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En el siglo xvi, la imaginación de los españoles andaba poblada de Amadises, Orianas, Esplandianes, Palmerines y Felixmagnos. Habiendo salido en busca de aventuras y en defensa de la justicia y el honor, lo mínimo que había hecho cualquiera de estos caballeros era conquistar una isla encantada y derrotar un ejército de gigantes. Hubo algún intento un poco más realista, como Tirant lo Blanc. Como era de esperar, no tuvo éxito. Los españoles preferían las maravillosas aventuras del caballero del Febo o de Palmerín de Oliva.

Los libros de caballerías tienen autor, pero casi nadie lo recuerda. Lo importante era el soplo de la imaginación, que antes se había plasmado en otra forma de expresión, esta vez sí anónima, y en verso: fácil de retener y de difundir, por tanto. Fueron los romances, sobre los que se debatió mucho tiempo si eran obra de poetas anónimos o creación popular espontánea. Los estudiantes de hace unos años nunca logramos saber cuál de las dos hipótesis era la buena. Lo que cuenta es que crearon una conciencia común: historias compartidas, virtudes y ejemplos de actuación, una cierta estética hecha de concisión y movimiento, y la música del verso octosílabo. Más tarde, dieron pie a la variedad melódica y rítmica del teatro nacional. Muchos de estos romances se atienen a los datos de la realidad, aunque sea inventada: lo sobrenatural quedaba reservado para la poesía santa. También hubo romances novelescos —con muertos de amor— y otros, como los de frontera, que contaban historias caballerescas entre moros y cristianos. Algunos alcanzaron el límite de lo fantástico y lo erótico, como el del conde Arnaldos, del que no sabemos si se dejó seducir por el canto de un marinero.

Luego llegó Cervantes. Con don Quijote, los españoles empezaron a reírse de aquellas locuras que tanto les habían inspirado. Era la hora del desencanto y con él del realismo. Esta interpretación, un poco existencialista, de ribetes nihilistas, triunfó cuando las elites españolas impusieron una historia desgraciada de su país.

No era obligatoria. Don Quijote, sin ir más lejos, muere cuando deja de creer en su sueño. La locura del hidalgo es algo más que un simple extravío. Además, el personaje, con la ayuda de su creador, ha instaurado una realidad nueva en la que vivirá para siempre. Antes incluso de su muerte, las aventuras del hidalgo en busca de su ideal de justicia y de amor habían pasado a formar parte de la realidad española. En tiempos de don Quijote, el Romancero nuevo recreó con una renovada brillantez la antigua forma popular, más novelesca que nunca. Tal prestigio tenía esta que hasta los más grandes poetas, entre ellos Lope y Góngora, se plegaron al requisito del anonimato. Era el homenaje a una creación que a todos pertenecía.

Sobrevivieron también otras formas literarias que hoy nos parecen tan lejanas y artificiales como los libros de caballería. Son las novelas de aventuras (el Persiles del propio Cervantes, su obra última y predilecta) y los libros de pastores (género que el mismo autor cultivó en La Galatea, de la que prometió una segunda parte hasta el final). Las dos sedujeron durante mucho tiempo la imaginación de los españoles con sus emociones desbordadas, sus alegorías, tan intrincadas de descifrar, y sus interminables y fascinantes debates sobre la naturaleza y los efectos del amor.

Sobre todo, surgió una forma absolutamente nueva, el teatro inventado por Lope de Vega y sus amigos, entre Valencia y Madrid. Todo aquí era inaudito: la mezcla de lo cómico con lo serio o lo trágico, el halago al público, la combinación de realismo y fantasía, la libertad en el tratamiento de los asuntos más arriesgados… Al mismo tiempo, todo era reconocible, como si los grandes creadores, incluidos los actores, hubieran dado con una clave compartida —otra vez— por todos. Así se puso en marcha una fábrica de sueños que formó durante siglos la conciencia europea.

La risa que suscitó —y sigue suscitando— el Quijote no es por tanto incompatible con el vuelo de la imaginación. Galdós, que sabía de lo que hablaba, la llamó «la loca de la casa».

Un idioma apuesto y seductor. Calila y Dimna

En su Coloquio de los perros, Cervantes pone a hablar a dos perros, Cipión y Berganza, una noche, en el hospital de la Resurrección de Valladolid. Sería mejor decir que los pone a hablar el alférez Campuzano, un soldado enfermo de sífilis que se encuentra allí en tratamiento. Es él quien transcribe el diálogo que le dará a leer a un amigo suyo. Dotados del don de la palabra, los perros deciden contarse el uno al otro su vida. Empezará Berganza, que relata una auténtica novela picaresca. Con la particularidad de que el protagonista quiere trabajar —a diferencia de lo que desean los pícaros de verdad, es decir, humanos—. Al pobre Berganza, son sus amos los que le impiden seguir trabajando. La ficción queda convertida en una crítica de la conducta humana y los perros, en unos moralistas. En griego, «perro» se dice kion. Es la palabra que dio origen al nombre de la escuela cínica, la de los filósofos que dicen siempre la verdad y se ven reducidos a la categoría perruna, confinados en los márgenes de la sociedad.

