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Octubre de 1927. En la Academia Cicuéndez

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Estas actividades, que González-Simancas ha analizado con detalle28, le impidieron avanzar en el estudio de las asignaturas del doctorado. Su profundo sentido de la misericordia se acabó imponiendo. Se había propuesto sacar dos asignaturas al año, pero no lo logró, porque además del tiempo que dedicaba al Patronato por las mañanas, había conseguido –posiblemente por medio de Ángel Ayllón, al que conocía de la Casa sacerdotal– un trabajo como profesor de Derecho Canónico y Derecho Romano en la Academia Cicuéndez, donde empezó a dar clases por la tarde desde octubre de 192729.

Desde el verano de aquel año disponía de un cuarto en el Patronato, gracias a su trabajo como capellán; y al cabo de unas semanas, los ingresos que obtenía en el Patronato, en la Academia Cicuéndez y dando clases particulares le permitieron alquilar unas habitaciones para su familia en un ático del nº 56 de la calle Fernando el Católico. En noviembre de 1927 su madre y sus hermanos se reunieron de nuevo con él en Madrid.

Muy pronto sus jóvenes alumnos de la Academia Cicuéndez le tomaron afecto. Algunos de ellos, como Mariano Trueba, José María Sanchís, Manuel Gómez Alonso y Julián Cortés Cabanillas evocan en sus testimonios su simpatía, su «alegre desenfado juvenil», su cercanía, su buen humor y su afán por ayudarles. Una prueba de su amistad es que a los que se habían matriculado como alumnos libres de la Facultad de Derecho de Zaragoza (matricularse por libre en una facultad de otra ciudad del país era algo relativamente frecuente en aquel tiempo) les acompañaba hasta aquella ciudad para ayudarles en los exámenes30.

Cortés Cabanillas recordaba los paseos que daban, una vez terminadas las clases, hasta El Sotanillo, una chocolatería cercana a la Puerta de Alcalá. «Era fácil trabar amistad con él», comentaba Gómez Alonso. Escrivá siguió cultivando la amistad y se carteó con muchos de ellos hasta el final de su vida.

Uno de sus alumnos en la Academia era un hombre mayor, padre de familia, que se había propuesto obtener el título de abogado para mejorar la situación económica de su familia. Llegaba agotado tras un largo día de trabajo, y Escrivá, aunque no iba sobrado ni de tiempo ni de dinero, le daba gratuitamente clases extraordinarias para ayudarle.

Según los testimonios que han dejado sus alumnos, sus lecciones se desarrollaban en un ambiente distendido y los estudiantes agradecían que, además de hacerlas amenas, se preocupara por sus problemas personales31.

Un día se enteraron, por medio de otro sacerdote que trabajaba en la Academia, de que su joven profesor atendía, después de dar clase, a los niños y enfermos de los barrios de chabolas. No podían creérselo: en aquella época resultaba insólito que un sacerdote culto como Escrivá atendiese a personas de la periferia. Para confirmarlo, le siguieron por las calles sin que se diera cuenta. Tras esa «investigación» comprobaron que iba a los arrabales para confortar espiritualmente a los pobres abandonados y ayudarles en sus necesidades32.

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