardo utilizaría el procedimiento conceptista en su Príncipe cristiano, explicando cien «empresas», es decir, cien «jeroglíficos» para la formación del buen gobernante.

Del ejercicio sistemático del ingenio conceptual, puesto al servicio de la agudeza, sale un idioma ágil, sin elementos superfluos, que se atiene a lo sustancial. Se puede remontar a las formas de la prosa latina más pura, como el portugués Melo en su Guerra de los catalanes, o reinventar un castellano clásico a su manera, como el de Feijoo y Jovellanos. El periodismo moderno lo inaugura un escritor nutrido en este estilo, como es Larra, y luego Unamuno lo reinventará al ponerse al servicio de una obsesión espiritual en la que la lengua misma se convierte en el testimonio vivo de Dios por su capacidad para revelar lo indecible. Dios admite fuerza (es decir, ha de ser conquistado por la violencia), y eso le lleva a Unamuno a emprender con el castellano —con el divino verbo español, lengua sagrada en la que va escrita esa biblia española que es el Quijote— una lucha similar a la que Jacob mantuvo toda una noche con el Señor.

Heredero del concepto es, en parte, el castellano de Ramón Gómez de la Serna, muy en particular sus greguerías, apuntes en los que la lengua juega con sus propios giros para descubrir nuevos significados y nuevas sugerencias, siempre inesperadas y al borde mismo del número circense, más sentimental y efectista de lo que la práctica clásica del concepto habría admitido. En el polo opuesto están los escolios del colombiano Nicolás Gómez Dávila, aforismos clásicos, cincelados en un castellano aristocrático, el gran idioma heredero del latín clásico que fue modelo de distinción para tantos prosistas europeos, en particular para los moralistas franceses del siglo xvii.

Entre los últimos grandes conceptistas españoles estuvo José Bergamín —católico y comunista, lo que hace de él un concepto ambulante—. En pleno siglo xx, en su castellano volvía a prender la chispa —inteligencia y sensibilidad fundidas— que saca una nueva idea del choque de dos ideas dispares. No extrañará a nadie que Bergamín, aficionado al arte del toreo, se declarara rendido amante de Madrid cuando volvió del exilio en 1959.


Lo que vi en las calles, en el Prado y Recoletos, Alcalá, las plazas de Cibeles y Neptuno, fue la gente, una gente increíblemente noble, limpia, elegante, seria, casi grave: un pueblo más velazqueño que goyesco. ¡Y qué luz, qué aire, qué prodigioso encanto vivo en todo!


La gracia, la delicadeza, la cortesía… todo eso, tan propio del ideal estético y vital de la lengua castellana, es lo que destaca Bergamín a su amiga María Zambrano desde su casa de la calle Londres. Madrid —en cierto sentido la esencia de España— sería el más acabado de los conceptos y los madrileños, los perfectos conceptistas.

Una lengua

El castellano matizado de una cierta sensualidad catalana o de la suavidad gallega no es el mismo que el muy sonoro y pautado de Burgos o del País Vasco. El del centro —el mismo que fue durante mucho tiempo el castellano canónico— ha permanecido fiel a esa fluidez monocorde, sin apenas variaciones de altura, que lo distingue del castellano de Andalucía, lleno de armonías y de contrastes de altura, de aceleraciones y de pausas que acompañan al gusto por el juego puramente lingüístico de imágenes y de ideas. También el madrileño popular que todavía se escucha alguna vez conservó, más contenido, a veces señalado tan solo por una pausa entre sílabas, ese gusto por la ironía, la autoirrisión y cierta chulería.

Pues bien, a pesar de las variedades de dicción y de acento, a pesar de la diversidad de costumbres y las particularidades geográficas, la lengua española ha sabido conservar su unidad. Son muy raros los casos en los que los españoles pierden la capacidad de comprender lo que dice un compatriota, aunque sea de una región muy alejada de la suya. Otro tanto ocurre en la gran área hispanoparlante, dentro de la cual ni las distancias, ahora sí de verdad continentales, ni la consolidación de naciones independientes han perjudicado a la unidad del idioma.