Los animales parlantes aparecieron por primera vez en lengua española en el siglo xiii, en una traducción: el Libro de Calila y Dimna. Calila y Dimna, los protagonistas, son dos «lobos cervales», dos linces. También son hermanos y viven en la corte del rey León. Dimna quiere hacer carrera política y acercarse al monarca. Siguiendo una indicación suya, introduce en la corte al buey Senceba, que se convertirá en el favorito del soberano y acabará muerto tras una intriga del lobo, celoso de su antiguo protegido. Lo diálogos entre los personajes, y entre un rey y un filósofo, dan pie a pequeñas fábulas o apólogos que sirven como ejemplo de conducta.

Todo tiene un fuerte sabor oriental. El origen del Calila y Dimna se remonta a un libro indio, escrito en sánscrito, el Panchatantra, redactado en torno a 300 a. C., aunque muchas de las fábulas parecen ser muy anteriores. Con algunas de estas y otras venidas del Mahabharata, la gran epopeya hindú, se formó el Calila y Dimna. El nuevo libro también incorporó cuentos de origen budista, como el de la rata convertida en niña a petición de un monje y que, a la hora de casarse, volverá a su auténtica naturaleza. Era tradición de los monjes budistas recurrir a cuentos y apólogos, o parábolas, para ilustrar sus enseñanzas. Así lo harían igualmente los predicadores cristianos.

En su camino hacia Occidente, el libro pasó del sánscrito al persa, luego al siríaco y por fin al árabe. De esta última versión se encargó el gran escritor Ibn al-Muqaffa, que vivió en Basora, hoy Irak, en el siglo viii. Al-Muqaffa, apunta el estudioso Hans-Jörg Döhla, creó una prosa narrativa rica y elegante que sigue siendo un modelo: es la primera obra en prosa narrativa no religiosa escrita en árabe, carácter pionero que también tuvo su versión en castellano, la primera del citado género.

Es por entonces cuando arranca la prosa española. Estamos en la época de la mencionada Escuela de Traductores de Toledo. Fue Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, quien mandó traducir Calila y Dimna a mediados del siglo xiii. Alfonso X estaba obsesionado, como dice su sobrino, el infante don Juan Manuel, por


acrecentar el saber cuanto pudo (…). Y tanto deseó que los de sus reinos fuesen muy sabios, que hizo trasladar en este lenguaje de Castilla todas las ciencias, tan bien de teología como de lógica, y todas las siete artes liberales, como toda la arte que dicen mecánica.


Lo que a Alfonso X le interesaba de Calila y Dimna no era, claro está, el entretenimiento con animales. En su origen, el libro era uno de esos «espejos de príncipes» que sirven para la formación de los gobernantes y los soberanos. El Panchatantra, de hecho, está escrito por un sacerdote, un brahmán, por encargo de un rey deseoso de educar a sus tres hijos, poco dados a la vida estudiosa y política. En el Calila y Dimna es un sabio persa, el médico Berzebuey, quien viaja a la India en busca de unas hierbas que le proporcionen la inmortalidad. El experimento falla y los sabios indios le hacen comprender que no es eso lo que debe buscar. Lo más valioso, aquello que garantiza la inmortalidad, es el saber. Está resumido en el libro de Calila y Dimna, que Berzebuey llevará a su soberano en Persia.

Se trata, por tanto, de un texto de literatura sapiencial. No expone saberes científicos ni secretos metafísicos. Lo que el lector halla en el Calila y Dimna es un arte práctico de comportarse en la vida y, más precisamente, el arte de saber quiénes son los amigos y quiénes no lo son. A diferencia del coloquio de Cervantes, los diálogos de los dos lobos están muy lejos de la intención moralizadora. Se trata de sobrevivir en un mundo en el que las apariencias son engañosas por esencia. Esa es la técnica que enseña el libro, técnica maquiavélica, de un tono subidamente cínico en un sentido muy distinto al que apunta la fábula de Cervantes. Aquí nadie, tampoco los animales, suele decir la verdad.

Calila y Dimna viven en un mundo urbano, impersonal, donde nada es lo que parece y en el que la imprudencia, la precipitación o la distracción cuestan la reputación, cuando no la vida. (Ibn al-Muqaffa, el autor de la versión árabe, que había tenido que convertirse del zoroastrismo al islam, fue asesinado en una intriga cortesana). La fábula, o «ejemplo», es la única forma en la que se puede expresar un saber como este, pegado a la realidad concreta, a la circunstancia y al resultado de la acción. Y cuenta sobre todo exponerlo de tal forma que no aburra al lector.

Lo dice muy bien el infante don Juan Manuel al hablar de su propia obra. Ni siquiera aquellos que no la entiendan bien dejarán de leerla «por las palabras seductoras y apuestas». La tradición clásica occidental se funde aquí con la oriental, y el saber con un castellano elegante y preciso —también humorístico, como corresponde a estas fábulas en las que la verdad se subordina a lo conveniente y la moral al provecho—.

