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14 de febrero de 1930. Las mujeres

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El mensaje que Escrivá había recibido el 2 de octubre de 1928 iba dirigido a todos los cristianos (y, en general, a todas las personas de buena voluntad, sean cuales sean sus creencias) y requería que hubiese personas que se entregaran plenamente al servicio de Dios, santificando su trabajo profesional y sus circunstancias personales, para difundirlo por el mundo.

Durante un breve periodo inicial –dieciséis meses y dos semanas, en concreto– Escrivá pensaba únicamente en varones. Vendrían muchos –cientos, miles– con el paso de los siglos, estaba convencido; aunque en aquellos momentos aquel empeño evangelizador contaba solo con uno: él.

* * *

Luz Rodríguez-Casanova le había pedido que, además del trabajo que desempeñaba como capellán del Patronato, atendiera espiritualmente a su madre, una mujer anciana que se estaba quedando ciega. Residía en el nº 1 de la calle Alcalá Galiano y su casa disponía de oratorio5.

El viernes 14 de febrero de 1930, en una mañana fría de invierno, se encontraba celebrando Misa en ese oratorio, cuando, inmediatamente después de la Comunión, mientras daba gracias6, comprendió –en palabras suyas–: «¡toda la Obra femenina!»7.

Fue una nueva moción espiritual, cuyo contenido –como explica María Isabel Montero– «fue, sustancialmente, no solo que también las mujeres eran destinatarias del mensaje de santificación en la vida ordinaria, sino que podían formar parte del Opus Dei»8.

No se trataba, por tanto, de una nueva fundación, ni de crear una institución diferente. La luz del 2 de octubre de 1928 se dirigía a mujeres y hombres; y los difusores de ese mensaje debían ser también mujeres y hombres, aunque Josemaría Escrivá, deslumbrado por el fogonazo de esa luz, no hubiese percibido con nitidez hasta entonces todos los perfiles y matices de aquel querer de Dios.

Aquella mañana de febrero comprendió que Dios deseaba que hubiera en la Iglesia hombres y mujeres con una misma llamada; con una misma misión –la santificación de las realidades humanas–; con un mismo carisma, idénticos medios ascéticos y modos apostólicos.

La iniciativa no partió, de nuevo, del propio Escrivá: «Vinisteis –recordaba años después– a la vida de la Iglesia en un momento en que no os esperaba, y yo agradezco a Dios Padre, a Dios Hijo, y a Dios Espíritu Santo y a la Santísima Virgen este vuestro nacer; agradezco el teneros»9.

Unidos en la cabeza –Josemaría Escrivá y sus sucesores–, con separación de apostolados pero no de espíritu, esas mujeres y esos hombres deberían llevar a cabo en medio del mundo, en palabras de Escrivá, una «gran movilización de cristianos para la paz, para el bienestar, para la comprensión, para la fraternidad»10.

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