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En las barriadas más pobres de Madrid
ОглавлениеLa sorpresa de estos estudiantes pone de manifiesto otra paradoja de aquel tiempo. Madrid ofrecía una imagen de aparente prosperidad, fruto de la bonanza económica y social de los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera.
Se comenzó –escriben Suárez y Comellas– la electrificación de los ferrocarriles y se construyeron grandes embalses para impulsar la producción de energía eléctrica. Apareció la Telefónica y muchos españoles de clase media o alta pudieron permitirse el lujo de tener un teléfono, un aparato de radio o comprarse un automóvil. [...] Evidentemente, la gente vivía mejor, y luego se recordaría aquella época como los felices años veinte. Se generalizaron espectáculos como las salas de cine, se empezó a practicar el turismo (y también llegaba turismo de fuera), se puso de moda el fútbol, y en 1927 comenzó a jugarse el Campeonato de Liga. Los españoles tendían a una vida alegre y despreocupada33.
Pero esa bonanza no alcanzó a una gran masa de población, que subsistía en condiciones penosas. Se daba un contraste lamentable entre el tono de vida de un sector acomodado de la ciudad –que proclamaba su fe de forma «oficial» en novenas, procesiones, etc.– y el de un gran sector social sumido en la miseria, que se iba descristianizando día tras día entre el desinterés y la desidia de muchos católicos.
Pocos años después, en una carta dirigida al Papa, los obispos españoles emplearían la palabra «espejismo» para describir la situación religiosa de aquel tiempo:
El oficialismo de la religión favorecía ciertamente la apariencia externa de la España católica [...]. La tradición social del catolicismo deslumbraba en las solemnidades y procesiones típicas, pero el sentimiento religioso no era profundo y vital, las organizaciones militantes escasas, el espíritu católico no informaba de verdad y con constancia la vida pública34.
Y añade Luis Cano:
No se reconocía la parte de responsabilidad que cabía al discurso cato-patriótico que con tanta profusión se había predicado a los fieles. Se había reducido el reinado de Cristo, tantas veces, a un recurso retórico que no representaba un estímulo para desarrollar las nuevas formas de apostolado católico que estaban triunfando en otros países. No se había comprendido –salvo pocas excepciones– que representaba una llamada a la evangelización, al dinamismo apostólico, a emprender obras concretas y prácticas, a buscar la propia santidad35.
Explicaba Escrivá: «El apostolado se concebía como una acción diferente –distinguida– de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano –en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección– y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia»36.
Ese abandono de décadas de los sectores menos favorecidos de la sociedad por parte de tantos pastores, sacerdotes y laicos, unido a la propaganda marxista, propiciaba en ellos un clima cada más hostil hacia lo religioso. Margarita Alvarado, una chica joven que colaboraba con las Damas Apostólicas, recordaba que «el apostolado era muy penoso y difícil: había que ir por los barrios extremos de Madrid, donde no sabíamos si nos iban a recibir bien o mal. Se necesitaba mucho espíritu de sacrificio, sobre todo en aquella época anterior a la República».
Tiempo después, en el barrio de Tetuán, arrastraron por la calle a varias de aquellas mujeres, «mientras les clavaban una lanceta de zapatero en la cabeza. Una de ellas, Amparo de Miguel, trató de defender heroicamente a las demás y le arrancaron el cuero cabelludo y la maltrataron hasta dejarla desfigurada»37.
En una ocasión –probablemente en los días anteriores a las Navidades de 1927– le pidieron a Escrivá que atendiera a un enfermo en estado muy grave, alojado, según los vecinos, en una casa de mala vida. No era exactamente así: el enfermo estaba atendido por una hermana casada que vivía honradamente; pero residía con ellos otra hermana que ejercía la prostitución en su cuarto.
Escrivá se aseguró de estos hechos, consultó el asunto con el Vicario de la Diócesis, y pidió a la hermana casada que impidiera que se ofendiera a Dios en aquella casa durante aquel tiempo; y prudentemente, para evitar habladurías, acudió al domicilio acompañado por Alejandro Guzmán, un hombre mayor y respetable, buen amigo suyo. Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa con las medicinas que necesitaba el enfermo, ya agonizante, junto con los óleos sacramentales y le estuvo confortando y asistiendo hasta que falleció38.
De sus apuntes personales y las notas de algunas señoras del Patronato se deduce que recorría, jornada tras jornada, la ciudad entera a pie, de un extremo al otro, después de haber estudiado previamente el itinerario para no malgastar el poco tiempo que tenía. «Estaba siempre disponible para todo, jamás nos ponía dificultades», comentaba una de las religiosas que trabajaban en el Patronato de enfermos39.
«Yo tengo sobre mi conciencia [...] –evocaba años después– el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desamparadas del mundo. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que comenzar limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas»40.
Ya en esa época –señala Martin Schlag– Escrivá vivía y enseñaba a vivir lo que años después se denominó «una opción preferencial, pero no exclusiva, por los pobres»41.
Brian Kolodiychule, Postulador de la Causa de la Madre Teresa, recordaba que el encuentro de Cristo en los pobres –carisma específico de Teresa de Calcuta–, se puso de manifiesto «muy en particular en los primeros años de la historia del Opus Dei [...]. En ambos casos, tanto para el fundador del Opus Dei como para la Madre Teresa, en la raíz de este compromiso se advertía la fe que les hacía descubrir a Cristo en cada hombre»42.
Su trabajo sacerdotal no se reducía a los aspectos de beneficencia y solidaridad: nacía de su unión con Cristo, de su afán por llevar su mensaje a todos, sin ningún tipo de discriminación social, ni «por arriba» ni «por abajo». Urgía a todos los cristianos a «conocer a Jesucristo, hacerlo conocer, llevarlo a todos los sitios»43, y les sugería que se preguntasen a diario: «¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana?»44.
En su pensamiento, en su modo de obrar y en sus enseñanzas, el amor a los pobres estaba profundamente unido con la responsabilidad y el ejercicio de la justicia en el propio trabajo profesional; y también con el desprendimiento y la virtud de la pobreza cristiana, que solía escribir en ocasiones con mayúsculas: la Santa Pobreza. «Ambas virtudes –escribe Schlag–, el amor a los pobres y la pobreza, nacen de la misma fuente: el deseo del cristiano de imitar a Cristo, nuestro Señor, hasta hacerse uno con Jesús, el modelo»45.
Ese afán sacerdotal le llevó a atender, desde 1927 hasta 1931, a centenares de enfermos y personas que malvivían en el cordón de suburbios que rodeaba Madrid46. Los llamados barrios bajos, en los que se arracimaban desordenadamente las chabolas, fueron el escenario habitual de aquellos años de su juventud. Es importante retener esta idea para comprender plenamente su personalidad.
Con frecuencia lo único que tomaba durante el día era un bocadillo, salvo que encontrara un mendigo por el camino y se lo diera47.