El amor enamorado. Lope de Vega y La Dorotea

El protagonista de La Dorotea es un joven llamado Fernando, sin más oficio ni beneficio que el de poeta. Vive de una mujer joven, Dorotea. De una gran belleza, culta y sofisticada, Dorotea es una de las cortesanas más solicitadas de Madrid. Quiere tanto a Fernando que ha abandonado su oficio y se ha puesto a coser e incluso a vender sus pertenencias para pagar las necesidades del joven. La situación tiene un límite, sin embargo, y la madre y una amiga de esta, Gerarda, una nueva Celestina, le dejan bien claro que debe volver a la industria.

Cuando Dorotea se sincera ante Fernando, el joven se enfada y decide marcharse a Sevilla. Deja así el campo libre a un nuevo amante, don Bela, hombre un poco mayor, recién llegado de las Indias con la fortuna que ha hecho allí. Dorotea intenta suicidarse tragando un diamante: los personajes de Lope, a pesar de la naturalidad y la aparente espontaneidad de su expresión, son siempre de una extrema sofisticación. Acaba cediendo a la presión de Gerarda, a don Bela y a sus regalos. Al volver, durante un encuentro en el paseo del Prado, Fernando comprueba que Dorotea le sigue queriendo y que él, en cambio, y tal vez por eso mismo, ya no la quiere a ella. Dorotea comprende el desvío y se deja llevar por la tristeza, mientras don Bela, cada vez más melancólico, se convierte al amor platónico, aunque sin abandonar el trato con la muchacha. Empieza así a escribir algunos poemas de gran complejidad conceptual. La obra termina con la muerte de don Bela en una pelea absurda y con la de Gerarda al caerse por unas escaleras. También se revela lo que traerá el futuro: la viudez de Dorotea, ya rica, y un nuevo rechazo de Fernando a su propuesta de estar juntos de nuevo.

En esta obra, de las últimas que escribió, Lope vuelve a un episodio juvenil. Andaba entonces enamorado de Elena Osorio, la hija de un cómico, y la joven, tal vez por instigación de la familia, lo dejó para conceder sus favores al sobrino de uno de los grandes personajes de la corte. Lope enfureció, insultó públicamente a Elena y acabó en la cárcel. Fue condenado a seis años de destierro de Madrid. Nunca olvidó esta historia, a la que volvió una y otra vez en su obra. Incluso la trasladó al mundo de los gatos, con Marramaquiz y Micifuz enfrentados por Zapaquilda, gata «mirlada», la nueva Elena, esta vez de una Troya de tejados y azoteas madrileños.

La historia del joven Lope con Elena Osorio se había convertido en pura materia poética, idealizada hasta el extremo, pero también cada vez más rica, más densa en significado y más saturada, por tanto, de poesía. Lope presta su genio poético a sus criaturas, pero también las hace participar de su propia personalidad y sus preocupaciones estéticas. Todos piensan y actúan en términos poéticos, hasta el punto de que Lope, el poeta del amor por excelencia, el que con más hondura y más sensibilidad ha tratado nunca el tema amoroso, se desdobla en diversos papeles: el joven Fernando, frívolo y descarado, don Bela, el rival convertido al platonismo, o Gerarda, la celestina que todo lo mueve gracias a una extraordinaria creatividad verbal. También Dorotea, avatar último y sublimado de Elena, hace poesía, y no la de menor belleza. Mucho antes de La Dorotea, Lope había creado un personaje extraordinario, al que bautizó Belardo, y que le sirvió para representarse a sí mismo enamorado y, por tanto, para retratar al Amor.

El culto a la belleza no impide la sordidez de la trama. Estamos en el núcleo del teatro español inventado por Lope y sus contemporáneos, el que mezcla los géneros y, al lado de la más fina disquisición psicológica, planta la figura del gracioso, o su correspondiente femenina, realistas, burlones, que se encargan de comentar la obra como lo haría el vulgo que paga su entrada y dicta, por tanto, las normas, el arte de hacer comedias. La Dorotea, sin embargo, no requiere de gracioso. La perspectiva del gracioso está en la distancia que Lope interpone entre él mismo y sus criaturas, convertidas ya, a fuerza de haber sido reinventadas una y otra vez, en seres vivos de una casi absoluta autonomía con respecto a su creador. La misma libertad que respiran los personajes del teatro español se despliega aquí, a raudales. El amor ha hecho el milagro gracias al cual alcanzan la verdad de ellos mismos.