Alfonso Reyes subrayó que el castellano, además de su consistencia característica y de su sencillez fonética, ha sido un idioma integrador. En América, la lengua preservó su característica consistencia. La obsesión castellana, o española, por la documentación escrita reforzaba la unidad lingüística. El peligro llegó cuando, tras las independencias, una parte de las elites recién emancipadas soñaron con la posibilidad de liberarse también del castellano, que algunas de ellas juzgaban bueno solo para la tradición y la religión. También se llegó a suponer que el castellano seguiría la suerte del latín. El español hablado en México, en Colombia o en Argentina emprendería cada uno una evolución propia. Y si no se llegaba a tanto, al menos era hora de reconocer las originalidades particulares del español hablado en América. Así lo hizo el gramático Andrés Bello, que propuso una reforma ortográfica adaptada al habla chilena. Bello, que era un gran humanista, rectificó luego. Insistió en la importancia de «la preservación de la lengua de nuestros padres, en su posible pureza, como un modo providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español». Con los años, las academias y las universidades de uno y otro lado del Atlántico sumaron fuerzas para evitar la ruptura del idioma común.

Las reivindicaciones indigenistas y la obsesión multicultural volvieron a plantear objeciones a la lengua única. Hay quien piensa que el español se ha convertido en una koiné, un instrumento lingüístico sin raíces, de dimensión puramente utilitaria, que sirve para que puedan comunicarse hablantes de culturas distintas… también de distintas lenguas. De ser así, un colombiano, un mexicano, un chileno y un español hablarían lenguas diferentes, como diferentes serían sus culturas.

Nada indica que esto haya ocurrido, ni siquiera en Estados Unidos, donde los hispanoparlantes viven en una sociedad de lengua inglesa. El famoso spanglish no es un idioma, ni siquiera un dialecto, inicio posible de una lengua. Es la forma en la que algunas personas se comunican en situaciones de bilingüismo, con saltos permanentes y no reglados de uno a otro idioma. Es muy difícil de trasplantar de una comunidad a otra, e imposible de codificar por su carácter espontáneo y el cambio permanente que constituye su esencia. El spanglish, a pesar del esfuerzo que se ha hecho, incluida la traducción de clásicos como el Quijote, no parece destinado a tener un gran futuro como lengua. En los años sesenta y setenta, también los españoles emigrantes en Francia practicaron el fran-pañol.

Según el Instituto Cervantes, 480 millones de personas hablan español como lengua materna. Es la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes, tras el chino mandarín. El porcentaje de población mundial que lo utiliza como lengua nativa está aumentando, aunque sea por razones demográficas. En 2015, el 6,7% de la población mundial era hispanohablante, porcentaje que destaca por encima del correspondiente al ruso (2,2%), al francés (1,1%) y al alemán (1,1%). Las previsiones estiman que en 2030 los hispanohablantes serán el 7,5% de la población mundial. Dentro de tres o cuatro generaciones, el 10% de la población mundial se entenderá en español. Más de 21 millones de alumnos lo estudian ya como lengua extranjera. Y según un eurobarómetro de 2018, es la lengua que más quieren aprender los europeos menores de 30 años —preferencia mayoritaria entre los alemanes, belgas, holandeses, irlandeses, británicos, franceses, daneses, suecos, fineses, luxemburgueses, italianos, austríacos, eslovacos, húngaros, polacos, estonios, búlgaros y griegos—.

El Atlas de la lengua española en el mundo destaca algunas características del español como lengua internacional. Es un idioma homogéneo. La mayor parte de los países hispanohablantes ocupa territorios contiguos. Tiene carácter oficial y vehicular en 21 países del mundo. También es una lengua en expansión y es propia de una cultura internacional. Eso explica la importancia económica del español, relevante en los intercambios comerciales y en las inversiones, con más de 103.000 empresas que desarrollan su trabajo en el terreno cultural y un sector editorial de primera importancia, extendido por todo el territorio hispanoparlante. En una sociedad posindustrial, donde el sector servicios es el predominante, la lengua, como recordó Ramón Lodares, es dinero.

A uno y otro lado del Atlántico, seguimos hablando el mismo idioma. Las diferencias de pronunciación, de vocabulario y a veces de sintaxis no varían ese dato fundamental. Y sigue siendo algo milagroso, para un hispanoparlante, desembarcar del otro lado del océano y seguir hablando el mismo idioma. También es cierto que desde el momento en que los españoles llevaron el castellano al Nuevo Mundo este adquirió vida propia y cualquier pretensión de superioridad o patrimonialización por parte de los hispanoparlantes españoles está abocada al fracaso.

Del «¿Cómo se dice “te quiero” en guaraní?» escuchado en el centro de Madrid, tan importante como la respuesta es, llegados a este punto, la pregunta en sí.

Diez razones para amar a España

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