Esa verdad no es nunca estable y el amor juega con las criaturas de las que se ha adueñado, y que ha inventado, con la misma libertad que se toman ellas para servirle. Y para entender la paradoja —el concepto— del que se han convertido en ejemplo, Dorotea y sus compañeros, como los personajes del teatro de su tiempo, intentan sin tregua poner en claro sus sentimientos, el origen de sus emociones, la causa de sus preferencias. Son discutidores porque son poetas, como son poetas porque están enamorados. Por eso buena parte de La Dorotea transcurre en largas conversaciones que en apariencia no hacen avanzar la acción. Así es como Lope recreó el formato de diálogo, mucho más extenso, y aún más libre, que lo que permitía la impaciencia del público teatral. La «acción en prosa» parece más poesía que acción, e incluso que prosa. Es que los personajes quieren poner en claro lo más importante: su propia verdad poética. La Dorotea es uno de los grandes tratados de amor nunca escritos, como una réplica al Banquete platónico.

Así es como la historia triste del término de un gran amor se convierte en una celebración, broche último que clausura toda una vida dedicada a la investigación del sentido de la belleza, en particular de la belleza femenina. En su obra maestra final, la «más querida» de sus creaciones, Lope descarta la presencia y la evocación de Dios. Y sin embargo, sin Él, sin el Dios cristiano del amor y la misericordia, se entiende difícilmente que los personajes llegaran a tal grado de libertad. Tampoco se entendería bien que Lope, de vida amorosa tan atormentada e intensa como la de sus personajes, fuera capaz de tal delicadeza y, al tiempo, de tanto impudor, como si la inocencia, la abolición del pecado, solo pudiera aparecer cuando nos toca la mano del Amor y su arte.

El triunfo de la libertad. Pedro Calderón de la Barca, El príncipe constante

En 1973, muy joven, llegado a París pocos meses atrás, asistí con una amiga a una representación de teatro en la Sainte-Chapelle, la iglesia construida como si fuera un relicario en la Isla de la Cité, en el núcleo mismo de París, por el rey san Luis. La Sainte-Chapelle deslumbra por su luminosidad mística, pero aquella tarde estaba oscura y apenas iluminada por las velas y unos focos rasantes. Los espectadores habíamos recibido unas mantas para protegernos del frío y nos sentábamos en el suelo, pegados a las paredes, mientras se celebraba una especie de rito de una austeridad radical.

Pasado el tiempo, y durante muchos años, estuve convencido de que aquella función había sido la puesta en escena de El príncipe constante de Calderón a cargo de Jerzy Grotowski. Grotowski fue un mítico director polaco que preconizaba un teatro pobre, despojado de cualquier adorno. El actor debía enfrentarse sin defensa a su condición humana. Mucho más tarde comprobé que aquella tarde no habíamos asistido a la representación de la tragedia de Calderón, sino a otro montaje de Grotowski. El recuerdo persiste, sin embargo. A fuerza de fotos y de fragmentos grabados, aquello se combina con las imágenes que suscita el texto de la obra.

En el acto III, Fernando, infante portugués, se nos presenta casi desnudo, comido de pústulas y de piojos, tendido en una estera. Le han sacado un rato del muladar donde lo ha recluido el rey de Fez. Fernando se ha negado a ser liberado a cambio de la ciudad de Ceuta, como han negociado la casa real portuguesa y el rey marroquí. Va a pagar su constancia, la más alta virtud de un príncipe, con la humillación, el martirio y la muerte. Suplicará que lo ejecuten, pero de nada le servirá. Este Job moderno, castigado por su firmeza y su paciencia, sufrirá como sufren los animales, concentrado en su pura humanidad. Se entiende que Grotowski, en la Polonia de los años sesenta y setenta, con el totalitarismo triunfante, fuera sensible a la sugestión católica de la obra de Calderón.

La virtud primera de Fernando es decir no a una iniquidad. Los teólogos españoles del siglo xvi habían escrito mucho, y muy bien, acerca de la libertad en la que quedan los súbditos cuando el soberano incurre en injusticia y se convierte en un tirano: el príncipe ejerce el poder, sí, pero solo en nombre de esa comunidad política y para la perfección del bien común. Contra la maquiavélica razón de Estado, este modelo de príncipe cristiano consigue salvar su ciudad para la cristiandad. (Cuando Portugal vuelva a separarse de España, Ceuta seguirá siendo española por decisión de sus habitantes). Todo respira un aire nacional muy reconocible, propio de quienes se habían empeñado en la recuperación del territorio invadido por los musulmanes y están llamados luego a defenderlo.

No hay por tanto fatalidad alguna, ni aceptación del destino. «Firme he de estar en mi fe», dice Fernando y si acepta el martirio es para defender lo que es el fundamento de su dignidad de ser humano. «¿Quién soy yo? —pregunta a quienes le presionan para que acepte el canje— ¿Soy más que un hombre?». Y se contesta: «un hombre nada más». Cervantes, que tanto habló de la libertad, puso en labios de don Quijote unas palabras célebres sobre lo que vale. Calderón nos coloca ante el ejemplo concreto de lo que cuesta. Fernando no regatea y, al salvar Ceuta, se salva a sí mismo. Convertido en un espíritu, con una luz en la mano, conducirá la tropa portuguesa al asalto victorioso de Tánger. La constancia acaba llevando a su país al triunfo terrenal.

En la historia, Fernando era el hijo del rey don Juan de Portugal. Fue capturado por los marroquíes y murió en cautividad en 1443, a los 41 años, con aura de mártir. Calderón trata una historia bien conocida por españoles y portugueses, que pronto tuvieron al desgraciado príncipe por santo. En su tragedia, el autor lo enfrenta a una mujer, la hija del rey de Fez. La llama Fénix, por su belleza sin duda, y como sugiriendo desde el primer momento la caducidad de ese don. Eso es lo que obsesiona a Fénix. Su primer gesto, nada más aparecer en escena, será pedir un espejo. Es una mujer triste porque su padre va a casarla con un hombre al que no quiere, a ratos melancólica —tristeza sin causa aparente— y asustada hasta el pánico por una profecía. Una hechicera africana le ha anunciado que será intercambiada por un muerto. Desde entonces Fénix vive obsesionada por esa sugestión que condena su hermosura a la podredumbre.

Desde el primer momento, sabemos que Fernando está destinado a ser ese cadáver. En su camino de degradación, el príncipe trabajará de jardinero. La imagen procede de los Evangelios y resulta tan atractiva para la literatura española por lo que sugiere acerca de la posible recuperación de la naturaleza humana, previa al pecado y a la muerte. Así tendrá ocasión de hablar con Fénix, y en esta escena, una de las más memorables de la historia del teatro, intercambiarán dos sonetos. El de Fernando (Estas, que fueron pompa y alegría) versa sobre la caducidad de la belleza de las flores («iris listado de oro, nieve y grana»): una lección para la vanidad de los seres humanos. Fénix, horrorizada, le contesta con otro (Esos rasgos de luz, esas centellas) que opone el jardín terrestre al celeste y, en vez de la caducidad de las flores, describe la belleza y el poder de las estrellas que rigen sin apelación posible el destino de los seres humanos.

Fénix, absorta en el cuidado y la contemplación de su belleza, no es capaz de entender que se encuentra ante quien está contradiciendo su visión fatalista y trivial de la vida. La predicción se cumplirá al fin cuando los portugueses canjeen a la princesa, que entretanto ha sido hecha prisionera, por los restos de Fernando. La degradación, el sufrimiento y la muerte, en vez de condenar la belleza terrestre, le otorgan su auténtico sentido. Fénix se casa al fin con su amante y en cierto modo renace como el ave legendaria.

Mucho antes de Grotowski, El príncipe constante había entrado en el canon de la literatura europea. Goethe la adaptó y la puso en escena en la corte de Weimar. «Si la poesía desapareciese de este mundo —dijo de ella—, podría reconstruirse con esta obra de teatro». De esta poesía forman parte el esplendor de las imágenes de un Calderón joven, fascinado por la imaginación de Góngora, del que glosa un espléndido romance. El dramaturgo poeta es capaz de convertir la palabra en una recreación de la belleza del mundo, como si el universo entero se hubiera hecho teatro ante nuestros ojos.

El mar tiene una presencia particularmente intensa en la obra y remite a la grandeza de las fábulas antiguas, pero también a la inmensidad del horizonte en el que se movían los españoles de entonces. Fernando, el hombre que se atreve a asumir el sentido de su existencia, ilumina con él el resto del mundo. Ahí está el núcleo santo que da sentido al gran espectáculo. Lo hace desde la extrema miseria del cuerpo expuesto, enfermo, martirizado. El Espíritu todo lo santifica.

La verdad antimoderna. Fernán Caballero, La gaviota

El Real Alcázar de Sevilla es una construcción levantada por el rey Pedro I de Castilla el Cruel, sobre la antigua alcazaba musulmana. De planta y estilo mudéjar, es uno de los grandes homenajes de los cristianos españoles al gusto y a las formas de vida islámicas. La distribución de las salas —las públicas y las privadas—, la ornamentación, el agua y la vegetación, los símbolos, incluida la invocación a Alá, por Dios, en las inscripciones escritas en árabe…, todo apunta a un mundo donde la presencia de la cultura musulmana era constante y bienvenida. El palacio y el jardín se enriquecieron luego con otras aportaciones: jardines renacentistas, grutescos venidos de los palacios de Italia, patios castellanos o el pabellón que Carlos V mandó construir en el parque: un cubo perfecto, manifestación del más estricto ideal humanista, rodeado de naranjos y palmeras, recubierto de azulejos multicolores y una pequeña fuente que murmura engastada a ras del suelo… Así hasta llegar al siglo xix, cuando se añadieron nuevos pastiches mudéjares que disgustan a los puristas, pero atestiguan la continuidad del gusto español.

Fue en este palacio donde residió Fernán Caballero. Lo hacía en unos apartamentos del Patio de las Banderas que le cedió la reina Isabel II en reconocimiento a su obra literaria. También, para paliar una situación económica difícil. A esas alturas, todo el mundo sabía que Fernán Caballero era el seudónimo de Cecilia Böhl de Faber. Cecilia era la hija de un importante comerciante en vinos, gran defensor de la literatura española, y de su esposa, Frasquita Larrea, mujer de letras también ella y apasionada, como su esposo, de las cosas de España. Casi nunca fue fácil la vida para Cecilia Böhl de Faber. La niña se crio en Alemania, separada de su madre, y cuando llegó a España no conocía bien la lengua del país que iba a hacer suyo a fuerza de amor. Empeñada en escribir, y en un ambiente cosmopolita, lo hacía en francés y en alemán. Los textos eran luego traducidos y corregidos por sus amigos, aunque no siempre como lo habría hecho su autora, de gusto seguro y con una clara idea de lo que quería hacer.

En 1849, el diario El Heraldo publicó en forma de folletín una novela titulada La gaviota. Fue un éxito inmediato. Lanzó a su autor, Fernán Caballero —nombre de un municipio manchego de Ciudad Real— a una celebridad instantánea que se difundió luego por toda Europa. Mayor aún habría sido, según el crítico José Fernández Montesinos, de haberse publicado años antes, cuando había sido escrita —en francés—. Entonces sí que habría resultado pionera en el panorama de las letras europeas. Lo habían impedido los escrúpulos de su autora, convencida de que una mujer no debía exponerse al público a pesar de llevar ella haciéndolo desde muy joven.

La acción de La gaviota arranca de noche, sobre un barco, cerca de la costa inglesa. Allí traban conocimiento dos de los protagonistas de la novela, el joven duque de Almansa, guapo como muchos de los protagonistas masculinos de la obra de Fernán Caballero, inspirado al parecer en el duque de Rivas, y Fritz Stein, un joven médico alemán sin medios, que se dirige a España para ofrecer sus servicios en la guerra carlista. Años después, Stein, perseguido, desengañado y enfermo, llega a un pequeño pueblo costero andaluz, Villamar. Lo recoge una familia encargada de cuidar los restos de un fabuloso monasterio abandonado con la desamortización. Stein saldrá adelante gracias a la generosidad de quienes lo acogen, en particular de la tía María, soberbio retrato de una mujer generosa, buena, inteligente, católica de una pieza. Allí conoce a otra María, una muchacha más joven que él, que vive en la pobreza con su padre, pescador. María ha sido agraciada con una voz extraordinaria y una intuición musical infalible. Como buen alemán Stein es, además de sentimental, buen músico. Enseña a María los rudimentos del arte y de paso se enamora de ella. Se casan sin que la muchacha, temperamento gélido, sienta el menor interés por él más allá de las enseñanzas musicales. «La gaviota» es el malévolo apodo que le ha puesto, por su egoísmo, un chico al que María dedica su más escogida antipatía.

Entonces vuelve a aparecer el duque, al que Stein cura de una mala caída. Habiendo escuchado cantar a María, se lleva al matrimonio a Sevilla. Allí, en los círculos aristocráticos de la ciudad, se desarrolla la segunda parte de la novela. Cecilia Böhl de Faber los conocía bien por las relaciones de su propia familia y por haber estado casada con el marqués de Arco Hermoso, fallecido después de unos años de felicidad matrimonial. María triunfa en la ópera con sus interpretaciones de la Norma de Bellini y la Desdémona del Otello rossiniano. Mientras, el duque se va enamorando de ella y ella, a su vez, cae enamorada, por fin, de Pepe Vera, un gran torero. Todo acaba mal excepto para el duque, que entra en razón y vuelve con su familia. Vera muere en la plaza de toros en una escena soberbia de crueldad y dramatismo, María pierde la voz y Stein, enterado de la infidelidad de su mujer, se marcha a La Habana y fallece como consecuencia de una epidemia de fiebre amarilla.

El final parece muy propio de Fernán Caballero, que tiene fama de escritora moralizante. Lo es, sin duda, pero con ella —y ya desde el uso del seudónimo— siempre habrá que desconfiar de cualquier opción demasiado simple. No solo escribió y publicó profesionalmente, por dinero, en contra de sus convicciones. También se casó tres veces, la última con un hombre 17 años más joven que ella. Su vida sentimental, más intrincada de lo que correspondía, la llevó a ser desterrada de la buena sociedad sevillana. En una tertulia aristocrática retratada en La gaviota, los personajes se entretienen pensando en escribir una novela, pero no encuentran más tema que el de un adulterio, que es, justamente, uno de los asuntos centrales de la novela en la que han cobrado vida. Los demás son insulsos y poco interesantes… ¿Qué pensaba de verdad su creadora de uno de los personajes de su obra, acerca de la que dice, sin venir a cuento, que nunca habría creído, de llegar a saberlo, «que estaba levantado en el mundo un estandarte bajo el cual se proclama la emancipación de la mujer»? En Elia, una novela corta de juventud, una joya de gracia y desparpajo ideológico, un personaje se equivoca y al querer decir «paradoja» dice «bala roja»…

En el desarraigo de María y en su obstinada persecución del cumplimiento de una vocación, hay algo más que el retrato de una fría ambición. Otro tanto ocurre con la vinculación de algunos personajes a actitudes ideológicas y políticas, como la amanerada y a pesar de todo simpática Eloísa, que personifica algo que Cecilia Böhl de Faber, tanto como Fernán Caballero, detestaba: el provincianismo de los españoles rendidos al culto a todo lo que venga de fuera y a la denigración sistemática de su propio país. En La gaviota también aparece esa figura eterna del alcalde progresista empeñado en cambiar el nombre de las calles. Con poca fortuna, porque a nadie le importa nada el asunto.

Siguiendo a su padre, Cecilia Böhl de Faber realizó durante buena parte de su vida una labor minuciosa e incansable de recopilación de materiales de arte popular, ya fueran narraciones o poemas. Fue de los primeros en hacerlo. Ahora bien, frente al romanticismo, Fernán Caballero, que conocía bien a Balzac, buscaba una estética distinta. Quería retratar una España ajena al materialismo del resto de Europa, una España que había sabido preservar el espíritu del amor y la sociedad cristiana. Ahí residía la pura poesía que quería expresar y para eso inventó un género, la novela española moderna, y una forma de mirar: un realismo capaz de reproducir esa verdad poética inserta en la vida de un país que se empeñó en hacer suyo.

Julia Escobar, amiga mía, traductora y escritora, gran conocedora de Emilia Pardo Bazán, me preguntará por qué no he escogido alguna novela suya. Es una buena sugerencia, pero siempre me ha gustado el don de observación y la capacidad descriptiva de Cecilia Böhl de Faber. Gran paisajista, pocas veces la luminosidad y la alegría, esa forma de felicidad ideal propia de la vida andaluza, han brillado tanto como en sus obras. De una elegancia y una guasa características, Fernán Caballero es de los grandes escritores españoles.

Entre la prosa y la nostalgia del romanticismo. Pío Baroja, La feria de los discretos

A Baroja le gustaban, como protagonistas de sus novelas, los hombres jóvenes y desarraigados: algo nihilistas, por tanto. Se creen superiores al medio en el que viven y, como hombres de acción, están convencidos de alcanzar el objetivo que se han propuesto. Consiste en dar un golpe decisivo que les permita resolver de una vez el problema de su vida. Ahí está el Moncada de César o nada, hombre inteligente y sensible metido a regeneracionista, o el Fernando Ossorio de Camino de perfección, en busca de una revelación mística que le saque del prosaísmo de su existencia y de la estrechez de la sociedad española.

Otro es Quintín, el protagonista de La feria de los discretos. Quintín vuelve a Córdoba, su ciudad natal, después de ocho años en un internado en Inglaterra. Viene hecho todo un inglés, sano, corpulento, vestido con su abrigo de paño y una gorra a cuadros. En el compartimento del tren un matrimonio francés, que viene a España en busca del tipismo romántico, lo toma por un extranjero. Quintín aprovechará el equívoco para burlarse de ellos. Córdoba lo recibe con lluvia. En su casa, la de un rico tendero de ultramarinos antes llamado el Pende, se enfrenta a una frialdad que ya conoce: la misma situación que llevó en su momento a mandarlo lejos de casa.

Claro que ahora Quintín viene dispuesto a otra cosa. «Superhombre», en castellano, se traduce por pícaro, y lo que quiere el joven cordobés pasado por las islas británicas es vivir sin trabajar. Habrá de esperar a un capricho de la suerte y, cuando llegue este, aprovecharlo. Tal es la virtud de este muchacho muy fin de siglo que Baroja envía, como en una máquina del tiempo, hasta los últimos meses del reinado de Isabel II, cuando se está preparando el pronunciamiento de septiembre de 1868.

Quintín abomina de lo novelesco, pero su origen lo es en grado supremo. Es hijo natural, habiendo nacido de una relación que tuvo su madre, cuando vivía en una venta de la sierra, con un joven aristócrata refugiado allí después de cometer un asesinato y muerto a su vez por las fuerzas del orden que lo perseguían. De ahí la frialdad del padrastro, que lo aceptó, pero no parece haberlo querido nunca. Así que Quintín es, además del hijastro de un tendero, el nieto del marqués de Tavera. El marqués vive en un espléndido palacio, descalabrado por la ruina de la familia. Lo acompañan otras dos nietas, Rafaela y Remedios. Quintín fantasea con ellas pensando en su objetivo de solucionarse la vida.

Ya antes, con el de la madre, se ha abierto la gran galería de retratos femeninos, uno de los muchos encantos de las novelas de Baroja, también de La feria de los discretos. Una de ellas, Patrocinio, es una misteriosa mujer entrada en años que conoce los secretos de las familias de Córdoba y ayudará a Quintín. De las dos nietas del marqués, la mayor parece la más prometedora. Se casa pronto, por interés, y acaba así con la ensoñación de su pariente. Viene más tarde María Lucena, una cómica que se encapricha de él y lo somete a una explotación erótica de la que el joven se cansa pronto. Está además la Aceitunera, casada con el primogénito del marqués y convertida en una aristócrata española auténtica, de esas mujeres en las que el refinamiento y la clase comunican misteriosamente con la esencia de lo popular. (También le gustan las aventuras. Uno de sus amantes le ha regalado una liga con un lema bordado en perlas y diamantes: «Intrépido es amor: / de todas sale vencedor»). Quintín y un socio suyo, bandolero, la secuestrarán y la aventura, muy stendhaliana, le da pie para desplegar toda su inteligencia y su encanto. Tanto, que parece que es ella la que tiene secuestrados, y enamorados, a los dos compadres. En otra escena, Quintín se encontrará encerrado en una buhardilla junto con la encantadora e ingenua Gumersinda Monleón —Sinda—, que ha acabado allí tras una aventura amorosa. España no será un país romántico, pero el folletín arrasa en esta novela en la que Baroja se toma todas las libertades.

Para ser una sociedad tan ajena al romanticismo como Quintín sostiene varias veces a lo largo de la novela, en particular ya cuando se burla de los franceses en el tren de vuelta, Córdoba ofrece toda clase de oportunidades de diversión. Eso sin contar las romerías, los festejos y el ambiente de aventurerismo propiciado por las intrigas que preceden a la revolución. A su lado el ambiente británico, o europeo, del que viene Quintín, parece un poco aburrido. Lo encarna aquí el relojero suizo Springer, un personaje muy barojiano que representa el sentido común y la ética del trabajo. Springer se deja tentar por esa bomba erótica que es María Lucena, pero él sí sabe lo que es el romanticismo. Lo cultiva en casa, tocando a Mozart y a Beethoven al piano con su madre.

Ahora bien, también Springer, cuando sale de Córdoba, echa de menos algo, tal vez la variedad, o la intensidad concentradas tras la frivolidad de las costumbres andaluzas —españolas, por extensión—. Baroja retrata este contraste en uno de los primeros apuntes paisajísticos de la novela, cuando Quintín, al día siguiente de su llegada, recorre las calles silenciosas y vacías de su ciudad bajo la lluvia y la niebla. La niebla, sin embargo, está saturada de una luz y una vibración ajenas a las confusas y grises neblinas de los países del norte. La muy secreta ciudad de Córdoba y sus alrededores, la vega y la sierra, ofrecerán a Baroja la ocasión de hacer ese paisajismo que tanto le gustaba: colorista y sobrio a la vez, atento al matiz más imperceptible, pero siempre en movimiento, seco, rápido y lleno de vida. En vez de sumergirse en las delicias de la sensualidad, Baroja sugiere un mundo de finura espiritual apegado a la apariencia de las cosas, a su presencia física, casi palpable.

La sociedad cordobesa pintada por Baroja es un mundo sin orden ni concierto. Encaja bien con el aparente desorden de su prosa y de su narración. Ningún personaje, exceptuada Sinda, aspira a la redención por el amor ni a las gestas históricas. Lo suyo siempre parece ser el regate corto, salir del paso, arriesgar lo menos posible.

Es lo que hace Quintín, que roba el dinero de los conjurados en el pronunciamiento el mismo día de la batalla del puente de Alcolea que sentenció en Córdoba el destino de la monarquía isabelina. El dinero robado le servirá para labrarse una posición y una fortuna en Madrid. No para ser feliz. Cuando encuentre en Biarritz a Rafaela, una de las nietas del marqués, comprenderá que la clave la tiene la hermana de esta. Vuelve a Córdoba a buscar a Remedios, pero ante la inocencia y la perfecta bondad de la muchacha comprende que está corrompido hasta el tuétano, que no hay regeneración posible y que no es capaz de engañarla. El sentimentalismo de Baroja se vuelca en este final con los ruiseñores cantando en la oscuridad, «mientras la luna, muy alta, bañaba el campo con su luz de plata». A Quintín le gustan, tanto como a su creador, las romanzas de ópera italiana.

Testamento nihilista. Manuel Azaña, La velada en Benicarló

En la primavera de 1937, desde que había salido del Madrid asediado, Azaña vivía cerca de Barcelona. Las tensiones entre los anarquistas y los nacionalistas de izquierdas, por un lado, y los comunistas y el Gobierno de la República, por el otro, culminaron entonces en un enfrentamiento abierto, una pequeña guerra civil dentro de la otra. Fueron las jornadas de mayo de 1937, que Orwell intentó retratar en su Homenaje a Cataluña. Dos semanas antes de esos sucesos, Azaña escribió La velada en Benicarló y durante los enfrentamientos, cuando se encontró aislado en el palacio de Pedralbes entre el fuego cruzado de uno y otro bando, se entretuvo en releerla y dictar a la mecanógrafa el texto definitivo. También mantuvo largas charlas, a modo de tertulia telegráfica, con Prieto, que se encontraba en Valencia con el Gobierno.

Diez razones para amar a España

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